El truco más antiguo
Por fin Di An se calmó lo bastante para relatar cuanto había visto y oído. Una vez que concluyó, los tres compañeros se sentaron frente a frente en medio de la penumbra. Transcurrió mucho tiempo sin que ninguno de ellos pronunciara una palabra.
Fue el guerrero quien rompió el silencio.
—He gastado mucho tiempo de forma ociosa, preocupado sólo por mi misión. Mas, si Thouriss y ese dragón y la Reina Oscura en persona tienen intención de asolar mi patria y esclavizar a mi pueblo, no hay misión más sagrada que impedírselo.
—¿Cómo? Carecemos de armas y somos sólo tres frente a un centenar —dijo Cazamoscas.
—¿Qué posibilidades tenemos de escapar incluso de esta celda? —preguntó Di An.
—Hemos de fugarnos antes del retorno del dragón hembra. Una vez que haya regresado, jamás saldremos con vida —comentó el guerrero. Garabateó con el dedo unas líneas en el polvo del suelo con gesto ausente. Luego, añadió—: Cuando hayamos escapado de aquí, quiero que vosotros dos abandonéis Xak Tsaroth tan rápido como sea posible. Id a Que-shu y difundid la noticia. Si Thouriss piensa que vencernos le será fácil, se va a llevar una sorpresa.
—No desperdiciarás tu vida, ¿sí? —inquirió Cazamoscas.
El joven posó la mano sobre el hombro del viejo adivino.
—No tengo intención de morir —aseveró con firmeza—. Goldmoon aguarda mi regreso. Esa es razón suficiente para despertar el deseo de vivir.
Di An dejó escapar un tembloroso suspiro, y Riverwind temió haber herido sus sentimientos. La muchacha estaba acurrucada y se frotaba los finos tobillos.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Me duelen los huesos.
—¿Te golpearon?
—No, no. —Su rostro se tensó con una mueca de dolor; apretó los puños, crispados por el espasmo—. Pero me bebí esa poción.
—Fue una estupidez —opinó Riverwind.
—Krago te dio un antídoto, ¿sí? —inquirió Cazamoscas.
—Eso creí… —Di An dejó escapar un gemido—. ¡Siento como si me estuvieran arrancando los pies!
Riverwind estaba muy preocupado por la elfa. Era imposible saber qué efectos tenía la poción de Krago. Intentó aliviarle el dolor con unos masajes, pero la muchacha dio un respingo y le apartó las manos. Contempló de hito en hito a Di An, que no cesaba de frotarse los doloridos pies; una idea empezó a tomar forma en su mente. Los labios del guerrero se ensancharon en una sonrisa.
—Tal vez funcione —musitó.
Expuso a grandes rasgos la idea a sus compañeros.
—Si los goblin no están acostumbrados a tratar con prisioneros de la raza de Di An, es posible que los engañemos —concluyó.
—No tendré que disimular —gimió la elfa—. ¡Me duele mucho!
Riverwind le apretó la mano en un gesto de comprensión; luego se dirigió a la puerta y se agazapó a un lado.
Cazamoscas se situó a cierta distancia, en un punto bien visible desde el acceso. Di An se arrastró por la celda hasta quedar tumbada en línea directa a la salida.
—Estoy lista —susurró.
—¿Y tú? —preguntó Cazamoscas a Riverwind, quien asintió en silencio. El anciano golpeó la puerta—. ¡Socorro! ¡Ayuda, guardia! ¡La chica se ha puesto enferma!
Pegó el oído a la hoja de madera; al no escuchar respuesta a su llamada, aporreó una vez más la puerta.
—¡Guardia! ¡Guardia! ¡La muchacha está mal! ¡Ayudadnos! —De nuevo escuchó atento—. ¡Alguien se acerca! —cuchicheó.
Unas sonoras pisadas anunciaron la llegada de un goblin, que alzó la linterna a fin de que el haz de luz alumbrara la celda a través del estrecho ventanuco de la puerta. Riverwind notó todos los músculos tensos, dispuestos a entrar en acción. Cazamoscas se apartó a un lado del acceso.
—Cierra el pico —gruñó el goblin, que se dio media vuelta para marcharse.
El viejo adivino intercambió una mirada de impotencia con su amigo. De improviso, el calabozo retumbó con un chillido espeluznante.
—¡Ayudadme! —gimió Di An, doblada sobre sí misma.
El guardia volvió sobre sus pasos.
—¡Silencio, he dicho! —bramó el goblin.
Cazamoscas se apresuró a asomarse por el angosto ventanuco.
—¡Creo que tiene la fiebre de Lemish! Sacadla de aquí antes de que nos contagie a todos. ¡Por favor! —balbuceó—. ¡Vuestro comandante nos quiere vivos! ¡Debéis sacarla de aquí! ¡Aprisa!
—Apártate de la puerta —ordenó.
El anciano obedeció con premura. De nuevo, Riverwind se tensó.
Se oyó descorrer el cerrojo y al punto se abrió la pesada hoja de madera. El delgado haz de la linterna recorrió el calabozo hasta detenerse sobre la elfa que se retorcía de dolor en el suelo.
—Aléjate —dijo la voz ronca y chirriante del goblin.
Cazamoscas retrocedió hasta que sus pies se encontraron junto a la cabeza de Di An. El guardia penetró despacio en la celda, con la linterna en la mano izquierda y la cachiporra en la derecha. Riverwind esperó a que el mango de la maza llegara al alcance de su mano; entonces saltó como un felino… y el goblin enfocó la linterna hacia su rostro.
Durante un breve segundo, el guerrero quedó cegado; aun así, logró agarrar el mango de la cachiporra. El guardia se revolvió y blandió el fanal contra su cabeza. Absorto en la reyerta, Riverwind no reparó en Cazamoscas, quien se despojó de su camisa harapienta y se la arrojó al goblin por la testa.
La linterna de bronce alcanzó su blanco, pero el espeso cabello del guerrero y la banda de tela con que se lo sujetaba amortiguaron el impacto de manera considerable. Cuando se hizo patente que no conseguiría arrancar la maza al goblin, Riverwind se agachó y embistió a su oponente con el hombro. El goblin era una cabeza más bajo que el hombre de las llanuras, pero doblaba su peso. Ambos combatientes se estrellaron contra la pared. El guardia exhaló un grito, amortiguado por la camisa de Cazamoscas que tenía enrollada a la cabeza, y soltó el fanal a fin de presentar una mejor defensa; el aceite se derramó y se prendió. Las llamas se propagaron por la celda, proyectando un extraño juego de luz y sombras sobre la confusa escena.
A despecho del dolor, Di An se incorporó y arremetió contra el guardia. Rodeó con los brazos la gruesa pierna y clavó los dientes en la carne relativamente blanda de la pantorrilla. El goblin aulló y se revolvió contra la elfa; las uñas duras como el metal pasaron silbantes por su espalda y desgarraron el vestido de malla de cobre.
Entretanto, Riverwind aprovechó el descuido del guardia para retorcerle el brazo armado y la maza cayó al suelo. Al punto, el guerrero se precipitó a coger el arma y redujo al goblin con un par de golpes rápidos y certeros. Las llamas del aceite prendido parpadearon y se extinguieron. Los tres amigos jadeaban por el esfuerzo.
—¿Alguno está herido? —logró articular Riverwind.
—¿Quieres decir algún otro, aparte de él? —Cazamoscas recobró su camisa.
El guardia llevaba un cuchillo enfundado a la cadera; el guerrero lo cogió y se lo entregó a la elfa.
El negro vestido metálico de la muchacha tenía una gran rasgadura en la espalda. Las uñas del goblin también habían arañado la pintura en varios sitios dejando al descubierto el cobre brillante. Di An tomó el cuchillo que le tendía el guerrero y lo metió bajo el cinturón de eslabones trenzados.
Salieron del calabozo y comprobaron que el corredor estaba vacío, al igual que lo estaba la calle, iluminada con las antorchas que jalonaban la fachada del viejo palacio. Avanzaron por el lado de la calzada velado por las sombras, en dirección a la torre en ruinas.
—¿Adónde vamos? —susurró Cazamoscas.
—De regreso a la cueva —le respondió su amigo.
—¡A la cueva! ¿Por qué?
—No alces la voz. ¿A qué otro lugar podemos dirigirnos?
El retumbar de pisadas los puso alerta; Riverwind empujó al anciano y ambos se agazaparon tras los restos de una pared derruida. Di An se fundió con las sombras del cuartel. Dos goblin, vestidos con túnicas verdes, marchaban calle abajo.
—¿A cuántos hemos colgado hoy? —decía uno de ellos.
—A seis —contestó el otro.
—No parece que les importe mucho —rezongó el primero.
—Son demasiado estúpidos.
Siguieron calle abajo sin apercibirse de la presencia de los cautivos.
—¡Thouriss lleva a cabo las represalias contra los enanos gully! —musitó Cazamoscas.
—Ya lo he oído. —La expresión del guerrero era sombría.
Llamaron a la elfa con un ademán para que se reuniese con ellos. Raudos como relámpagos, cruzaron la calle en dirección a la torre desmoronada. Desde allí divisaban el agujero que los llevaría de vuelta a la caverna.
Estaba clausurado.
Los goblin habían cubierto el orificio con escombros, un material que abundaba en Xak Tsaroth. Riverwind, estoico y atemperado por regla general, se contuvo a duras penas para no prorrumpir en blasfemias contra los dioses. Di An sollozaba quedo.
—Vamos, vamos. Encontraremos otro camino —la consoló Cazamoscas.
—No lloro sólo por eso. Me duelen mucho las rodillas.
—El dolor se desplaza hacia arriba, sí.
El anciano abrazó a la llorosa elfa y le acarició el cabello. Para su sorpresa, varios mechones se desprendieron al pasar la mano sobre ellos. Con gran discreción, el viejo adivino los tiró al suelo sin hacer comentario ninguno, pero en su interior estaba muy asustado por la muchacha. ¿Qué efectos tendría la poción de Krago?
—Iremos a la ciudad de los aghar —decidió Riverwind—. Quizás allí encontremos aliados voluntarios.
—Supón que nos entregan a los hombres lagarto para ganarse el favor de Thouriss —adujo Cazamoscas.
—Los enanos gully son estúpidos, pero no crueles —objetó el guerrero—. Por otra parte, no se me ocurre otra idea mejor.
Los dos soldados goblin giraron al final de la calle y se encaminaron hacia el Patio de Recepción.
—Vamos —ordenó Riverwind.
Cruzaron la calzada en diagonal desde la torre. Di An apenas podía caminar, y mucho menos hacerlo en silencio; en consecuencia, el guerrero la cogió en brazos.
Al hombre de las llanuras le pareció que la muchacha pesaba más, pero, al igual que Cazamoscas, se abstuvo de hacer comentarios al respecto para no aumentar los temores de la muchacha. Él, por su parte, se sentía cada vez más preocupado por ella.
Al lado opuesto, una profunda grieta hendía la calzada. El arroyo que corría por el centro de la antigua vía se precipitaba por la abertura. Riverwind y Cazamoscas vadearon la corriente con el agua por las rodillas. Justo frente a los compañeros, arrancaba la bifurcación de otra calle. Las paredes en blanco del asentamiento de los enanos gully no ofrecían pista alguna sobre quién o qué había al otro lado. El resplandor de luces se derrama a sobre la calle adyacente. Avanzaron en fila; Riverwind, todavía con Di An en brazos, a la cabeza, y Cazamoscas detrás. Caminaban con sigilo, manteniéndose en todo momento al resguardo de las sombras proyectadas por las paredes. Hicieron un alto en una esquina y el guerrero depositó con cuidado a la muchacha en el suelo.
Agazapado, atisbó por la esquina; al final de un callejón corto se abría una plaza pequeña y, en ella, a la luz de unas teas se vislumbraba un espectáculo macabro. Los goblin habían levantado unas horcas y de una de ellas todavía colgaba el cuerpo de un gully. Riverwind dio la noticia a sus amigos con un apagado murmullo.
—Los familiares habrán reclamado al resto —sugirió Cazamoscas—. Me preguntó quién será el infeliz que sigue ahí.
—Sea quien sea, no se merece esa suerte. Voy a cortar la cuerda y a bajarlo —decidió el guerrero.
—¿Y si te ven? —se preocupó la elfa.
Pero el hombre de las llanuras ya no la oía. Dobló la esquina y avanzó silencioso como una sombra calle adelante. Las antorchas proyectaban en la pared opuesta la sombra acechante de un guardia goblin; el guerrero soltó la maza atada al cinturón y se aplastó contra el muro más cercano. Cogió un canto suelto y lo arrojó al centro de la plaza. El guardia puso la lanza horizontal con gesto veloz.
—¿Quién anda ahí? —graznó.
Al no obtener respuesta, adelantó un paso; la afilada punta del arma quedó tan cerca del guerrero que este la habría alcanzado con sólo estirar el brazo, pero el goblin no descubrió su presencia.
Se disponía a regresar a su puesto, cuando Riverwind arrojó otra piedra al lado opuesto de la plaza envuelto en sombras. Esta vez el guardia avanzó tres pasos. Ni siquiera vio a Riverwind cuando este le asestó un mazazo en la cabeza. Acto seguido, el hombre de las llanuras arrastró el pesado cuerpo del goblin hasta el callejón, se puso la capa y el yelmo del guardia, y apoyó la lanza sobre su hombro. De tal guisa, echó a andar por el centro de la plaza. Había otros dos goblin a la izquierda, pero no prestaron atención a quién creían uno de los suyos.
Riverwind subió a la plataforma de piedra que servía de base a las horcas. La cabeza del pobre gully estaba girada de manera que su faz quedaba oculta, cosa que agradeció el guerrero. Metió el hombro bajo el cuerpo del regordete hombrecillo y cortó la cuerda con la punta de la lanza; acto seguido bajó al gully y lo tumbó al pie del patíbulo.
Era Brud Buscapiedras.
Thouriss había logrado su empeño. Riverwind sintió un nudo en la garganta. Tanto Brud como muchos de sus semejantes habían sufrido y muerto por su culpa, por haberlo obligado a ayudarlos.
—Lo siento —musitó el hombre de las llanuras.
—¿Eh? —dijo Brud.
Riverwind casi se cayó de espaldas.
—¿Fuiste tú quien habló? —siseó, echando una fugaz ojeada a los dos goblin, que, por fortuna, estaban enzarzados en una conversación y no habían advertido lo ocurrido.
—Ajá. Brud hambriento. ¿Tener pata de rata que yo poder masticar?
Sin contar con los peculiares hábitos alimenticios de los aghar, Riverwind estaba estupefacto.
—¡Te vi ahorcado! ¿Cómo sigues con vida?
—Cuerda pequeña no lastima a Brud. Todos los Sluds tener cuellos de hierro. Gulps, también duros. Bulps ser delicados como niñitas. Ellos…
—No importa. Hemos de abandonar esta plaza. ¿Dónde podemos escondernos?
—¿Qué tal cueva? —sugirió Brud, todavía tumbado y con los ojos cerrados.
—Taparon la entrada con escombros.
—Ja. Muchos caminos para entrar a cueva —confesó el gully.
Una voz áspera los interrumpió.
—¿Qué haces ahí arriba?
Era un oficial draconiano que se había detenido al pie de la plataforma. Riverwind procuró mantener oculto el rostro.
—Bajaba al enano. Órdenes —respondió, adoptando un timbre tan chirriante como le fue posible.
—¿Órdenes de quién?
—De Krago. El humano quiere cortar el cuerpo y estudiarlo.
—¡Ja! Siempre he dicho que los sangre caliente son unos bárbaros. De acuerdo. Procede.
El oficial se dio media vuelta, en medio de un revuelo de su capa, y se alejó a zancadas. Riverwind se incorporó y cogió a Brud bajo el brazo; el enano gully soltó un gruñido.
—Cuidado, humano. Brud tiene espalda delicada —rezongó.
—Se supone que estás muerto. Guarda silencio —lo reconvino el guerrero.
El hombrecillo hizo caso omiso a su advertencia y acometió el relato de un sueño que tenía cuando Riverwind lo había despertado.
—… y entonces, el Gran Bulp dice a mi madre: «No puedes decir: cocido es como la vida. Sólo poder decir: la vida es como cocido». ¡Ja! Ese Gran Bulp debería llamarse Bobo Bulp, o Redomado Bobo Bulp, o…
—Cierra el pico, ¿quieres? Eres el cadáver más charlatán que he visto en mi vida.
—Brud ver una vez cadáver parlante. Llevar seis días muerto, y los cuervos haberlo picoteado…
Por fortuna Riverwind alcanzó el callejón y soltó al enano en el suelo. Mientras ambos corrían callejuela adelante, el guerrero preguntó a Brud si alguno de los otros aghar había sufrido daño.
—Ni pizca. Horca no daña a aghar. Aghar igual a jamón; mejorar al estar colgado.
—¿No advirtieron los goblin o los hombres lagarto que sus víctimas no estaban muertas?
—¡Ja! Esos caras feas y escamosas no ver salir sol frente a sus narices. Aghar gritar, llorar cuando hermano o hermana colgar en cuerda. Mostrar tristeza. Los feos y los cara escamosa marchar y entonces aghar bajarlos. Ellos no distinguirnos unos de otros, así que no saber.
Riverwind esbozó una sonrisa.
—¿Por qué seguías tú colgado?
—Supongo que esposa olvidar. Brud quedar dormido hasta que tú despertar de manera tan bruta.
El hombre de las llanuras sacudió la cabeza. Serían toscos y simples, pero nadie podía negar que los aghar eran una raza dura y resistente. ¡Figúrate! Quedarse dormido cuando se está colgado de una soga…
Se encontraban cerca de la esquina y Riverwind sujetó al hombrecillo para frenarlo. Luego se cubrió con la capa para ocultar su figura nada semejante a la de un goblin y entró en la calle andando con desenvoltura. No había señales de Cazamoscas y Di An. A unos metros de distancia, la Catarata Norte se desplomaba por el acantilado envuelta en remolinos de espuma. Escudriñó en aquella dirección, pero tampoco los localizó.
—¡Humano! —llamó Brud—. ¡Ven, mira!
En la lisa pared de un gran edificio, el enano gully había descubierto una mancha de sangre y unos mechones de cabello corto esparcidos en el suelo. También se percibían unas muescas en el muro: muescas como las que dejarían las puntas de unas lanzas o espadas.
¡Thouriss los había capturado! El hombre de las llanuras se maldijo por su negligencia.
—¿Adónde los habrá llevado? —le preguntó a Brud.
—Muchos sitios malos. Tal vez a viejo palacio. —El enano gully acercó la nariz a la mancha de sangre y olisqueó de manera sonora—. Esto no es de chica. Oler como hombre viejo.
—¿Estás seguro?
—Brud olfatear chica antes. Esto, no de ella —reiteró con decisión.
Así pues, Cazamoscas estaba herido. El anciano no era muy fuerte y cualquier herida lo debilitaría aún más. Se levantó un remolino de aire que envolvió al guerrero y al enano gully en una nube de polvo que los cegó. El hombre de las llanuras, que se había cubierto la cara con una mano, percibió un cosquilleo de calor en la piel. A través de los párpados entrecerrados, miró hacia el final de la calle, donde divisó una luz extraña. Fluctuaba como el fuego de una hoguera pero era más brillante que veinte antorchas juntas. Cuando sus pupilas se ajustaron al resplandor, vio que la peculiar luz procedía de una bola de fuego del tamaño de su cabeza. Las lenguas ardientes brincaban y caían al mismo tiempo que se retorcían en torno al núcleo central. La bola de fuego se aproximaba despacio, balanceándose de lado a lado como un perro de presa olfateando a su víctima. Brud exhaló un chillido agudo y se resguardó tras el guerrero.
La bola de fuego, que dejaba un rastro de humo reluciente, se dirigía directamente hacia el rostro de Riverwind, quien sintió el calor y percibió el olor a quemado. Asió la lanza goblin con ambas manos, listo para arremeter contra el desconocido intruso. El peculiar globo ardiente se detuvo a cierta distancia, justo fuera de su alcance.
—Riverwind —dijo una voz potente, que levantaba ecos—, Riverwind.
—¿Quién me llama?
—¡Saludos, bárbaro! Soy Thouriss. Me has decepcionado al abusar de mi hospitalidad tratando de escapar. Si quienes volver a ver vivos a tus amigos, regresa de inmediato a la escalinata de palacio y ríndete. No te demores, o morirán.
—¿Cómo sé que no los has matado ya? —preguntó el guerrero.
La bola de fuego se había puesto en movimiento otra vez, y voló directa hacia su rostro. Riverwind se agachó y arremetió con la lanza; el orbe ardiente reventó con un estallido ensordecedor. La onda expansiva alzó por el aire al guerrero —con Brud aferrado a su pierna—, y los dos aterrizaron de espaldas en el suelo, con estrépito. La punta de la lanza se había evaporado, al igual que quince centímetros del astil. Riverwind se incorporó y, con un gesto de disgusto, propinó un puntapié al arma inutilizada.
Brud se sentó, a la par que se frotaba su cuadrada cabeza.
—¡Oooouuh! Tú muy pesado, humano. Deber comer menos cocido.
—Deja de decir tonterías. Hemos de regresar a la Gran Plaza cuanto antes.
—¿Hemos? —El gully sacudió la cabeza—. Brud vuelve casa. Tomar cena.
—Ni lo sueñes. —Riverwind tiró de él y lo obligó a ponerse de pie—. Necesito que alguien me cubra la espalda cuando entre en una plaza abarrotada de hombres lagarto y goblin. Además, estás en deuda conmigo.
—Brud no es guerrero. Permite que traiga a esposa; ¡ella más dura que filete de perro!
—No, Brud. No disponemos de tiempo. Eres un corredor veloz y muy avispado. —«Por otro lado», agregó para sí el hombre de las llanuras, «sólo te tengo a ti». La expresión obstinada del enano se suavizó—. Contigo a mi retaguardia, nada de lo que intente hacer Thouriss me asusta —añadió el guerrero para engatusarlo.
La mención del temible comandante acabó con el incipiente valor del enano. Dio unos pasos vacilantes.
—Quizá muchacha flaca y hombre viejo, muertos. Entonces tú y Brud caer en trampa. Quizá matarnos… —comentó desalentado.
Riverwind se soltó la capa y la tiró al suelo, y arrojó el yelmo entre un montón de escombros.
—Quiero que me sigas y mantengas los ojos bien abiertos en caso de emboscada. ¿Comprendido? —El enano gully cabeceó con renuencia—. ¡No te muestres tan abatido! Piensa qué gran histona podrás contar a tus descendientes —lo animó el guerrero.
Brud frunció el entrecejo.
—Todo cuanto niños hacen es replicar y tocar música estridente de tambor día y noche. Nada de respeto por esforzado padre trabajador.
Riverwind aseguró en torno a los nudillos la tosca correa del mango de la maza.
—Quédate conmigo, Brud, y todos los aghar te respetarán por lo que vas a hacer.
Sin más preámbulos, se encaminó a grandes zancadas hacia la plaza.
—¡Ja! ¡Todos los aghar respetarán a Brud en funeral! —rezongó el gully, si bien fue en pos del guerrero.
La cuerda de la horca, todavía colgada de su cuello, arrastraba por el suelo polvoriento de la calle.