«Quien goza del favor de los dioses
está destinado a ser un héroe».
Astinus, Iconocronos
¡Desaparecidas!
Riverwind tanteó el suelo ocupado un momento antes por Di An y la vara. Pero no. Lo ocurrido no era un producto de su imaginación calenturienta. La mujer y el cayado habían desaparecido. Reculó sobre las nalgas, sin levantarse, y contempló el lugar con una mirada vacía de expresión. Había errado en la elección; la Vara de Cristal Azul se había perdido y él había fracasado en su misión. Su corazón se estremeció con un dolor hondo, abrumador, insoportable. Su angustioso alarido levantó ecos en el Lago de las Fiebres y acalló los sonidos de los animales. Sobrevino un silencio profundo.
El guerrero se desplomó de bruces en el suelo, con los ojos anegados en lágrimas. Se había equivocado. Le había fallado a Mishakal. Le había fallado a Goldmoon. Cazamoscas había muerto en vano. Apretó el rostro contra la tierra, indiferente a la punzante grava que le arañaba la piel. ¿Cómo iba a regresar a casa? ¿Cómo iba a presentarse ante Goldmoon sin la vara? La había perdido para siempre.
El hombre de las llanuras yació inmóvil largo tiempo, consumido por una desesperación inmensa.
Por fin, se puso de pie con lentitud y volvió la mirada hacia las Montañas Desoladas. El pozo por el que se descendía a Hest se encontraba en sus cumbres; se arrojaría en él. Tomada la decisión, el guerrero enderezó la espalda encorvada. La magia que creaba el conjuro de descenso lento en el pozo había desaparecido con Vvelz; hallaría la muerte en la interminable caída. De ese modo, nadie descubriría su vergüenza.
Mors, señor del reino de Hest, estaba sentado en el duro sillón de piedra y escuchaba a los representantes elegidos entre los cavadores y los guerreros que discutían sobre cómo distribuir la cosecha de trigo. El prolongado debate parecía no tener fin y Mors estaba perdiendo la escasa paciencia que tenía. La cosecha había sido la más pobre de la historia de Hest, por si ello fuera poco, corría el rumor de que los árboles frutales también se estaban muriendo. Desprovistos de la magia, no existía otro medio para conservarlos en buen estado. A no tardar, el hambre se enseñorearía de Vartoom.
El cabecilla hestita resolvió zanjar la vana discusión aunque para ello tuviera que emplear la fuerza; sin embargo, cuando se disponía a gritar para imponer el orden, acaeció un suceso extraordinario.
Vio un destello luminoso que lo dejó estupefacto, puesto que había vivido en la más completa oscuridad desde el día en que Karn lo había cegado. La luz era apenas un tenue fulgor, una luciérnaga azul, pero aun así la percibía y ello lo tenía conmocionado.
Se puso de pie. Uno de los representantes de los cavadores le preguntó algo, mas el general ciego ni siquiera lo escuchó. El silencio se adueñó poco a poco de la sala. Mors continuaba inmóvil, absorto en la lucecita parpadeante que brillaba ante sus ojos invidentes.
—Reunid a cincuenta soldados —ordenó con una voz carente de inflexiones—. Sin armaduras y pertrechados sólo con lanzas.
—Mi señor, ¿qué tenéis? —inquirió un anciano cavador.
—Algo ocurre —respondió Mors—. Lo veo.
Por primera vez en muchos años, el general abandonó la sala a grandes zancadas sin precisar la ayuda del bastón o un elfo lazarillo. Los reunidos se removieron excitados, con curiosidad. ¿Qué se avecinaba?
Mors salió a la calle guiado por la luz. De algún modo, sabía dónde estaba pues no sólo la veía, sino que también la sentía. A pesar de que el entorno permanecía para él tan invisible como siempre, al seguir su destello parpadeante eludía todos los obstáculos. Sencillamente, sabía dónde poner los pies. La luz lo llamaba, lo incitaba a seguir adelante. El golpeteo de las pisadas de los soldados le advirtió de la llegada de su escolta.
—¿Quién está al mando? —preguntó.
—Yo, mi señor. Prem —respondió el oficial.
—¿Conoces la ubicación del gran templo de nuestros antepasados?
—¿El templo habitado por espíritus?
—El mismo. Partimos para allí de inmediato, pero sólo yo entraré en él. ¿Queda eso claro?
—Desde luego, señor. ¿Qué ocurre?
—Aún no lo sé —respondió con firmeza el general—. Me temo…
No finalizó la frase. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo decirles que sospechaba que el fulgor azul era obra de Li El? De la muerta Li El.
Mors los condujo a través de los campos agostados. La luz parpadeante creció en intensidad y se hizo más estable. Los soldados avanzaban en medio del traqueteo de las armas. La curiosidad y el temor consumían al general; habían transcurrido cien días desde la muerte de Li El y Vvelz, y, desde entonces, no había tenido lugar manifestación mágica alguna. Los cuerpos de los dos hermanos se habían consumido en sendas piras funerarias y de ellos no quedaba más que el recuerdo. Y, sin embargo, ahora ocurría esto…
Tras dos horas de marcha rápida, los guerreros llegaron al abandonado sendero rocoso que conducía al templo y ascendieron el pronunciado declive. Al alcanzar la meseta sobre la que se erguía el templo, se frenaron en seco. Mors oyó que se detenían y exigió una explicación.
—¡Hay una luz en el templo, mi señor! —dijo Prem.
—¡También la ves tú!
—Todos, señor.
—¡Formad en línea! —bramó el general—. Voy a entrar. E impedid que nada ni nadie salga de ahí, ¿habéis entendido?
Los guerreros formaron un semicírculo frente a la inmensa entrada del templo abandonado y observaron sobrecogidos cómo Mors remontaba los desgastados escalones y se metía en el resplandor azul.
Una sensación de bienestar inundó a Mors. Parte de su ser era consciente de que se trataba de un efecto mágico, irreal tal vez, pero tan profundo que le hacia olvidar su aprensión. El resplandor azul creció de intensidad hasta arderle en los ojos. Sus labios dejaron escapar un sordo gemido; se llevó las manos al rostro entonces se vio las puntas de los dedos. El gemido de dolor se tornó en un ahogado grito de estupefacción. Apartó las manos de la cara y retrocedió a trompicones hasta chocar con una enorme columna estriada.
Había recobrado la vista. Delante de él estaba el suelo del templo, alfombrado con fragmentos de columnas desmoronadas y otros escombros. Lo vislumbró todo con sorprendente claridad. No cabía duda: podía ver.
La luz seguía induciéndolo a avanzar. Incapaz de resistirse a su llamada, Mors caminó entre las señoriales columnas hasta llegar a la fuente del brillante fulgor azul.
Flotando en el aire a un palmo del piso, se hallaba la figura erguida de una mujer elfa, con los ojos cerrados y los brazos pegados a los costados. Vestía la túnica negra de los cavadores hestitas, si bien el tejido de cobre estaba desgarrado y la tintura negra descascarillada y arañada. A unos centímetros delante de la mujer, suspendido en el aire de forma vertical, flotaba un magnífico báculo de zafiro. De él emanaba la luz.
Mors se postró de rodillas.
—¿Quién…, quién eres? —susurró.
Atiéndeme, dijo en su mente una voz dulce. Escúchame.
Las lágrimas humedecieron sus ojos recién liberados de la ceguera.
—¿Quién eres? —reiteró el general.
Soy aquella a quien tus antepasados conocían como Quenesti Pah.
Mors contuvo el aliento.
—¿La diosa? —preguntó, cuando recuperó el habla.
Te devuelvo a esta mujer de tu raza. Ha luchado con todo su empeño en favor del Bien. A fin de salvarla de la locura y la muerte, la traigo de regreso al hogar.
—¿Quién es ella, divina señora?
Se llama Di An.
—¡Mi pequeño lazarillo! An Di…
Mors hizo ademán de incorporarse, pero la diosa le habló de nuevo y la fuerza de su voz lo obligó a arrodillarse una vez más.
Que este lugar recobre su condición de sagrado. Guardad mis leyes y obtendréis la gracia de la salud y el don de la curación. Esta mujer será mi sacerdotisa y, a través de ella, me daré a conocer a todo tu pueblo.
Mors inclinó la cabeza.
—Que así sea. Gracias, señora, por devolverme la vista.
Pero la diosa se había marchado.
Al punto, se desvaneció el halo azul, dejando a Di An de pie sobre el piso. Después, también el cayado de zafiro desapareció. La elfa dio un paso tambaleante, como sonámbula. Mors llegó junto a ella de un salto y la tomó en sus brazos. Los ojos de la mujer se abrieron poco a poco.
—¿Mors? ¿Eres tú? —preguntó con voz débil.
—Sí. Has cambiado, mi pequeña cavadora.
—He crecido. ¿Estás… enfadado conmigo por haber huido?
—Lo estaba, pero ya no.
La joven pensó que era extraña la sensación de sentir el brazo de Mors en torno a su cintura. Extraña, pero agradable.
—¿Escuchaste tú también las palabras de la diosa? ¿Viste su vara sagrada? —Al asentir él, agregó—: He morado en el reino de los dioses. Durante cuánto tiempo, es algo que ignoro. Riverwind y yo intentábamos escapar del dragón, y había asimismo otros hombres con apariencia de lagartos, y…
—¡Un dragón! —exclamó Mors—. ¿Hombres semejantes a reptiles? ¿Seguro que te encuentras bien? ¿Que tu mente no sigue confusa?
Di An prendió su mirada en la del hombre y este no pudo evitar un estremecimiento. Los ojos de la elfa, que habían sido negros como la noche, se habían tornado de un color azul deslumbrante, igual al del bastón de Quenesti Pah.
—Mi mente está muy clara, Mors. —La joven recordó al pobre Cazamoscas, muerto a manos de los draconianos. Vio a Riverwind, consumido por la fiebre… ¿Estaría a salvo?—. Y mi corazón oprimido por una gran tristeza.
Salieron del templo y se reunieron con los soldados que aguardaban expectantes. Mors no podía creer que la etérea mujer que caminaba a su lado fuese la chiquilla estéril que lo había guiado durante los años de oscuridad.
—Procuraré guiarte siempre por el buen camino —declaró ella, con tono confidencial. Mors parpadeó. Le había leído los pensamientos—. Después de todo, ahora no estaría aquí si no te hubiese seguido…, aunque fuese yo quien te guiara.
El general la presentó a los soldados, que la saludaron alzando las lanzas. Finalizadas las formalidades, Mors se encontró sin saber qué hacer, por lo que preguntó a la elfa cuáles eran sus intenciones.
Di An recorrió con la mirada la caverna impregnada de humos nocivos. Pensó en todos los niños improductivos que trabajaban en los campos y las minas. Aun cuando el recuerdo del mundo exterior ya no la atemorizaba, sabía que su puesto estaba en Hest, con su pueblo.
—Deseo sanar los males que asolan este lugar. Y, tal vez, sanarme a mí misma —dijo, sin apartar los brillantes ojos del brumoso paisaje.
De algún modo, Riverwind se las ingenió para llegar al pie de las montañas. Paso a paso, arrastrando los pies, caminó durante un día, una noche y otro día más, impelido por su determinación de arrojarse al pozo. A pesar de pender sobre él la muerte en diversas formas —el hambre y la sed entre ellas—, lo obsesionaba la idea de que debía acabar con su vida en el abismo insondable que conducía a Hest. Por un motivo u otro, le parecía lo más procedente.
El que-shu ardía en fiebre; así pues, encontrarse con un claro manantial que brotaba entre las grietas de unas rocas fue el mayor regalo que cabía esperar.
Calmada la sed, retornaron las punzadas de hambre que torturaban su estómago. No disponía de arco; por consiguiente, poca era la caza que podía esperar obtener con las manos desnudas. Encontró varias piñas granadas esparcidas entre las altas peñas.
Devoró los piñones a cientos, con ansia; ingerir las pequeñas semillas remedió en parte la apurada situación, pero no podía sustentarse sólo con ellas. Al caer de nuevo la noche, se tumbó en lo alto de un peñasco ligeramente combado, con los picos de las montañas cerniéndose sobre él. Jamás lograría remontarlas en su estado de debilidad. Fracasaría en su determinación de morir en el pozo. «Ni siquiera soy capaz de llevar a cabo esa sencilla tarea», pensó con amargura.
Las estrellas aparecieron en el cielo. Divisó la balanza rota de Hiddukel, la cabeza de bisonte de Kiri-jolith, la oscura capucha de Morgion. Junto a este último, asomando por encima de las cumbres, aparecía Mishakal. Al igual que el amuleto de acero que le había regalado a Goldmoon, las estrellas de la diosa formaban dos lágrimas unidas por las puntas. «El rastro infinito», las llamaba su abuelo, pues, si seguías su trazado con el dedo, nunca alcanzabas el final.
—¿Que significado tiene? —había preguntado Riverwind cuando niño.
—Significa que, vayas donde vayas, la diosa estará siempre contigo —respondió su abuelo.
Siempre contigo… Como el rostro de Goldmoon, que nunca estaba ausente de su pensamiento. Riverwind cerró los párpados y evocó la imagen de la mujer: su cabello, cual hebras de oro y plata; los brillantes ojos azules; los labios rojos y aterciopelados… La visión evocada por su mente hizo que las lágrimas humedecieran los párpados entornados del hombre. Era tan bella… Al haber fracasado en su misión, se desposaría con otro; el Chieftain Arrowthorn insistiría en ello. En cualquier caso, nunca había aceptado de buen grado su pretensión.
Imaginar a Goldmoon como esposa de otro hombre, despertó en el guerrero un sentimiento de ardiente cólera; la desesperación no lo había doblegado por completo. ¡Jamás permitiría a Arrowthorn que la casara con otro! La raptaría y luego…
Abrió los ojos de par en par. ¡Cuán estúpido era! ¡Qué egoísta! Había olvidado su otra misión, de importancia capital: dar la alarma sobre los draconianos y sus proyectos de conquista. Aquella razón, por si sola, era lo bastante trascendente para que regresara a Que-shu. Por otro lado, su misión de pretendiente no era un fracaso. Mientras alentase en él un soplo de vida, no renunciaría a la búsqueda.
Y, si cumplirla le llevaba diez años, o cien, Goldmoon aguardaría su regreso. Conocía cuán fuerte era su espíritu y su voluntad; jamás consentiría a un matrimonio impuesto.
Riverwind se incorporó en el peñasco y acometió la escalada. «Todas las montañas son iguales —pensó taciturno—. Empiezas abajo, y el camino siempre es hacia arriba». No había otro modo y, enfermo o sano, no tenía otra alternativa.
Fue una escalada de pesadilla. El hombre de las llanuras tiritaba bajo el gélido azote del viento y, en más de una ocasión, le fallaron las piernas y faltó poco para que rodara ladera abajo. En esos trances, Riverwind siguió trepando a fuerza de alzarse con la sola ayuda de las manos. Poco le importaba la sangre que manaba de las uñas rotas, o la vista borrosa a causa de la fiebre que lo consumía. Tenía que seguir adelante.
Alcanzó una pequeña meseta y se tendió boca arriba, a fin de recobrar el aliento. La entrecortada respiración formó un tenue vaho en contraste con el frío aire nocturno. Sólo un minuto de descanso, se dijo. Un minuto, nada más.
Así, tendido, vio materializarse en el aire la Vara de Cristal Azul. El guerrero gimió, imaginando que se trataba de un espejismo producto de la fiebre. Sin embargo, cuando alargó la mano hacia el flotante cayado, sus dedos se cerraron en torno al terso y duro zafiro. La vara había regresado. Fulgía de nuevo en su mano con su fría luz. Al cabo, el halo mágico se apagó y Riverwind sintió el tacto áspero de la oscura madera.
—Gracias, Mishakal —musitó—. ¡Gracias! —El eco de su grito retumbó en las montañas.
Se preguntó qué habría sido de Di An y dónde estaría. Sin duda, la diosa la habría ayudado. Tenía que ser así. En silencio, elevó una plegaria por la mujer elfa.
Poco después reemprendía la marcha. Agotado, buscó apoyo en el bastón, que lo sostuvo a lo largo de la inacabable escalada.
En los días que siguieron, Riverwind tuvo momentos alternos de buena y mala fortuna. En los escabrosos valles altos de las Montañas Desoladas, encontró bayas salvajes y raíces comestibles, pero no así piezas de caza susceptibles de obtener sin las armas adecuadas. Las fiebres del pantano remitían durante una hora o un día, para retornar de nuevo y reducir al que-shu a un lamentable despojo sacudido por los temblores. Durante estos períodos, Riverwind vagaba sin rumbo fijo y se apartaba, a veces hasta tres y cuatro leguas, de la ruta elegida. El dolor y la fiebre embotaron más y más su mente. En su ofuscación, se produjo cortes en las manos y en los pies con las aristas de las rocas. Vagó durante tres días sumido en un perpetuo delirio, del que lo sacó con brusquedad un aguacero frío como el hielo. Fue entonces, al volver en sí, cuando descubrió que se había extraviado. Las cumbres del entorno no le eran familiares y el bosque, distinto de cuantos conocía.
Mientras estaba en pie en mitad del aguacero, intentando ordenar sus ideas, escuchó la voz de un joven.
—¿Qué buscas, vagabundo?
Riverwind se dio media vuelta y vio que su delirante deambular lo había llevado hasta un claro, cerca de un campamento. Dos robustas carretas estaban colocadas eje contra eje y delante se había plantado una tienda de lona. Bajo el empapado toldo ardía un fuego chisporroteante. De pie, entre Riverwind y el campamento, se encontraba un hombre alto, envuelto en una capa chorreante y cubierto con un sombrero empapado. El sujeto blandía una espada de hoja estrecha, con la que apuntaba a Riverwind.
—Te he preguntado qué buscas —reiteró el joven. Bajo el ala del sombrero se atisbaba el brillo dorado del cabello.
—Me he perdido —dijo el que-shu.
—Bien pues, ¡aquí no son bienvenidos los rateros vagabundos!
—Las amenazas huelgan —comentó Riverwind, al que le castañeteaban los dientes por el frío intenso que parecía llegarle hasta los huesos—. No soy un ladrón.
—¿Quién me lo asegura? —repuso el muchacho rubio—. Eres un tipo alto que maneja un palo de tamaño considerable.
—Oye, ¿me permites que me caliente junto a la hoguera? Estoy helado hasta los huesos.
—¡No! ¡Lárgate! —El joven pateó el suelo para enfatizar su negativa, pero todo cuanto consiguió fue salpicarse las botas de barro.
El guerrero consideró la posibilidad de desarmar al jovenzuelo, pero, antes de que actuara en consecuencia, sufrió un vahído y lo siguiente que supo fue que estaba tendido de espaldas sobre el barro. Al chico rubio se le había unido otra figura encapuchada.
—¿Quién es? ¿Qué le has hecho? —preguntó la persona embozada, una muchacha a juzgar por la voz.
—No es más que un mendigo. Y no le he hecho nada.
—Tiene aspecto de guerrero —observó la chica—. Sin embargo, parece estar muy enfermo.
—No vamos a encargamos de cada ratero hambriento que se cruce en nuestro camino.
—¡Vaya, desde luego no podemos dejarlo tirado en la lluvia! —se opuso la muchacha.
Riverwind hubiese querido aplaudir su buen comportamiento, pero estaba tan débil que ni siquiera fue capaz de articular un sonido.
La chica intentó levantarlo tirándole de un brazo, pero carecía de la fuerza necesaria. El chico observó sus esfuerzos durante un momento y después se acercó a ayudarla. Entre ambos llevaron casi a rastras al que-shu hacia el campamento. En medio de protestas y resoplidos, lograron al cabo subirlo a una de las carretas.
El muchacho bajó la cubierta de lona y se despojó del sombrero. Tenía una frente amplia, el rostro moteado por infinidad de pecas y ojos grises enrojecidos. La chica se quitó la capucha y dejó al descubierto un cabello negro y rizado que enmarcaba una faz regordeta de facciones agradables, entre las que destacaba la nariz, menuda y respingona.
—Dame una toalla, Darmon —pidió la chica. El joven tomó un paño colgado del techo combado y se lo entregó. Ella secó a Riverwind el rostro y el cuello, escurrió el paño, y repitió la operación con las manos y los brazos.
—Gracias —logró articular el guerrero.
—¿Cómo te llamas?
—Riverwind.
El muchacho, Darmon, resopló.
—¡Muy propio de un bárbaro! —se mofó, aunque su compañera lo hizo enmudecer con un gesto.
—No le hagas mucho caso —advirtió al que-shu—. A Darmon le gusta creer que por sus venas corre sangre de nobles y que tal circunstancia le da derecho a mirar por encima del hombro a otras personas.
—¡No son imaginaciones, Lona! Mi tío es lord Bedric e…
—Eso ya me lo ha repetido hasta la saciedad —lo interrumpió la muchacha, a la par que estrujaba de nuevo la toalla—. Me llamo Arlona. Lona es el diminutivo. ¿Qué te ocurrió, Riverwind, para encontrarte en este estado tan lamentable?
El hombre de las llanuras parpadeó, en un esfuerzo por ordenar las ideas.
—Intento regresar al poblado, a Que-shu. Allí me aguarda la mujer que amo. Tengo que entregar esta vara a Goldmoon —dijo, señalando el cayado que yacía a su costado, sobre el jergón de mantas.
—¿Esta cosa? —se extrañó Darmon, indicando la vara con la punta del pie—. ¿Qué tiene de especial ese viejo palo?
—Es la Vara de Mishakal. Con ella se cumple mi misión —balbuceó Riverwind, agobiado por la fiebre.
—Bárbaros —susurró el muchacho, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza.
Lona preparó sopa y, mientras la removía, explicó al guerrero las circunstancias por las que Darmon y ella habían llegado hasta allí, lejos de cualquier lugar habitado.
—Somos los últimos supervivientes de la Compañía del Teatro Real de Quidnin. Viajábamos por la carretera de Nuevos Puertos a Solace cuando maese Quidnin se enzarzó en una discusión con el guía de la caravana sobre cuál era la mejor ruta a seguir. La opinión de Quidnin, por desgracia, prevaleció, y nos encaminamos hacia el este. —La muchacha morena echó una ojeada a la olla—. Al parecer, debimos dirigirnos al oeste, pues acabamos en las montañas. Los ganaderos que venían en la caravana se enfurecieron con Quidnin por ser el causante de habernos extraviado. Se entabló una terrible disputa y los ganaderos nos abandonaron a nuestra suerte. Con todo, Quidnin estaba seguro de que nos encontrábamos cerca de nuestro destino; por consiguiente, envió exploradores en busca de ayuda, alimentos, agua. Ninguno de ellos regresó. De los once miembros que contaba la compañía cuando salimos de Nuevos Puertos, sólo quedamos Darmon y yo.
—¿Sois actores? —se extrañó Riverwind. Tomó a sorbos la sopa, clara pero caliente, que Lona le había preparado y se sintió mejor. Alargó la mano y tocó con un dedo la hoja de la espada con la que Darmon lo había amenazado. El supuesto acero se dobló con toda facilidad con la ligera presión. Era una burda imitación, de latón.
—¡Eh, ya basta! ¡La estropearás! —protestó el muchacho, que se alejó al otro extremo de la carreta, lejos del alcance de Riverwind. El hombre de las llanuras rompió a reír al comprender que lo había amenazado un jovencito que manejaba una espada de juguete.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —se interesó Lona, en tanto lo observaba atentamente con sus brillantes ojos castaños.
—Vengo de Xak Tsaroth. Allí encontré la vara. Y antes de eso… —frunció el entrecejo—. Mis recuerdos son vagos. Había una chica…, una chica de pelo oscuro.
Lona posó la mano en su mejilla.
—Tienes mucha fiebre. No es de extrañar que te sientas confuso.
Riverwind tomó un poco más de sopa antes de plantear una nueva pregunta.
—¿Cuánto tiempo lleváis solos aquí?
—El último adulto, un tipo llamado Varabo, se marchó con el caballo de tiro que quedaba, prometiendo regresar al día siguiente si antes no había encontrado ayuda —respondió Lona—. De eso hace una semana y, desde entonces, aguardamos aquí, en mitad de la nada.
—Le dije a Varabo que quien debía ir en busca de ayuda era yo —intervino Darmon—. Sabía que ese estúpido nunca encontraría el camino.
—Dejadme que recobre las fuerzas y entonces os guiaré fuera de las montañas —ofreció el guerrero.
—¡Tú! Creí que también te habías perdido —se mofó el muchacho.
—La fiebre me ha embotado los sentidos —replicó el hombre de las llanuras, a quien empezaba a no gustarle el arrogante joven—. Cuando tenga las ideas claras, os indicaré con exactitud el camino a Solace, si es allí donde queréis ir.
—Mmmmm. Supongo que querrás compartir nuestras provisiones.
Lona propinó un cachete a Darmon en la pierna.
—Puedes disponer de cuanto tenemos —insistió, en tanto fruncía el entrecejo al reparar en la harapienta indumentaria del guerrero—. Arreglaré alguna de la ropa de Quidnin para ti. Eres más alto, pero al menos te cubrirán.
—Gracias.
—Lona es la costurera de la compañía. Le encanta remendar y todas esas cosas —comentó Darmon con desdén.
Con el estómago caliente y arrebujado en la manta seca, Riverwind no tardó en dormirse. Soñó con Goldmoon. La vio con los brazos abiertos, dándole la bienvenida. De improviso, los rasgos de su faz cambiaron; su cabello era corto y oscuro. No reconocía a esta mujer, aunque tenía la impresión de estar a punto de recordar su nombre.
Se levantó un viento frío que abrió en jirones las nubes grises cernidas sobre las montañas. Riverwind se rascó la piel, incómodo con su nueva vestimenta. Lona le había arreglado una camisa de lino y unos calzones ajustados. Rebuscó entre una docena de pares de zapatos antes de dar con unas botas de media caña de la talla del guerrero. Aquel conjunto ecléctico no era de su agrado —la camisa tenía rayas rojas descoloridas y los pantalones eran demasiado ajustados—, pero, en cualquier caso, era mejor que andar medio desnudo, como un salvaje.
Se levantó una larga y enconada disputa entre Darmon y Riverwind cuando este último manifestó que tenían que dejar atrás las carretas. El joven argumentaba que todos los aparejos y equipo teatral se encontraban en ellas. ¿Y quién iba a tirar de los pesados carromatos?, le recordó Riverwind. Al final, sumido en un hosco silencio, Darmon guardó en una caja de madera varios artículos y siguió a pie a Lona y a Riverwind.
Tomaron la estrecha senda de carros que descendía por la ladera de la montaña. El enorme bosque se extendía en todas direcciones.
Riverwind se vio forzado a hacer frecuentes altos para descansar. Durante esas breves paradas, el guerrero advirtió que en algunos árboles las hojas empezaban a tomar los tonos dorados del otoño. También divisó rodales de amarillos cardos estrellados, los cuales florecían al final del estío. Por último, cuando se disponían a reanudar la marcha tras uno de los cortos descansos, el guerrero comentó cuán extraño le parecía la proximidad del otoño.
—¿Qué tiene de raro? —inquirió Darmon.
Riverwind contempló con atención al joven antes de responder.
—Salí de Que-shu a finales de verano. Tengo la impresión de haber viajado durante mucho tiempo y, sin embargo, todavía estamos al final del estío.
—¿No estarás mezclando las estaciones? Tal vez no has estado atento a los cambios —apuntó Darmon con sarcasmo.
—¡No seas maleducado! —lo reconvino Lona.
—A decir verdad, creo que estuve en un lugar donde no había cambio de estaciones; aunque no alcanzo a comprender cómo es posible algo así —dijo Riverwind, frotándose las sienes con los largos dedos.
—Recordarás todo cuando te repongas —lo animó Lona.
La joven rebuscó en una bolsa y sacó un puñado de lonchas de manzana seca. Dio unas cuantas a Darmon y a Riverwind. Este mordisqueó la fruta con gesto ausente, en tanto se esforzaba por evocar algún recuerdo que llevase luz a las tinieblas en que se perdía su memoria. Imágenes fragmentadas, desconectadas entre sí, flotaban en la bruma que le embotaba el cerebro: algo mortífero con negras alas que hendían el aire; una luz azul, suave y agradable. No tenía sentido y, además, le provocaba dolor de cabeza; en consecuencia, decidió renunciar por el momento.
Sin embargo, a pesar de la confusión en que se hallaba sumido, había ciertas cosas imborrables. Sabía con exactitud que se encontraban en una estribación de las Montañas Desoladas que se internaba en el bosque, en dirección sudeste. Había un paso alto a través de la cadena meridional que conducía directamente a la meseta alta. El Camino de la Salvia corría a lo largo del borde norte de la meseta y, una vez en él, Que-shu estaba a un par de días de marcha. Aquel era también un recuerdo diáfano: su hogar estaba en Que-shu, y allí lo aguardaba Goldmoon.
Explicó la ruta a Lona y a Darmon y ellos se mostraron de acuerdo en seguirla. Mientras caminaban, la joven le contó a Riverwind cómo Darmon y ella habían entrado en la Compañía del Teatro Real.
—Los dos somos huérfanos —comenzó—. Mi madre trabajaba como costurera y cocinera de la compañía. Murió de disentería hace un año y yo ocupé su puesto.
—Lo siento —dijo con sinceridad el guerrero.
—Oh, disfrutó de una vida mejor que la de muchos y no sufrió mucho al final. En cambio, Darmon se escapó de casa para ser actor. —Arqueó las oscuras cejas, adoptando un gesto orgulloso.
—Mi aristocrática familia no aprobaba que uno de sus miembros se dedicara a esta profesión —comentó el muchacho. Volvió el rostro hacia el viento y dejó que su soplo le revolviera el cabello rubio—. No comprendían que yo había nacido para ser actor.
«Qué tontería», pensó Riverwind, si bien se abstuvo de expresar su opinión en voz alta.
—¿Qué haréis cuando lleguéis a Solace? —preguntó.
—Si las estrellas nos son favorables, tal vez encontremos allí a Quidnin o a algún otro miembro de la compañía —respondió Lona.
—¿Y en caso contrario?
—Fundaremos nuestra propia compañía —declaró Darmon con firmeza.
Riverwind no expresó su creencia de que todos los actores habían muerto —de hambre o asesinados— en las vastas soledades de las montañas. Lo más probable era que la amable Lona y el arrogante Darmon no encontrasen a nadie esperándolos en Solace. Tan sólo un callejón sin salida.
Aquella noche, el guerrero sufrió un fuerte ataque de escalofríos, a pesar del jarro con agua caliente que le proporcionó Lona para que se lo pusiera sobre el pecho. Los dientes le castañeteaban de tal modo que pidió a Darmon que cortara una rama fina para morderla. Cuando, por último, lo venció el agotamiento, soñó de nuevo. En esta ocasión, las imágenes fueron más confusas y desordenadas que nunca.
Se encontraba en un sitio oscuro. En lo alto volaba algo; la misma criatura negra, alada, que había acosado su sueño el día anterior. Más allá de las tinieblas, una voz femenina que le era familiar lo llamaba. La mujer atravesaba la oscuridad y se le aproximaba. Su cabello era largo y dorado y su hermoso rostro manifestaba una profunda tristeza. Al pasar junto a él, Riverwind vio que las lágrimas humedecían sus tersas mejillas. La mujer siguió caminando, sin dejar de llamarlo, hasta que las tinieblas la engulleron de nuevo.
Riverwind se despertó al lanzar un ahogado gemido. Yacía tembloroso, con el jarro apretado contra el pecho. ¿Quién era ella?, se preguntó. ¿Quién era aquella mujer? Tendría que saberlo. Era alguien muy importante para él. Las preguntas martillearon insistentes su cerebro hasta que, por último, se hundió en un sueño profundo.
A la jornada siguiente, llegaron al paso antes del mediodía. Al cabo de unas cuantas horas de remontar la escarpada vereda, el trío alcanzó la meseta alta. Producto del Cataclismo, el paraje llano se había formado cuando una inmensa avalancha de rocas y barro se desplomó sobre un valle hasta colmarlo. Entre los que-shu existía la creencia de que, si se cavaba la oscura tierra de la meseta, se encontrarían casas, animales… y gente, enterrados todos en el mismo sitio en que se encontraban al sobrevenir el Cataclismo.
Tal y como se ofrecía a la vista, la herbosa meseta era una agradable singularidad que rompía la vasta monotonía de picos escabrosos y yermos. Rebaños de cabras monteses y carneros de grandes cuernos corrían por la meseta y Riverwind ansió con vehemencia darles caza. Pero, por desgracia, no disponía de arco; ni siquiera de una simple jabalina que arrojarles.
Darmon guardó silencio mientras contemplaban el altiplano. Parecía intimidado ante la presencia del hombre más alto y de mayor edad, si bien Riverwind no debía de sobrepasarlo en más de cinco años. Aun así, el joven mantenía entre el que-shu y él lo que consideraba una distancia aconsejable. Reclinado en la vara de madera, Riverwind tomó asiento en un peñasco a fin de descansar. Lona se acomodó en el suelo, cerca de él, y rebuscó en la bolsa de provisiones para tomar un refrigerio. Darmon se quedó de pie, a unos metros de distancia, oteando el camino por el que habían llegado.
—¿Unas pasas? —Lona tendió un puñado de las frutas secas al guerrero.
Este dejó el cayado en el suelo, junto a su pie izquierdo, y tomó el alimento ofrecido. La joven comió con lentitud su ración.
—Desde luego, no pierdes de vista ese bastón ni por un momento —comentó entre bocado y bocado.
—Es muy valioso —admitió Riverwind, bajando la mirada al sencillo cayado.
—Pero si no es más que un pedazo de madera —intervino Darmon, a la vez que se acercaba para coger su ración de pasas.
—Para él es importante, Darmon —lo reconvino la muchacha.
El joven sacudió la cabeza y volvió a ensimismarse en la observación del entorno.
—¿Por qué es valioso, Riverwind? —se interesó Lona.
El guerrero cogió la vara, acarició la rugosa superficie y frunció el entrecejo.
—No se trata de un simple trozo de madera —dijo al cabo—. En realidad es… —El esfuerzo por concentrarse le causó dolor de cabeza. Sus dedos se cerraron en torno al bastón con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Lo ignoro. Me es imposible recordarlo. ¿No te lo he contado antes?
Lona sacudió la cabeza en actitud triste.
—No, Riverwind. Jamás lo has mencionado. Creí que lo habías tallado tú mismo.
—No. No lo hice. —El guerrero apoyó la mejilla contra la madera—. Al menos, creo que no lo hice. Me parece recordar que he de entregárselo a alguien.
—¿A quién? —preguntó Darmon, mientras se metía en la boca la última pasa.
—No lo recuerdo. —Sus palabras apenas fueron audibles.
—Bueno, no le des más vueltas —lo animó Lona—. Estoy segura de que todo se aclarará cuando te encuentres bien. —La joven recogió su equipo—. Es hora de reanudar la marcha.
Tanto ella como Darmon estuvieron listos en un momento, pero el que-shu seguía inmóvil, con la mirada prendida en el cayado.
—Vamos, bárbaro —urgió el muchacho—. Te estamos esperando.
Riverwind inhaló hondo y se puso de pie, al tiempo que se echaba al hombro su petate. Al girarse alzó la vara, que paso rozando a Darmon. Este retrocedió de un brinco.
—¡Cuidado! ¡Aparta ese sucio palo de mis ropas! —gritó.
El guerrero se disculpó y atenazó los dedos en torno a la vara para sujetarla con más firmeza.
—Es sólo un pedazo de madera, Darmon. No te morderá —se mofó Lona.
El trío emprendió la marcha a través de la planicie. La inquietud que dominaba a Riverwind se plasmaba en su semblante. ¡Había tanta tiniebla en su memoria, tantos pasajes oscuros! Por fortuna se encontraba de regreso al hogar. No importaba que hubiese olvidado el resto; eso, al menos, era un hecho cierto. Volvía a casa.
Aquella noche, cuando acamparon, Lona le preparó otra vez sopa caliente. Coció en agua lo que parecía un hueso de buey y agregó un pellizco de unos polvos que tomo de un saquillo que llevaba colgado al cuello. Riverwind le pregunto qué era.
—Pimienta. El hueso ha cocido tantas veces que está tan liso como el cristal y hace falta añadir algo al caldo para darle sabor.
El guerrero asintió al ver el desgastado hueso. A pesar de la pimienta, el caldo estaba insípido.
Esa noche —la tercera desde que había encontrado a los dos jóvenes—, las pesadillas no acosaron a Riverwind. La borrosa imagen de la mujer de cabello dorado aparecía y desaparecía en su sueño, pero su presencia ya no le causaba dolor. Despertó descansado, con renovado vigor; se sentía más fuerte de lo que se había sentido hacía días. Aspiró con deleite la cálida brisa a la vez que acariciaba el bastón, tendido en el suelo a su costado.
Lo llevaría a Que-shu. Una vez que estuviese allí, sin duda alguien sabría qué hacer con él. Le preocupaban un poco los fallos de memoria, pero su estado físico había mejorado tanto que estaba seguro de que, a no tardar mucho, su mente se recobraría también.
Lona le llevó sopa para desayunar. Riverwind observó con fijeza el caldo casi transparente contenido en la escudilla. Sabía muy mal, pero no quería herir los sentimientos de la muchacha. Después de todo, compartía con él lo poco que tenían. Así pues, cuando ninguno de los dos jóvenes lo miraba, el guerrero tiró la sopa en la tierra. Intentaría conseguir algo de caza hoy; de ese modo, remediaría en parte la escasez de provisiones.
A última hora de la mañana, divisaron en lontananza el Camino de la Salvia; ello supuso un gran alivio para Riverwind. Al menos, su sentido de la orientación no le había fallado.
—¿La calzada lleva directamente a Solace? —preguntó Darmon, en tanto contemplaban la antigua vía, entre cuyas losas crecía la hierba.
—Sí, aunque se bifurca en varios puntos —hizo notar el guerrero.
—¿La transitan muchos viajeros? —inquirió Lona.
—Unos cuantos, si bien no hay mucho intercambio comercial de oeste a este. La mayoría de los mercaderes optan por las rutas norte y sur, desde Qualinesti hasta Solace y posteriormente a través del mar hasta Solamnia.
Darmon se colgó al hombro la correa claveteada a los costados de la caja del equipaje.
—Pongámonos en marcha. Estoy impaciente por llegar a Solace —dijo.
Un poco más adelante, Riverwind se tropezó en una giba de hierba, trastabilló y, en un intento de recobrar el equilibrio, manoteó en el aire. Al hacerlo, la vara trazó un brusco sesgo y golpeó a Lona en el hombro. La muchacha lanzó un grito ahogado y se apartó a un lado de un salto.
—¿Te encuentras bien? —se interesó Darmon, acercándose con presteza a ella.
—Fue un accidente, Lona. Espero no haberte lastimado —se disculpó el que-shu.
La joven apartó la mano posada en su hombro izquierdo y esbozó una sonrisa.
—Estoy bien. ¿De verdad creíste que ese estúpido palo me dañaría?
Sin más, recogió su fardo con la mano derecha; sin embargo, la rigidez del brazo izquierdo era patente.
Riverwind se quedó inmóvil. La frase de Lona resonaba en su mente: «¿De verdad creíste que ese estúpido palo me dañaría?».
Una extraña sensación invadió al guerrero. Había escuchado aquellas mismas palabras con anterioridad. Alguien le había hecho la misma pregunta, y no hacía mucho; pero ¿quién?
¿De verdad creíste que ese estúpido palo me dañaría?
Tampoco Lona se había movido y Darmon se removía desasosegado a sus espaldas.
—No, por supuesto que no te haría daño. Apenas te rozó —dijo al cabo Riverwind, con el entrecejo fruncido. Miró de hito en hito a la joven durante tanto tiempo que esta se movió inquieta y echó una mirada furtiva a Darmon. El guerrero se pasó la mano por la frente—. He escuchado antes esas palabras —susurró, esforzándose por recordar, con lo que empeoró el doloroso latido de las sienes.
—¿Qué palabras? —preguntó Darmon. Al no obtener respuesta, el muchacho resopló con exasperación—. Bárbaro ignorante.
Riverwind alzó la cabeza con brusquedad y miró con fijeza a Darmon.
—¿Qué has dicho? —preguntó con lentitud.
El muchacho miró de reojo a Arlona en el mismo momento en que el guerrero le apuntaba con la vara.
—¿Qué haces? —gritó el joven—. Aparta ese asqueroso bastón. ¿Qué te pasa?
—No es más que un palo, ¿recuerdas? —dijo Riverwind, quien se volvió hacia Lona—. Los dos os estáis comportando de un modo extraño. —¿De verdad creíste que ese estúpido palo me dañaría?—. Aquí pasa algo raro.
Lona retrocedió unos pasos arrastrando a Darmon consigo, y sonrió al guerrero.
—Tonterías. No nos ocurre nada; son imaginaciones tuyas.
—¿Quiénes sois? ¿Quiénes sois en realidad? —exigió saber el guerrero.
Aun cuando había percibido algo extraño en los dos jóvenes, no sabía con exactitud de qué se trataba. Pero no tardó en descubrirlo.
Ante sus atónitos ojos, Lona y Darmon empezaron a sufrir una transformación. El viento se llevó los cabellos rubios del muchacho como si se tratara de las semillas de un capullo de diente de león y su piel moteada de pecas se deshizo en jirones. Riverwind, horrorizado, soltó un alarido. Los grises iris de Darmon se tornaron en rendijas amarillas en tanto su cuerpo, escamoso y verde, aumentaba de tamaño y un par de alas crecían y se desplegaban a su espalda. Su rostro picudo se ensanchó con un escalofriante remedo de sonrisa. Al contemplarlo en su auténtica forma, un nombre que había olvidado retornó como un destello a la mente del guerrero.
—Shanz… Eres Shanz. —Jadeó, con voz ronca por la conmoción.
—¿Y a mí, hombrecillo? ¿Me recuerdas? —preguntó alguien que ya no era Lona. Sus sencillas ropas de campesina yacían en el suelo como un montón de harapos y, en lugar de la joven, agazapada y con las alas plegadas, se encontraba la hembra de dragón negro.
—Khisanth. —El nombre fue apenas un murmullo imperceptible. Ella había sido quien había pronunciado la frase que había despertado su memoria. Había dicho las mismas palabras en Xak Tsaroth, cuando le hizo frente con la vara por vez primera—. Sí, te recuerdo.
El que-shu retrocedió varios pasos, con la Vara de Mishakal —también la verdadera naturaleza del cayado había retornado a su memoria— enarbolada ante él.
—Te felicito, Shanz —dijo el dragón—. Afirmaste que el humano tenía probabilidades de sobrevivir en las Tierras Malditas, y estabas en lo cierto.
—Era de esperar que un guerrero capaz de vencer a Thouriss no sucumbiría con facilidad al cieno y a las fiebres —respondió Shanz—. Se resistió incluso a vuestras ilusiones, señora, a pesar de ser magníficas.
Sin más preámbulos, desenvainó la espada. Los ojos de Riverwind fueron del dragón al capitán draconiano para ver quién de ellos realizaría el primer movimiento contra él.
—¿Por qué os tomasteis la molestia de montar esa representación? —preguntó el hombre de las llanuras con un dejo de amargura—. ¿Por qué fingisteis ser Darmon y Arlona? Me encontrasteis y pudisteis acabar conmigo en cualquier momento.
—Todavía puedo hacerlo —tronó la hembra de dragón—, cuando me convenga o me plazca. Pero… —Agachó la astada cabeza, ladeándola en un siniestro gesto de reflexión—. Deseaba recuperar el bastón que llevas contigo. Es un receptáculo de gran poder; un poder que ansío para mí. Si hubieses muerto en el pantano, podría haber caído en otras manos.
—No tiene utilidad para ti —declaró Riverwind, quien miraba de reojo algo caído en el suelo. Entre los harapos del vestido estaba el saquillo con la «pimienta»—. Deseas poseer esta vara, pero ni tú ni Shanz podéis tocarla. Me necesitabais para que os la llevara yo. Esa es la razón por la que me has estado dando la «pimienta». Querías destruir mi memoria, y después mi voluntad.
—¡Simplezas! Puedo coger esa ramita cuando quiera —afirmó Khisanth.
El guerrero tocó con la punta del bastón la cara del dragón. Una chispa azulada zigzagueó desde el extremo del cayado hasta la mandíbula de la bestia. Khisanth lanzó un agudo siseó y apartó rauda la cabeza.
—Ningún servidor del Mal soporta el roce de esta vara —declaró Riverwind con frialdad.
Las fauces de Khisanth se contrajeron en un espantoso rugido. El que-shu, que se hallaba a corta distancia de los afilados colmillos y la saliva ácida, atenazó el cayado con ambas manos.
El draconiano atacó con una salvaje estocada que Riverwind detuvo con la vara. Manejando el sagrado cayado de Mishakal como una pica, el guerrero no sólo atajó todas las arremetidas de Shanz, sino que acertó a su oponente con varios golpes propios. La ventaja de Riverwind era que no precisaba alcanzar al draconiano con fuerza, pues un simple toque le proporcionaba una descarga de la que ni siquiera la armadura lo protegía.
Al minuto de iniciarse la contienda, Riverwind acertó a propinar un golpe contundente con la punta de la vara en la barbilla de Shanz. El hueso se quebró y toda la fuerza mágica del cayado se propagó por su cuerpo como un relámpago. El draconiano lanzó un prolongado gruñido y se desplomó de bruces en el suelo. Unas contracciones violentas le sacudieron el cuerpo después yació inmóvil. Estaba muerto.
Khisanth se quedó petrificada. En lugar de atacar de inmediato a Riverwind, se acercó a Shanz. Agachó la cabeza y olisqueó el cuerpo inerte, aunque en ningún momento apartó los ojos del hombre de las llanuras. Su faz asumió una expresión horrenda. Se habían acabado los disimulos y los espejismos, y había llegado la hora de matar a ese osado mortal.
Riverwind dio un paso atrás. Sin previo aviso, la testa del dragón se irguió con velocidad y su pecho se ensanchó con una profunda inhalación. La bestia se disponía a lanzar sobre el guerrero una bocanada de su ácido aliento. Riverwind se arrojó sobre el montón de harapos y cogió el saquillo de pimienta. Forzó los cordones de un tirón y arrojó su contenido —un polvo amarillo— al rostro del dragón; acto seguido rodó sobre sí mismo a fin de alejarse. Khisanth todavía aspiraba aire, con lo que gran parte del polvo se introdujo en sus fosas nasales. La bestia sacudió la cabeza al sentir los pulmones impregnados del polvo alquímico. Después, con un ronco bramido, expulsó una nube en la que se entremezclaba su propio aliento corrosivo con el polvo. El que-shu sintió el roce del borde de la neblina cáustica, al igual que su sabor metálico en los labios. Apretó los párpados y huyó a toda carrera. La tierra tembló cuando la hembra de dragón negro se arrojó al suelo y empezó a revolcarse sobre la hierba. Sus garras abrieron surcos en la turba en tanto un bramido prolongado y ensordecedor retumbaba en el aire. Riverwind corría a ciegas, tropezando con frecuencia, mas no hizo un alto hasta sentir el pavimento del Camino de la Salvia bajo sus pies. Sólo entonces miró atrás. Una columna de tierra y polvo se alzaba al cielo, señalando el punto donde Khisanth se retorcía de dolor y rabia.
Goldmoon, hija del Chieftain Arrowthorn, estaba sentada en el sillón de jefe, con la cabeza apoyada en el puño crispado. A pesar del mortal aburrimiento que la atenazaba, mostraba una expresión de sagaz interés. Dos hombres que-shu se encontraban de pie ante ella, frente a la casa del Chieftain; los dos se disputaban la propiedad de una vaca y cada uno de ellos defendía sus derechos con la misma vehemencia ruidosa que empleaban desde el comienzo del juicio, hacía más de una hora.
Al otro lado del vacío estadio circular, se produjo un tumulto. Goldmoon levantó la cabeza al escuchar los gritos y ver la polvareda levantada en la tierra seca por muchos pies.
—Guardad silencio —ordenó a los dos que-shu enzarzados en la batalla dialéctica. Los hombres, aunque a regañadientes, cesaron en su disputa. El alboroto creció de intensidad y las primeras filas de una muchedumbre empezaron a desparramarse por el círculo exterior del recinto.
Goldmoon se puso de pie, secundada por sus ayudantes.
—Traed a mi padre —urgió la princesa. Dos de los hombres asintieron en silencio y penetraron en la casa del jefe. Poco después, regresaban portando una litera en la que se reclinaba la forma encorvada de Arrowthorn. El destino había castigado con dureza al Chieftain; cierto tiempo después de haber enviado a Riverwind en su Misión de Pretendiente, una enfermedad misteriosa había hecho presa en él, dejándolo incapacitado para andar y para hablar de forma inteligible. Sus ojos, sin embargo, revelaban la espantosa realidad, ya que la mente de Arrowthorn todavía moraba en el cuerpo quebrantado, prisionera sin remedio de la cárcel corporal.
La muchedumbre se desbordó como una marea en la arena del estadio y ocupó las gradas. Los niños brincaban y bullían entre los adultos, cada vez más excitados. Goldmoon se afanó por atisbar lo que ocurría tras el Templo de los Antepasados, que le tapaba la vista parcialmente. Habría sido un comportamiento impropio de la hija del Chieftain el mezclarse con el gentío como cualquier súbdito corriente. Debía permanecer impávida y distante, a pesar de que ardía de curiosidad.
Las filas de la apretada multitud se apartaban al paso de lo que era la causa del alboroto. En el centro del ojo del huracán humano, avanzaba con lentitud una figura solitaria, una figura alta que aventajaba al resto en una cabeza y que se apoyaba en un bastón de madera oscura para caminar.
Una lágrima, trémula y reluciente, se deslizó por la mejilla de Goldmoon. No era posible… ¡Después de tanto tiempo!
El hombre alto circunvaló el estadio, eligiendo un curso cercano a la Sala de juntas del poblado. El sol poniente derramó su luz dorada tras el edificio y arrojó un velo de sombras sobre la figura.
Arrowthorn emitió un sordo gorgoteo; Goldmoon alargó el brazo hacia la litera y lo agarró de la mano.
El murmullo de la muchedumbre se tornó en un sonsonete rítmico. No había lugar a dudas; lo que el pueblo que-shu repetía una y otra vez era un nombre: Riverwind.
Goldmoon no pudo soportarlo por más tiempo. Se soltó de la débil mano de su padre y echó a andar; no obstante, avanzó con el comedimiento exigido a su posición. La gente se apartó y formó un paso que conducía directamente a Riverwind. Este se encontraba entre la Sala de Juntas y el Templo de los Antepasados cuando la divisó y se detuvo en seco. También Goldmoon hizo un alto y lo miró. Estaba más delgado y tenía la piel del rostro quemada por el sol. El guerrero alzó la mano en un saludo.
—Goldmoon —dijo con voz enronquecida—. Lo recuerdo.
La mujer pronunció su nombre y entonces, para su sorpresa y horror, Riverwind se desplomó inconsciente.
Corrió a su lado, sin preocuparse de que el blanco inmaculado del repulgo del vestido se arrastrara por el sucio polvo. Se arrodilló y giró boca arriba al guerrero.
—Amor mío —susurró él.
—Sí, sí. Estoy aquí —respondió la mujer con ternura. Se encaró con la muchedumbre y ordenó—: ¡Traed al curandero! ¡Arde de fiebre! —Acarició el rostro abrasado, cubierto de ampollas—. Amor mío —musitó—. He rezado a todos los dioses verdaderos para que regresaras a mí, sano y salvo. Mis plegarias han sido escuchadas. —Riverwind alzó despacio la vara—. ¿Qué es esto?
—La prueba. Es la Vara de Mishakal. La búsqueda ha terminado.
Goldmoon trató de coger el cayado, pero los dedos del hombre se cerraban rígidos como garfios en torno a la madera y sólo cuando llegó el curandero y le administró una pócima de hierbas sedantes, se aflojaron lo bastante para soltar la vara.
Goldmoon ordenó que levantaran a Riverwind entre varios hombres y lo llevaran a la casa del Chieftain. Los que-shu intercambiaron una mirada perpleja, pero obedecieron sin rechistar. La princesa había gobernado el poblado desde que su padre había caído enfermo y lo había hecho bien.
La mujer precedió la marcha delante del grupo que transportaba a Riverwind. La multitud se apartó respetuosa a los lados para abrir camino. Al llegar al lugar donde había dejado a su padre reclinado en la litera, vio que Loreman estaba allí. Él era uno de los pocos que se oponían a su liderazgo. El intrigante anciano le hablaba a Arrowthorn al oído y se puso rígido al percatarse de la atenta mirada de Goldmoon.
—Llevad adentro a mi padre —ordenó la princesa—. Curandero, atiende al nieto de Wanderer.
Los porteadores, sus cargas y el curandero entraron en la casa. Loreman carraspeó y detuvo a Goldmoon antes de que esta tuviera oportunidad de seguirlos.
—¿Qué deseas? —preguntó con frialdad la mujer.
—Riverwind ha regresado. ¿Admite el fracaso de su misión?
—Todo lo contrario. Ha triunfado.
—¿Dónde están pues las pruebas de la existencia de los dioses muertos?
Goldmoon enarboló el cayado frente a él.
—¡Aquí! Riverwind ha traído la sagrada vara de la diosa Mishakal.
Loreman esbozó una mueca.
—Un pedazo de madera muy notable —dijo con sarcasmo.
—Hablaré con Riverwind para enterarme de los detalles. No tienes por qué preocuparte.
—La herejía siempre me preocupa.
—¡Basta! Me necesitan en casa.
La princesa se apartó de Loreman en tanto se esforzaba por ocultar el aborrecimiento que le inspiraba el anciano. Una vez en el interior de la vivienda, se dirigió al cuarto donde yacía el guerrero. En torno a la cama se había colgado una especie de cortina de pieles. Goldmoon entró en el reducido espacio y dio permiso al curandero para que se retirara. Cuando estuvo a solas con Riverwind, le dio un beso. El rostro del hombre estaba húmedo.
—¿Son lágrimas tuyas o mías? —preguntó llorosa.
—De ambos —respondió él, con un susurro apenas audible.
—Loreman me preguntó si habías fracasado en tu misión. Le respondí que no. ¿Cómo lo probaremos, amado?
Riverwind sufrió un ataque de tos lacerante. Goldmoon prendió una varilla de incienso curativo que había junto a la cama. El humo aromático flotó en la habitación. La contemplación del humo despertó un vago recuerdo en el guerrero; un lugar que había visto, una persona a la que había conocido. Al alzar la vista se encontró con a mirada rebosante de ternura de Goldmoon. Posó la mano encallecida en la tersa mejilla de la mujer.
—Cuán largos han sido estos meses sin verte, amor mío.
Ella arqueó las cejas en un gesto perplejo.
—¿Meses? —repitió al cabo—. Sin duda, la fiebre te hace delirar, querido. Has estado ausente durante años. Diez largos años, Riverwind.
Ahora fue el guerrero el que se quedó mudo de asombro. ¿Diez años? ¿Cómo era posible? Recordaba haber vagado por las montañas, presa de la fiebre; pero habían transcurrido sólo unos días. ¿Por qué no lograba recordar? ¡Había tanta oscuridad en su mente! Oscuridad… Una serie de imágenes fugaces, incomprensibles, acudieron a su memoria: un vacío interminable, humo, batallas, una catarata de aguas doradas… Por un breve instante le pareció escuchar la voz de Cazamoscas: «topacios que alteran el tiempo…». El guerrero sacudió la cabeza. Era inútil. Los fraccionados recuerdos no tenían sentido.
—No lo comprendo —dijo—. Pero si sé con certeza que la vara es un fragmento de zafiro del trono de la diosa. Oculta su verdadera naturaleza bajo este disfraz de madera, pero se mostrará tal como es cuando sea preciso. La misma diosa me la entregó. Dijo que te la diera a ti.
Goldmoon se quedó boquiabierta por la sorpresa.
—¿A mí? ¿Por qué? ¿Qué he de hacer con ella?
—Sanar a los enfermos. Repeler el mal. Tal vez, incluso, resucitar a los muertos.
La princesa contempló el cayado de madera con sobrecogimiento. Tanto poder… ¿Sería capaz de aplicarlo con justicia?
No acababa de plantearse la pregunta, cuando la desgastada madera empezó a brillar. En un abrir y cerrar de ojos, el cayado que reposaba en su regazo se convirtió en un cetro de fulgor deslumbrante. La hija del Chieftain percibió la presencia de la diosa y supo que era la legítima portadora de la Vara de Cristal. Riverwind asió también el sagrado objeto y el halo azul claro se propagó por su brazo y lo envolvió de pies a cabeza.
—No recuerdo la mayor parte de lo que me ha ocurrido —dijo—. Había una gran miseria y también un lugar maligno en el que la muerte volaba con negras alas. Sé que murieron personas; buenas personas, como el anciano adivino, Cazador de Estrellas. Había una chiquilla… no, creo que era una mujer; me salvó la vida. Pero todo está muy confuso en mi mente. —Buscó los ojos de Goldmoon—. En medio del caos la única verdad que se mantuvo firme en mi ser fuiste tú. Tu amor atravesó siempre los velos de la duda y el desconcierto. Salvó algo más que mi vida. Salvó mi alma.
Las lágrimas impedían hablar a Goldmoon, pero su mano posada en la mejilla del guerrero era suave y cálida.
El fulgor sagrado de la vara penetró en él y ahuyentó la fiebre que consumía su cuerpo. Cuando el resplandor perdió intensidad y se apagó, Riverwind alzó los brazos y estrechó contra su pecho a la mujer que amaba.