Ravenna estaba sentada en el trono, con sus generales formados frente a ella. Docenas de velas parpadeaban por toda la estancia y caldeaban los fríos muros de piedra. El caballero negro, ataviado con su reluciente armadura oscura, se secó la sudorosa frente con un pañuelo. Aún seguía impregnado por el hedor de la última batalla; Ravenna pudo olerlo a dos metros de distancia.
—Quedan grupos de rebeldes dispersos en los límites del Bosque Oscuro —informó. Junto a él, un general con el cabello de un intenso color rojizo alzó un mapa del reino. El caballero negro señaló con un puntero la periferia del Bosque Oscuro. Aquella monstruosa arboleda resultaba tan peligrosa que nadie osaba aventurarse en su interior—. Aquí y aquí, aunque provocan escasos daños. Hemos empujado a las fuerzas del duque Hammond hacia las montañas; sin embargo, su plaza fuerte en Carmathan se mantiene firme.
Ravenna tenía la cabeza erguida y sobre su peinado de doradas trenzas lucía una corona con remates apuntados. Alargó la mano hacia una mesa colocada a su lado. Sobre ella, había un recipiente con cinco pajarillos muertos, colocados con el vientre hacia arriba y abiertos en canal desde el pico hasta la cola. Introdujo los dedos en uno de ellos y le arrancó el corazón. Se llevó a la boca aquel diminuto órgano —que no era más grande que un garbanzo— y dejó que la dulce sangre se deslizara por su garganta.
—Sitiadla —ordenó, disfrutando de la tierna textura de la carne.
Otro general se adelantó desde una línea posterior. Era más bajo que los demás y su espesa barba colgaba diez centímetros por debajo de su barbilla.
—Las montañas y el bosque la convierten en un refugio inexpugnable, mi reina —afirmó y se retorció las manos con nerviosismo, a la espera de una reacción.
Ravenna se levantó y dejó caer la capa que envolvía su cuerpo, desvelando un vestido de oro y plata fundidos que brillaba cuando ella se movía. Tenía el mismo aspecto que diez años atrás. Su piel era tersa y ni una sola arruga surcaba su rostro. De hecho, parecía incluso más joven que cuando el rey la conoció, como si su belleza aumentara con los años. El paso del tiempo no la afectaba.
La reina se acercó de una sacudida y apuntó con un dedo hacia el rostro del general.
—Entonces, ¡obligad al duque a salir de allí! Incendiad todas las aldeas que le apoyen. Envenenad sus pozos. Y si aun así oponen resistencia, ¡clavad sus cabezas en picas y decorad con ellas los caminos! —ordenó.
El caballero negro se colocó frente al general, como si tratara de protegerle.
—Mi reina —dijo con una ligera reverencia—, son ellos los que nos atacan a nosotros. Los rebeldes hostigan nuestras líneas de abastecimiento y los enanos asaltan los carromatos que transportan el dinero de los jornales.
Ravenna no podía soportarlo más. Excusas, eso era lo único que escuchaba de aquellos hombres. Arrebató el puntero al caballero negro y le golpeó con fuerza en los muslos.
—¿Enanos? —dijo, sonriendo satisfecha al oír el sonido de la madera golpeando el metal—. ¡Son solo medio hombres!
El caballero negro sacudió la cabeza. Se quitó el casco metálico y se echó hacia atrás su grasiento pelo castaño.
—En otra época fueron guerreros de la nobleza, mi reina —comentó el general con una expresión casi de disculpa—. Hemos capturado a dos rebeldes, ¿los ejecutamos? —preguntó.
Ravenna sonrió. Alargó la mano hacia el recipiente de los pájaros y arrancó otro corazón. Lo masticó, disfrutando de su suave elasticidad.
—No —respondió después—. Deseo interrogarlos yo misma. Traedlos aquí.
El caballero negro hizo una seña a un soldado situado en la parte trasera del salón del trono, y este desapareció tras las inmensas puertas de madera.
Ravenna caminó impaciente frente a los generales, sintiendo cómo su respiración se agitaba. No había llegado tan lejos para permitir que su reino cayera en manos de los rebeldes. Les daría caza, dondequiera que se encontraran. No descansaría hasta que todos hubieran muerto, hasta que sus aldeas quedaran calcinadas y derruidas, hasta que sus hijos fueran prisioneros del régimen. Tardaría algún tiempo, pero lo conseguiría. Solo necesitaba conservar su fortaleza. Sus poderes debían mantenerse intactos.
Miró por la ventana hacia la muralla del castillo. Los campesinos se arremolinaban en torno a los montones de desperdicios y escarbaban entre los restos en descomposición de un cerdo y de unos tomates mohosos. Se oían los gritos de una mujer con un bebé aferrado al pecho. Estaba forcejeando con un niño al que le había arrebatado un hueso de pollo. Ravenna los observó, al tiempo que movía su brillante falda metálica de un lado a otro. Finn y ella habían sido igual de pobres: simples gitanos que vivían en un carromato. ¿Dónde estaba el rey entonces? Él había incendiado su aldea y había asesinado incluso a las mujeres, creyéndolas traidoras. ¿No mostraba ella una actitud más benevolente?
El soldado regresó, arrastrando a dos hombres tras de sí. El mayor tenía el pelo gris y unas profundas arrugas en torno a la boca, además de un ojo amoratado e hinchado y un corte en un brazo, que todavía sangraba. El otro, que aparentaba la mitad de edad, era un joven atractivo, corpulento y con una musculatura tan desarrollada que se marcaba incluso a través de su camisa rasgada. Parecía ileso.
Ravenna se acercó. Ambos la miraron con actitud desafiante y los ojos encendidos. El mayor trató de liberarse de las manos del guardia.
—Bajo tu dominio, lo hemos perdido todo —exclamó sin apartar la mirada de Ravenna—. No desistiremos hasta que el reino sea libre.
—No todo —respondió ella, observando al atractivo joven que estaba junto a él—. ¿No es este tu hijo? Cómo osas mostrar tal ingratitud hacia tu reina —agarró la cara del joven y clavó la mirada en sus ojos grisáceos. Ninguno de los dos habló.
Él le permitió acariciar su mejilla un momento. Luego, con un rápido movimiento, empujó al guardia, le hizo perder el equilibrio, le arrebató la daga y se la clavó a Ravenna en el pecho.
La estancia quedó en absoluto silencio y todos dirigieron los ojos hacia el cuchillo. Ravenna estuvo a punto de soltar una carcajada. No sentía nada. El poder que su madre le había transmitido era tan fuerte, tan absorbente, que ni la más afilada de las espadas podría matarla. Arrancó la daga de su pecho y el corte se cerró al instante. No sangraba. Ni siquiera había quedado una marca. Y la piel aparecía absolutamente tersa donde penetró la hoja.
El muchacho la miró horrorizado.
—¿Matarías a tu reina? —preguntó Ravenna, entrecerrando sus ojos azules al mirarlo. No pudo contenerse. Sintió que la rabia y la furia crecían en su interior, se mezclaban con su sangre y fluían por sus venas, haciéndola más poderosa que nunca—. Tienes belleza y coraje, pero ¿cuán fuerte es tu corazón? —susurró al oído del joven mientras colocaba la mano sobre el pecho del muchacho.
Él trató de retroceder con el rostro desencajado, pero la magia de la reina le paralizó. Ravenna sintió que los latidos del joven retumbaban en sus oídos, creciendo en intensidad a cada segundo. El padre del muchacho suplicaba clemencia, pero ella no escuchaba sus palabras, simplemente se dejaba consumir por la magia, que la arrastraba en su virulenta corriente. Se inclinó hacia atrás y canalizó toda su fuerza hacia la punta de los dedos, al tiempo que el corazón del joven aumentaba el ritmo. Más rápido, pensó y el corazón bombeó a mayor velocidad. Más rápido, repitió en su interior, y los latidos se aceleraron aún más, fundiéndose entre ellos, hasta que el ruido se volvió tan intenso que apenas podía soportarlo.
El rostro del muchacho mostraba desesperación y sus ojos aparecían enrojecidos y aterrados. Ravenna soltó el aire de los pulmones y concentró toda su fuerza en cerrar el puño. Podía sentir aquel corazón entre los dedos, como si tuviera la mano dentro de su pecho. Continuó apretando, más y más, hasta que la tuvo firmemente cerrada. El muchacho hizo una mueca de dolor mientras ella estrujaba los dedos. El martilleo de su propio pulso ensordeció al joven y por fin su corazón estalló. Entonces, se desplomó en el suelo, muerto. Su padre se arrodilló junto a él y comenzó a golpearle el pecho para tratar de reanimarlo.
Finn alzó la espada para acabar con la vida del anciano, pero Ravenna le detuvo.
—No, deja que regrese junto al duque y le hable de la generosidad de su reina —dijo casi riendo. A continuación, abandonó el salón del trono y Finn la siguió.
Ravenna apenas podía caminar. Finn se colocó junto a ella, ayudándola a dar cada paso. Sentía como si todo el aire hubiera abandonado sus pulmones, tenía las piernas débiles y los hombros encorvados, y notaba la piel del rostro cubierta de finas arrugas.
No intercambiaron ni una sola palabra hasta que llegaron a sus aposentos. Ravenna se desplomó sobre un sillón y su respiración finalmente se calmó.
Finn la observaba.
—La magia exige un alto precio —dijo con cautela.
Ravenna miró sus manos. Tenía oscuras manchas parduscas en el dorso de ambas y la piel se había vuelto fina como el papel.
—Y el coste aumenta —admitió. Incluso aquellas pocas palabras la agotaron.
Ahora lo sabía. Cada vez que empleaba sus poderes, envejecía. Esa era su batalla personal, día tras día. Pero debía ser la reina todopoderosa. Debía provocar miedo y respeto en todo el reino, sin que nadie descubriera lo rápido que su magia se desvanecía. Solo había una cosa que podía restablecerla en aquel momento.
—Ve —dijo mirando a su hermano a los ojos—. Tráeme una. Ahora mismo.