25

La muerte de negras alas

Di An seguía tendida en el suelo del santuario, mirando a lo alto con los ojos desencajados. Riverwind le habló con suavidad.

—Ya pasó todo. Por el momento, el dragón se ha marchado.

—No hallé nada en el túnel, mi señor.

El guerrero se sobresaltó.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—El túnel está vacío, Mors. ¿Qué quieres que haga ahora? —inquirió la elfa, volviendo la mirada a Riverwind.

Su semblante no denotaba terror, sólo una tranquilidad antinatural; un brillo extraño le iluminaba los ojos. El desconcierto de Riverwind desapareció; Di An había perdido la razón. Acosada por un terror insuperable, su mente se había refugiado en un tiempo y un lugar seguros, cuando no era más que una simple exploradora de Mors.

—¿Puedes caminar? —preguntó a la infeliz joven.

—Sí. ¿Quiere mi señor que lleve su lanza?

—No es preciso. Sígueme. El dragón puede regresar en cualquier momento.

Abandonaron el templo y cruzaron la plaza. Los árboles terminaban a orillas del agua y Riverwind tuvo que cargar a Di An en la espalda. Ella protestó pero se sometió a su voluntad.

El hombre de las llanuras vadeó el agua estancada, con una nube de mosquitos atosigándolo inclemente. La profundidad de la ciénaga aumentó hasta llegarle a la barbilla; luego, el fondo ascendió y los condujo al terreno seco y pelado de una isleta. El panorama era desalentador. Las Tierras Malditas parecían extenderse en todas direcciones en un paisaje ilimitado de follaje verde oscuro, aguas negras estancadas, y bancos arenosos que emergían en las quietas charcas. A sus espaldas, el templo de Mishakal se había perdido de vista entre los árboles.

Riverwind bajó a Di An al suelo; los dos compañeros cruzaron veloces la isla y llegaron a otra zona acuosa. También en esta ocasión el guerrero transportó a cuestas a la perturbada elfa; a mitad de camino, se resbaló y ambos se hundieron en el agua. El joven tuvo que esforzarse para emerger, cargado con el peso muerto de Di An, pues la joven estaba tan ausente de la realidad que ni siquiera intentó sacar la cabeza del agua. Jadeante, escupiendo el repugnante líquido cenagoso, Riverwind logró al cabo salir a la superficie; llegó a trompicones al terreno seco de otra isleta pelada de apenas doce metros de ancho, y se desplomó desfallecido.

—Hay mucha humedad en la cueva —dijo la elfa, cuyo cabello le caía en mechones chorreantes—. En el futuro, será mejor que evitemos viajar por esta ruta.

El ocaso estaba próximo, y su resplandor rojizo bañaba la ciénaga con tintes dorados. Hacia el este, la elevada bóveda del templo de Mishakal asomaba por encima de las copas de los árboles.

—No podemos continuar de este modo —comentó Riverwind casi en un susurro—. De seguir zambulléndonos en los cenagales, llegará el momento en que nos hundiremos en uno tan profundo que jamás saldremos de él con vida.

—Ojalá tuviese un trozo de pan. Y una manzana dulce y jugosa —suspiró la elfa.

—Sí, ojalá tuviésemos algo de comer. —El hombre de las llanuras se frotó el rostro con las manos—. Hemos de proseguir. Aun cuando el pantano parece inacabable, creo que llegaremos a las estribaciones de la cordillera por la mañana.

—Los depósitos de cobre en esta cueva son muy ricos.

El hombre de las llanuras tomó la mano de Di An y le dio un cariñoso apretón. Ella alzó la mirada y le sonrió con dulzura.

—Eres muy amable, maese Mors.

De improviso, la vara, que yacía sobre el regazo de Riverwind, comenzó a relucir. El joven se incorporó de un salto, enarbolando el cayado como si fuese una antorcha ardiente.

—¡Arriba, Di An! ¡Algo ocurre! —instó, con la mirada prendida en la vara.

A pesar de los casi dos kilómetros de distancia, el guerrero percibió el roce de la ola de terror que proyectaba Khisanth. La bestia se aproximaba. Levantó a la elfa con un brusco tirón y descendió por la pendiente de la ribera hasta el agua.

Una silueta oscura se perfiló en el crepúsculo sobre la ciudad en ruinas. Incluso Di An, sumida en un estado de estupefacción, sintió el efecto del terror al dragón; dio un respingo aprensivo y se soltó de la mano del guerrero, no para huir de él, sino para correr delante.

Se zambulleron en las sucias aguas. Las plantas sumergidas, recubiertas con verdín, se les enredaron en las piernas y tiñeron de oscuro la blanca piel de la elfa. Riverwind no precisaba volver la vista para constatar que el dragón se acercaba; la vara relucía deslumbrante, como un faro en la penumbra del anochecer. Mientras vadeaban con afanoso esfuerzo la charca somera, los sacudió una ráfaga de viento creada por el batir de las alas de Khisanth.

La Vara de Cristal Azul se apagó con igual prontitud con que se había encendido. El dragón voló en círculos, preparándose para el ataque.

—¡No! —gritó Riverwind, sacudiendo la madera inerte del cayado—. ¡No nos abandones! ¿Qué he hecho mal?

Khisanth extendió el largo cuello sinuoso y entreabrió las fauces para aspirar aire.

—¡Gusano entrometido! —bramó.

Un chorro de vapor corrosivo salió disparado de la garanta de la bestia y flotó sobre la ciénaga como una niebla mortífera. Riverwind vio que la nube amarillenta descendía, pero la Vara de Mishakal no era más que un pedazo de madera inerme, carente de utilidad.

—¡Agáchate! —ordenó a la llorosa Di An.

—¡Ayúdame, Mors! —suplicó aterrada.

Riverwind la agarró por los brazos y la arrastró consigo al fondo de las aguas fangosas.

La oscuridad imperaba en aquel caldo estancado, repugnantemente tibio. El joven mantuvo a Di An apretada contra su pecho y se quedó sumergido hasta que no pudo aguantar más sin respirar. Entonces, sacó la cabeza con precaución. El ácido vapor venenoso se alejaba a la deriva en el aire, pero los árboles «garras de hierro» del contorno mostraban signos de agostamiento. Sus fuertes hojas brillantes se retorcían, se oscurecían, y caían como pájaros muertos sobre la charca.

Khisanth batía las inmensas alas con energía a fin de remontar altura. Arrastrando a Di An por la muñeca, Riverwind se zambulló en las aguas someras y se dirigió a un bancal de juncos y cañizales. El dragón trazaba un viraje a la izquierda, preparando un nuevo ataque. Con movimientos rápidos, el guerrero tronchó dos cañas y les arrancó la flor. Empujo a la elfa entre las putrefactas raíces del bancal.

—Mete este extremo de la caña en la boca —le explicó con premura—. Respira por el orificio. Y no te muevas hasta que yo te lo diga, ¿comprendido?

Riverwind se cercioró de que la joven seguía sus instrucciones y la ayudó a sumergirse en el repugnante cieno negruzco. Luego siguió los mismos pasos y se tendió al lado de la elfa. El barro cálido le cosquilleó en los oídos; las raíces de los juncos se le clavaban en los costados y en la espalda. Aun así, no movió ni un músculo y aguardó expectante, atento a cualquier sonido.

Escuchó el inconfundible zumbido originado al pasar el dragón en un vuelo rasante y su grito colérico.

—¡¿Dónde os metéis, gusanos?! ¡No tenéis escape!

Khisanth sobrevoló el cenagal de parte a parte, barbotando maldiciones y escupiendo ácido en todo aquello que veía moverse. Transcurrió una hora. Dos. Las criaturas del pantano reanudaron sus actividades rutinarias mientras Riverwind y Di An continuaban sumergidos. El guerrero sintió por el pecho el repulsivo deslizarse de unas cosas viscosas, así como el roce de incontables patas que recorrían de arriba abajo su cuerpo inmovilizado. Tuvo que realizar un esfuerzo denodado por contener el grito que pugnaba por escapar de su garganta, por domeñar el impulso de sacudirse la piel del asqueroso cieno bullente; sabía que Khisanth aguardaba vigilante, planeando en círculos, ansiosa por cogerlos y desgarrarlos en pedazos.

Al cabo del rato, el dragón había cesado de emitir sus alaridos de frustración y ahora acechaba en silencio, con la esperanza de que su presa cometiera el error de salir de su escondrijo. Pero, ni por un momento, flaqueó la determinación del guerrero, quien aguardó a que transcurriese, según sus cálculos, la mitad de la noche, antes de emerger a la superficie. Cuando al fin lo hizo, el agua repugnante le resbaló por el rostro; abrió los ojos para encontrarse a escasos centímetros de distancia una reluciente cabeza verde.

Frunció los labios y sopló con fuerza; la rana se escabulló de un salto. Las dos lunas de Krynn habían salido y sus rayos combinados otorgaban un tinte rosáceo a la ciénaga. El cielo estaba despejado; no se veía rastro de nubes… ni del dragón. Riverwind se sentó. Los grumos del cieno grisáceo se deslizaron por su torso. El joven alargó la mano y tocó a Di An en el brazo; no hubo reacción por parte de la elfa y el guerrero la sacudió. Por fin, la muchacha se sentó; un sinfín de gusarapos le corrían por el cuerpo y los hombros.

—Hola, padre. Tengo hambre —dijo.

—Lo sé. También yo estoy hambriento. —Riverwind movió la cabeza con lentitud, escuchando y escrutando en derredor—. Creo que el dragón se ha marchado —agregó, incorporándose. Di An lanzó una exclamación ahogada—. ¿Qué ocurre? —pregunto el guerrero.

—Tienes verrugas.

—¿Verrugas? ¿Qué demonios…?

Riverwind se pasó la mano por la parte trasera del muslo y percibió unos bultos en la piel. Se torció a fin de descubrir de qué se trataba.

—¡Sanguijuelas! ¡Maldita sea!

Tenía casi una docena de aquellos asquerosos gusanos adheridos a los muslos. Di An se levantó. Ella no había corrido la misma suerte; al parecer, la sangre hestita no les resultaba apetitosa.

—¡Ojalá tuviese un tarro de sal! —rezongó el hombre de las llanuras—. ¡O un hierro candente!

—¿Quieres que prepare una hoguera, padre? —preguntó la chica.

—¡No! —bramó el guerrero—. El dragón podría verla.

Sin poder evitar un estremecimiento de repugnancia, Riverwind se valió de la espada para librarse de las asquerosas criaturas. Al terminar, la sangre le corría en reguerillos por las piernas, como si hubiese tomado parte en una batalla.

—Tenemos que salir de este maldito pantano. Estaremos mejor en las montañas, aun cuando el dragón no abandone la persecución.

La respuesta de Di An fue absurda, carente de sentido.

Con las estrellas de guía, Riverwind eligió un sendero que se dirigía hacia el oeste y que los condujo al tenebroso corazón de las Tierras Malditas: el Lago de las Fiebres. Prosiguieron toda la noche la trabajosa caminata a través de aguas estancadas que le llegaban a Riverwind a los muslos. El joven recordó las sanguijuelas y no pudo evitar un estremecimiento de asco. Di An, por su parte, no dejó de canturrear a media voz una tonada repetitiva.

—¿Por qué no te callas? —dijo el guerrero, a quien le castañeteaban los dientes. Ella hizo caso omiso de sus palabras y el joven descargó su súbita cólera—. ¡Silencio, maldita sea!

Di An alzó la vista y lo contempló con una expresión vacía. Ni siquiera notaba la nube de mosquitos posada en su rostro.

Riverwind se llevó la mano a la frente; la reseca piel ardía.

—Tengo las fiebres. No es de extrañar. Tendido en el cieno toda la noche y luego esos malditos bichos chupadores de sangre… —De repente, la piedad que le inspiraba el estado de Di An apagó el arranque de cólera con la misma rapidez con que lo había asaltado—. Siento haberte gritado. Tú no… tienes la culpa —se disculpó al tiempo que un escalofrío lo recorría de pies de cabeza.

—Eres muy bondadoso. —La muchacha se apartó un mechón empapado de cieno y lo echó tras la puntiaguda oreja—. Mors, ¿estás seguro de que este es el túnel correcto?

Riverwind miró hacia el oeste, más allá del llano terreno pantanoso.

—No hay ningún otro túnel. —El guerrero echó el brazo por encima de los hombros de la joven—. Vamos. No desperdiciemos las horas que restan de oscuridad.

Shanz y el resto de los soldados draconianos supervivientes se hallaban de pie en la franja arenosa cercana al templo de Mishakal. La inmensa figura de Khisanth se erguía como una torre junto a sus tropas.

—Se han internado en el Lago de las Fiebres —informó el capitán, cuyos ojos reptilianos traspasaban el oscuro manto de la noche y percibían el rastro dejado por los cuerpos calientes de Riverwind y Di An. Desde su posición, Shanz divisaba el camino tortuoso seguido por los evadidos y el halo cálido que se apagaba en la distancia.

—Ningún sangre caliente ha cruzado el lago sin perder la vida en el empeño —apuntó la hembra de dragón con arrogancia.

—¿Cuáles son vuestras ordenes, Gran Señora? —preguntó Shanz.

La inmensa garra delantera de Khisanth reposaba con suavidad en la cabeza desnuda del draconiano. Acarició al capitán con el mimo con que una damisela habría acariciado a un gato.

—Tenemos mucho trabajo pendiente. Dentro de unos cuantos días, id a recobrar esa vara. No he de consentir que un talismán con semejantes poderes caiga en manos humanas.

—Se hará como decís, Gran Señora.

—Excelente. En tal caso, me ocuparé de engrosar el número de tu guarnición. Dispón lo preciso para recibir la llegada de refuerzos.

—¿El fracaso del proyecto de Krago no os contraría?

—No demasiado, mi pequeño Shanz. Al igual que el resto de los humanos, Krago imaginó que era capaz de manipular y controlar las fuerzas elementales con sus débiles manos. Tan sólo la raza de los dragones cuenta con las aptitudes requeridas para tales menesteres. —Khisanth extendió las alas para levantar el vuelo—. Nuestros ejércitos conquistarán Krynn sin recurrir a la ayuda de los humanos.

—¡Su sangre nutrirá el acero de nuestras espadas! —proclamó el capitán draconiano.

—Eso espero.

La hembra de dragón negro se impulsó en el aire, trazó un círculo perezoso, y descendió en Xak Tsaroth. Shanz y sus oficiales permanecieron un momento más en el linde del pantano. El capitán escudriñó la oscuridad y contempló los débiles rastros rojizos de los evadidos que perdían intensidad y desaparecían en la enfermiza miasma que flotaba sobre el Lago de las Fiebres.

Los primeros rayos de sol asomaron por el horizonte e iluminaron las espaldas de los dos amigos. Una bruma gris se alzaba de las someras aguas del lago. Con la llegada del amanecer, enmudecieron los cantos nocturnos de ranas y sapos y el pantano se sumió en un silencio escalofriante.

A Riverwind le dolía todo el cuerpo, presa de la infección febril propagada a través del riego sanguíneo. Sufría continuas oleadas de escalofríos y temblores, a menudo tan violentos que se veía obligado a interrumpir la marcha. Le ardían los ojos y sentía la garganta en carne viva. En tal estado, carecía de fuerzas y la concentración precisas para pescar; ni siquiera tenía ánimo para buscar hierbas comestibles.

La enfermedad también había hecho presa de Di An. A la muchacha le castañeteaban los dientes cada vez que los escalofríos sacudían su frágil cuerpo; las mejillas le ardían por la fiebre y su respiración se redujo a cortos resuellos. Su mente seguía perdida en el espejismo de las familiares cavernas de Hest; aun así, prosiguió el penoso avance.

No había sitio alguno donde descansar, salvo la pestilente agua empantanada. Riverwind no creía que el dragón hubiese renunciado a darles caza. No los dejaría marchar, aunque sólo fuera para evitar que propagaran la noticia de su presencia en Xak Tsaroth. Aquello, precisamente, era lo que impulsaba al guerrero a no darse por vencido y seguir adelante. Aquello, y la Vara de Mishakal, que no había soltado ni un momento de sus febriles dedos.

—Regreso victorioso —musitaba—. He cumplido la misión imposible encomendada por Arrowthorn. —Sus labios esbozaron un remedo de sonrisa sobre los dientes rechinantes—. Todo Que-shu será testigo cuando entregue la Vara de Mishakal a mi amada. La enarbolará con orgullo. Ella sabrá cómo utilizarla. Se alzará un clamor de vítores y Arrowthorn no tendrá más remedio que aceptar nuestra unión. Nuestra unión, Goldmoon. Nuestra unión…

El guerrero avanzaba por el pantano con tenaz decisión, mientras los imaginados gritos de júbilo de su pueblo resonaban en sus oídos.

El sol había evaporado la niebla y, en la distancia, Riverwind distinguió algo que le levantó el ánimo: recortado sobre el llano horizonte del pantano, se encumbraba el perfil azulado de las montañas. Para él ya no eran desoladas, sino un espectáculo glorioso.

—¿Las ves? —señaló con excitación—. ¡Las montañas! ¡Bellas, bellas montañas! Arroyos frescos y transparentes, caza, pesca…

—Un pedazo de pan…, una pera…, un melocotón… —farfulló Di An—. Debajo de la cascada dorada. Qué extraño. No me siento bien.

—Es por la fiebre.

La elfa se llevó la mano a los senos.

—¿Por qué soy así? —Bajó la vista a las piernas embarradas—. ¡Esas no son mis piernas! ¿Qué me ha ocurrido? —preguntó con un tono estridente.

Riverwind le tendió su mano temblorosa.

—Has crecido, ¿recuerdas? Krago te dio una poción.

La faz de la joven se contrajo con una mueca de miedo.

—Me…, me estás engañando. ¡Tú no eres Mors! ¡Y yo no estoy en mi cuerpo! ¿Qué me has hecho?

—¡Basta! Escúchame. Eres Di An, y yo Riverwind. Hemos huido de Xak Tsaroth y del mundo subterráneo.

—Mentiras…, magia negra. ¡Trabajas para Li El! ¡Eres una ilusión creada por la reina!

Di An giró sobre sus talones y corrió con intención de escapar de Riverwind; él dio un salto y la cogió, rodeándola con los brazos. La elfa se debatió en medio de gritos de desvarío en los que acusaba a Li El de estar destruyendo su mente.

—¡Escúchame! ¡Escúchame! —insistía el guerrero una y otra vez. Por toda respuesta, Di An le mordió la mano.

Ello acabó con la paciencia del hombre, debilitada ya por su estado febril; le propinó un puñetazo en la mandíbula y cogió el cuerpo inconsciente en sus brazos. La elfa no pesaba mucho, pero el guerrero acusó la fatiga al tener que llevar también la vara. Con todo, se obligó a arrastrarse a sí mismo y sus cargas hacia la prometedora meta de las montañas distantes.

La ciénaga se hizo más somera; pequeños parches de terreno seco emergían aquí y allí sobre la superficie del agua. Más que un motivo de alegría, estos montículos supusieron otra dificultad, puesto que Riverwind no tenía otra opción que remontarlos o prolongar la ya interminable marcha evitándolos con un rodeo.

Llegó un momento en que, visible ya el final del Lago de las Fiebres, las piernas le flaquearon y se desplomó en una isleta tapizada de verdín; Di An quedó desmayada a su lado y la Vara de Mishakal tendida entre los dos. Riverwind no llegó a perder el conocimiento, pero se quedó tumbado boca abajo, inhalando con jadeos anhelantes, consumido por la fiebre.

«Venerable diosa, te he fallado —pensó—. No tengo fuerzas para ir más lejos».

¿Estás seguro?, preguntó la dulce voz de Mishakal. Riverwind intentó incorporarse, pero fue en vano. Cuentas con una fuente de energía a la que todavía no has recurrido.

El guerrero sentía la piel ardiente por la fiebre y el trabajoso latir del corazón en el pecho.

—Dudo que en mi cuerpo reste la más mínima fuerza. Os lo ruego, compasiva Mishakal, sanadme. Reveladme el modo de utilizar la vara.

¿Sanarte? ¿Y qué me dices de la que yace a tu lado? También ella está enferma.

—¿No puedes curarnos a ambos?

No es esa mi voluntad.

El guerrero tenía tan seca la boca que no pudo articular sonido alguno, pero la diosa escuchó su mudo «¿por qué?».

La virtud se obtiene con rigor; no como un regalo. No se aprende nada cuando se realiza una tarea sin esfuerzo, o se resuelve un problema sin dificultad. Los dioses requieren que los mortales padezcan, luchen y mueran por obtenerla, para de ese modo conferir y preservar el valor de estos ideales. Sólo el mal promete el camino corto y fácil.

Riverwind no estaba seguro de comprenderlo. Si lo que decía la diosa era cierto, ¿por qué se molestaba en hablarle ahora?

Porque tienes encomendada una tarea más importante que tu propia vida; y ello es restablecer la fe en los dioses por medio de mi vara. Esta es una labor gloriosa.

—¿Soy yo pues a quien curarás? —susurró, a través de los labios hinchados.

A ti o la muchacha. Decídelo tú, y coloca la vara sobre el cuerpo de quien hayas elegido.

Riverwind se incorporó apoyándose en las manos y alzó la vista al cielo.

—¡A uno de nosotros lo condenas a morir y al otro a una eterna locura! ¿Dónde está la justicia en eso? —inquirió.

La voz de Mishakal se había apagado.

En el suelo, al lado del guerrero, yacía la vara. Mientras la miraba con fijeza, esta comenzó a emitir un resplandor, al principio de un color azul pálido que aumentó de manera paulatina en fulgor y tonalidad hasta adoptar su apariencia de zafiro cristalino. Riverwind hizo un ademán para cogerla, pero retiró la mano con rapidez. ¿Quién era más importante? Él tenía una misión divina que cumplir: llevar la vara a Goldmoon. Pero también Di An tenía una tarea que cumplir: su pueblo aguardaba las nuevas del mundo exterior y ella podía ser quien se las llevara. Mors estaría enfadado, pero si la muchacha se ofrecía a guiar a los hestitas al mundo del cielo azul, no cabía duda de que el general la perdonaría. Si Di An moría, tal vez pasaran años antes de que los elfos de las cavernas obtuviesen la ayuda que precisaban. La mala alimentación y el aire enrarecido incrementarían los padecimientos de los cavadores y nadie lo sabría.

Nadie, salvo los dioses.

Riverwind se enfureció contra Mishakal. ¡Lo había puesto en este aprieto de manera deliberada! Le había planteado la disyuntiva y luego le dejaba la decisión a su arbitrio: vida o muerte, voluntad divina o compasión humana.

¿Cómo decidir entre lo uno o lo otro?

Di An murmuró algo en un susurro, casi recobrada la conciencia. El guerrero olvidó por un momento la ira y contempló con detenimiento a la chiquilla… No, ya no era una chiquilla. La elfa yacía en el suelo, embadurnada de barro y cieno seco; el vestido de cobre estaba hecho jirones y perdido el tinte negro en su mayor parte. Era un ser humano de más de doscientos años que había vivido más tiempo como una niña y una esclava que como una persona libre y adulta. Di An lo amaba, o al menos eso creía. ¿Qué derecho tenía él a descartar los sentimientos de la joven tachándolos de capricho infantil? ¿Qué haría ella, de estar en sus manos la decisión? Sabía muy bien cuál era la respuesta. Como también sabía sin ningún género de dudas que era incapaz de anteponer sus intereses a los de ella.

Riverwind enmarcó entre sus dedos el rostro tiznado y algo quemado por el sol. Tenía un nuevo moretón en la barbilla, debido al puñetazo que le había dado. Sintió que se le encogía el corazón al advertirlo.

Limpió el barro seco adherido a los labios de la joven y los besó con suavidad. Luego, cogió el reluciente bastón de cristal y lo posó sobre su cuerpo. Apenas la rozó el cayado, la elfa abrió los ojos de par en par y miró al guerrero.

—Riverwind —dijo con voz clara, rebosante de ternura.

En medio de un estallido cegador, silencioso, la mujer elfa y el sagrado bastón de zafiro se desvanecieron en el aire.