23

La Cámara de los Antepasados

—¡Ánimo! ¡No falta mucho!

En lo alto se divisaba el orificio que remataba el hueco por el que ascendía el artilugio. El sudor les empapaba el rostro y las manos, donde se mezclaba con la sangre de cortes y arañazos, lo que restaba seguridad al agarre.

Cazamoscas remontó el último tramo del hueco, un corto trecho de un pozo que acababa en lo alto de la caverna. Lo siguió Di An y poco después Riverwind, cerrando la marcha.

El pozo daba a un amplio recinto. Cazamoscas empleó los últimos vestigios de su fuerza en saltar desde la cadena al frío suelo de piedra. Rodó sobre sí mismo para alejarse del agujero y luego se quedó inmóvil.

Di An y Riverwind no tardaron en aparecer por el orificio. Los tres amigos permanecieron tumbados en el piso, temblorosos, respirando de manera trabajosa.

—¿Por qué subir vosotros de ese modo? —preguntó una voz.

El hombre de las llanuras entreabrió un párpado y vio a un grupo de enanos gully que lo observaba con atención. Sin duda, ofrecía un aspecto horrendo con el ojo amoratado, las heridas y las manos ensangrentadas, aunque el de sus compañeros tampoco debía de ser mucho mejor. El gully barbudo que había hablado, arqueó las pobladas cejas.

—Trabajo nuestro llenar una olla para subir la otra —dijo—. ¿Por qué vosotros trepar por cadena?

—Huimos de… los draconianos —fue cuanto Riverwind logró articular.

El hombrecillo se encogió de hombros y se pellizcó el regordete lóbulo de la oreja. Acto seguido, llamó con un ademán a sus compañeros, quienes se adelantaron a toda carrera para ofrecer a los tres amigos unos odres de agua.

Riverwind y Di An bebieron con fruición.

—Gracias —musitó la elfa.

—No hay de qué —respondió el joven gully que sostenía el odre—. Tú señora bonita.

—¿Qué queréis que hacemos con flecha de él? —inquirió el enano que había hablado en primer lugar y que, por las apariencias, era el cabecilla del grupo.

—¿Qué flecha? —preguntó Riverwind, sentándose.

—Barba gris tener flecha en costado. Mira —apuntó el gully con gesto solemne.

El guerrero gateó hasta llegar junto a Cazamoscas. El anciano yacía boca arriba, y el extremo de un dardo le sobresalía por el costado derecho; las ropas harapientas estaban empapadas de sangre oscura.

—¡Estas herido, anciano! ¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Y qué ibas a hacer? —preguntó a su vez el viejo adivino, con un hilo de voz.

Di An se arrodilló a su lado y trató de tantear la herida, pero incluso el roce de sus dedos era demasiado doloroso para el viejo adivino.

—Si no detenemos la hemorragia… —dijo, en tanto daba unos suaves toques en los bordes de la herida con un trozo de tela que había arrancado de la camisa del anciano.

—No merece la pena. Me estoy muriendo —musitó Cazamoscas.

—¡No digas eso! —gimió la muchacha.

—Es la verdad. Mi único pesar es no ver las estrellas por última vez. —Un golpe de tos interrumpió al anciano—. Como predijo el oráculo…

Riverwind se inclinó sobre su amigo.

—¿Qué predijo?

—Alcanzarás… la gloria. Vencerás a las… tinieblas. Esto ya lo has logrado.

Una expresión de amargura se plasmó en el semblante de Riverwind.

—Lo único que hice fue mantenerme vivo.

—Dormir —musitó Cazamoscas, cerrando los ojos—. Dormir, sí.

Sus manos, que sujetaban las de sus amigos, se aflojaron lentamente y se soltaron.

Riverwind contempló al viejo adivino un rato. La barba, las ropas harapientas, la charla insensata… Los recuerdos acudieron a la mente del guerrero en imágenes fugaces. Vio a Cazamoscas hablándole del universo cuando era un niño; a Cazamoscas cocinando el primer conejo que le había regalado muchos años atrás; a Cazamoscas procurándoles el primer desayuno de su viaje, después de que Kyanor y su manada de lobos se hubiesen apropiado del carnero que él había cazado. Jamás debió permitir que lo acompañara; debió obligarlo a quedarse en Que-shu. Eran muchas cosas que debería haber hecho. Las lágrimas se deslizaron por las mejillas del guerrero.

—Fue muy valeroso —dijo Di An con voz suave.

Riverwind se puso tenso.

—Cazador de Estrellas. Su nombre era Cazador de Estrellas.

El hombre de las llanuras siguió con la mirada prendida en el cuerpo sin vida de su amigo. La elfa se enjugó el llanto y se volvió hacia el grupo de enanos gully.

—¿Eres el cabecilla? —preguntó al que tenía barba.

—Sí. Yo, Glip.

—¿Dónde estamos, Glip?

—Esto, la Cámara de los Antepasados. —El hombrecillo miró a Cazamoscas con tristeza—. ¿Él, muerto? —Al asentir Di An, señaló con un ademán a las criptas y nichos que jalonaban el corredor—. Este sitio ser un panteón. ¿Lo enterráis aquí?

—No hay tiempo para entierros, Riverwind. Hemos de marcharnos. —dijo la elfa, posando la mano en el brazo del guerrero. Él inhaló hondo.

—Lo sé. Lo sé. —Se limpió las lágrimas y, con gran delicadeza, cogió en sus brazos el cadáver del anciano—. No puedo dejarlo tirado aquí.

Llevó el cuerpo hasta uno de los nichos situados en el pasillo meridional, tumbó en él a Cazamoscas y le colocó las manos cruzadas sobre el pecho.

—Tal vez debería decir algunas palabras —musitó, envuelto en la profunda oscuridad de la cripta.

—Los dioses lo reconocerán cuando llegue —respondió Di An.

Al tiempo que los dos compañeros regresaban a la sala donde terminaba el artilugio elevador, un fuerte temblor sacudió la estructura del templo y el polvo de siglos se desprendió sobre sus cabezas. Los enanos gully se dispersaron a la carrera en medio de gritos y chillidos. Riverwind agarró a Glip por la camisa cuando el enano pasó a su lado.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Dragón vuelve! —respondió el aterrorizado aghar.

El guerrero lo soltó. A los pocos segundos, todos los gully habían desaparecido por varios nichos en donde se habían practicado «agujeros de ratón».

El contrapeso —una marmita de hierro idéntica a la que se había precipitado— se balanceó y giró en el agujero de descenso y luego subió y bajó en el aire como un corcho que flota sobre el agua.

—¡Maldita sea! ¡Es Shanz! Realiza el conjuro de levitación para subir en la marmita —exclamó Riverwind.

Di An lo tomó de la mano y lo apartó a la fuerza del orificio. Regresaron a toda carrera al corredor meridional, que al final giraba hacia la derecha. Las paredes del templo estaban adornadas con bellos frescos y bajorrelieves.

Llegaron a una sala octogonal en el mismo momento en que las sacudidas cesaron. Sobrevino un silencio profundo, amenazante. Di An y Riverwind se quedaron inmóviles, escuchando atentos. El único sonido perceptible era el traqueteo de los eslabones de la cadena al deslizarse la marmita al fondo.

—¿Hacia dónde? —susurró la elfa.

A la derecha se divisaban más pasadizos, pero varias secciones del suelo se habían desplomado y ello hacía difícil el avance por aquel lado. A la izquierda había una escalera de caracol que conducía hacia arriba. Arriba era donde querían ir.

—¡Vamos! —ordenó Riverwind.

Avanzaron con cautela. La estructura de la Cámara de los Antepasados estaba en unas condiciones mucho más precarias que el resto de los edificios de Xak Tsaroth en los que habían estado. Las baldosas de los escalones estaban sueltas en su mayoría y, en medio de la penumbra —la escalera estaba alumbrada sólo por unas teas pequeñas, sujetas a unos soportes de la pared que distaban mucho entre sí—, cabía la posibilidad de que el siguiente recodo condujese a una caída rápida y fatal. Los mocasines del guerrero, hechos pedazos, se le enredaban en los tobillos. A fin de evitar tropezar con ellos, el joven se los quitó.

Alcanzaron el final de la inmensa columna en torno a la cual giraban los peldaños y llegaron a una sala circular de techo alto y abovedado. Una antorcha inserta en la pared irradiaba una luz mortecina. Al frente se alzaba una puerta de doble hoja, guarnecida con oro viejo. La pátina del áureo metal ponía de manifiesto que el acceso no se había abierto, probablemente, desde el Cataclismo.

Riverwind introdujo la punta de la espada en la juntura de ambas hojas y las forzó.

—Coge la antorcha —dijo en voz baja.

Di An sacó la tea del hachero y se la entregó a Riverwind. Este la tomó con la mano izquierda y cruzó despacio el umbral. Entraron en una pequeña antecámara vacía; al frente había otras puertas doradas, iguales a las precedentes.

—Esto no es un templo, sino un laberinto —rezongó el guerrero—. ¿Es que nunca vamos a salir de aquí?

Utilizó de nuevo la espada como cuña para abrir la segunda puerta. Una luz fría, blanca, se derramó sobre ellos.

—¿Qué es? —preguntó Di An, acercándose más al guerrero.

—Parece un santuario —susurró él.

Ante ellos se alzaba un pedestal de piedra blanca con incrustaciones de oro. Esculpida en un mármol níveo, se erguía la figura de una mujer esbelta, apoyada en un bastón alto; el cayado no era de mármol, sino de madera. Los pliegues de la vestimenta estaban tallados de modo que parecían ondear al viento. Riverwind y Di An se separaron y rodearon la estatua hasta converger en el lado opuesto La luz fría que bañaba la estancia ahuyentaba las sombras de todos los rincones, mas no se divisaba la fuente de donde procedía.

—Es la diosa Quenesti Pah —dijo la elfa con voz reverente.

Riverwind nunca había oído ese nombre. Contempló absorto el rostro joven, rebosante de compasión e infinita sabiduría.

—¿La diosa de qué? —preguntó, si bien con un timbre respetuoso.

—Las artes curativas. Socorre a aquellos que están enfermos y precisan alivio —explicó con solemnidad la muchacha.

—Nunca oí hablar de Quenesti Pah —dijo el guerrero, sin apartar los ojos de la estatua.

El eco distante de un choque metálico los sacó de su arrobo. Riverwind corrió a la antecámara y cerró la primera puerta dorada. Otro tanto hizo con la segunda, a la par que echaba una ojeada alrededor en busca de algo con que atrancarla.

—Acércame esa vara —pidió a la elfa, refiriéndose al bastón que sostenía la diosa.

—¡Es un objeto sagrado! ¡Pertenece a la diosa! —protestó la joven.

—¡Hay que atrancar la puerta! —insistió el que-shu.

Di An frunció el entrecejo, pero agarró el cayado por el extremo inferior y tiró de él. Los dedos de mármol de la diosa mantuvieron con firmeza la vara de madera.

—No puedo soltarlo.

—¡Olvídalo! Tenemos que salir de esta ratonera. ¡Por allí!

El ruido tras las puertas era cada vez más fuerte. Di An abrió las hojas doradas del acceso que se alzaba al frente de la diosa. Accedieron a otra cámara ceremonial que contaba con un nuevo juego de puertas áureas. Riverwind corrió junto a la elfa. Un golpe fuerte retumbó en el antiguo templo; al parecer, Shanz y sus draconianos habían forzado el primer acceso.

El guerrero hurgó el pestillo de la puerta. Era viejo y estaba atascado. Se escucharon los golpes que las tropas de Shanz propinaban a las hojas doradas de la antecámara y al momento el estruendo al ceder con los empellones.

—Goldmoon —susurró el guerrero—. ¡Quieran los antiguos dioses prestarme su apoyo en estos momentos de necesidad!

Acto seguido, asestó un golpe en el picaporte con el pomo de espada. El pestillo cedió con un chirrido y Riverwind abrió las hojas de par en par. Un resplandor deslumbrante, cálido, los recibió al otro lado de las puertas del templo.

¡El sol!

Di An dejó escapar un grito breve y se cubrió los ojos con el brazo. El guerrero, con los párpados entrecerrados, buscó su mano. La cámara del templo retumbó con las voces destempladas de los draconianos. Los dos amigos descendieron a trompicones la escalinata del edificio; cegados por el resplandor, chocaron contra las columnas que flanqueaban la entrada.

El sol. La luz del sol. Era como un fuego abrasador después de tanto tiempo bajo la superficie. Mas, además de cegarlo, su calidez le llegaba hasta lo más hondo de su ser y se derramaba por todos sus miembros insuflándole vitalidad. El aire era fresco y limpio, exento del pegajoso tufo a humedad de las cavernas. Incluso cuando los dedos de la elfa se soltaron de los suyos, el que-shu relajó los párpados contraídos y se quedó gustoso bajo los rayos deslumbrantes que prestaban calor a su pálida faz.

Di An, por su parte, se había acurrucado y apretaba el rostro contra el suelo en tanto emitía débiles gemidos. Las quejas de la elfa sacaron a Riverwind de su ensueño y volvió la mirada con presteza a la puerta del templo. Todavía no había señales de los draconianos; sin duda, el siempre meticuloso Shanz registraba hasta el último rincón del edificio. El guerrero se arrodilló junto a la elfa.

—¿Te encuentras bien, Di An? —Por toda respuesta, la muchacha emitió unos jadeos entrecortados—. ¿Qué te ocurre?

—Demasiada luz. ¡Demasiado vacío!

La sola contemplación le causaba vértigo. Una vasta claridad, sin techo, sin reconfortantes muros de roca firme. Este mundo lo conformaban el aire y la luz. Sólo aire y luz. Di An se llevó las manos a los ojos y apretó los parados cerrados. La oscuridad no le sirvió de consuelo; sabía que el vacío estaba allí, rodeándola por todas partes. Una dolorosa punzada le traspasó el cerebro de parte a parte y la náusea le revolvió el estómago. Tenía la sensación de que los pies se le separarían del suelo y caería hacia arriba, no hacia abajo, y que sería absorbida, arrastrada, y flotaría para toda la eternidad en un océano de nada ilimitado, interminable…

Se encogió sobre sí misma, mientras profería sordos quejidos. Riverwind trató de estirarle los brazos y las piernas pero la joven estaba tan rígida que sólo consiguió que rodara sobre un costado. La elfa lanzó un grito desgarrador cuando la luz del sol le bañó el rostro a pesar de tenerlo escudado tras las manos.

—¡No, por favor! Los draconianos te oirán…

La advertencia del guerrero llegó demasiado tarde. El primer hombre lagarto apareció en el umbral del templo y llamó a voces a sus compañeros. Al momento se le unían otros tres soldados. Riverwind se interpuso entre ellos y la abatida elfa.

—¡Aquí me tenéis! —desafió—. ¡Acercaos y veréis cómo defiende su vida un que-shu!

Los draconianos, que habían presenciado su pelea con Thouriss, sabían cuán peligroso era; así pues, dejaron de lado toda idea de honor y atacaron a la par.

—¡Di An, corre si quieres salvar la vida!

Ella se alejó a gatas en tanto que el hombre de las llanuras avanzaba unos pasos hacia la escalinata, al encuentro de sus enemigos.

Los cuatro hombres lagarto se lanzaron al ataque; sus espadas, mucho más pesadas, amenazaban con quebrar el tosco acero goblin que manejaba Riverwind, quien intercambió los primeros golpes con los dos soldados del centro mientras que los de los extremos procuraban rodearlo. Gracias a una hábil finta, el guerrero alcanzó a uno de los soldados en la cara; la criatura retrocedió tambaleante, cegada por la sangre.

Al punto tuvo que agacharse para eludir el mortífero golpe que otro draconiano dirigía contra su cabeza. La gruesa hoja de acero arrancó un fragmento de una de las columnas del templo. Riverwind aprovechó que el golpe alto de su oponente le dejaba el pecho al descubierto y atacó; la punta de la espada resbaló en el peto de la armadura, pero se hundió en el hombro del draconiano. El joven empujó con fuerza y giró sobre sí, haciendo que el ensartado hombre lagarto girara a la par. El draconiano perdió la espada y cayó de rodillas. Riverwind soltó su arma; el soldado se desplomó de bruces en el suelo y el acero se hundió aún más en su carne. Un estertor sacudió al hombre lagarto, mortalmente herido; alzó una garra temblorosa cuyos dedos se tomaban grises con inusitada rapidez. Toda la piel del moribundo draconiano perdió su color verde oscuro, se resecó y se endureció. Riverwind se quedó estupefacto. Ante sus propios ojos, el cuerpo del ente reptiliano se convirtió en piedra. Incluso la sangre, derramada sobre el suelo del templo, se tornó en ceniza gris.

Con todo, no había tiempo para incógnitas. El otro soldado herido y sus dos compañeros rodearon al desarmado guerrero. El hombre de las llanuras eludió sus embestidas retrocediendo por las puertas abiertas al interior del templo. Rogó porque no hubiesen acudido más draconianos.

A la suave luz blanca de la cámara de la estatua, las escamosas pieles de los soldados adquirieron una tonalidad verde muy vívida. Se abrieron en abanico a fin de cortar las salidas hacia las salas laterales y el camino a la Cámara de los Antepasados. Riverwind se encontró acorralado contra la base de la estatua de la diosa, sin otras armas con las que defenderse que un cuchillo. Sus manos tantearon el frío mármol y rozaron un objeto de madera. La vara.

Sin perder de vista a sus enemigos, que cerraban inclementes el cerco, el guerrero se dio media vuelta. Con intención de apoderarse del bastón, o al menos quebrarle una porción considerable, Riverwind propinó al cayado un tirón con todas sus fuerzas. Grande fue su sorpresa cuando la vara cedió sin resistencia y se encontró con ella en las manos.

Uno de los draconianos atacó. El guerrero detuvo el golpe con el bastón, hizo un giro de muñeca y alcanzó a su oponente en el codo con el extremo libre del cayado. El draconiano blandió de nuevo la espada y el hombre de las llanuras le propinó en la rodilla izquierda un golpe seco con la punta de la vara. La criatura se dobló sobre sí misma y se desplomó en el suelo. Otro draconiano arremetió contra el costado desprotegido de Riverwind, quien detuvo una y otra vez las cuchilladas parando la sólida hoja de acero con la vara de madera cuyo grosor no alcanzaba los cinco centímetros. Enfrascado en la pelea, el hombre de las llanuras no se percató de que el soldado tullido se incorporaba apoyado en la pierna ilesa y arremetía contra él con una violenta estocada.

El acero penetró en su espalda desprotegida como un hierro candente. Se volvió raudo, blandiendo el cayado como si fuese un garrote. El golpe alcanzó a su agresor en la cabeza; a pesar del yelmo, el impacto fue tan fuerte que el draconiano se desplomó moribundo en el suelo.

Riverwind sabía que estaba malherido; la sangre manaba con profusión y le resbalaba por la cadera y la pierna. Los dos draconianos restantes se le acercaron por los lados. El que tenía la faz ensangrentada, asestó una estocada salvaje que Riverwind logro desviar. La inercia de la embestida hizo que el acero prosiguiera su recorrido en un amplio arco que terminó en la garganta del otro draconiano. La criatura ya era de piedra antes de caer al suelo.

El hombre de las llanuras sufrió un vahído; sintió un frío mortal apoderarse de sus miembros a medida que la vida se le escapaba por la herida de la espalda. El último draconiano, cuyas condiciones físicas también estaban menguadas a causa del corte en la cara, se abalanzó sobre el guerrero. Este logró golpear con la punta del bastón en la barbilla de su agresor, que se fue de bruces al suelo; el hombre lagarto hizo denodados esfuerzos para incorporarse. Riverwind se apoderó de una espada y lo remató.

—¡Di An! —La llamada del joven fue apenas un débil quejido—. Ayúdame.

Riverwind, apoyado en el bastón teñido con su sangre, se tambaleó en dirección a las puertas del templo. No había señales de la elfa. En el fino polvo que cubría el suelo se advertían las huellas que la muchacha había dejado al arrastrarse. Tenía que encontrarla.

Intentó dar un paso, pero le fallaron las fuerzas y la pierna se le dobló bajo el peso del cuerpo. Se aferró con desesperación a la vara. Sintió que se le cerraban los párpados y que una profunda oscuridad se abatía sobre él. No le restaban energías. Estaba acabado.