21

Al estilo de un guerrero

Al entrar Riverwind y Brud en la plaza, divisaron a Cazamoscas y a Di An atados a unos tocones de columnas en el pórtico del antiguo edificio. Ambos estaban amordazados. Los ojos del guerrero se dirigieron primero hacia el anciano; estaba pálido y en su costado se marcaba una mancha de sangre medio seca. El semblante de la elfa estaba contraído por el dolor. Los goblin la habían atado a la columna de manera que los pies le colgaban a varios centímetros del suelo. Las tensas cuerdas le hincaban el vestido metálico en la carne.

Thouriss se hallaba al pie de la escalinata, ataviado con una armadura de color verde moteada de puntos negros y dorados que imitaba la piel de una serpiente. El comandante ofidiano era lo bastante presuntuoso como para no llevar yelmo, y sus facciones suaves, casi humanas, contrastaban sobremanera con su guardia de goblin y draconianos reunida en la plaza.

«Son como mínimo una guarnición», pensó el guerrero. Un centenar de goblin armados se alineaba en las paredes circulares que rodeaban la plaza. Cerca de Thouriss, el capitán, Shanz, y otros seis draconianos se erguían en posición de firmes. De Krago no había señales. Riverwind echó una ojeada a izquierda y derecha; que él viera, no había arqueros apostados en los tejados. «Hasta aquí, todo va tan mal como cabía esperar», se dijo con acritud.

El guerrero se detuvo en el lugar donde el arroyo desaguaba en el estanque triangular que dominaba la plaza. Los torrentes de las tres cascadas que cercaban Xak Tsaroth convergían aquí. Unos burdos puentes de tablones salvaban los tres arroyos, a pesar de que ninguno de ellos tenía más de un metro de profundidad. Quizás a los hombres lagarto no les gustaba mojarse, se dijo Riverwind. Desechó la irónica ocurrencia y se centró en la estrategia a seguir.

—¡Te estamos esperando, bárbaro! —bramó Thouriss.

—No me gustaría que una lanza se me clavara en la espalda —replicó, desabrido, el hombre de las llanuras.

—He ordenado a mis guerreros que no te ataquen.

—¿Guerreros? ¿Estos? —Riverwind hizo un ademán desdeñoso en dirección a las silenciosas filas de soldados goblin—. Sólo valen para esclavizar y asesinar a indefensos enanos gully.

—¡Unas palabras muy osadas, proviniendo de un sangre caliente! ¿Ese pequeñajo guarda tus espaldas? ¡Jo, jo! —Los soldados goblin estallaron en carcajadas—. Ya murió una vez. No tardará en morir de nuevo. ¡Acércate y enfrentate a tu suerte, bárbaro!

—Brud se queda aquí —susurró el gully—. Goblin no atacan. Oíste lo que decir gran amo.

—No le creas. A Thouriss le encantaría que nos separásemos para, de ese modo, capturarnos uno a uno.

El aghar se acercó tanto al guerrero que chocó contra él. Riverwind cruzó el puente oriental, con Brud pisándole los talones. Al llegar al pie de la escalinata, el hombre de las llanuras se detuvo.

—¿Se encuentran bien mis amigos? —inquirió. Sentía los dedos de la mano dormidos a causa de la tensión con que aferraba la maza.

—Están bien. Al viejo le hicieron un arañazo mis guardias. El muy estúpido trató de rechazarlos con las manos desnudas —explicó Thouriss con sorna.

—Quiero oírlos hablar —exigió, a la vez que subía el primer peldaño. El comandante desenvainó una reluciente espada de doble empuñadura.

Un draconiano se acercó corriendo y se situó a su lado.

—Quédate donde estás, sangre caliente —advirtió Thouriss al hombre de las llanuras, y le ordenó al draconiano—: Quitadles las mordazas.

El hombre lagarto obedeció presto la orden.

—¿Estás herido, anciano? —preguntó Riverwind.

—Un pequeño rasguño —respondió Cazamoscas, con voz ronca.

—¿Y tú, pequeña?

—¡Quiere matarte! —gritó Di An.

—No es un secreto —dijo sin rodeos el comandante, e hizo un ademán al draconiano, que de nuevo amordazó a los prisioneros. Luego levantó la espada y trazó una «X» en el aire con dos bruscos sesgos—. Tu nombre se perderá entre la extensa lista de los que caerán ante Thouriss el Conquistador.

—Sólo si planeas matarme de aburrimiento con tu cháchara —replicó con frialdad el hombre de las llanuras.

El comandante estalló en carcajadas; el sonido de sus risas era desagradable, como el siseo de un hierro al rojo vivo al sumergirlo en agua.

—Blandes una maza. ¿Sabes cómo utilizarla? —preguntó.

—No es mi arma predilecta.

—¡Shanz! ¡Entrega tu espada al bárbaro!

El capitán abandonó su puesto en la fila de la guardia. Brud se agazapó tras el hombre de las llanuras, en un intento de hacerse lo más pequeño posible y pasar inadvertido. Shanz ofreció a Riverwind su espada, con la empuñadura por delante, y el guerrero le entregó a su vez la maza.

—Cuento con un largo entrenamiento con Shanz y otros bozak, pero todavía no me he enfrentado a un humano —comentó Thouriss—. Siento una gran curiosidad por descubrir la sensación de matar a uno.

—Nuestras espadas no se han cruzado todavía y ya me das por muerto. ¿Para qué molestarme en servirte de diversión?

—Ah, ¿no te lo dije? —El comandante simuló una exagerada sorpresa—. Si resultas un buen contrincante y tu actuación me satisface, perdonaré la vida al viejo y a la chica elfa. ¿Te parece bien el arma, bárbaro?

—Un poco pesada, pero me las arreglaré. —Riverwind se mostraba tranquilo y controlado, pero su interior era un hervidero de furia, miedo y excitación. Una idea empezaba a tomar forma en su mente; tal vez había encontrado el modo de derrotar al formidable comandante.

La trama de su plan, tan débil e inconsistente como unos cabos de lana entretejidos, se rompió con el primer golpe asestado por Thouriss con su espada de doble asimiento. La inmensa hoja hendió el aire, dirigida a su cráneo. El hombre de las llanuras retrocedió un paso y detuvo la embestida con torpeza. La espada de Shanz era bastante más pesada que su viejo sable, pero parecía el arma de madera de un comediante en comparación con el monstruoso espadón que manejaba Thouriss. El pobre y aterrorizado Brud se arrojó de bruces sobre el último peldaño de la escalinata y allí se quedó, sacudido por unos intensos temblores.

El comandante bajó los escalones de dos en dos. Los poderosos músculos se marcaban nítidos bajo la armadura de malla y escamas como si fueran los componentes de una máquina perfecta funcionando a pleno rendimiento. Aprovechando que la atención de todos estaba puesta en la pelea, Brud se incorporó de un brinco y salvó a toda carrera los peldaños de la escalinata; pasó frente a Cazamoscas como una exhalación y se escabulló en el interior del ruinoso palacio. El anciano no podía reprochárselo.

«Ojalá también yo pudiese escapar», pensó.

Riverwind, entretanto, esquivaba los golpes de Thouriss dirigidos a su cabeza.

—¿Qué tal lo hago? —preguntó, esforzándose por no jadear.

—No del todo mal. —Thouriss alzó el acero de la posición de descanso y amagó un golpe de revés al pecho del guerrero, quien frenó el sesgo del espadón con la parte plana del arma prestada. El impacto la hizo vibrar en sus manos, pero agradeció la solidez y el peso extra del arma draconiana que manejaba, que le permitió desviar a un lado el acero de Thouriss. Extendió entonces los brazos y se lanzó al ataque. Su contrincante realizó un golpe defensivo que dejó atoradas las armas y retrocedió un paso; su talón ganchudo se atascó en una de las losas de mármol rotas y se tambaleó. Riverwind aprovechó el traspié de su enemigo para destrabar la espada y asestar un golpe al sesgo contra su pecho. La punta de la espada trazó un arco y a su paso dejó un arañazo en la brillante armadura de Thouriss. Los goblin se removieron inquietos y murmuraron entre sí, pero una mirada severa de Shanz los hizo enmudecer. El guerrero dio un paso atrás a fin de recobrar el aliento. ¡Blandir la pesada espada del capitán draconiano era agotador!

—Buena maniobra. De no llevar puesta la armadura, habrías visto mi sangre —dijo el comandante.

—Ya advertí antes que la tuya es metálica, en tanto que la mía es de cuero —apuntó entre jadeos Riverwind.

—También su peso hace mis movimientos más lentos. Vaya lo uno por lo otro.

Acto seguido, Thouriss enarboló la espada, asida con una sola mano, sobre su cabeza. El acero reluciente parecía dejar tras de sí un rastro brillante en el aire a tenor de la velocidad con que el comandante la hacía girar. Riverwind se agachó para eludir el mortífero remolino y se lanzó al ataque, sólo para encontrarse con que Thouriss desviaba su golpe. Repitió la embestida; los aceros de ambas armas se trabaron con un sonido rechinante. Los ojos de Thouriss se desorbitaron al ver aproximarse a su garganta el filo de la espada del hombre de las llanuras. Desvió la estocada golpeando la hoja del guerrero con su mano protegida por el guantelete; la punta pasó sobre su hombro y los dos contendientes quedaron cara a cara. Thouriss abrió la boca y emitió un siseo, producto de la frustración y la ira. Sus colmillos, de cinco centímetros de largo, centellearon ante el rostro del hombre de las llanuras.

El ofidiano propinó un puñetazo a Riverwind en la mandíbula; el guerrero retrocedió tambaleante. La sangre le brotó de los cortes abiertos en la piel por los aros metálicos del guantelete y se deslizó por la barbilla.

—¡Aaaag-sss! —El grito del comandante acabó con un escalofriante siseo—. ¡Basta de juegos! ¡Ahora morirás!

Riverwind estudió con una fugaz ojeada su localización. A sus espaldas estaba el estanque de la plaza. Justo donde quería hallarse.

Di An gimió a través de la mordaza y buscó a Cazamoscas con la mirada. Los ojos del viejo adivino estaban cerrados y sus labios se movían como si hablara. «Sin duda reza a sus dioses», pensó la elfa, quien sumó su muda plegaria a la del anciano.

Riverwind flexionó los dedos en torno al forro de cuero de la empuñadura. Thouriss le gritaba sin cesar; a pesar de su gran tamaño, el ofidiano no era un espadachín avezado. Con ello contaba el hombre de las llanuras.

Thouriss cargó con la espada aferrada con ambas manos, y Riverwind dio un paso a su encuentro. Intercambiaron golpes de ataque y defensa —uno, dos, uno, dos—, hasta que el comandante hizo un brusco giro de muñeca y alcanzó al guerrero en el ojo con la guarnición de su espada. Cegado y aturdido, Riverwind retrocedió vacilante. Eludió por poco una estocada mortífera dirigida a su lado ciego. Sintió que el agua le lamía los talones; se hallaba al mismo borde del estanque.

Recobró la visión del ojo izquierdo lo bastante para advertir el golpe de revés que se le venía encima. Aunque con torpeza, logró detenerlo. El brutal encontronazo de acero contra acero produjo una vibración que le recorrió el brazo y al punto sintió algo caliente; comprendió que el cortante filo del arma de Thouriss había hendido la piel de su antebrazo. La sangre fluyó del corte en cálidos reguerillos de un color rojo brillante. Ver sangrar a su oponente devolvió el optimismo al comandante.

—Espero que no te moleste esa herida —siseó, con un ligero jadeo.

—En absoluto —le aseguró el guerrero, al que el rojo fluido vital se le escurría por el brazo y entre los dedos.

Le ardía la garganta por la trabajosa respiración y el corazón le palpitaba desbocado. Sin embargo, de manera sorprendente, ahora se sentía más tranquilo. A juzgar por lo ocurrido, Thouriss no era la máquina de luchar perfecta que en principio parecía ser. Al menos, todavía no.

Al comandante ya no le interesaba intercambiar golpes y herir; estaba dispuesto a matar.

La ciudad sumergida retumbó con el estruendo del choque de los aceros. Los enanos gully salieron de sus chozas y escucharon con atención. Incluso los estólidos goblin se removían inquietos ante el espectáculo de los dos oponentes combatiendo sin tregua.

Thouriss alzó la espada sobre la cabeza y embistió al guerrero; Riverwind estaba tan exhausto que apenas tuvo fuerza para levantar su arma y frenar el golpe. «Ahora es el momento», se dijo. Arrojó contra Thouriss la espada de Shanz con la punta por delante. El comandante, cogido por sorpresa, frenó su ataque a fin de desviar el arma. Riverwind aprovechó aquel instante para arremeter con el hombro por debajo del brazo armado de su enemigo e inició una lucha cuerpo a cuerpo con aquella criatura más corpulenta que él; metió la pierna a modo de cuña entre las musculosas rodillas del comandante y rodeó el inmenso torso con sus brazos.

El hombre de las llanuras era un buen luchador entre los de su pueblo, pero sabía muy bien las escasas probabilidades de supervivencia contra la fuerza brutal de Thouriss. El comandante articuló otro de sus peculiares gritos siseantes, seguido esta vez de una risa burlona.

—¡Abrázame pues, sangre caliente! ¡Te quebraré en pedazos cual el tronco carcomido de un árbol!

Agarrar a Thouriss era como agarrar a una estatua, salvo que esta contaba con su propia presa, aplastante, demoledora. Thouriss aferró al guerrero por la frente con su mano ganchuda y empezó a girar. El hombre de las llanuras jadeó y gruñó por el esfuerzo denodado de reunir toda la fuerza y peso contra las piernas enredadas del ofidiano. La risa siseante de Thouriss resonó en sus oídos; tenía la cabeza torcida en un ángulo forzado, peligroso.

En alguna parte, en lo más hondo de su ser, Riverwind vio el rostro de Goldmoon. La mujer sabía que estaba próximo a morir y, aunque no lloraba, un gran dolor y una tristeza profunda se reflejaban en su semblante. ¿Iba a permitir que se abatiese sobre su amada tanta aflicción? Los ojos del guerrero se abrieron de par en par y divisaron el rostro menudo de Di An, que también reflejaba con claridad diáfana el horror que la embargaba.

En un último intento desesperado, hundió los codos en la región lumbar del ofidiano quien, a pesar de acusar el impacto, no aflojó la presa cerrada en torno a la cintura del guerrero. Así, unidos en un abrazo mortal, ambos contendientes se precipitaron en el estanque de la plaza y se hundieron bajo sus aguas.

—¡Riverwind! —gritó Di An.

La elfa había logrado desembarazarse de la mordaza. Su alarido hizo que Cazamoscas abriese los ojos. La superficie del estanque estaba en todo momento agitada por los permanentes remolinos y corrientes de los arroyos que desembocaban en él; en consecuencia, al anciano le resultaba imposible dilucidar en qué lugar habían caído los luchadores. Los soldados goblin rompieron filas y se apiñaron alrededor del estanque, pero Shanz les ordenó regresar a sus puestos.

Thouriss tardó en reaccionar ante la circunstancia de estar sumergido en agua, pero, cuando lo hizo, fue presa del pánico. Ocurrió tal y como Riverwind había previsto: el comandante, de cinco meses de edad, concebido y creado por la magia negra, aún no había aprendido a nadar. Por el contrario, el hombre de las llanuras se había iniciado en esta disciplina cuando apenas sabía caminar.

Thouriss soltó a Riverwind y trató de alcanzar la superficie por medio de poderosas patadas, pero el guerrero le rodeó las piernas con un brazo y tiró de él hacia abajo. El ofidiano se revolvió y lo golpeó en la espalda con los puños; sin embargo, tanto su fortaleza como su talla aventajada sufrían un importante menoscabo a causa del temor a ahogarse. Por último, consiguió librarse de la presa con que lo atenazaba el guerrero y de nuevo intentó emerger para coger aire. Riverwind se colgó a su espalda; tanta era la fuerza del comandante que fue capaz de alcanzar la superficie a pesar de la sobrecarga que suponía el peso del guerrero. Emergieron en medio de los rugidos de Thouriss, que boqueaba afanoso en busca de aire, pero el hombre de las llanuras incrementó la presión ejercida con el brazo en torno a su cuello y lo arrastró de nuevo bajo las aguas.

Se hundieron a tanta profundidad que el agua tenía un color violeta oscuro. Para hacer más difícil su situación, un nuevo peligro se añadió al ya existente cuando se hallaron ante las losas desgajadas del pavimento que proyectaban hacia lo alto sus cortantes aristas. Thouriss trató de empalar a Riverwind en una de ellas, pero el guerrero hizo palanca con los pies sobre la afilada losa y se apartó con un impulso. La presión comenzaba a afectar al hombre de las llanuras; el pecho, los oídos, la cabeza, todo él parecía estar aprisionado en un torno que lo comprimía más y más…

—Llevan sumergidos mucho tiempo —dijo Cazamoscas, quien también había logrado quitarse la mordaza.

—¿Es Riverwind un buen nadador? —preguntó Di An con voz trémula.

—El mejor de Que-shu —afirmó el anciano, aunque, de hecho, no tenía ni idea de la veracidad de su aserto.

Los draconianos murmuraban entre sí. Los goblin se removían inquietos y miraban de reojo a Shanz. El capitán draconiano se acercó al borde del estanque y escudriñó las aguas, pero no divisó a ninguno de los contendientes. Recogió del suelo la espada que le había entregado a Riverwind y la enfundó en la vaina.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó uno de los draconianos.

—¡Permaneced en vuestros puestos! —bramó Shanz—. ¡El comandante ordenó que no interviniésemos!

—Gracias a los dioses que siguen las instrucciones de sus superiores —comentó Cazamoscas en un susurro.

Los segundos se convirtieron en minutos. Di An prorrumpió en desconsolados sollozos; también Cazamoscas sintió un nudo angustioso que le constreñía la garganta. Nadie, ya fuese humano o reptil, podía sobrevivir tanto tiempo bajo el agua.

Shanz se aproximó a los prisioneros; al llegar a su lado, desenvainó la espada con un ademán tan violento que el viejo adivino pensó que iba a perder la cabeza en cualquier momento. Sin embargo, el draconiano se limitó a cortar las ataduras que los sujetaban a las columnas rotas.

—¿Somos libres? —preguntó el anciano con incertidumbre.

Shanz devolvió la espada a la vaina con igual brusquedad con que la había desenfundado.

—Os llevaré a maese Krago. Él sabrá qué hacer con vosotros.

Una guardia de cuatro draconianos rodeó a los cautivos y los llevó a empujones hasta los aposentos del clérigo. En el camino, Di An no dejó de lanzar ojeadas al estanque. Las aguas, con sus constantes y vertiginosos remolinos, no ofrecían vestigio alguno sobre la suerte corrida por los guerreros perdidos bajo su superficie.

Krago se hallaba absorto en la lectura de un viejo pergamino cuando Shanz introdujo a los prisioneros.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué los traes aquí? —preguntó al capitán.

—Señor. Lamento informar de… He de comunicar que… —balbuceó el draconiano.

—¿Qué? Vamos, habla.

—El comandante Thouriss se ha… perdido. —Krago se incorporó tan bruscamente que la silla rodó por el suelo. La voz de Shanz ponía de manifiesto la inquietud que lo embargaba, si bien el capitán eligió con cuidado las palabras—. Tomó como rehenes a los amigos del bárbaro y con amenazas lo arrastró a enfrentarse en un duelo. El bárbaro se batió bien, hasta el final, cuando arrojó a un lado la espada y se enzarzó en una lucha cuerpo a cuerpo. Cayeron en el estanque de la plaza y no salieron a la superficie.

Krago inclinó la cabeza. Permaneció en silencio largo rato, con la mirada prendida en sus zapatos.

—A Khisanth no le va a gustar —dijo por último.

—Maese Krago… —comenzó Shanz.

—Un momento, capitán. Déjame pensar.

Cogió el pergamino que había estado leyendo, lo estrujó y de nuevo lo dejó sobre la mesa con expresión absorta. Deambuló por la habitación de un lado a otro, con los ojos entrecerrados, centelleantes. Al cabo, tomó asiento en una de las sillas de respaldo alto.

—Los prisioneros quedan a mi cuidado —anunció, con una voz carente de inflexiones.

A Shanz no le gustaba aquello, pero órdenes eran órdenes.

—¿Y el comandante Thouriss? —preguntó.

—Buscad unos ganchos y cuerdas y dragad el estanque. Encontrad el cuerpo de Thouriss. Cabe la posibilidad de que pueda devolverlo a la vida. Si no… —El clérigo meneó la cabeza—. Habré de crear otro ofidiano en la tina.

Shanz apostó a cuatro guardias goblin en el acceso a los aposentos de Krago y acto seguido partió. Cazamoscas le dio las gracias al clérigo.

—No es menester que me lo agradezcas. Tengo trabajo para vosotros dos. Si me causáis el más mínimo problema, haré que os corten los tendones de las piernas. ¿Queda claro?

Para Cazamoscas, al menos, la fría exposición del joven humano no dejaba lugar a dudas. Krago se sentó con pesadez en la silla y sacudió la cabeza.

—Esto es demasiado —gimió—. Mi creación destruida. ¡Ahogada como una vulgar rata!

—Hiciste de él un guerrero —apuntó Cazamoscas, en tanto abrazaba a la desconsolada elfa—. ¿Acaso esperabas que viviera para siempre?

—Thouriss era demasiado valioso para morir en un duelo —replicó Krago, malhumorado—. De haber procreado descendientes, no me importaría lo que hubiese sido de él.

—¿Es eso todo cuanto te preocupa? —inquirió Di An, mientras se frotaba los ojos para limpiar las lágrimas—. ¿La incidencia o perjuicio que pueda tener su muerte en el desarrollo de tu grandioso proyecto?

—Sí. Todo lo demás carece de importancia. Todo —reiteró Krago, mientras alisaba el pergamino sobre el tablero de la mesa.