22

Desde las profundidades

Por fin Thouriss quedó inerme entre los brazos de Riverwind y este lo soltó. El peso de la armadura arrastró a la criatura a las corrientes inferiores del estanque.

El guerrero necesitaba respirar, pero buscó otra alternativa preferible a emerger en el centro de la plaza, bajo las miradas y las armas de los goblin y sus amos draconianos. Divisó un túnel en el lado occidental del estanque hacia el que se dirigía una fuerte corriente. Se metió por el agujero y dejó que el empuje del agua lo arrastrara hasta que ya no lo pudo soportar por más tiempo. Llevado por la imperiosa necesidad de respirar, Riverwind ascendió y emergió en una pequeña gruta. Entre el agua y el techo quedaba un espacio de unos veinte centímetros; el guerrero se mantuvo a flote e inhaló hondo varias veces.

El techo de la gruta no era de roca natural; a pesar de la oscuridad, Riverwind advirtió por el tacto que parecía barro cocido. Supuso que se encontraba en una especie de tubería o cisterna, una reliquia de los pasados días gloriosos de Xak Tsaroth. El guerrero avanzó a nado, envuelto en las profundas tinieblas, palpando las grietas abiertas en la gruesa pieza de tierra cocida. Sentía, el fluir del agua entre sus piernas; por consiguiente, tenía que haber una salida. Solo cabía esperar que fuese lo bastante grande para pasar a través de ella.

El fondo del túnel subió de manera abrupta y ello permitió al guerrero apoyarse en los pies. Al estrecharse la tubería de manera paulatina, se vio forzado a avanzar a gatas, con el agua hasta la barbilla. Llegó a una bifurcación de la tubería y eligió el ramal de la izquierda, por el que se percibía una débil claridad. Prosiguió adelante con esfuerzo; la herida del brazo le sangraba de nuevo, el ojo izquierdo lo tenía cerrado por la hinchazón y le dolía todo el cuerpo como si lo hubiesen apaleado. Con todo, su malestar físico no era lo más importante, sino salir de esta alcantarilla y encontrar a sus amigos.

El origen de la claridad era un haz de luz del grosor de un dedo que descendía por un túnel circular, el cual, sin duda, había sido un pozo en tiempos remotos. Un desprendimiento de escombros taponaba en parte la tubería y formaba una pequeña isla. Riverwind trató de incorporarse y trepar para alcanzar la luz, pero fue un intento vano. Lo habían abandonado las fuerzas y se desmoronó, completamente exhausto. Las tinieblas de la inconsciencia se cernieron sobre él; el agua fluyó arremolinada en torno al cuerpo inerte del guerrero.

Di An se acercó de puntillas a la tina donde la nueva creación de Krago reposaba, todavía aletargada. La elfa detestaba aquella horrenda criatura sumergida en el baño de mercurio; la percepción de Lyrexis aumentaba sin cesar y, cuando Di An estaba cerca, giraba la cabeza como si la mirase. Ello inquietaba sobremanera a la muchacha, ya que los ojos del engendro aún no estaban abiertos. En ocasiones, Krago entraba en la estancia y hablaba con la criatura, a quien repetía una y otra vez cuán hermosa y fuerte era. Di An se ponía enferma al escucharlo.

Había transcurrido un día desde que el duelo había tenido lugar y los draconianos no habían sacado del estanque ninguno de los cuerpos. Cazamoscas y Di An no sabían si alegrarse o entristecerse ante el hecho de que los trabajos de rescate no hubiesen dado frutos hasta el momento. Por lógica, Riverwind debía de estar muerto, más, si no encontraban el cadáver, cabía la esperanza de que hubiese sobrevivido. Pero no, era imposible.

El viejo adivino se había vendado la herida superficial del costado y había recobrado las fuerzas gracias a las comidas que les proporcionaba Krago. Por su parte, Di An caminaba mucho mejor que el día anterior; Cazamoscas se lo hizo notar cuando la muchacha se ocupaba de recoger unos jarros con polvos, destinados a las pociones alquímicas de Krago.

—Ya no me duelen tanto los tobillos ni las rodillas —admitió ella—. En cambio, ahora siento molestias en las caderas.

El joven clérigo, sin alzar la mirada de su mesa de trabajo, tomó el recipiente de cristal verde que le tendía la muchacha, apartó una cucharada del polvo amarillento y le devolvió el jarro a la elfa.

—¿Has crecido? —le preguntó, observándola con los ojos entrecerrados.

Ella bajó la vista a los pies, como si ellos guardasen la respuesta.

—¿Por qué? No hay razón para que ocurra tal cambio.

—Te tomaste la poción purificadora de sangre…

—Pero me diste un antídoto.

—No. Lo que te di fue un calmante para aliviar las contracciones del estómago —confesó el humano con lentitud.

Di An lo miró de hito en hito y luego se volvió hacia Cazamoscas.

—¿Soy más alta que antes?

El viejo adivino se levantó del banco donde estaba sentado y se colocó al lado de la muchacha. La cabeza de Di An, que en su momento le llegaba al comienzo del tórax, alcanzaba ahora su hombro. La agarró por los brazos y su rostro marchito se iluminó con una sonrisa.

—Has crecido —confirmó.

La elfa no alcanzaba a comprenderlo. Los dolores de las articulaciones habían sido difíciles de soportar, pero todo sufrimiento era poco a cambio del gozo que le proporcionaba saber que estaba creciendo, que al fin sería una mujer. Pidió un espejo, a fin de constatarlo por sí misma.

—No tengo espejos en mi estudio —respondió Krago con desinterés—. Ve a la habitación de la tina y prueba con una de las bandejas de metal o cualquier otra cosa.

Di An detestaba regresar al cuarto donde el engendro flotaba en el baño de mercurio, pero ansiaba contemplarse; podía jurar que advertía cómo crecía a cada segundo. Así pues, se dirigió a la habitación contigua. Sobre la mesa situada en la esquina opuesta a la entrada había una bandeja de latón cargada con botellas de líquidos, todas ellas etiquetadas con símbolos arcanos. Las apartó a un lado y levantó la bandeja frente a su rostro.

Los cavadores de Hest tenían muy pocos espejos y, en consecuencia, se podían contar con los dedos de una mano las veces que Di An había visto su propia imagen. Ahora estudió con detenimiento los rasgos de la faz reflejada en el metal. ¿No tenía la barbilla un poco menos afilada? ¿No era el cabello algo más largo? Ya no eran mechones encrespados, sino que caían lacios sobre las orejas puntiagudas. Un ligero rubor teñía las mejillas. Se llevó los dedos a la cara y acarició con suavidad la piel.

A espaldas de la elfa, Lyrexis se removió en la tina. El leve movimiento en el aire causado por el paso de la muchacha, así como el calor de su cuerpo, penetraron en el ligero duermevela de la criatura. Lyrexis se sentó.

Di An se bajó la hombrera de su vestido de malla y se observó el cuerpo. Los cambios se advertían por doquier. ¡Por fin estaba creciendo! Sintió un poco de miedo, pero la satisfacción superaba con creces la inquietud. Una amplia sonrisa le iluminó el semblante.

Lyrexis, la compañera inacabada de Thouriss, había salido de su lecho de mercurio y estaba de pie detrás de Di An. Los saltones globos oculares aún estaban cubiertos con una fina capa de piel; de las orejas y nariz de la criatura goteaban cuentas líquidas de mercurio. Alzó una mano hacia la elfa. Di An soltó un alarido.

Krago y Cazamoscas entraron en el cuarto a todo correr.

—¡No te muevas! —gritó el clérigo.

—¡Juro por el gran Hest que no lo haré!

Krago se acercó a la semiconsciente Lyrexis, pero no tocó la suave piel escamosa de su creación, sino que le habló con un tono bajo y autoritario.

—Lyrexis, regresa. Vuelve a tu cama —ordenó. La mano del engendro se detuvo a menos de dos centímetros del rostro de la elfa—. Regresa, Lyrexis. Aún no es el momento de que te levantes.

La ofidiana se dio media vuelta, con la mano tendida. Krago se acercó y dejó que la mano verde y amarilla le tocara la faz.

—Ve, Lyrexis. Vuelve a tu cama —reiteró.

La testa, redonda y carente de cabello, se inclinó. Despacio, con movimientos envarados, la criatura regresó vacilante hacia la tina. Krago la ayudó a entrar en el nutriente baño de mercurio. Luego miró a Di An con enojo y le indico con un ademan que saliera de la habitación. De vuelta en el estudio, dio rienda suelta a su cólera.

—¿Qué le hiciste?

—Nada. Me miraba en la bandeja de latón y de pronto la sentí a mi espalda.

—Thouriss jamás abandonó la tina, ni caminó, hasta el momento en que salió del letargo. —Krago tenía el entrecejo fruncido; cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué motiva este comportamiento distinto?

—Curiosidad —intervino Cazamoscas—. Siente la presencia de otros, ¿sí? —Krago asintió—. ¿Advierte la diferencia entre varones y hembras?

—No. Al menos, no posee un conocimiento innato sobre tales cosas.

—¿Cómo puede ver sin ojos? —preguntó Di An, con un escalofrío.

—Al igual que las serpientes de las que deriva, Lyrexis percibe las cosas por el calor que irradian. La temperatura de tu sangre debe de ser mayor que la del viejo o la mía. —Di An se ruborizó.

Cuando el trío regresó a la habitación del horno, se encontraron a Shanz esperándolos con un pelotón de goblin.

—¿Qué era esa algarabía? —inquirió el capitán draconiano.

—Lyrexis se levantó del baño y echó a andar. La muchacha se sobresaltó y gritó, pero todo está ya bajo control —explicó el clérigo, quitando importancia a lo acaecido.

Los ollares de Shanz se dilataron en un gesto de alerta.

—¿Ha sufrido tu creación algún daño?

—Ninguno. Se acerca el momento en que Lyrexis despertará a la vida y sus reacciones crecen en intensidad.

Krago tomó asiento y cogió el pergamino que había estado leyendo cuando ocurrió el incidente. El polvo que Di An le había llevado continuaba sobre la mesa de trabajo; tapó el jarro y miró a Shanz como sorprendido de encontrarlo todavía allí.

—¿Alguna otra cosa, capitán? —preguntó, con un tono cortante.

—No hemos encontrado rastro del comandante Thouriss ni del humano. Los enanos gully han informado que el estanque se conecta con túneles y desagües que conducen a otras zonas de la ciudad. He ordenado a los goblin que busquen en las cisternas y pozos antiguos. —Shanz dejó escapar un siseo de frustración—. Esos malditos enanos gully tienen horadada toda la ciudad con túneles. ¡No es de extrañar que los perdamos de vista!

—Haz cuanto consideres oportuno. Los asuntos militares son de tu exclusiva incumbencia, capitán.

Shanz inclinó la cabeza en un respetuoso saludo y partió. Cazamoscas exhaló un sonoro suspiro de alivio al verlo marchar. Krago lo miró de reojo.

—Le gustaría vernos muertos a todos nosotros —afirmó con tranquila convicción—. Como la mayoría de los de su clase, desprecia y desconfía de los seres de sangre caliente.

—¿Entonces, por qué te muestra deferencia? Le asusta algo, ¿sí? —sugirió Cazamoscas.

—Nuestro común regente: Khisanth, el dragón hembra negro.

—¿De verdad existe un dragón negro?

—No lo pongas en duda. Y no te equivoques; ella es quien gobierna en Xak Tsaroth. —Krago bajó la mirada al pergamino extendido ante él. Sin levantar la vista, agregó—: ¿Has visto alguna vez un dragón, anciano?

—Nunca.

El joven clérigo escribió una línea en el pergamino; guardó silencio durante tanto tiempo que Cazamoscas dio por terminada la conversación. De manera inesperada, Krago alzó la cabeza y sostuvo con fijeza la mirada del viejo adivino.

—Khisanth regresará pronto. Querrá vengarse por los problemas que habéis ocasionado. Con ella, llegará vuestra muerte.

El joven humano se ensimismó de nuevo en el pergamino y dejó a Cazamoscas boquiabierto, mirando conmocionado su cabeza inclinada.

Di An se retiró al dormitorio de Krago y se sentó en un rincón, entre dos montones de libros apilados. El placer de su recién constatado crecimiento quedó ensombrecido por el peligro que se cernía sobre Cazamoscas y ella. Krago los había salvado una vez, pero sólo por su propia conveniencia. Cuando el dragón regresara —la elfa se estremeció ante la idea—, todo habría acabado para ellos.

—Riverwind —musitó; sus labios moldearon el nombre con suave ternura—. Riverwind.

Se despertó sobresaltado.

Estaba tumbado en un montículo de piedras húmedas. Los recuerdos acudieron a su memoria con velocidad vertiginosa Xak Tsaroth, Thouriss, la contienda, el estanque. El agotamiento lo había vencido y siguió tumbado en medio de la oscuridad un buen rato hasta que logró dominar la sensación de vértigo. Tenía el ojo inflamado, cerrado por la contusión; sentía entumecido el brazo herido y el corte tirante por la sangre reseca. Al cabo se puso de pie y tanteó las paredes del pozo. Por fin encontró lo que buscaba: los escalones, formados al colocar los constructores en la pared unos ladrillos más hundidos que el resto. El guerrero respiró hondo varias veces y se estiró para desentumecer los doloridos músculos. El breve sueño le había venido bien. Trepó hacia donde recordaba haber visto la claridad. El final del pozo estaba tapado con losas rotas; sin duda, la luz que había percibido se filtraba por las grietas. Atisbó en derredor y divisó las paredes desmoronadas de unas casas.

Dobló el cuello, apoyó los hombros contra las losas, y empujó. Rodó una ruidosa lluvia de guijarros sueltos, pero las piedras que cubrían el orificio no se movieron. El guerrero hizo un nuevo intento. Una de las losas se deslizó hacia un lado y el peso de la obstrucción disminuyó de manera notable; sin hacer caso del dolor que le atenazaba los músculos de los brazos y la espalda, apartó las piedras y salió del pozo.

Emergió en las ruinas al noreste de la Gran Plaza. A su izquierda se precipitaba la Catarata Este. Riverwind se deslizó por los escombros y se refugió tras una pared baja; desde su escondrijo divisó el artilugio de la cadena y la marmita, que reposaba sobre el suelo, vigilada por un solo goblin.

El área de la plaza estaba profusamente iluminada con antorchas. Riverwind ignoraba cuánto tiempo había permanecido inconsciente en el pozo, pero era evidente que los draconianos y los goblin todavía buscaban a su cabecilla. Con la luz de las antorchas, las piedras blancas de Xak Tsaroth irradiaban un fulgor rojizo que semejaba sangre.

Riverwind. Riverwind.

Oyó pronunciar su nombre, pero no había nadie por los alrededores. Agazapado tras la pared, se preguntó si estaría delirando como consecuencia de las heridas. Con todo, la voz había sido tan real… Pensó en Goldmoon. Tal vez su amada presentía que corría peligro y lo llamaba.

Al otro lado del muro se escucharon unos pasos sobre la grava; el guerrero atisbó unos pies de goblin. Se mantuvo agazapado, inmóvil, hasta que el guardia pasó de largo; entonces saltó sobre la pared y atenazó al soldado por detrás. El goblin estaba en desventaja contra su fuerza, hija de la desesperación, y la piedra que blandía; en consecuencia, poco después el soldado yacía inconsciente a sus pies. Riverwind lo arrastró tras las ruinas y lo despojó del pectoral, el uniforme, el yelmo y las armas. Los ropajes apestaban y le quedaban pequeños, pero confiaba en que la escasa luz lo ayudara a hacerse pasar por uno de ellos. Al fin y al cabo, había suplantado a un goblin en otra ocasión.

Ignoraba la suerte que habían corrido Cazamoscas y Di An. Incluso podían haber muerto; aun así, debía averiguarlo. Además, tenía que llevar a cabo otra misión: acabar con Krago y su horrendo experimento. Ningún habitante de Krynn estaría a salvo mientras el joven clérigo tuviese ocasión de crear la maligna raza de ofidianos.

En lugar de buscar el resguardo de las sombras, el guerrero caminó con audaz descaro por el centro de la calzada, en dirección al palacio. Se encontró con varios grupos de guardias, quienes le hablaron en el áspero dialecto de los goblin; Riverwind respondió con un gruñido y prosiguió su marcha.

Cruzó el tosco puente situado en la base de la Catarata Este y penetró en el antiguo palacio por la puerta disimulada por la que habían conducido a Di An días atrás. El hedor en la zona de acuartelamiento de los oficiales draconianos era insoportable.

—¿Qué quieres? —gruñó uno de los hombres lagarto.

Riverwind encorvo los hombros y dejó que el yelmo se le deslizara hasta la nariz.

—Maese Krago me ha llamado —dijo, adoptando un timbre áspero.

—Está bien. Adelante, goblin estúpido.

El guerrero reanudó la marcha, con cuidado de cubrirse en todo momento con la capa. A la derecha había otros cuartos ocupados por draconianos y a la izquierda se abría un corredor vacío. Cerró la puerta a sus espaldas, y avanzó pasillo adelante. Al otro extremo estaban de guardia cuatro goblin que flanqueaban el acceso.

—Maese Krago me ha ordenado venir —dijo, manteniendo el rostro oculto.

—Entra —autorizó el guardia más próximo.

Riverwind alargó la mano hacia el pomo de bronce de la puerta. Al hacerlo, su brazo quedó al descubierto.

—¿Eh? ¿Qué es esto? —exclamó el goblin, en tanto desenfundaba la espada—. ¡No es de los nuestros!

—¡Loados sean los dioses por ello! —replicó el guerrero, a la vez que se despojaba de la capa y blandía el arma.

Frenó la estocada del guardia y contraatacó; la punta de la espada se hundió en el pecho del goblin, por debajo del peto. El soldado se desplomó de espaldas, arrastrando consigo a su camarada. Los otros dos goblin atacaron al guerrero por detrás; al sentir que una e las armas rasgaba la tela del uniforme, Riverwind giró raudo sobre sí mismo y hostigó a los dos guardias. El estrecho corredor no ofrecía mucho espacio para maniobrar y ello reducía en gran parte la ventaja numérica de los goblin.

Riverwind soltó un grito desafiante con el propósito de desconcertar a sus enemigos. Su maniobra dio resultado, ya que los goblin no reaccionaron cuando asió el pomo de la puerta y lo hizo girar. Se precipitó en el interior y cerró de golpe la hoja de madera.

Al volver la mirada, le pareció que contemplaba un cuadro, tanta era la inmovilidad de quienes se hallaban en el cuarto. Cazamoscas, con una pluma en la mano, estaba sentado junto a Krago, en la mesa de trabajo. La estancia estaba abarrotada de libros, pergaminos, jarros y redomas. No había señales de Di An.

—¡Riverwind! ¡Estás vivo! —gritó, estupefacto, el anciano.

El viejo adivino se incorporó de un salto y derramó la tinta sobre el manuscrito en el que trabajaba. La sorpresa de Krago al ver aparecer al hombre de las llanuras, se tornó en consternación por el estropicio causado en el pergamino. Soltó un sordo gruñido en tanto procuraba detener la tinta derramada.

—¡Mira lo que has hecho! —gritó con enojo.

—No te muevas —advirtió Riverwind.

El guerrero metió la espada por el picaporte y la caja del pestillo de modo que la puerta quedó atrancada. Los goblin empujaban y golpeaban la hoja de madera. Riverwind y Cazamoscas arrastraron una mesa, una sección de la estantería y un pesado baúl de roble repleto de productos químicos, y los colocaron contra la puerta. Al ver desplomarse libros y redomas, Krago lanzó un alarido.

—¡Deteneos, estúpidos! Esos libros son muy valiosos. ¡Estáis destrozando mi equipo!

El guerrero recobró la espada goblin y avanzó hacia el clérigo, quien se mantuvo en su puesto hasta que la punta del arma le rozó la piel. Entonces, retrocedió.

—¡No oses lastimarme! ¡La venganza del dragón será espantosa si lo haces! —Jadeó.

—No dejas de invocar a ese dragón, pero hasta ahora no he visto señales de esa criatura —dijo Riverwind con una voz carente de inflexiones—. Sospecho que no es más que una argucia para mantener a raya a los hombres lagarto y así conseguir que hagan todo cuanto quieres.

—¡Existe el dragón, ya lo verás!

—Cierra el pico y siéntate.

Los golpes contra la puerta eran más contundentes y regulares. Al parecer, los goblin habían recibido refuerzos.

—En el corredor no hay espacio para utilizar un ariete, pero no tardarán en abrirse paso —comentó el hombre de las llanuras.

—¿Qué hacemos? —preguntó Cazamoscas.

—Lo estoy pensando. —El guerrero recorrió con la mirada los aposentos del clérigo—. ¿Dónde está Di An?

—Aquí.

Riverwind se giró hacia la voz. La elfa venía de la parte trasera de la estancia y se frotaba los ojos como si acabase de despertar. Él tuvo que mirarla dos veces antes de caer en la cuenta de que era ella de verdad. Los cambios sufridos por la muchacha resultaban mucho más notorios para el guerrero, puesto que no los había visto producirse de manera gradual. Di An había crecido más de un palmo desde que la había visto por última vez; el negro cabello le llegaba a los hombros y la pálida piel tenía ahora un tinte sonrosado. A pesar de su delgadez, su figura tenía las formas de una elfa adulta, circunstancia aún más notoria a causa del andrajoso vestido, demasiado corto y estrecho para su actual constitución.

—Sabía que volverías —dijo. Incluso la voz tenía un tono más grave.

—¿Qué te ha ocurrido? —La pregunta del joven hombre de las llanuras quedó sofocada por un crujido de madera.

El filo brillante de un hacha asomaba por la grieta astillada, abierta en la puerta.

—¿Hay otra salida? —interrogó Riverwind a Krago.

—No esperarás que te lo diga, ¿verdad? —replicó con sorna el clérigo.

—Lo harás, si es que aprecias en algo tu vida. —El guerrero blandió la burda espada en un gesto amenazante.

—Si me matas, todos pereceréis. Shanz será inclemente con vosotros.

Riverwind bajó la espada, aferró a Krago por la pechera de la túnica, y lo alzó en vilo. Los pies del clérigo quedaron suspendidos sobre el suelo.

—Ordénales que se retiren. ¡Hazlo, o cortaré en pedazos a ese monstruo que estás formando!

Krago se puso pálido. Toda su obra echada a perder… Si el bárbaro cumplía su amenaza, ¿qué le haría Khisanth?

—¡Soy Krago! —gritó—. Apartaos de la puerta. ¡Retiraos, he dicho!

Se escuchó la voz amortiguada de Shanz.

—Maese Krago, ¿te encuentras bien?

—Por ahora sí, Shanz. ¡El bárbaro amenaza con lastimar a Lyrexis si echáis la puerta abajo!

—Como quieras. —Se oyó el murmullo de unas órdenes y el hacha incrustada en la madera desapareció—. Nos retiramos —anunció Shanz en voz alta.

—Diles que vayan a la Gran Plaza —le indicó Riverwind.

Krago repitió la orden.

—De acuerdo —respondió el capitán draconiano.

El sonido de unas fuertes pisadas se perdió en la distancia.

—Muéstrame la criatura —dijo el guerrero.

—¡No le hagas ningún daño! —gritó Krago, en tanto se debatía por soltarse de la presa de Riverwind.

—Muéstramela.

—Está casi despierta —anunció Di An, al entrar en el cuarto contiguo. La muchacha se mantenía alejada de Riverwind y eludía su mirada.

El mercurio de la tina se agitaba en pequeñas ondas debido a los movimientos de los brazos y las piernas de Lyrexis. En las últimas horas, sus ojos se habían oscurecido y los párpados se abrían en una estrecha rendija tras la que asomaban los verdes iris verticales. Las escamas se habían endurecido y habían perdido su transparencia. Cuando los humanos y la elfa se aproximaron a la tina, la criatura se sentó y emitió unos sonidos inarticulados a través de los labios cerrados.

Riverwind miró a Lyrexis con sobrecogimiento. Sabía que la obra de Krago era maligna y, sin embargo, había logrado crear vida.

—¡Es un momento crucial! —dijo el clérigo muy excitado—. Cuando sus ojos se abran por completo, he de realizar el Conjuro de Animación. Mitigará la conmoción del nacimiento y la hará reconocerme como su verdadero… eh… padre.

Riverwind salió de su estupor para enfrentarse a la situación.

—No hay tiempo para eso. Nos marchamos y tú serás nuestro rehén.

—¡Ignorante patán! ¡No lo entiendes! Si Lyrexis despierta sin la influencia de los conjuros adecuados, se volverá una alimaña salvaje. ¡Quién sabe los daños que podría causar!

—Átale las manos, Cazamoscas. Si dice una palabra más, amordázalo también.

—Quizá tiene razón, hombre alto. He leído los conjuros, ¿sí? La criatura tiene formas casi humanas, pero su mente todavía es la de una serpiente.

—¿Tú también, Cazamoscas? Si es que ha de morir, que sea ahora, antes de que comprenda el maligno propósito para el que fue creada.

—Yo digo que la mates cuanto antes —intervino Di An, con la vista prendida en Lyrexis.

—¿Qué? —se sorprendió el guerrero.

—Mátala. ¡Coge la espada y córtale la cabeza!

La agitada discusión pareció estimular a la acción a la criatura, que cesó en sus lastimosos balbuceos y pasó una pierna por encima del borde de la tina. Los movimientos no eran ya tan bruscos sino más semejantes a los de un ser con plena conciencia de sus actos. Todos retrocedieron cuando la criatura, de más de dos metros de alto, se irguió sobre sus pies.

—¡Lyrexis! —susurró Krago, quien adelantó un paso y la tomó de la mano.

La ofidiana sintió el cálido contacto de la piel del clérigo contra la suya, ladeó la cabeza y se estremeció. Su mano se cerró con fuerza en torno a la de Krago; se oyó un crujido estremecedor.

El joven humano exhaló un grito. Riverwind desenvainó la espada, pero la criatura tiró del clérigo hacia ella, lo agarró por la cintura, y lo levantó en vilo.

—¡Anciano, tú y Di An salid de aquí! —advirtió el guerrero.

—¿Hacia dónde? Shanz aguarda afuera, sí.

—¡Al estudio!

Krago sollozaba y suplicaba a su creación que lo bajase. Lyrexis dobló los brazos y lo dejó en el suelo; después, en el último instante, se echó hacia atrás y arrojó al clérigo sobre Riverwind.

El hombre de las llanuras tuvo tiempo de apartar la espada, pero poco más. Se desplomó con Krago encima de él y se golpeó la cabeza contra el duro suelo de piedra. Aturdido, no reparó en que Lyrexis, por fin, abría los párpados. Los ojos, de un llamativo color amarillo, tenían unas pupilas alargadas, en forma de daga. Lyrexis observó con interés la estancia en la que había morado largo tiempo y se sintió atraída por la puerta abierta al otro lado de las estanterías. Echó la cabeza atrás y emitió un aullido siseante que helaba la sangre.

—Quítate de encima —dijo Riverwind, en tanto empujaba al clérigo. Krago se sentó con un gesto de dolor y dejó escapar un gemido, a la par que se sostenía la mano derecha.

—Me ha lastimado —dijo, con los dientes apretados—. ¡Me ha aplastado la mano! Te lo advertí…

—Hará cosas peores si no la detenemos —le dijo el guerrero. Se puso de pie, con la espada lista, preparado para hundirla en la espalda desprotegida de la criatura, pero Krago le atenazó las piernas con el brazo ileso.

—¡No! —jadeó—. ¡No te permitiré que la dañes! Yo la creé. ¡Me pertenece y seré su maestro!

—¡Suéltame!

Riverwind asestó un golpe a Krago en la barbilla con la guarnición de la espada. El clérigo, aturdido por el impacto, aflojó su presa y el guerrero se desembarazó de él.

—¡Cazamoscas! ¡Di An! ¡Cuidado! —advirtió a gritos, al ver que Lyrexis se precipitaba en el estudio.

La criatura abrió las fauces y lanzó un chillido; Cazamoscas le arrojó los recipientes de polvos, pero sólo consiguió enfurecerla aún más. Riverwind alcanzó la puerta y atacó con la espada; el acero goblin, de escasa calidad, produjo un corte a Lyrexis, pero las escamas de su piel eran tan duras como una armadura de cuero. Las horrendas fauces goteaban saliva y unos colmillos, largos y afilados, se proyectaban bajo el labio superior. A pesar de estar armado, Riverwind retrocedió a la vista de los temibles colmillos de la criatura.

Lyrexis fue hacia él, rodeando la mesa. El guerrero procuró resguardarse con el mueble, pero la ofidiana lo apartó de su camino de un empellón y prosiguió su avance. El hombre de las llanuras le propino otro tajo que dejó unas marcas sangrientas en los antebrazos escamosos; la criatura hizo caso omiso de las heridas y se abalanzó sobre el guerrero, quien, al recular para eludirla, dio de nuevo con sus huesos en el suelo.

El desánimo se apoderó de Riverwind. Al parecer, nada de lo que hiciera lograría detener a esta monstruosidad, que había reaccionado a sus mejores golpes como si fueran picaduras de mosquitos.

En aquel momento, Cazamoscas apareció por la puerta, a espaldas de Lyrexis; el anciano manejaba una antorcha prendida y le propinó un golpe en los hombros. Lyrexis soportaba bien los cortes de la espada, pero las quemaduras la encolerizaron al máximo. Apartó de un manotazo la antorcha y lanzó a Cazamoscas contra la pared. Krago se removió y gimió, todavía medio inconsciente. Riverwind rodeó la habitación en dirección al viejo adivino, blandiendo su espada; la hoja de esta estaba mellada a causa de los golpes propinados en la piel de la ofidiana. En ese momento, Di An apareció en la puerta.

—¡Shanz y los soldados han regresado! —gritó—. ¡Han oído el estruendo!

—¡Sal de aquí!

Al ver a la elfa, Lyrexis se abalanzó sobre ella, e irrumpió en el estudio de Krago al mismo tiempo que las tropas goblin se abrían paso a través de la puerta destrozada. La vista de más espadas encolerizó sobremanera a la ya enfurecida criatura, que arremetió contra las filas de goblin; agarrándolos entre sus largos y poderosos brazos, hundió los mortíferos colmillos en su carne. Los goblin, que nunca habían sido unos luchadores aguerridos, fueron presa del pánico y trataron de huir. Se desencadenó una espantosa confusión.

Riverwind agarró a Krago por el cuello de la túnica y lo llevó a rastras. Di An lo seguía, pegada a sus talones. Cazamoscas iba tras ellos, cojeando. El grupo avanzó pegado a la pared y se mantuvo fuera del alcance de la vista de Lyrexis, que continuaba enzarzada en la lucha contra los aterrados goblin. Los soldados no estaban equipados para hacer frente a la furia demoledora de la criatura. Los pocos que quedaban vivos, arrojaron espadas y escudos y huyeron de la estancia. Lyrexis, sangrando por docenas de cortes superficiales, arrancó de cuajo la puerta astillada salió corriendo por el pasillo, aullando como una horda de demonios del Abismo.

Unas llamas se propagaron por la puerta de la cámara interior, alimentadas por los viejos pergaminos y los extraños polvos. Unas lenguas fantásticas de fuego verde y violeta lamieron los anaqueles de las estanterías de madera.

—¡Mi equipo! —gimió— ¡Mis libros, mis apuntes!

—Deja que ardan —dijo Riverwind con gesto sombrío—. Sólo han causado mal.

—Pongámonos a salvo, ¿sí? —pidió Cazamoscas, cuya mejilla izquierda exhibía unos oscuros moretones. Escudriñó el pasillo—. Está despejado. Vamos.

El anciano recogió un escudo goblin y salió al corredor.

El suelo estaba abarrotado de los cuerpos de los soldados y sus armas, Riverwind reemplazó la espada estropeada por otra en mejores condiciones y soltó a Krago, pero lo mantuvo al alcance de su arma. El clérigo, cuyo semblante tenía un tinte ceniciento, avanzó a trompicones, sosteniéndose la mano rota y murmurando para sí.

Cazamoscas los aguardaba donde el pasillo giraba a la izquierda y desembocaba en el acuartelamiento de los draconianos. Los cuartos estaban hechos pedazos. Los compañeros, no obstante, no dispusieron de mucho tiempo para examinar los destrozos, ya que las llamas asomaban por el extremo del corredor.

Cruzaron la puerta disimulada en el muro y salieron a la calle. El puente tendido sobre el arroyo de la Catarata Este ardía por los cuatro costados y al otro lado se esparcían los cadáveres de varios goblin.

—A juzgar por las apariencias, prendieron fuego al puente para detener a la criatura, pero ella logró cruzarlo de algún modo —dijo Riverwind.

—¿Qué dirección tomamos? —preguntó la elfa.

—Me temo que no tenemos otra alternativa que dirigirnos al Patio de Recepción. El artilugio de la marmita para subir a la superficie está allí.

—No lo lograréis —intervino Krago con voz débil.

—Por tu bien, espero que te equivoques.

Vadearon la corriente, haciendo caso omiso de los cadáveres que flotaban en el agua. Cuando alcanzaban la otra orilla, se produjo un estallido luminoso semejante a la descarga de un rayo, seguido del retumbar de un trueno. El extraño fenómeno procedía del patio de la marmita.

—¿Qué ha sido eso? —pregunto Di An, con un hilo de voz.

—Shanz. Ha usado uno de sus conjuros —respondió Krago.

—¿Puede utilizar la magia? —se extrañó Riverwind.

—Domina bien un par de hechizos: la levitación y el proyectil mágico. Este último es lo que hemos escuchado.

Corrieron calle adelante dirigidos por el guerrero, que mantenía la parte plana de la espada pegada a las costillas del clérigo. El estruendo de la lucha creció en intensidad. Divisaron la gigantesca marmita, apoyada en el suelo sobre sus patas. Se aproximaban al patio cuando el cuerpo malherido de un guardia goblin salió lanzado por el aire, y Lyrexis apareció en escena. Su piel coriácea presentaba más heridas, así como una flecha de ballesta hincada en su pecho escamoso. La criatura blandía un pesado tablón —al parecer, una parte de la ballesta—, y machacaba a quienquiera que se pusiera a su alcance.

Riverwind y su grupo se agazaparon contra la pared, a escasos metros de la marmita. Al otro lado del patio, Shanz y sus seis oficiales draconianos se resguardaban tras una pared de escudos. Iban equipados para una batalla, pero sus armas no estaban manchadas de sangre. Hasta el momento, ninguno de ellos se había enfrentado a la descontrolada criatura.

Shanz hizo un ademán con sus ganchudas manos. La distancia que los separaba impidió a Riverwind escuchar sus palabras, pero al momento un proyectil de fuego, ardiente salió de entre sus garras en dirección a Lyrexis. Esta blandió el tablón y detuvo el proyectil mágico, que explotó con un estallido ensordecedor.

—Moveos. ¡Aprovechemos mientras están deslumbrados por el fogonazo! —ordenó Riverwind.

—No servirá de nada —dijo Krago con voz tensa—. El ascensor no funcionará sin gully que se monten en la otra marmita y hagan de contrapeso.

—¿Dónde está la otra marmita?

—En lo alto del ascensor, en la Cámara de los Antepasados.

—¡Maldición! —Riverwind descargó su frustración golpeando con el puño en la pared.

—¿Intentamos trepar por la cadena? —sugirió Di An.

—Son demasiados metros. Yo no podría, y tampoco Riverwind con su brazo herido —dijo Cazamoscas.

Shanz, que había recobrado la vista tras el fogonazo de su proyectil mágico, divisó a Riverwind y a sus compañeros al otro lado del patio. Aulló una orden. La pared de escudos, manejada por unos goblin aterrorizados, se puso en marcha. Los infelices soldados trataron de rodear a Lyrexis, pero la ofidiana no estaba dispuesta a dejarlos pasar sin presentar batalla. Se abalanzó sobre ellos y blandió la viga a un lado y a otro. Los goblin estaban tan desmoralizados, que se limitaron a cubrirse con los escudos. La criatura los aporreó y acabó con ellos allí donde se encontraban arrodillados.

Los draconianos formaron en fila y avanzaron hacia Lyrexis. La ofidiana pareció reconocer que los draconianos eran diferentes de los humanos y los goblin, que eran seres escamosos y de sangre fría como ella misma. Bajó el tablón y los esperó, en medio de resuellos. Los draconianos frenaron la marcha y se detuvieron a unos metros de la ahora inmóvil criatura.

—¡Krago! ¿Me escuchas? —llamó Shanz.

El clérigo dirigió una mirada interrogante a Riverwind, quien asintió en silencio.

—Te escucho, Shanz.

—Tu creación ha acabado con casi toda la guarnición. ¿Oyes, Krago? ¡Los soldados goblin han sido derrotados!

El fuego irrumpió por la puerta disimulada en el muro. La humareda captó la atención del capitán draconiano.

—¡El cuartel está ardiendo! —bramó.

—¡Vuestros proyectos han fracasado! —gritó Riverwind—. ¡Todo está perdido! ¡Apartaos y dejadnos pasar!

—¡No se ha perdido más que tiempo! —replicó Shanz—. La Gran Señora se enfadará, pero empezaremos todo de nuevo. Deja libre a Krago, sangre caliente. Libéralo y permitiré que tú y tus amigos os marchéis.

—¡No le creas! —intervino Di An, posando la mano en el brazo del guerrero.

—Tranquila. No me engaña. —Riverwind se volvió hacia Shanz— ¿Puedes hacer que el artilugio ascienda por medio de la magia?

—¿Levitación? No domino ese hechizo —respondió con una voz sin inflexiones.

Riverwind apoyó el filo de la espada en la garganta del clérigo.

—Serás libre cuando alcancemos la superficie. ¿Qué crees que te harán Shanz y su señora por haber fracasado?

—Si a los enanos gully los ahorcaron sólo porque sospechaban que nos habían ayudado, no es difícil imaginar el destino que te espera como responsable de unos reveses tan obvios como costosos. Desde luego, no será nada agradable —abundó Cazamoscas.

—Espero tu respuesta, sangre caliente —gritó Shanz.

—¿Qué le digo? —urgió el guerrero a Krago.

El clérigo recorrió con la mirada el panorama que ponía de manifiesto la destrucción de los proyectos de Khisanth. Luego contempló su mano derecha, ya ennegrecida e inflamada.

—Os llevaré arriba —musitó.

Los compañeros se apartaron de la pared; Riverwind apoyaba de manera notoria la punta de la espada en la garganta del clérigo.

—Retendremos a maese Krago un poco más. Retroceded —advirtió en voz alta.

Al oír hablar al guerrero, Lyrexis irguió la cabeza y al punto emitió un ronco y prolongado siseo al divisar a Di An y a los humanos. Blandió en alto la viga y dio un paso hacia el grupo.

—¡Impedidle avanzar! —bramó Shanz.

Los draconianos cerraron filas, hombro con hombro, y le cerraron el paso. Lyrexis se movió hacia la izquierda, después a la derecha, pero los draconianos se interpusieron en su camino. Llevada por la rabia y la frustración, arrojó el tablón a los odiados humanos; el madero pasó por encima de la cabeza de Riverwind y se estrelló contra la pared.

Por fin el grupo llegó a la marmita; tenía un tamaño considerable, pero no sobraría mucho espacio cuando los cuatro la hubiesen ocupado. Di An fue la primera en meterse en aquel artilugio, seguida de cerca por Cazamoscas.

Lyrexis, fuera cual fuese el instinto infundido en su mente recién despierta, comprendió que sus enemigos escapaban. Retrajo el hocico de manera que los horrendos colmillos quedaron al descubierto y adelantó unos pasos. El toparse con los escudos draconianos no la desalentó.

—Matar. Enemigo. Matar —fueron las primeras palabras que pronunció.

Uno de los draconianos cometió el error de usar su espada para detener a la iracunda criatura. El acero, de excelente manufactura, produjo un corte a la ofidiana, y la renuencia de la criatura a batallar contra seres de sangre fría, semejantes a ella, se desvaneció al instante. Atravesó el escudo del soldado con su garra terminada en uñas fuertes como el hierro, lo agarró por el cuello y aplastó entre los dedos armadura, hueso y músculos.

—Matad a esa bestia —ordenó Shanz.

—¡No! —aulló Krago.

—¡Entra en la marmita! —exigió Riverwind.

Los draconianos acorralaron a Lyrexis con el propósito de atravesarla con las espadas. No sólo su fuerza y sus armas superaban con creces a las de los goblin sino que además conocían bien su oficio. El hecho de que la recién nacida ofidiana no hubiese recibido la preparación adecuada al salir de su letargo, les facilitaba su cometido. A Lyrexis le falló una pierna y se desplomó en el suelo; las espadas draconianas subieron y bajaron en el aire y los aullidos y siseos acabaron con un jadeo estertóreo. Para entonces, el grupo se encontraba en la marmita, si bien tanto Riverwind como Krago estaban subidos a horcajadas.

—¡El conjuro! ¡El conjuro! —instó el guerrero.

Krago apartó la mirada de su pobre creación, ahora muerta, apretó la mano ilesa en un puño y pronunció las palabras arcanas del hechizo.

Shanz examinó los despojos de Lyrexis y, constatando la muerte de la salvaje criatura, se volvió hacia el grupo de evadidos. Advirtió que Krago tenía los ojos en blanco, el puño apretado, y que articulaba las palabras de un conjuro. Las patas de la marmita brincaron sobre el suelo. El capitán draconiano sintió un hormigueo causado por sus propias dotes mágicas. Sabía lo que intentaba hacer el clérigo.

—¡Alto! —gritó—. ¡Krago, te ordeno que te detengas!

Las patas del artilugio se elevaron sobre el pavimento.

—¡Detente, Krago! ¡Detente! —Shanz volteó de un puntapié el cadáver de un goblin y recogió la ballesta del soldado muerto. Tensó el percutor de acero con las manos desnudas y revolvió en la bolsa del goblin en busca de un dardo.

—No desfallezcas ahora, Krago —lo urgió el guerrero.

La marmita aumentó la velocidad de ascenso. El clérigo entonaba ahora en voz alta la fórmula del conjuro. Un sonido sutil hizo vibrar el aire en torno al artilugio; era una sensación parecida a la que se experimenta tras el paso de una violenta turbonada. Los compañeros se elevaron en el aire en medio del traqueteo causado por la fricción de la marmita con la descomunal cadena. El oscuro techo de la caverna se acercó con gran velocidad.

Shanz encajó el dardo, apoyó la ballesta contra su hombro y echó hacia atrás la palanca del gatillo. El proyectil hendió el aire y se perdió a un lado de la marmita, que proseguía su ascenso. El draconiano tensó de nuevo el arco y encajó otro dardo. La línea de tiro era difícil en extremo, casi en vertical. Shanz estrechó los ojos y enfocó entre los puntos de bronce que formaban la mira de la ballesta. El dedo se tensó sobre el gatillo.

—¡Aaag! —exclamó de manera inesperada Krago, al tiempo que abría los ojos de par en par.

La súbita interrupción del conjuro produjo los efectos deseados: la marmita se tambaleó e inició un vertiginoso descenso.

—¡Agarraos a la cadena! —gritó Riverwind.

Los tres amigos se asieron a los eslabones de hierro en el mismo momento en que el artilugio se precipitaba bajo sus pies. El cadáver de Krago, con un dardo incrustado en la espalda, quedó tendido en el fondo de la marmita, que cayó a plomo y se estrelló en el suelo, decenas de metros más abajo. Los compañeros permanecieron inmóviles, colgados de la cadena que se mecía ligeramente, en tanto escuchaban el zumbido de los dardos al hender el aire a su alrededor.

—¿Estamos todos? —siseó Riverwind, que sentía unas ardientes punzadas en los brazos doloridos.

—Yo… sí —jadeó Di An, unos metros por debajo de él.

Cazamoscas, suspendido sobre su amigo, no dijo una palabra, pero su cuerpo cubierto de andrajos se aferraba a la cadena como si fuese su mejor amigo.

—Hemos de trepar —dijo el guerrero—. Muévete, Cazamoscas.

—No puedo. No puedo —musitó el anciano.

Riverwind estaba tan agotado que ni siquiera levantó la cabeza para mirar al viejo adivino. Con el rostro apretado contra el frío hierro de los eslabones, lo urgió a ponerse en marcha.

—Si tú no avanzas, moriremos todos. ¡No podemos trepar por encima de ti!

Cazamoscas alzó la mano izquierda unos centímetros. Cuando cerró los dedos en torno a la cadena, repitió la operación con la otra mano. El anciano procuró aliviar la tensión soportada por sus brazos delgados metiendo las puntas de los pies en los anillos de los eslabones. Su faz agostada tenía una palidez cadavérica.

Di An, que por regla general era la mejor escaladora del grupo, encontró la tarea muy trabajosa, ya que no estaba acostumbrada al peso actual de su cuerpo, que, por otro lado, carecía de sincronía en sus movimientos. Los tres amigos prosiguieron el angustioso ascenso en silencio.

Entretanto, abajo, Shanz y sus draconianos se apartaron al ver precipitarse la oscura forma de la marmita. El impacto del artilugio metálico al estrellarse contra el suelo fue tan brutal que se hundió parcialmente en el pavimento y se resquebrajó en dos.

Shanz se acercó a la marmita y escudriñó el interior. Los ojos sin vida de Krago lo miraban con fijeza. El cabecilla draconiano escupió.

—Un sangre caliente, al fin y al cabo —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. Proyectos grandiosos que acaban en agua de borrajas. Por eso prevaleceremos. Con la Gran Señora al mando, nuestra disciplina superará a cualquier sangre caliente y sus ideas fantasiosas.

Los otros draconianos se reunieron con él.

—No os quedéis ahí parados —espetó con tono irritado—. Reunid a un centenar de gully para que limpien este estropicio y reemplazad la marmita. ¿O acaso queréis que cuando llegue nuestra señora se encuentre con estos pútridos despojos?

Sus subordinados se dispersaron a toda carrera, espoleados por el miedo a la hembra de dragón negro.