18

Los hijos del dragón

Los hombres lagarto estaban acostumbrados a que sus esclavos, los enanos gully, trataran de escapar. Por ello, mantenían las ballestas o lanzaderas de piedras dispuestas en las calles a fin de derribar de la pared de la caverna a los hombrecillos que intentaran darse a la fuga. Puesto que los esclavos muertos no pueden trabajar, los hombres lagarto habían instalado redes inmensas en torno a la base de las paredes, destinadas a recoger a los aghar. Ahora, esas mismas redes frenaron la caída de Di An, Cazamoscas y Riverwind. Los goblin cortaron las cuerdas y la trampa de malla se hundió hacia adentro, atrapándolos entre los pliegues.

Antes de que ninguno de ellos tuviese oportunidad de debatirse o huir, los goblin los sacaron de la red. Unos pesados grilletes se cerraron en las muñecas de los dos que-shu. A Di An la maniataron con correas de cuero, ya que sus muñecas eran demasiado pequeñas para que las argollas resultaran efectivas. Al mando de dos hombres lagarto, los compañeros marcharon calle abajo en dirección a los edificios que habían atisbado desde la torre ruinosa horas atrás.

Se detuvieron ante las puertas de la construcción de la izquierda. Otros goblin armados abrieron las verjas y los cautivos fueron conducidos al interior. Se internaron en un corto pasadizo; al fondo había otra puerta entreabierta tras la que se vislumbraba una estancia grande. Los soldados goblin los condujeron a empujones hasta una celda situada a la derecha. Sin pronunciar una palabra, los obligaron a entrar en el calabozo y cerraron la puerta a sus espaldas.

Cazamoscas se dejó caer en el suelo, recostó la cabeza en la pared y cerró los párpados. El anciano parecía haber perdido los ánimos. Riverwind forcejeó contra los grilletes, pero el grosor del hierro forjado era de casi tres centímetros. Tampoco la puerta sería un objetivo fácil, ya que la hoja de madera de roble tenía doce centímetros de espesor además de estar reforzada con barras de hierro. Las esperanzas de escapar eran mínimas, por no decir nulas.

Di An se llevó las muñecas a la boca y empezó a mordisquear las correas. A pesar de la dureza del cuero, fue capaz de atravesar una de las ataduras al cabo de media hora de esfuerzos.

—¡Bien! —la animó Riverwind—. ¡Sigue con ello!

—Me duelen las mandíbulas —se quejó la muchacha, si bien reanudó la tarea.

No tuvo oportunidad de concluirla. La puerta se abrió dando paso a un hombre lagarto que llevaba una insignia dorada de oficial.

—¡Venid! El comandante quiere veros —anunció.

Una docena de soldados goblin los aguardaba en el pasillo. Condujeron a los tres compañeros por el pasaje desierto hasta un patio; el aire cargado de olor a comida resultó torturante para los estómagos vacíos de los cautivos.

—¡A la derecha! ¡Paso ligero! —tronó el oficial.

La cadencia de las fuertes pisadas se aceleró. A su derecha, un gran salto de agua se desplomaba por la pared del acantilado y brotaba por la antigua calzada. Los hombres lagarto habían construido un puente de madera sobre el crecido arroyo; al frente se divisaba la pared este del palacio. Alguien había restaurado los muros, pero la fachada de columnas permanecía en ruinas. Hacia allí se encaminó el grupo.

Erguido entre los tocones de los pilares rotos, se encontraba el hombre lagarto más grande y más espléndidamente vestido de cuantos habían visto hasta ahora; el comandante, sin duda. A diferencia de los otros seres reptilianos, de hocico picudo, el rostro del cabecilla era plano, cubierto de escamas pequeñas y multicolores. Tampoco tenía alas ni cola. Vestía una armadura reluciente y una capa azul, larga y amplia. Un halo abrumador de majestad y confianza en sí mismo emanaba del ser.

—¿Estos son los intrusos, Shanz?

—Los mismos, comandante Thouriss. No han aparecido más.

—Manteneos alerta. Los humanos tienen la irritante costumbre de congregarse en grandes números.

El oficial de la tropa inclinó la testa y dejó a los prisioneros cara a cara con Thouriss. La guardia goblin se desplegó en abanico de modo que crearon una barrera entre los cautivos y la plaza.

—¿Por qué estáis aquí? —inquirió el comandante, plantando las manos garrudas sobre las caderas. Su apariencia era mucho más humana que la de los hombres lagarto, de espaldas encorvadas y hocico ahusado.

—Nos hemos perdido —respondió Riverwind.

—¿De veras? Dadme vuestros nombres.

Los que-shu dijeron a Thouriss quiénes eran. El comandante señaló a Di An.

—¿Y esta? —preguntó con voz atronadora.

—Una niña abandonada que encontramos en nuestro viaje. Una huérfana. Remienda nuestras ropas y prepara las comidas —repuso Cazamoscas.

—No pertenece a la raza humana. —Di An, acobardada, buscaba refugio, encogida entre los dos hombres. Thouriss la señaló de nuevo—. Acércate, criatura, para que te vea mejor.

Al no obedecer la elfa, uno de los guardias la empujó con la punta del astil de su lanza.

—¿Quién eres? —demandó Thouriss.

—Di An —fue cuanto pudo balbucir la muchacha.

Los enormes ojos verdes del comandante se clavaron con intensidad en los de la elfa.

—¿De dónde procedes, Diii Aaaan? —Thouriss alargaba las sílabas cortas dándoles una entonación extraña y potente.

Ella tragó saliva y abrió la boca, pero estaba tan asustada que no articuló sonido alguno. Riverwind intervino con premura.

—Silvanesti. La chica es de Silvanesti.

Las membranas de color lechoso que eran los párpados del extraño ser, velaron momentáneamente sus pupilas.

—Así pues, habéis estado en el este. ¿Cómo lo lograsteis?

—¿Lograr qué?

—¿Acaso no están cerradas las fronteras de Silvanesti para cualquier extranjero?

—La muchacha se había extraviado y vagaba sin rumbo, sí —intervino con rapidez Cazamoscas—. Fue en la región de la Nueva Costa donde la encontramos.

Thouriss adelantó un paso hacia Di An.

—¿Por qué huiste de Silvanesti, elfa?

La chica retrocedió como si la hubiese abofeteado al pronunciar la palabra prohibida. Riverwind deseó que la cólera la hiciera superar el miedo.

—Está demasiado asustada para hablar —intervino el guerrero.

—¿Te doy miedo, pequeña?

Thouriss la aventajaba en casi un metro de estatura. Se inclinó, cogió con dos dedos la túnica de la muchacha por la espalda, y la levantó en el aire. Di An prorrumpió en llanto; él la acercó más a su rostro serpentino.

—¿Por qué huiste? ¿Por qué? —insistió.

—¡Déjala en paz! —gritó Riverwind.

Uno de los guardias lo golpeó con el astil de la pica. El guerrero se revolvió y propinó una patada al goblin en la rodilla. El sujeto, vestido con armadura, se vino abajo con estrépito. Otros guardias se adelantaron; Riverwind salvó de un salto los peldaños que lo separaban de Thouriss.

—¡Suéltala! —exigió.

El comandante alejó a los soldados con un gesto de la mano y entregó la llorosa muchacha a Riverwind, que la cogió en sus brazos maniatados con grilletes.

—Este afecto que tu raza siente por otros es muy interesante —opinó Thouriss—. Incomprensible, pero interesante. Sabías que podía matarte y, sin embargo, arriesgaste la vida por defenderla. ¿Por qué?

—No estoy dispuesto a presenciar cómo intimidas a una chiquilla indefensa sin hacer algo —replicó el guerrero. La elfa se agarraba a él con todas sus fuerzas y tenía el rostro hundido en su pecho—. Está a mi cuidado.

En contra de lo que cabía esperar, Thouriss no estaba furioso; más bien, parecía intrigado por la respuesta de Riverwind.

—Interesante. He de consultar a Krago sobre esto.

A una orden suya, uno de los soldados salió por un corredor que se abría a la derecha. Poco después, el goblin regresaba acompañado por una figura encapuchada que llevaba en las manos un libro grande y antiguo. El encapuchado caminaba despacio, con el rostro inclinado sobre las páginas abiertas de texto.

—Deja tus estudios, Krago. Quiero preguntarte algo.

El embozo se alzó y dejó a la vista unos ojos azules y unos mechones de cabello rubio que enmarcaban una faz sorprendentemente juvenil. El recién llegado cerró el libro con cierta brusquedad y el viejo volumen soltó una nubecilla de polvo. A Riverwind le intrigó encontrarse con un ser de su raza, un humano, entre goblin y hombres lagarto.

—¿De qué se trata, Thouriss? —preguntó el joven mago, que había arqueado las cejas en un gesto de perplejidad al divisar a los que-shu y a la muchacha elfa. Con todo, volvió de nuevo su atención al comandante reptiliano.

—¿Qué motiva el afecto entre las criaturas de sangre caliente? ¿A qué se debe? —inquirió Thouriss.

Krago suspiró.

—Ya hemos hablado de ello en otras ocasiones. Los humanos, elfos, enanos, gnomos, kender…, todos ellos crean lazos emotivos con otros que poseen cualidades que complementan las suyas propias.

El comandante adoptó una expresión perpleja.

—¿Qué nexos pueden existir entre un hombre de las llanuras y una muchacha elfa?

Krago se acercó a Thouriss; bajo su descolorida túnica clerical asomaron los pies calzados con sandalias.

—Escapa a la lógica o a la razón, tal y como te enseñé.

Riverwind escuchaba interesado el intercambio entre el humano y el comandante reptiliano. Daba la impresión de que existía algún extraño vínculo entre ambos. Los ojos de Thouriss se abrieron de par en par.

—Los varones se unen a las hembras a fin de procrear.

—No parece este el caso, considerando la diferencia de edades —observó Krago.

—Las criaturas de sangre caliente, todavía inmaduras, despiertan el sentimiento protector de los adultos. Es el instinto materno en las hembras, y el instinto paterno en los varones. —Thouriss estudió a Riverwind con curiosidad, como si quisiera descubrir tal afecto plasmado en su rostro—. ¿Te sientes como el padre de la muchacha?

El guerrero dejó a Di An en el suelo y, con un gesto, llamó a Cazamoscas para que se acercase al grupo. El anciano, tras lanzar una mirada vacilante a los guardias goblin, hizo lo que le pedía.

—Somos amigos y compañeros. Ni más, ni menos —dijo el guerrero.

—¡Esto es muy interesante! —exclamó Thouriss—. Creo que los estudiaré durante un tiempo.

El joven clérigo estaba de nuevo enfrascado con el libro.

—Eso es un asunto militar que no me concierne. Haz como gustes —murmuró, abstraído.

—¿Qué haría ahora una persona civilizada? —se preguntó el comandante en voz alta.

—Invitarnos a cenar —se apresuró a sugerir Cazamoscas.

—¡Excelente! Cenaréis todos conmigo. Tú también, Krago.

—Pero mi trabajo…

—¡Te agradeceré que me complazcas! —fue la cortante respuesta.

El mago alzó la vista y se encogió de hombros.

—¿A qué hora? —preguntó.

—A las seis. —Thouriss se dirigió a los guardias—. Llevadlos al Patio de Recepción. Requeriré su presencia dentro de un rato.

Los goblin flanquearon al trío y los condujeron de nuevo al exterior. Salieron de la plaza por una calle de la derecha, cruzaron el arroyo por el puente de madera y entraron por un callejón paralelo a la vía principal.

—¿Has visto lo mismo que yo? —preguntó Riverwind en voz baja.

—Lo he visto, sí —respondió Cazamoscas.

Al frente, suspendido en el aire, había un caldero…, una enorme marmita que colgaba de una cadena inmensa que subía y subía hasta perderse en las tinieblas del techo de la caverna.

—¿Qué es? —preguntó Di An.

—Un artilugio para ascender y descender, imagino —opinó Cazamoscas—. Una salida, ¿sí?

—Si tenemos suerte.

La marmita estaba inmovilizada a unos dos metros y medio del suelo, sin duda con el propósito de evitar que los enanos gully hurgaran en ella. Riverwind la contempló con ojos especulativos. Había espacio suficiente para los tres; ahora bien, ¿cómo llegar a ella?

—Os quedáis aquí. Comandante llama, más tarde. —Los goblin tomaron posiciones en torno al patio circular.

Los tres compañeros se sentaron debajo del caldero colgante.

—¿Qué opinas de todo esto? ¿Quiénes son esos seres reptilianos? —preguntó Riverwind en voz queda.

—Alguna clase de mercenarios, sí. Thouriss y Krago son diferentes. ¿Advertiste que, a pesar de ser Thouriss el que está al mando, plantea preguntas a Krago sobre los temas más sencillos?

—Es un matón —intervino Di An con voz inexpresiva—. Un bruto grandullón que ha crecido demasiado.

Transcurrido un tiempo, Shanz, el oficial reptiliano, los mandó llamar.

En medio de las columnas rotas del palacio se había instalado una mesa cubierta por un mantel níveo. Sobre el blanco lienzo se habían colocado unos candelabros de plata; las llamas de las velas titilaban a causa de la brisa constante procedente de las tres cataratas. Cinco juegos de cubiertos dispares, de plata y oro, reflejaban la luz vacilante de las velas. Krago se encontraba ya sentado a la mesa, con un libro abierto en su regazo. Se había quitado la capucha dejando al descubierto una revuelta mata de cabello rubio rojizo. A juzgar por sus rasgos, debía de tener pocos años más que Riverwind.

Alzó la vista un breve instante hacia los tres compañeros que se acercaban.

—Sentaos donde gustéis —dijo, con un vago gesto de la mano—. Pero dejad la cabecera de la mesa para Thouriss.

Riverwind y Di An se acomodaron en uno de los lados, en tanto Cazamoscas ocupaba el asiento próximo al joven clérigo, quien no les prestó atención y siguió absorto en el libro.

El anciano se removió inquieto durante un rato, tratando de adoptar buenos modales. Echó una fugaz ojeada al volumen encuadernado en piel que tan absorto mantenía a Krago, mas los trazos parecían escritos en el lenguaje de Ergoth que le era incomprensible. Por último, se escanció una copa de vino; era de un color rojo oscuro, con cuerpo; dio un sorbo, lo que contribuyó a agudizar los punzantes retortijones de hambre.

Thouriss llegó en aquel momento, envuelto en una capa escarlata y plata de la que se despojó con un gesto muy ostentoso.

Al carecer de alas y cola, su aspecto era mucho más humano que el de sus oficiales, altos pero ligeramente encorvados; tal circunstancia lo hacía aún más espeluznante.

—Llego tarde —comentó con futilidad—. He tenido que ocuparme de un nuevo asunto.

—¿Qué asunto, comandante? —inquirió Cazamoscas con amabilidad.

—Sé que un enano gully os prestó ayuda en vuestro intento de huir de la ciudad. Mis guerreros lo están buscando.

Riverwind se puso pálido.

—¿Qué piensas hacer con él? —preguntó.

—Será ejecutado, naturalmente; para que sirva de ejemplo.

—Tal vez no lo capturéis —se apresuró a intervenir el viejo adivino, quien deseó fervientemente que Brud hubiese llegado sano y salvo a su hogar junto a su esposa.

—En cualquier caso, se dará un escarmiento —insistió el comandante. Un goblin trajo un recipiente con agua caliente en el que Thouriss metió sus polvorientos dedos garrudos—. Si no se apresa al gully en cuestión, tomaremos rehenes y los colgaremos a ellos.

Los compañeros intercambiaron una mirada horrorizada, pero guardaron silencio. Thouriss terminó de lavarse las manos y se las secó en una toalla, que también le había llevado su sirviente goblin, en tanto dirigía una mirada a los prisioneros. Antes de que el comandante tuviera ocasión de hablar, Cazamoscas planteó una pregunta.

—¿Quiénes sois? No hace mucho que llegasteis a esta región, ¿sí?

—No exactamente. A decir verdad, yo nací aquí —contestó Thouriss.

—¿Aquí?

—En Xak Tsaroth. ¿No es cierto, Krago?

—¿Mmmm? Eh, sí; así es.

Un par de goblin se acercaron a la mesa, cargados con bandejas tapadas. Riverwind se sorprendió mucho cuando, al levantar una de las tapas, quedó al descubierto una pata de venado asada, de aspecto excelente. Las bandejas situadas al otro extremo de la mesa contenían verduras y frutas, la mayoría crudas y sin pelar. Krago puso una señal en el libro que leía y lo cerró. Tomó uvas y peras de la bandeja y las troceó con exquisito cuidado. Thouriss alzó la pata de venado y abrió la boca, dispuesto a morderla.

—Se sirve a los invitados en primer lugar —dijo Krago con voz queda.

Thouriss se quedó quieto como una estatua; cerró despacio las mandíbulas, sacó un cuchillo de su cinturón, y cortó la pieza de carne en lonchas que sirvió a Riverwind, Cazamoscas y Di An. Krago no comía carne, explicó. Luego, para sí mismo, cortó pedazos del tamaño de un puño y se los fue tragando enteros, sin masticar, con lo que el cuello se le dilató perfilando los bultos mientras pasaban por su garganta. Presenciarlo era tan fascinante como repulsivo.

Una vez que los huesos de la pata de gamo quedaron mondos y lirondos, Thouriss se recostó en el respaldo de la silla y cruzó las manos sobre el estómago.

—Decidme —comenzó—, ¿cómo llegasteis aquí?

Riverwind esperaba aquella pregunta.

—Entramos en una cueva de las Montañas Desoladas y nos perdimos. Buscando una salida, emergimos en la mina subterránea de Xak Tsaroth. —No era una mentira, aunque sí había ocultado la mayor parte de la verdad.

El comandante lo observó con atención. La fijeza de su mirada desasosegó al guerrero; daba la impresión de que su interlocutor presintiera que su historia no era del todo correcta.

—¿Qué buscáis en la mina? —preguntó Cazamoscas con rapidez.

—Cinabrio —respondió Krago con actitud ausente—. Una veta mineral de mercurio.

—Así que refináis mercurio… ¿Con qué propósito?

—Lo necesitamos. Conformaos con esa respuesta —intervino Thouriss.

—El mercurio se utiliza para refinar oro —dijo Di An, antes de darse cuenta de lo imprudente de su comentario.

Krago arqueó una ceja en un gesto interrogante.

—¿Conoces los procesos de la metalurgia? —preguntó.

—Un poco. —La elfa bajó la mirada a su plato—. Mi gente sabe trabajar el metal —agregó, mientras se metía una uva en la boca.

—Eso había oído comentar. Ojalá fueses mayor; podríamos mantener una conversación sobre las prácticas de tu pueblo —dijo el joven clérigo.

Di An, harta de que la gente la tomara por una niña, cometió otra imprudencia.

—No soy tan joven como aparento —protestó con cierta brusquedad.

—¿Ah, no? —se extrañó Thouriss.

—He sobrepasado con creces los doscientos años;

—Extraordinario. ¿Cómo explicas tu apariencia juvenil? —inquirió el comandante.

—Hay muchos como yo en mi país. Cumplimos años, pero no nos hacemos adultos.

Sus palabras pusieron alerta a Krago. Se inclinó sobre la mesa a fin de acercarse a la muchacha elfa.

—¿Un desarrollo interrumpido? Me gustaría saber más sobre este asunto.

—A Krago le interesan sobremanera tales temas. Crecimiento y desarrollo son las materias principales de sus estudios —intervino el comandante.

—¡Ejem! —carraspeó de manera intencionada Cazamoscas—. ¿Qué va a ser de nosotros?

—No lo he decidido —respondió Thouriss, en tanto rascaba con una de sus uñas el plato argénteo. El sonido chirriante le dio dentera a Riverwind.

—Somos unos viajeros extraviados que sólo quieren seguir su camino —dijo el guerrero.

—Lo pensaré. No me presiones; ello no contribuiría a facilitaros las cosas —le advirtió el comandante con un dejo de irritación.

—No tienes derecho a mantenernos prisioneros. Somos personas libres.

Thouriss golpeó con el puño en la mesa. Uno de los candelabros se vino abajo, dio unos tumbos, y se precipitó en el suelo.

—¡Tengo derecho a hacer cuanto me plazca! ¡Yo soy quien manda aquí! —Krago tosió con delicadeza y el comandante se puso de pie con actitud irritada—. Regresaréis a la celda hasta nueva orden. ¡Y cuando os mande a buscar, no sabréis si lo hago para daros la libertad o para decapitaros!

Gruñó una orden en un lenguaje gutural y los guardias rodearon la mesa. Los tres compañeros acompañaron a los soldados en silencio.

El joven clérigo se incorporó y llegó junto a Thouriss.

Posó su mano fría en el cuello musculoso del comandante.

—Tienes el riego sanguíneo muy alterado —comentó Krago con voz queda—. Has perdido los estribos por algo que no merecía la pena.

—Lo sé. Lo sé. —Thouriss respiraba de manera agitada.

—El bárbaro te estaba provocando, y tú reaccionaste como él esperaba. Eso está mal, Thouriss. Un líder ha de mantener la calma en los momentos de mayor tensión.

—¡Lo sé! —El comandante golpeó una vez más la mesa con el puño. El grueso tablero se resquebrajó y una astilla desgarró el mantel y se le clavó en la palma. Alzó la mano herida y contempló la sangre verdosa que brotaba del pequeño corte.

—¡Sácame la astilla, Krago! —pidió quejoso.

—De acuerdo, ven a mi habitación.

El poderoso comandante siguió al humano, más pequeño y menos imponente, en tanto se acariciaba la mano herida.

—No me siento como un líder. ¡Hay tanta gente que sabe mucho más que yo!

Al escuchar sus palabras, el joven clérigo se detuvo y lo miró.

—Es natural. ¿Qué edad tienes?

La criatura contó con los dedos.

—Cuatro… no, cinco.

—Tienes cinco meses —dijo Krago con una voz sin inflexiones—. Extraordinario. A los cinco meses, un humano es todavía un ser lloriqueante, débil, incapaz de caminar o hablar. Dentro de un año, serás más sabio y poderoso que cualquier draconiano creado hasta ahora.

En el estudio de Krago, Thouriss se mantuvo inmóvil mientras el humano le sacaba la astilla con unas pinzas. Luego se llevó la mano a la boca y chupó las gotas de sangre.

—¿Tiene tu sangre el mismo sabor que la mía? —preguntó con ingenuidad.

—No lo sé. —El clérigo guardó las pinzas en un cajón—. Pero lo dudo.

—Porque tú eres humano y yo no. Podría matar al hombre alto y probar la suya.

—No. Sería una frivolidad. Por otro lado, las criaturas civilizadas no se devoran entre sí.

—¿Por qué no?

—No es educado. —Krago bostezó. Escogió un tomo del estante y se lo entregó a Thouriss—. Aquí tienes la historia del imperio de Ergoth. Léelo, y descubrirás cómo se comportan las gentes civilizadas.

El comandante dirigió una ojeada desdeñosa al libro.

—Soy un guerrero. No me gusta leer.

—Pero tienes que hacerlo si es que quieres ser más sabio. Además, pronto contarás con una compañera, alguien con quien hablar sobre todo cuanto aprendas. Ya no volverás a estar solo.

—Repíteme su nombre —pidió el comandante, con sus rasgados ojos muy abiertos.

—Lyrexis. El nombre de tu compañera será Lyrexis.