19

Cinabrio

—Se me ha ocurrido que nuestro captor es un chiquillo —apuntó Riverwind, si bien ni Cazamoscas ni la elfa comprendieron qué trataba de decirles—. Tiene la mente y los modales de un niño. Krago parece ser una especie de mentor.

—¡Oh! ¡Ya entiendo! —exclamó el anciano.

—Pues yo, no —protestó Di An.

—El motivo por el que Thouriss actúa del modo que lo hace… plantear interrogantes sobre cosas corrientes, enfadarse cuando se le pregunta…, todas ellas son reacciones propias de un crío, ¿sí?

—Si tú lo dices… ¿Pero qué significado guarda?

Riverwind recorrió con la mirada el desolado calabozo, apenas alumbrado con la luz vacilante de las antorchas del exterior, antes de responder a la elfa.

—No estoy seguro. Aquí ocurre algo muy raro. Esos tipos lagartos y sus soldados goblin no han venido a este lugar con la intención de construir casas o sembrar cosechas. ¿Cuál es pues su propósito? —El guerrero se sentó con la espalda reclinada en el muro—. Cazamoscas, ¿guardas todavía tu calabaza y las bellotas?

—Sí, los guardias no me las quitaron.

—Consúltalas. A ver si descubres qué maquinan.

El anciano realizó el ritual oportuno, sacudió la calabaza, y tiró las bellotas en las polvorientas losas del suelo.

—¡Ja!

—¿Qué ves? —inquirió la elfa, asomada sobre su hombro.

El semblante del viejo adivino reflejaba agotamiento por la tensión de las últimas horas.

—Oscuridad. Muerte. Las bellotas revelan muerte expandiéndose por el mundo.

—¿Nuestras muertes? —preguntó el guerrero, en tanto se inclinaba hacia adelante.

—No estoy seguro.

El anciano contempló con fijeza las cáscaras secas a la vez que las tocaba con un dedo.

—Pregunta sobre Krago y sus propósitos —pidió Riverwind.

Las bellotas giraron y giraron en la calabaza.

—¡Ja! —Cazamoscas estudió con detenimiento las cáscaras—. No lo comprendo. ¡Qué extraño! —exclamó, con el entrecejo fruncido.

—¿El qué?

—Esta lo llama comadrona. ¿Por qué dice eso?

—Una comadrona atiende los partos —comentó Di An, con intención de ayudarlo.

—Esta lo muestra erguido en la oscuridad; de entre sus dedos se escurren unas cuentas líquidas y plateadas.

—Mercurio —sugirió la elfa.

—¡Y esta! Sin duda es la más incomprensible de todas. —Para Riverwind no era más que una bellota que reposaba casi vertical sobre su rugosa caperuza—. Una semilla plantada en sangre. Eso es lo que veo. Una semilla plantada en sangre.

La frialdad del pétreo suelo traspasaba las ropas de los tres compañeros, que se arrimaron buscando el calor de sus cuerpos. Ninguno de ellos encontraba sentido al augurio de Cazamoscas. Transcurrieron unos minutos de silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos.

—Debemos detenerlos —dijo por último Riverwind.

—¿Cómo? Son muchos y muy fuertes —objetó Di An.

—Lo ignoro. Pero, si no lo hacemos, las tinieblas y la muerte que Cazamoscas ha visto propagarse, se cernirán sin duda sobre nuestros hogares y familias.

—Es más que probable —dijo el anciano con pesadumbre.

—Quizá podamos reclutar a los aghar para nuestra causa y…

La puerta del calabozo se abrió de golpe, sin previo aviso. Las figuras corpulentas de dos goblin taponaban el acceso.

—Ven con nosotros, chica —ordenó uno.

—¿Qué queréis de mí? —Di An se agarró al brazo de Riverwind.

—El amo Krago desea hablar contigo.

—¡No quiero ir! —siseó al oído del guerrero.

—Ten valor —susurró él, posando su mano sobre la de la muchacha.

—Vamos, chica —gruñó el otro soldado.

Di An caminó despacio hacia la puerta. Los guardias portaban una débil lamparilla. La elfa echó una breve ojeada a los pálidos rostros de sus amigos.

—Adiós, gigante. Adiós también a ti, viejo gigante. —En su voz se advertía que se despedía para siempre.

Condujeron a Di An al palacio en ruinas, pero no a través de la fachada de columnas donde se habían reunido con Thouriss la primera vez. Los guardias llegaron a las cercanías de la base de la Catarata Este. Allí, en medio del tumultuoso rugido y la menuda llovizna, la elfa divisó en el muro del palacio una puerta diestramente pintada a fin de que semejara una grieta en los bloques pétreos. Los goblin la metieron a empujones por el acceso en tanto ellos se quedaban de guardia en el exterior.

La muchacha se encontró en un pasadizo cerrado y cálido; aun así, no pudo evitar un estremecimiento. Al frente, un haz de luz anaranjada irrumpía en el estrecho corredor. Caminó muy despacio hacia el resplandor.

Un fuerte olor a serpiente impregnaba el lugar. No tardó en descubrir el motivo: el pasadizo estaba jalonado con una serie de nichos abiertos, ocupados por pequeños contingentes de hombres lagarto. Era la hora de la cena. Unas mesas de campaña crujían bajo el peso de patas de venado, pollos y costillares de vacas y cerdos. Los hombres lagarto comían la carne cruda, arrancándola a tiras, pálidas y desangradas; se escuchaba el chasquido de los huesos al triturarlos entre sus mandíbulas. Di An pasó rauda junto a ellos; uno o dos de ellos observaron a la muchacha, pero la mayoría hizo caso omiso de su presencia.

El corredor trazaba un viraje a la derecha. El agua de la catarata se filtraba y escurría por las paredes. Di An apresuró el paso; cuando se dio cuenta, estaba corriendo sin saber hacia dónde o por qué lo hacía. Un nuevo olor saturó el aire…, un olor familiar: metal caliente.

El pasadizo terminaba de manera abrupta, obstruido por lo que parecía un desprendimiento de rocas sueltas y piedras desmenuzadas. A la derecha había un acceso pequeño tapado con un fragmento de tapiz a guisa de cortina. Di An apartó la colgadura a un lado, con recelo.

—Adelante —invitó Krago.

El clérigo estaba sentado en una silla de sólida madera, rodeado por cantidades ingentes de libros y pergaminos esparcidos por doquier. A su izquierda, un horno emitía un rugido sordo y constante; un grupo de enanos gully trabajaban en él, alimentando el fuego con carbón y manipulando unos grandes fuelles. Otros aghar machacaban piedras en un mortero gigante; sus rostros y manos estaban embadurnados con un polvillo rojizo. Dos enanas regordetas recogían piedras rojas que arrojaban al interior del mortero. Krago refinaba cinabrio.

—Acércate —pidió el humano.

Di An obedeció. La estancia estaba dividida por una librería grande, de unos dos metros de alto por nueve de largo. Las estanterías estaban abarrotadas de libros, pergaminos, fragmentos de rocas, redomas, frascos, ollas y retortas.

En una esquina se alzaba una tinaja de piedra vidriada. Mientras Di An se acercaba al asiento ocupado por Krago, un rechoncho enano gully se cruzó en su camino; el aghar transportaba sobre la cabeza una olla rebosante de líquido plateado. Subió una escalerilla pequeña recostada contra la tinaja vació en ella el mercurio. A juzgar por el sonido que el líquido hizo al caer en el interior de la tina, Di An supuso que el enorme recipiente estaba casi lleno.

—Extraes mercurio —comentó la elfa.

—Eh, sí, eso hago. Sin embargo, la veta se está agotando y necesito al menos otros cuarenta y cinco o cincuenta kilos más. —Krago garabateó unos trazos en una página de vitela. Luego dejó la plumilla sobre el escritorio—. Acompáñame.

La librería trazaba ángulos rectos de manera que formaba un área privada en la habitación principal. De igual modo, cerraba otra zona bastante amplia; Di An se preguntó qué habría tras la pared de madera.

—Bien, aquí estamos. Siéntate.

La elfa se acomodó en un escabel de campaña. Krago lo hizo en un catre austero y aparentemente poco cómodo. Enfocó su atención en la muchacha, aislándose de los ruidos procedentes de la zona del horno.

—Me interesa sobremanera tu… digamos, atributo —comenzó el clérigo—. ¿En verdad no has envejecido desde que cumpliste… doce años? ¿Trece?

—En términos humanos, sí.

—¿Y ocurre lo mismo con otras personas en tu país?

—Cada vez más a menudo.

—Interesante. —Krago todavía creía que la patria de Di An era Silvanesti—. ¿Saben los estudiosos de tu pueblo lo que origina esta alteración? —preguntó, inclinándose hacia adelante, con las manos sobre las rodillas.

—Es un tema que suscita controversias. La explicación más extendida es que el humo y los gases producidos por las fundiciones que se acumulan en… —enmudeció cuando estaba a punto de decir «la cueva», pero se corrigió a tiempo—… en el aire, afectan a las mujeres embarazadas.

—Los vapores metálicos contaminan a los nonatos —musitó Krago, en tanto asentía con la cabeza—. Eso tal vez guarda alguna similitud con mi experimento. Mmmm… —El clérigo buscó pluma y papel donde escribir—. ¿Qué clase de metales funde tu pueblo? —preguntó, mientras rebuscaba entre los pliegues de su raída túnica.

—Todos. Hierro, cobre, plomo, plata, oro, estaño…

—¿Mercurio, no?

—Tiene pocas aplicaciones. Por otro lado, su extracción es muy peligrosa. —Recordó a los enanos gully cubiertos de polvo rojo—. ¿No has observado las enfermedades que aquejan a los aghar?

—Oh, apenas les presto atención. Es Thouriss quien se encarga de los trabajadores; yo me limito a planificar las tareas que han de llevar a cabo.

Al ver que Krago parecía bastante apacible, Di An se aventuró a plantear una pregunta.

—¿Para qué tanto mercurio? ¿Acaso acuñáis oro?

Su suposición lo hizo reír.

—¡No, nada tan material! El metal líquido es esencial para mi trabajo, eso es todo. Pero, volvamos a ti. Esta juventud perpetua es algo muy valioso.

—Yo lo considero una maldición.

Krago arqueó las cejas en un gesto perplejo.

—¿Por qué?

La elfa abatió los párpados.

—¿Y lo preguntas? Detenerse en un estado infantil físico y mental; no alcanzar jamás a madurez. —Volvió la mirada hacia el humano—. Yo lo llamo maldición.

—Muchos humanos pagarían un alto precio por vivir durante centurias, incluso en el cuerpo de un niño. ¡Tanto tiempo para investigar! ¡Para ver el fruto de décadas de trabajo! —Sus ojos tenían una mirada remota.

—Tiempo vacío. Décadas vacías —objetó la elfa.

Él la miró de arriba abajo.

—Quizás exista remedio para tu condición.

—¿Remedio? ¿Dispones tú de tal medicina? —inquirió la muchacha, con los ojos abiertos de par en par.

Krago se dio golpecitos en la mejilla con un dedo, en tanto fruncía el entrecejo al sumirse en hondas reflexiones.

—A mi entender, una impureza de la sangre es la causa de tu estado. Tengo pociones que limpian el fluido vital.

Se dio media vuelta y observó los estantes que formaban las paredes de su dormitorio. Murmurando para sí mismo, se dirigió a una sección cercana al escabel ocupado por Di An y hurgó entre las redomas y frascos.

—Había algo aquí… —Los recipientes tintinearon y se balancearon al rebuscar entre ellos—. ¡Ah, esta! —Cogió de la parte trasera de la estantería una botella de cristal amarillo a la que limpió el polvo y la mugre. Luego la colocó en el anaquel inferior y miró a Di An—. Según parece, cuatro gotas de este líquido, cuando la luna plateada está en ascendente, limpian las impurezas de residuos metálicos. Sería un experimento fascinante. Sin embargo, no alcanzo a comprender por qué ansias envejecer y morir. La elfa miraba con fijeza la botella. Intentaba imaginar qué se sentiría siendo una persona adulta. Infinidad de ocasiones a lo largo de sus más de doscientos años de vida había maldecido su pequeñez, su cuerpo infantil. Desde que había conocido a los hombres de las llanuras, el deseo de ser adulta había cobrado fuerza. ¿Cambiarían los sentimientos de Riverwind hacia ella si fuese una mujer de verdad?

Se alzó un estruendo de cacharros rotos en la zona donde los enanos gully trabajaban en el horno. Los encargados de transportar el cinabrio habían dejado caer una carga de rocas sobre uno de los que machacaban en el mortero y los componentes del equipo de majadores perseguían a los cargadores con el propósito de machacarles la tapa de los sesos con las pesadas planchas de mármol. A despecho de sus expresiones enfurecidas, la refriega se desarrollaba en silencio ya que los gully no emitían el menor sonido.

—¿Cómo logras mantenerlos tan callados? Creí que los aghar eran unos parlanchines inveterados —se extrañó la elfa.

—Thouriss hizo que les cortaran la lengua; para que no contasen lo que ven aquí —explicó Krago sin darle importancia—. Iré a calmar los ánimos.

La dejó sentada en el escabel y salió a reunirse con los furiosos gullys. Di An compadecía a los infortunados enanos, pero su atención estaba enfocada por completo en la botella de cristal amarillo, de la que no podía quitar los ojos. ¿Y si se tomaba ahora el líquido? Ignoraba cuanto se refería a las lunas de Krynn y sus posiciones en la bóveda celeste. ¿Le prestaría ayuda Krago?

Miró por encima del hombro. El clérigo estaba enzarzado en una discusión con los aghar, quienes le relataban sus cuitas valiéndose de la mímica en tanto él los urgía a regresar al trabajo. Di An se bajó de la banqueta, cogió la botella y sacó el corcho con los dientes. Vertió cuatro gotas en la palma de la mano y lamió el líquido viscoso.

Acto seguido tapó de nuevo el recipiente y lo devolvió a su lugar en el anaquel.

La zona de la lengua con la que había tocado el líquido estaba dormida y la sensación de entumecimiento se iba extendiendo por la garganta y las mandíbulas. Los ojos le lagrimeaban; los oídos empezaron a zumbarle. Se suponía que una medicina no ocasionaba dolor… ¡Dioses misericordiosos, se había envenenado!

—¡No, no! —bramaba Krago—. ¡Echad las rocas en el mortero!

La elfa, tambaleante, se puso de pie. Agua…, tenía que beber agua. Caminó con pasos vacilantes a lo largo de la librería; sus ojos, borrosos por las lágrimas, buscaban el fresco líquido que le salvaría la vida. Los libros y los anaqueles danzaban ante su vista; una oleada de calor ardiente le corroía las entrañas. Boqueó con ansia para llevar aire a sus pulmones.

De la librería sobresalía un palo de madera, justo a la altura de su rostro. Se aferró a la palanca en un intento desesperado de sostenerse de pie, pero el trozo de madera cedió con su peso y se movió hacia abajo. Con un chasquido seco, una sección de la librería se abrió hacia adentro. Un extraño juego de luces y sombras se derramó sobre la elfa. De manera fortuita, Di An había abierto una puerta secreta por la que se accedía a la zona encubierta de la estancia. Cuando cruzaba el umbral, escuchó a sus espaldas el grito amortiguado de Krago.

Este sitio estaba muy iluminado, pero no hacía tanto calor. Di An trastabilló con una elevación del piso y se fue de bruces al suelo. Debió de permanecer así algún tiempo, ya que lo siguiente que advirtió fue que Krago estaba con ella y la levantaba en vilo.

—¿Qué demonios haces aquí? —le gritaba. Luego se apercibió de su faz pálida y desencajada—. ¿Te tomaste la poción? —Di An asintió en medio del aturdimiento—. ¡Muchacha estúpida! No era el tiempo adecuado. ¡Quién sabe los efectos que ocasionará ahora en tu organismo!

La luz perdió intensidad, si bien la elfa comprendió que era consecuencia de la poción. Estaba recostada contra la pared interior de la librería de madera. Unos espasmos abdominales recorrieron inclementes su cuerpo menudo. Jadeó estremecida y se dobló sobre sí misma. Después, sintió la mano de Krago en su hombro.

—Bebe esto —ordenó.

Ella se enderezó y se encontró frente al clérigo, que le tendía un vaso alargado de cristal. No le importaba qué era si con ello mejoraba.

En efecto, calmó los dolores. Los detalles de la habitación cobraron nitidez y el ensordecedor zumbido remitió un poco. La mirada de la elfa fue más allá de Krago; el cuarto estaba abarrotado con toda clase de artilugios, a cual más extraño. En las paredes se habían dibujado círculos mágicos; la piedra estaba cubierta de runas y jeroglíficos de enigmático significado. Una doble fila de alambiques, redomas y retortas destiladoras se alineaban a lo largo de las paredes. En el centro de la compleja instalación, se alzaba una tina inmensa de cristal consistente, reforzada con tiras metálicas. Ahora que los dolores que atormentaban su cuerpo habían remitido, abarcó con la mirada el conjunto del singular contenido de la estancia, si bien fue incapaz de comprender la utilidad de semejante montaje.

—¿Qué…, qué es? —preguntó con voz débil.

—Ya que lo has visto, tanto da que lo sepas o no —dijo Krago, cruzándose de brazos. Suspiró con exasperación y tomó a la elfa de la mano—. Ven y contemplarás el logro máximo de mi trabajo.

La tina, de dos metros y medio de diámetro, estaba llena a rebosar de mercurio. Medio sumergida, flotando en el baño plateado, se advertía una figura inmóvil, informe. Al menos, no estaba formada en detalle; ahora bien, la forma general resultaba lo bastante clara: dos brazos, dos piernas, una cabeza… Fuera lo que fuese tenía un tono rojo brillante, como de carne cruda, fresca. El único rasgo del, por lo demás, rostro carente de facciones, era la boca, de cuyas encías pálidas sobresalían unos colmillos afilados como agujas.

—¿Qué es? —inquirió Di An, reacia a acercarse más.

—Mi creación. La llamo Lyrexis.

—¿La?

—Sí, es una hembra, no te equivoques. Será una digna compañera para Thouriss.

¡Compañera de Thouriss! Di An adelantó un paso hacia la tina. El perfil de las escamas era visible en la piel traslúcida. El rostro de la criatura era aún más aplanado y más simétrico que el del hombre lagarto; con todo, no era humano. Los pómulos se marcaban altos y anchos, y el cráneo era macizo pero bien proporcionado.

Las costillas se marcaban como sombras oscuras bajo la piel y, aún más profundo, el doble puño que era el corazón de la criatura palpitaba con rapidez, distribuyendo la corriente sanguínea por las delicadas venas visibles. Los músculos reposaban cual cuerdas enrolladas alrededor de los miembros de la criatura. Cuando la sombra de Di An se proyectó sobre el rostro de Lyrexis, pareció que esta se retorcía en la tina y giraba sus ciegas pupilas hacia la elfa.

La muchacha gritó y retrocedió asustada.

—¡Está viva! ¡Me ha visto! —jadeó.

—Desde luego que está viva. Tendría poco sentido mantenerla aquí si no lo estuviera. Y no te ve; sencillamente reacciona a los cambios de luz y sombra, calor o frío.

—Es…, es horrible —musitó Di An, en tanto retrocedía otro paso.

—¿Horrible? ¿Horrible? —Krago se quitó la capucha y contempló a la elfa con desdén—. Tienes ante ti un logro que ningún alquimista de Krynn osó acometer y yo, sin embargo, lo he realizado con éxito. He creado vida. Es un gran triunfo, chiquilla estúpida. ¡Un triunfo total y absoluto!

—¿Pero por qué? ¿Por qué crear semejante engendro?

Krago contempló a la criatura inacabada; su mirada denotaba una mezcla de orgullo y fascinación.

—Era un reto —dijo al cabo—. Crear una raza de seres tan poderosos que nadie fuese capaz de hacerles frente.

Di An dirigió una mirada nerviosa hacia la salida.

—¿Y qué me dices de tu propia gente? ¿Acaso tus hombres lagarto no emprenderán una guerra contra los humanos?

El clérigo miraba absorto, con admiración, a la criatura de la tina, cuando resonó una voz atronadora a sus espaldas.

—Krago no le debe lealtad a nada ni a nadie, salvo a su arte. ¿No es cierto, Krago?

La figura imponente de Thouriss llenaba la puerta abierta en la librería. Tras él, la elfa atisbó las siluetas fornidas de sus guardias goblin.

—¿Eh? Ah, eres tú. ¿Qué quieres, Thouriss? —preguntó abstraído el joven clérigo.

—¿Qué hace esa criatura aquí? —inquirió a su vez el comandante, señalando a Di An.

—La hice venir para discutir sobre su continua juventud. Cometió la torpeza de tomar una de mis pociones purificadoras y en su aturdimiento llegó hasta esta habitación.

—¿Así que le has hablado sobre nosotros? ¿Sobre Lyrexis? —Pronunció la última sílaba con un siseo.

El comandante penetró en el cuarto y aferró a la elfa por el brazo.

—¡Suéltame! ¡No sé nada! —gritó ella, mientras se debatía por librarse de su garra; fue como si tratara de soltarse de la presa de un torno.

—No creo probable que esto nos traiga problemas —descartó el clérigo.

Thouriss pareció considerarlo durante un momento. Luego rompió a reír.

—Cierto. Tal vez haya sido mejor que lo sepa. Cuéntale todo, Krago. Hasta el último detalle.

El joven fue incapaz de resistir la oportunidad que se le presentaba para jactarse de su trabajo. Llamó a uno de los enanos mudos.

—Trae una banqueta —pidió.

Una vez cumplida la orden, Krago señaló la silla a Di An.

—Siéntate.

Él se acomodó en otra y comenzó su relato.

—Los draconianos, a los que tú llamas hombres lagarto, son producto del efecto de un hechizo invocado sobre los huevos de dragones alineados con el Bien. Los primeros que se utilizaron, eran huevos de dragones de latón, de los que surgieron los draconianos baaz. Los siguieron los kapak, o draconianos de cobre, y, posteriormente, los bozak, a los que has visto aquí, en Xak Tsaroth, que nacieron de los huevos de los dragones de bronce. Cada una de estas razas tienen sus propias facultades y debilidades.

»Las alas y la cola, por ejemplo, no son rasgos compartidos entre los diferentes draconianos. Algo, por otro lado, que dificulta el equiparlos con armaduras o convertirlos en soldados de caballería.

Di An ignoraba las guerras libradas en Krynn con el propósito de expulsar a los dragones del mundo y no sabía que dichos reptiles se habían convertido en criaturas míticas para la mayoría de los habitantes de la superficie.

Y, por supuesto, sabía aún menos sobre los draconianos; con todo, procuró prestar atención a las palabras del clérigo.

—¿Pero por qué hacéis todo esto? —le preguntó, sumida en un mar de confusión.

Esta vez fue Thouriss quien respondió.

—Es la voluntad de Takhisis, la reina de la Oscuridad. Su intención es crear un ejército de draconianos con los que conquistar Krynn.

—¿Y tú te has prestado de manera voluntaria a colaborar en tan maligna causa? —inquirió la muchacha a Krago.

—No seas impertinente —le advirtió el comandante. Di An se encogió sobre sí misma.

—Como iba diciendo —prosiguió el clérigo con voz afable—, la variedad entre los draconianos suscitó un problema. Otra dificultad era el hecho de disponer de un número limitado de huevos de dragón pues, a fin de crear y mantener un ejército importante, la reina de la Oscuridad precisa una fuente de abastecimiento de guerreros más acorde con las necesidades.

—Esa tarea fue encomendada a la regente de Xak Tsaroth, la Gran Señora, llamada Khisanth —acotó Thouriss.

—Un dragón negro hembra —explicó Krago.

—¿Un dragón negro? ¿Aquí?

Di An se incorporó de un brinco, pero al instante la mano escamosa de Thouriss la obligó a sentarse de nuevo.

—No te preocupes, elfa. La Gran Señora está ausente, conferenciando con nuestra reina.

Las palabras del comandante fueron interrumpidas por una delegación de enanos gully que traía una muestra de roca machacada. El joven humano abandonó su asiento y fue hacia la puerta de la cámara secreta. Tras examinar el granulado con detenimiento, dictaminó que estaba listo para fundirlo. Cuando regresó al cuarto aislado, su faz estaba manchada de hollín y el repulgo de la túnica ennegrecido de ceniza.

—¿Dónde me había quedado? —dijo, sentándose con cuidado en la silla.

—En que nuestra soberana precisa guerreros —apuntó Thouriss con entusiasmo. Parecía disfrutar con el relato de la historia, aunque sin duda ya la había escuchado repetidas veces.

—Ah, sí. Bien; Khisanth envió agentes a todos los rincones de Ansalon en busca de un método que resolviera el problema de nuestra reina. Algunos de ellos llegaron a Sanction, donde yo me hallaba en prisión acusado de profanación de tumbas y práctica de magia herética. Un malentendido, como puedes imaginar; pero me puso en una situación muy embarazosa. Había contratado a dos tipos de Sanction para desenterrar un cadáver sepultado poco antes, con el propósito de probar un compuesto alquímico de mi invención. La poción reanimó al cadáver, pero no le devolvió la vida. —Suspiró con el recuerdo—. Quizá con un poco más de polvo de cobre, o…

—Krago —gruñó Thouriss con impaciencia.

—¿Mmmm? Oh, sí, bien. Los hombres a los que contraté se asustaron y se emborracharon; bajo los efectos del alcohol, contaron toda la historia a las autoridades de la ciudad, quienes me apresaron y me condenaron a muerte. Languidecía en mi celda cuando los agentes de Khisanth me rescataron y me trajeron a Xak Tsaroth. Khisanth me hizo una proposición: recursos ilimitados para llevar a cabo cualquier experimento que quisiera, siempre y cuando hallara el modo de crear una raza de draconianos de fuerza e inteligencia superior que se procrearan como las otras razas de Krynn.

—Y tú aceptaste. —La voz de Di An era apenas un susurro. Krago parpadeó sorprendido.

—Desde luego. Era una oferta providencial que hacía posible el trabajo de mi vida. ¡Iba a crear vida!

Se incorporó y avanzó hacia la tina de mercurio.

—Verás, llegué a la conclusión de que existía una razón fundamental por la que los dragones alineados con el Bien estaban tan conectados con los metales. —La voz del clérigo sonaba tensa debido a la excitación. Gesticuló hacia la tina—. Existe una correspondencia armónica entre las vibraciones etéricas de los planos superiores de la magia y las leyes que rigen los metales puros.

Di An estaba desconcertada. Echó una ojeada fugaz a Thouriss y reparó en que tampoco él alcanzaba a comprender la explicación de Krago.

—Basándose en ello —prosiguió el joven—, cabía la posibilidad de generar dragones ¡partiendo de cualquier metal! ¿No te das cuenta? ¡Además de los de oro, plata, cobre, bronce y latón, se pueden obtener dragones de plomo, cinabrio, electro o cualquier otra aleación! —Un fervor genuino había encendido el entusiasmo del habitualmente serio clérigo—. Elegí el cinabrio por su fácil manipulación. El mercurio se mantiene líquido, con lo que queda eliminado el peligroso manejo de metales fundidos. Khisanth ordenó a los enanos gully y a los bozak que me proporcionaran todo cuanto precisaba. Poco después, tenía el mercurio, la mezcla arcana pulverizada, y la alineación celeste requerida. Sólo me restaba conseguir un huevo apropiado.

Krago volvió la espalda a Di An y posó las manos en el borde de la tina.

—Khisanth estaba remisa a arriesgar un huevo de dragón para mi experimento; en consecuencia, elegí uno de serpiente. Su crecimiento es rápido y producen una abundante prole. Cuando la luna negra, Nuitari, se encontraba en ascendente, sumergí el huevo de serpiente en el baño de mercurio, agregué los polvos, y dio comienzo el encantamiento. Al cabo de seis semanas, nacía Thouriss; su desarrollo físico era absoluto, si bien su mente estaba tan vacía como la de cualquier recién nacido. Había creado una raza completamente nueva, vista hasta entonces en Krynn. —Krago sonrió—. Un ofidiano, como denominé a esta especie inédita. La educación y entrenamiento marcial de Thouriss se inició de inmediato y a la edad de cuatro meses era más que un buen contrincante para cualquier bozak de la ciudad.

Thouriss dejó escapar un agudo siseo. Su faz denunciaba el placer que le causaba el elogio de Krago, quien reanudó su relato.

—Khisanth quedó tan complacida con Thouriss que lo nombró comandante de todos sus guerreros y partió para informar a la reina del éxito obtenido. Se me encomendó proceder con la segunda fase del gran proyecto: la creación de una compañera para Thouriss que sería la madre de esta nueva raza. Lyrexis, como la llamo, está en el cuarto mes de crecimiento. Cuando Khisanth regrese espero presentarle una ofidiana desarrollada en su totalidad.

Cuando Krago finalizó su reseña, Di An seguía inmóvil en su asiento, boquiabierta, sin salir de su estupor. Este humano hablaba del horror que por su causa se abatiría sobre los de su propia raza, sobre el mundo, como quien charla con un amigo sobre temas triviales. Provocaría la destrucción del mundo del exterior al igual que Li El había estado a punto de arrasar Hest. La voz de Thouriss la sacó de sus reflexiones.

—Nada ni nadie nos detendrá ahora. Día a día se incrementan mi fuerza y mi sabiduría. Cuando mi compañera esté lista, dirigiré la invasión del sur de Ansalon. —Sus dedos fríos y duros se enroscaron en el corto cabello de la elfa y la obligó a echar la cabeza hacia atrás—. Los elfos de Qualinost tienen fama de ser buenos luchadores. Estoy impaciente por derramar su sangre.

—Nuestra conversación se ha terminado por ahora, muchacha —intervino Krago con amabilidad—. ¿La mando de vuelta a la celda, Thouriss?

—Sí.

El comandante, que había soltado los cabellos de Di An, contemplaba con fijeza a la criatura sumergida en el mercurio.

—La Gran Señora deseará interrogarla a ella y a sus amigos —dijo, sin volver la cabeza—. Atravesaremos el poblado Que-shu en nuestro camino hacia Solace. Conocer la fuerza de los bárbaros nos será de utilidad.

Dos guardias goblin aferraron a la elfa por los brazos y la levantaron en volandas. La condujeron de tal guisa todo el camino de regreso a la celda que compartía con Riverwind y Cazamoscas.

El alto hombre de las llanuras estaba de pie cuando la puerta del calabozo se abrió. Tan pronto como sus pies tocaron el suelo, la muchacha corrió hacia él y lo abrazó, al tiempo que la puerta se cerraba con brusquedad.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Riverwind con voz queda.

—¡He visto algo espantoso! —exclamó, aferrada al guerrero con todas sus fuerzas—. Vi…, vi…

Riverwind la hizo sentarse y luego se agachó junto a ella. La tomó de las manos, que estaban heladas.

—¿Qué viste, pequeña?

—¡El fin del mundo!