24

La luz zafiro

Su vida ha sido un vagar continuo por bosques, colinas, montañas y llanuras, en una eterna búsqueda, inducido por la necesidad imperiosa de hallar sus raíces, de pertenecer a algo o alguien que a su vez pudiese llamar suyo. Vio morir a su abuelo deshonrado y menospreciado; él le enseñó que los dioses vivían, incluso en estos tiempos de tinieblas. Y él lo creyó, aunque sólo fuese porque era la palabra de su abuelo. Ningún otro prestó oídos al anciano, pero Riverwind sí.

El joven que-shu abrió los ojos.

—¿Esto es la muerte? —preguntó en voz alta—. De ser así, es un final placentero a una vida de dolor.

Una sensación de profunda paz inundó al hombre de las llanuras.

Afronta con valentía lo desconocido. Es digno heredero de su abuelo.

Riverwind se sentó. Todo cuanto veía a su alrededor era un fulgor azulado, penetrante.

—¿Quién habla? —inquirió.

Soy lo que has buscado durante tanto tiempo. Estaba en mi templo cuando abatiste a los esbirros de Takhisis y allí es donde ahora yaces.

—¿He muerto? —La idea, curiosamente, no lo atemorizaba.

Sustento tu vida en la palma de mi mano. Tu cuerpo había sido herido de gravedad y hube de actuar con rapidez para detener tu alma antes de que lo abandonase.

—¿Eres… Quenesti Pah?

Así me llaman las gentes de Silvanesti. Tú me reconocerías mejor por mi símbolo.

Ante los ojos del guerrero apareció un emblema de acero reluciente: dos lágrimas unidas por las puntas. El mismo que él había regalado a su amada Goldmoon. Riverwind se postró de rodillas.

—¡Gran diosa Mishakal, perdonadme!

¿Perdonarte por qué? ¿Por tus dudas? Ellas han sido la plaga que ha asolado Krynn a lo largo de las pasadas centurias. ¿Por tu miedo? Él es parte integrante en un mundo de seres de carne y hueso; hace la vida fugaz y dulce, pero también dura y peligrosa. No tengo nada que perdonarte, nieto de Wanderer.

Una figura nívea apareció ante el que-shu. Era una mujer en la flor de la vida, de piel blanca y largo cabello pelirrojo que ondeaba al soplo de un viento que Riverwind no sentía ni oía. Sostenía la vara de tosca madera que él había arrebatado de las manos de la estatua.

Levántate, Riverwind, y mírame.

El joven obedeció.

Creé esta vara de un zafiro celeste, el mismo cristal del que están hechos los tronos de los dioses del Bien. En la Era de los Sueños, los dragones malignos hirieron y mutilaron a tantos inocentes que arranqué un fragmento de mi solio y lo envié a Krynn a fin de otorgar a los clérigos de mi culto el don de la curación para que sanasen a quienes precisaran su ayuda.

Los labios de la imagen no se movieron mientras hablaba. El fulgor de la vara aumentó en intensidad hasta que la apariencia de madera se desvaneció por completo.

Ahora la ves en su verdadera esencia. Es la Vara de Cristal Azul.

La diosa sonrió con dulzura y prosiguió.

Sólo aquel cuyo corazón sea intrínsecamente bueno, puede tocar el bastón sin sufrir daño. Tiene poder para sanar; originar luz, disipar maleficios e influencias negativas, neutralizar el miedo y, manejado por alguien cuyo espíritu haya sido mi morada, devolver la vida a los muertos.

—¿Qué he de hacer con él, señora?

Llévaselo a tu amada. Ella sabrá cómo proceder: Con mi Vara de Cristal Azul se cumple la misión que te fue encomendada; ella dará a conocer mi nombre a tu pueblo de nuevo. Mas, no debe permanecer fuera de mi templo por mucho tiempo, ya que incluso un fragmento de zafiro celestial se menoscaba si lo manejan manos mortales en demasía. Toma la vara, mi buen Riverwind, y entrégasela a Goldmoon.

—Lo juro, venerable señora. No me apartaré de ella hasta que la ponga en manos de mi amada.

La imagen blanca se desvaneció en la luz azul, que creció en intensidad hasta tornarse cegadora. Riverwind sintió renacer el dolor en la espalda.

—¡Diosa! ¡Mishakal! —gritó. La Vara de Cristal Azul salió del resplandor y cayó en sus manos. Un hormigueo le recorrió el cuerpo y, al punto, la herida de su espalda sanó; el ojo, cerrado por la contusión, se abrió al desaparecer la hinchazón; todos los cortes y lesiones se disiparon como si nunca hubiesen existido. Por un breve instante, el guerrero vislumbró la morada de los dioses: torres de cristal inmensas, relucientes, y supo, como en una revelación, que una sola de sus facetas era más grande que todo Krynn. Aquellas torres gigantescas no eran otra cosa que las patas de los tronos de los dioses. Entender toda su grandeza estaba más allá de la comprensión humana.

Lo hará bien. Sabia elección, Mishakal.

Gracias, Paladine. Estaba destinado a ello.

Hazlo regresar ahora.

Sí mi señor. Que así sea.

Despertó en el mismo lugar donde se había tumbado para morir: al pie de la estatua. Riverwind se levantó, libre de las trabas del dolor y las heridas. Ni una gota de sangre manchaba sus ropas harapientas o el blanco suelo de la cámara sagrada. La luz azul se había desvanecido y las sombras habituales ocupaban de nuevo su lugar. La vara yacía en el piso, al pie de la base de la estatua.

El guerrero la recogió. Una vez más, su aspecto era de madera corriente. Tenía unos cinco centímetros de grosor y poco más de metro y medio de largo. Riverwind la apretó contra su pecho al tiempo que alzaba la mirada hacia Mishakal.

—Gracias, señora. Gracias por devolverme la vida. Pondré en manos de Goldmoon tu vara.

Cuando salió del templo, era de noche. Solinari, la luna plateada, alumbraba las tierras pantanosas que rodeaban el santuario. A esta región se la llamaba, con toda razón, las Tierras Malditas. Desde Xak Tsaroth hasta las Montañas Desoladas, el terreno era una ciénaga apestosa de aguas negruzcas, limo, árboles conocidos por el nombre de «garras de hierro», e «islas» de esponjoso césped. En las Tierras Malditas abundaban las serpientes y estaban plagadas de insectos que inoculaban fiebres.

El guerrero cogió una espada y la vaina de un draconiano —ahora convertido en polvo—, y se la ajustó al cinturón. Permaneció en silencio un momento, rememorando cuanto había acontecido. El estupor por cuanto había visto y oído relegaba cualquier otra sensación o pensamiento.

Alzó la cabeza con brusquedad. Di An. La muchacha vagaba perdida por las Tierras Malditas, aturdida, fuera de sí por el terror al espacio abierto. No le agradaba la idea de salir en su búsqueda, pero cabía la posibilidad de que hubiese sufrido un accidente o caído presa de alimañas o salteadores. Peor aún, el hombre de las llanuras abrigaba serias dudas de que Di An razonase con claridad. Tal vez, en su desatino, se había metido en tierras movedizas o en una poza al intentar vadearla.

«Piensa, Riverwind —se exhortó—. ¿Qué haría Di An?».

A su izquierda, el guerrero divisó un pozo de unos nueve metros de diámetro, rodeado en parte por los restos del antepecho. No vio señales de que la muchacha hubiese tomado aquella dirección.

Di An estaba aterrorizada por el amplio cielo azul y cegada por la luz del sol. Sin embargo, había ascendido a la superficie con anterioridad; claro que la elfa había comentado que se asomaba al mundo exterior sólo por la noche. Para un habitante de las grutas, la oscura bóveda nocturna no resultaría tan amedrentadora como el espacio azul con que se encontraron al abandonar el templo. Si Di An había estado paralizada durante las horas diurnas, quizá se había recobrado lo bastante al caer la noche para regresar al lugar donde lo había visto por última vez: ¡aquí, en el santuario!

Tan seguro estaba Riverwind de haber llegado a la deducción correcta que la llamó en voz baja.

—Di —reiteró la llamada con más fuerza—: ¡Di An!

Se escuchó un sollozo, seguido de un murmullo.

—Aquí.

El joven se dio media vuelta y remontó los peldaños de la escalinata. Allí, acurrucada en un rincón apartado del pórtico, se encontraba la elfa. No hizo el menor movimiento hasta que Riverwind se arrodilló a su lado; entonces se abrazó a él con una fuerza desmedida, producto del terror.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Riverwind con suavidad. Ella no le respondió, sino que mantuvo el rostro apretado contra su pecho—. Temí que te hubieses perdido en la ciénaga.

—¡Creí que habías muerto!

—No. Uno de los hombres lagarto me causó una lesión mortal, pero la diosa me reanimó y curó mis heridas. Me entregó esto.

La muchacha se sentó y él acercó la vara para que la viese. Di An escuchó desconcertada el relato de Riverwind sobre la revelación de la diosa y la misión encomendada.

—Has sido elegido por los dioses —musitó. Le acarició la mejilla y, de manera impulsiva, lo besó, pero Riverwind se apartó con brusquedad.

—No. Sabes que amo a otra.

—Ella está muy lejos.

—Goldmoon está siempre conmigo, aquí —afirmó, posando la mano sobre su corazón.

Di An retrocedió y buscó el abrigo de las sombras de la pared del templo.

—Lo siento —susurró—. Pensé que, tal vez, al cambiar me verías de forma diferente; no como a una niña, sino como a una mujer.

Riverwind la sujetó por la barbilla.

—Eres una mujer preciosa, Di An. Y muy valiente. Una valiosa compañera.

La mirada del guerrero se quedó prendida en los enormes ojos oscuros de la elfa; unos ojos que lo contemplaban con franca devoción. Y, mientras le explicaba la futilidad de sus sentimientos por él, se encontró a sí mismo inclinándose sobre su rostro menudo. La joven puso su mano en la del guerrero, todavía posada con suavidad en su mejilla. Un leve temblor agitaba los labios femeninos.

—Una compañera fiel y muy hermosa —repitió en un susurro.

Di An apenas podía soportar la cercanía del hombre, su ternura. Su corazón, su alma, rebosaban de amor por él.

—Te quiero, Riverwind —confesó en un susurro.

Aquellas palabras rompieron el hechizo. El guerrero retiró la mano de su mejilla y se apartó. La actitud del hombre la hizo retroceder como si la hubiese abofeteado.

—Lo siento —se disculpó Riverwind—. Eres mi amiga y daría mi vida por salvar la tuya, pero mi corazón pertenece a otra. —Puso fin al asunto incorporándose y ajustando el cinturón de la espada a sus caderas—. Busquemos un lugar donde refugiarnos. Mañana procuraremos cruzar las Tierras Malditas.

Di An apartó la mirada de la alta figura del hombre, iluminada por la luz de la luna.

—¿Por qué no lo intentamos esta misma noche?

—Atravesar la ciénaga de noche sería un suicidio. —Alargó la mano hacia la joven, quien, tras cierta vacilación, la aceptó—. Partiremos mañana.

Tras un sueño reparador, Riverwind se despertó descansado, con renovada fuerza, a pesar de haber dormido en el frío suelo de piedra. Se desperezó y sonrió al paisaje bañado por la luz solar que divisaba a través del hueco de la ventana. Él y Di An se habían refugiado en un pequeño edificio, algo alejado del núcleo principal de construcciones que rodeaba el templete. Antes de sumirse en el sueño, lo inquietó durante un tiempo la posibilidad de que Shanz hubiese enviado a más draconianos en su persecución. Sin embargo, era probable que el capitán reptiliano creyese que se hallaban a kilómetros de distancia para entonces. Lo cierto es que en toda la noche no se había detectado señal alguna de movimiento de tropas.

Di An no estaba en el mismo sitio donde se había acostado. Al amanecer, se había retirado a un rincón alejado, buscando el abrigo reconfortante de las sombras. Cuando el guerrero se acercó a despertarla, la encontró con los ojos abiertos de par en par, mirando al frente con fijeza.

—Di An, ¿te encuentras bien?

—La luz ha regresado —balbució—. La luz asesina.

—¿Te refieres al sol? Claro, sale cada mañana. —La elfa parpadeó y guardó silencio. Él le dio un abrazo afectuoso a la par que anunciaba—: Voy a las charcas a ver si encuentro algo de comer. Estoy hambriento.

En el exterior, todo cuanto quedaba de la batalla del día anterior eran las posesiones metálicas de los draconianos. Incluso la ceniza de las criaturas muertas había sido esparcida por el aire. Riverwind deambuló por los alrededores hasta dar con un cuchillo de hoja larga, y ató el arma con un trozo de liana a una rama recta de un «garra de hierro». El resultado fue una burda lanza. Cazó unas cuantas ranas que ató a unas lianas cortas y las echó de cebo a una charca somera. Aguardó inmóvil, con el sol de cara. Poco después el agua se removía en torno al improvisado cebo. Arrojó la lanza en el líquido verdoso oscuro y la extrajo acto seguido. Un pez grisáceo, gordo, se debatía a coletazos en la hoja del cuchillo. Pronto había pescado otros dos peces.

—¡Di An! —llamó con tono triunfante al entrar en el refugio—. ¡Mira, son barbos!

Pero sus animosas frases no obtuvieron respuesta. La elfa de las cavernas de Hest estaba encogida sobre sí misma, formando un prieto nudo. El guerrero trató de soltarla al tiempo que pronunciaba palabras reconfortantes, pero la única reacción de la joven fue sacudir la cabeza de manera reiterativa. Riverwind pasó de la impotencia a la frustración y, de esta, a la cólera.

—¡Mírame! Hemos de marcharnos cuanto antes. ¡Tienes que superar ese miedo! No hay nada en el espacio abierto que pueda causarte daño —exclamó con vehemencia.

Tiró los barbos al suelo, a los pies de la elfa. Cuando los hubo limpiado y troceado —tarea por otro lado muy laboriosa al contar con el largo cuchillo como única herramienta—, ensartó los filetes en palos y los asó al fuego mortecino y humeante de unas ramas de «garras de hierro».

En uno de los edificios ruinosos, al norte del templete, encontró una fuente de piedra de jabón en la que se había almacenado agua de lluvia. Llenó una pieza de las armaduras draconianas con el fresco líquido y le llevó este a Di An, junto con el pescado cocido. Pero la joven no lo comió; estaba paralizada y ni siquiera parecía escuchar a Riverwind. Mientras consumía su ración, el guerrero reflexionó sobre el estado de la elfa. Sin duda, podía considerarse una enfermedad, como las fiebres o la viruela. Entonces recordó los poderes curativos de la Vara de Mishakal.

Con todo, no sabía con certeza cómo proceder para que surtiera efecto. Tomó el cayado como si se tratara de una lanza y tocó a Di An con la punta. No se produjo cambio alguno. La vara conservó su tosco aspecto de madera, sin emitir el más leve fulgor de zafiro. Era inútil intentarlo; no tenía idea del rito a seguir para activarla.

—Vamos al templo —anunció el guerrero, en tanto alzaba a la joven en sus brazos. Ella suspiró y se relajó lo bastante como para facilitarle la tarea.

—Gigante —musitó.

Tan pronto como salieron del edificio, Di An se estremeció y gritó aterrada, pero Riverwind la sujetó con firmeza y apresuró el paso hacia el santuario. Una vez dentro, se arrodilló ante la estatua de la diosa y tumbó a la elfa en el suelo.

—Venerable Mishakal, ilumina con tu luz la mente de esta muchacha. Libérala de su miedo. Devuélvele la salud.

Tampoco en esta ocasión ocurrió nada. La estatua permaneció fría e inanimada, con los delicados dedos de mármol cerrados en torno al vacio ocupado antes por la vara.

El rojo velo de la ira amenazó con cegar la mente del guerrero. Apretó los puños; perder la calma no serviría de nada. Una vez más, tomó a la joven en sus brazos.

—Vamos a salir —anunció con severidad—. Tienes que aprender que no hay nada que temer. El cielo no es tu enemigo; el espacio abierto no encierra peligro.

—¡No! ¡Por favor, no! ¡No lo soporto! —Los temblores la sacudían de pies a cabeza.

—Lo harás. No tenemos alternativa: o nos ponemos en marcha, o Shanz nos apresará.

Obligó a Di An a salir a la luz del mediodía. Unas nubes esponjosas y grises flotaban a la deriva en el cielo y proyectaban juegos de luces y sombras. Riverwind caminó hasta la franja arenosa que separaba las arcaicas piedras del pavimento, del bosque de «garras de hierro». Di An se aferraba al guerrero, con la faz enterrada en el amplio torso del hombre. Él intentó apartarla, pero la elfa se resistía con una energía nacida de la desesperación.

—Suéltame —ordenó Riverwind—. ¡Suéltame!

Al ver que Di An no le obedecía, le separó el rostro a la fuerza. La joven tenía los ojos desencajados por el terror. Se sentía mareada, con náuseas; sabía que, si Riverwind la soltaba, se precipitaría en el vacío. Al guerrero le partía el corazón verla tan asustada, pero estaba convencido de que no tenía más remedio que mostrarse inflexible.

—¡Mírame! ¡Mira a tu alrededor! No hay peligro —le dijo con firmeza.

—No es tan sencillo. Me repito que no debo tener miedo, pero no surte efecto —argumentó con un hilo de voz, los labios temblorosos.

—Te voy a soltar —anunció Riverwind.

Di An cayó de rodillas al instante de dejarla en el suelo.

Cuando la soltó, lanzó un grito penetrante y se tiró de bruces sobre la arena; arañó y escarbó la tierra en un desesperado intento de cavar un agujero seguro y agradable en el que esconderse.

—¡Basta! —gritó el guerrero, a la par que procuraba agarrarla por las muñecas, mas la muchacha lo golpeó con los puños y se escabulló de su presa—. ¡Basta he dicho! ¡Te estás comportando como una demente!

Una sombra pasó sobre las dos figuras forcejeantes. En principio, Riverwind no le prestó atención, dando por hecho que se trataba de alguna nube. Pero la sombra se detuvo y quedó cernida sobre ellos; al tiempo, escuchó un sonido apagado, mantenido, semejante a un aleteo, que coincidía con las ráfagas de aire que le agitaban los cabellos.

Di An se giró boca arriba. Lanzó un grito a la vez que señalaba con el dedo tembloroso a un punto por encima del hombro del guerrero. Riverwind se volvió, todavía articulando unas palabras para convencer a la elfa de lo absurdo de su miedo, pero enmudeció en mitad de la parrafada. No era el cielo lo que señalaba la elfa.

Cernida a unos treinta metros de altura, batiendo las alas con lentitud para mantenerse en el aire, se hallaba la hembra de dragón. Las negras escamas refulgían en destellos iridiscentes al reflejar la luz solar. Las garras de las alas eran níveas. La cabeza, sustentada por un cuello largo y serpentino, se remataba en unos cuernos de aspecto ominoso. Khisanth, la señora de Xak Tsaroth, los contemplaba con la misma indiferencia con que un humano observaría a unas hormigas.

Riverwind estaba paralizado, sobrecogido por el terror que inspiraba el dragón, con la mirada prendida en la criatura cernida sobre su cabeza. Un monstruo de mito y leyenda. Un ser en cuya existencia nunca había creído.

Khisanth ladeó la testa con burlona atención. Abrió las fauces y una lengua larga culebreó una y otra vez. La astada cabeza se inclinó ondeante en dirección a los dos amigos.

Di An dejó escapar un grito sofocado y se incorporó de un salto, superado el miedo al espacio exterior por el terror al dragón. Vacilante, a trompicones, buscó cobijo en el interior del templete.

La reacción de la elfa sacó del estupor en que se hallaba sumido Riverwind. Se conminó a moverse, a correr tras Di An. «Busca refugio —repetía una voz en su cerebro—. Busca refugio en la diosa».

Los relucientes ojos de Khisanth siguieron sus movimientos. Con displicencia, casi con desgana, escupió un reducido chorro de ácido al hombre que huía. El guerrero se zambulló en el interior del templo justo al mismo tiempo en que las gotas cáusticas salpicaban la escalinata. El ácido siseó y burbujeó y corroyó el mármol arcaico.

Ya a salvo en el interior del santuario, Riverwind se quedó pegado a la pared; Di An estaba acurrucada, a sus pies. Los dos amigos temblaban como azogados. Al perder de vista al dragón, cierta coherencia volvió a imperar en la mente del guerrero. ¿Qué iban a hacer ahora? Khisanth había regresado y, con ella, su perdición. No tenía la menor posibilidad de salir victorioso de un enfrentamiento con un dragón. La mera contemplación de la criatura le helaba la sangre en las venas.

La mirada desalentada del hombre de las llanuras se posó en la vara de Mishakal, recostada contra la pared. Las palabras de la diosa resonaron en su mente: «Sólo aquellos cuyo corazón sea intrínsecamente bueno, pueden tocar el bastón sin sufrir daño». El acero no prevalecería contra la magia y el ácido de Khisanth, pero quizás, en un simple cayado, bendecido por una diosa, estaba la respuesta.

Riverwind rogó a Mishakal para que le diera fuerzas y cogió la vara. Apenas sus dedos lo rozaron, el cayado emitió un radiante fulgor azul. El joven, cogido por sorpresa, estuvo a punto de dejarlo caer, mas enseguida recobró la serenidad. Cerró los ojos y apretó con fuerza la vara. La diosa estaba con él y su benéfica presencia trascendía al cayado. Con su ayuda, sería capaz de hacer frente a la bestia. Riverwind se encaminó a las puertas del templo, enarbolando la vara.

La hembra de dragón se había posado en la plaza pavimentada, cerca del orificio del pozo. Al ver aparecer a Riverwind en la escalinata, emitió un siseo.

—¿Qué tienes ahí, hombrecillo?

La vara semejaba un reluciente zafiro; su resplandor eclipsaba el brillo del sol.

—¡Atrás! —ordenó el guerrero.

—Haré lo que me plazca —replicó con desdén Khisanth, que al hablar dejó al descubierto unos dientes largos y blancos—. ¿Quién eres tú, que osas invadir mi reino?

—¡He dicho que atrás!

—Carezco de paciencia para perder el tiempo en vanas discusiones con un humano. Ese palo azul es muy bonito. Entrégamelo y te perdonaré la vida.

—Muy generoso por tu parte el concederme lo que ya poseo —replicó Riverwind con un ligero temblor en la voz.

—Estarás vivo hasta que yo decida lo contrario —espetó Khisanth, más irritada por momentos. Extendió una de las patas delanteras e hincó las garras en el mármol como si este fuese mantequilla—. Pon la vara en el suelo y corre si quieres salvar tu vida, insignificante mortal.

—No —rehusó Riverwind, aferrando con fuerza el cayado.

El dragón abrió las fauces con inusitada rapidez y exhaló un vapor letal y corrosivo. El que-shu cerró los ojos; sus dedos se cerraron crispados en torno al bastón y aguardó el desastre encogido sobre sí mismo. El aliento abrasador lanzado por Khisanth habría disuelto a toda una tropa de caballería, pero, con gran sorpresa del guerrero, la mortal nube ponzoñosa fluyó a su alrededor sin rozarlo.

El joven tragó saliva con esfuerzo; las rodillas le temblaban. La vara —la diosa— le había salvado la vida una vez más. El resplandor del sagrado objeto se había incrementado y parecía arder en su cerebro. Riverwind avanzó con la Vara de Mishakal enarbolada como si fuera una espada de doble asimiento.

—¿Qué pretendes? —siseó el dragón—. ¡Quédate donde estás!

—Creí entender que deseas la vara —respondió con firmeza—. Voy a llevártela.

—Necio mortal —se mofó Khisanth—. ¿Piensas que me vencerás con eso? —A despecho de su actitud desdeñosa, retrocedió un paso, a la par que tensaba las poderosas patas para saltar y extendía las alas. Su tamaño era colosal—. Te haré pedazos. ¡A ti y a todo aquel que signifique algo para ti! —amenazó con malignidad.

Riverwind prosiguió su avance, con una fe en el bastón tan inconmovible como el fulgor azul que emitía la vara. Khisanth pronunció una palabra en el lenguaje arcano de la magia y la luz del sol se desvaneció. Las tinieblas envolvieron al guerrero. El dragón había lanzado el conjuro de oscuridad.

A pesar de la confusión que generaba la profunda negrura, el guerrero no desfalleció y, con la Vara de Mishakal firmemente aferrada, asestó un golpe. La punta del cayado tocó una de las patas de Khisanth; se produjo un chispazo brillante y atronador que se propagó por las negras escamas de la bestia. Riverwind sintió la sacudida como un hormigueo en el cuerpo. Khisanth estalló en carcajadas.

—¿De verdad creíste que ese palo estúpido me dañaría? No perderé más tiempo contigo, basura mortal. ¡Pero no me olvidaré de ti!

Riverwind contuvo el aliento. Envuelto en la oscuridad, escuchó los crujidos del pretil del pozo al asirlo las garras del dragón y acto seguido lo oyó descender por el hueco; los sonidos se amortiguaron de manera paulatina y por último se perdieron en las profundidades.

Las tinieblas desaparecieron y el guerrero se tambaleó bajo la súbita aparición de la claridad del día.

Tuvo que buscar apoyo en la vara para sostenerse; el terror largamente contenido se manifestó con unos estremecimientos que lo sacudieron de pies a cabeza. Todavía lo maravillaba el hecho de que el bastón lo hubiese salvado; había alejado al dragón, que incluso se había olvidado de Di An.

El halo irradiado por la Vara de Cristal Azul se desvaneció y esta asumió su apariencia de madera. Riverwind la apretó contra su pecho y corrió hacia el templete. Cuando Khisanth llegase a Xak Tsaroth, Shanz la pondría al corriente de lo acaecido y entonces su cólera se desataría hasta límites insospechados.

Con los profundos acantilados a sus espaldas y los pantanos al frente, Riverwind se preguntó desalentado si habría un lugar en el mundo donde guarecerse de la furia del dragón.