Brud Buscapiedras
Se turnaron en la vigilancia del agujero, pero transcurrieron muchas horas sin que ocurriese nada. Riverwind realizaba su guardia, sentado en la cuña abierta entre dos peñascos calizos: bebía un sorbo de agua de su cantimplora, cuando se escucharon unas voces procedentes del nivel superior. Unos segundos después, una figura achaparrada aparecía por el agujero. Era un enano gully. Llevaba atada alrededor de la cintura una cuerda gruesa y alguien lo bajaba por el orificio.
—¡Más despacio! —gritó el aghar. Descendió de golpe casi dos, metros—. ¡Despacio, cerebros de estiércol! ¡Despacio! ¡Girar cuerda!
El cabo giró, de modo que el hombrecillo trazó un círculo en el aire. Tenía el cabello del color del pelo de los ratones y pringado con una generosa capa de hollín. Sus dedos cortos y regordetes estaban también manchados de negro.
—¡Bajar más! —pidió, y lo descolgaron hasta el suelo de la caverna.
—¡Antorcha!
Una tea ardiente cayó por el aire y estuvo a punto de golpearle la cabeza.
—¡Buena puntería, cerebro de estiércol!
El gully recogió la antorcha y echó a andar. No se tomó la molestia de desatar la cuerda anudada a su cintura.
—¿Haber algún monstruo aquí? —gritó—. Mostrar a Brud. No comer a Brud. Saber mal, ¡puag!
El enano gully movió la antorcha de un lado a otro: Riverwind se agazapó tras los peñascos.
—No monstruos aquí. ¿Subir ahora? —La cuerda continuó fláccida—. Brud Buscapiedras ser tipo valioso. No queréis que «'sperto» en rocas ser devorado, ¿eh?
Un fragmento de pavimento bajó zumbando desde el agujero. Brud lo esquivó.
—¡Bien, vale! Yo busco más.
Brud no era un rastreador avezado, pero no le habían pasado inadvertidas la escala rota y las huellas dejadas por Cazamoscas y Di An cuando arrastraron el cuerpo inconsciente de Riverwind.
Avanzó despacio, con la mirada prendida en el rastro, que lo condujo hasta los peñascos tras los que se ocultaba el que-shu.
—El valioso Brud, carnaza para monstruo. ¡Ja! —rezongó el enano mientras fisgoneaba la huella—. Estar bien empleado si devoran; luego nadie encuentra rocas para amos. ¡Ja!
Tan absorto iba en sus quejas que no se percató de la presencia de Riverwind hasta darse de bruces con él. El hombre de las llanuras sacó el cuchillo y agarró al hombrecillo; tras taparle la boca con la mano, cortó la cuerda atada a la cintura del aghar y llevó al forcejeante gully hasta donde se hallaban sus amigos.
—Despertad.
—Espero que hayas encontrado algo para comer —dijo Cazamoscas mientras se frotaba los ojos.
Brud se quedó paralizado un instante y de inmediato redobló sus frenéticos pataleos. Riverwind le propinó un fuerte apretón y lo conminó a no revolverse más.
—¿Qué tienes ahí? —intervino la elfa.
—Una visita. Si se comporta bien, le permitiré hablar. —Como respuesta a sus palabras, los ojos marrones de Brud mostraron una súplica elocuente—. De acuerdo —aceptó Riverwind, a la vez que quitaba la mano que le tapaba la boca.
—¡IIIIIIAAU! —aulló el enano gully.
La cueva retumbó con su chillido espeluznante hasta que el hombre de las llanuras le tapó de nuevo la boca con la mano al tiempo que se zambullía tras las rocas que resguardaban a Cazamoscas y a Di An. La muchacha elfa estaba indignada.
—Despreciable traidor —insultó—. Golpéalo con una piedra. Así se callará.
Riverwind soltó a Brud en el suelo y acercó su rostro al del enano hasta casi rozarlo.
—Y ahora, escúchame. Somos unos criminales desesperados y, si osas gritar una vez más para alertar a los goblin, te degollaré.
Cazamoscas reprimió una risita al escuchar la amenaza pretendidamente cruel de su amigo. Riverwind manipuló el cuchillo con notoria ostentación ante el gully y luego apartó con precaución la mano de su boca.
—Gran amo, por favor no matar a Brud —susurró el enano.
—No te lastimaré si te portas bien —aseguró el guerrero con severidad—. ¿Responderás a nuestras preguntas? —El gully asintió con la cabeza—. ¿Dónde estamos?
—En cueva.
—Pero ¿dónde?
—Bajo la ciudad.
Riverwind apretó el mango del cuchillo. Por supuesto, no tenía intención de dañar al hombrecillo, pero sentía la tentación de asustarlo a fin de obtener respuestas concretas. Decidió intentarlo una vez más antes de adoptar otra actitud más expeditiva.
—¿Qué ciudad?
—«Zak s’roth» —dijo Brud, como si tal circunstancia fuera la cosa más obvia del mundo.
¡Xak Tsaroth! Ahora comprendía Riverwind por qué el lugar se le antojaba familiar. Su abuelo le había contado historias sobre la ciudad destruida que se había hundido en la tierra durante el Cataclismo. ¡Dioses misericordiosos! Estaba a tan sólo treinta kilómetros al este de Que-shu. Sin embargo, se suponía que unos pantanos insalubres y peligrosos rodeaban a la ciudad.
—Vimos a un hombre lagarto —intervino Cazamoscas—. ¿Quién es?
—Nuevos amos. Obligan a aghar a trabajar duro —respondió Brud, en tanto torcía el gesto hasta adoptar una expresión horrible.
—¿Cuántos viven aquí?
—Demasiados.
Riverwind meneó la cabeza.
—¿De dónde proceden?
—Del mar. Ellos marchar sobre ciudad, tomar mando y traer soldados goblin; hacer que aghar construir casas y cavar para buscar rocas.
Los tres compañeros intercambiaron una mirada de comprensión.
—¿Qué clase de rocas quieren que busquéis? —preguntó el guerrero.
—Rocas rojas, marrones, negras; —Di An dejó escapar un breve suspiro de frustración—. Brud es «'sperto» en encontrar rocas. Encuentra más que nadie —agregó el hombrecillo con orgullo.
—¿Qué hacen con ellas? —prosiguió Riverwind con el interrogatorio.
—Llevar a gran casa y quemar —contestó el gully, mientras se encogía de hombros.
—Fundir —corrigió Di An.
Riverwind escrutó por encima de los peñascos el agujero del techo. Habían recogido la cuerda cortada. Los goblin y sus amos lagartos habrían llegado a la conclusión de que un monstruo se había apoderado del pobre Brud Buscapiedras. ¿Cuál sería el siguiente paso? ¿Mandar a la gruta a guerreros armados? Se volvió hacia el enano gully.
—Atiende. Necesitamos comida y bebida. Si te dejo marchar, ¿podrás conseguirnos alimentos y agua?
—¡Sí, maravilloso amo! ¡Yo traer buenas cosas para comer!
—No confío en él —opinó la elfa.
Puesto que Riverwind tampoco se fiaba mucho del hombrecillo, dijo a Cazamoscas:
—Como hechicero del grupo, creo que deberías invocar un maleficio sobre nuestro amigo para asegurarnos de su obediencia.
—¿Maleficio? —repitió el anciano con indecisión—. ¡Ah! Un maleficio, sí. Veamos, ¿cuál es mi conjuro más poderoso…?
Tomó la calabaza e hizo resonar las bellotas; acto seguido la balanceó sobre la cabeza y alrededor del cuerpo del gully en tanto articulaba largas palabras sin sentido. A medida que recitaba la insensata retahíla, los ojos de Brud se abrían más y más.
—Escucha —dijo luego Cazamoscas, apuntando con el huesudo índice al enano gully—. Si no regresas antes de dos horas, o si le cuentas a alguien que nos has visto o dónde nos escondemos, te crecerá la nariz hasta alcanzar metro y medio de largo y tus orejas se harán tan grandes como el escudo de un soldado. Lo has comprendido, ¿sí?
El hombrecillo tragó saliva con gran esfuerzo.
—Brud comprende.
—Entonces, ponte en marcha —ordenó Riverwind.
El enano giró sobre sus anchos pies descalzos, pero de repente se detuvo.
—No cuerda. ¿Parece bien si Brud usa agujero ratón?
—¿Agujero de ratón? —repitió Cazamoscas.
—Claro. Haber uno. —Brud se volvió, dispuesto a partir, pero de nuevo se detuvo—. ¿Brud os enseña?
—Naturalmente, sí.
—Pero cuidado con lo que haces —advirtió Di An con frialdad.
El gully la miró de pies a cabeza y luego guiñó un ojo.
—Tú muy flaca, pero gustar a mí.
La elfa resopló con desdén.
Rodearon el cono luminoso que se proyectaba desde el agujero del techo. Brud los condujo al extremo más alejado de la cueva, donde el suelo y el techo se curvaban de forma gradual hasta encontrarse. Los que-shu se vieron forzados a inclinarse para no golpearse las cabezas; a poco fue Di An quien tuvo que agacharse, ya que medía unos quince centímetros más que Brud. El enano gully escarbó y desenterró unas cuantas piedras pequeñas sueltas y destapó la entrada de un túnel muy angosto.
—Agujero ratón —anunció con aire orgulloso.
—Los ratones de aquí tienen un buen tamaño —opinó con sorna Riverwind.
—No ser para ratones. Para aghar —explicó Brud—. Bueno para esconder. Agujeros ratón por todas partes. ¿Yo voy ya?
—Sí, ve —dijo Cazamoscas—. ¡Pero recuerda el maleficio!
El enano gully se palpó el pegote de carne que tenía por nariz y asintió con solemnidad. Entró retorciéndose como una culebra por el agujero y, poco después, había desaparecido.
—Es probable que yo quepa por ahí —dijo Di An, tras examinar la abertura.
—¿Por qué ese interés en ir? —inquirió el anciano.
—En caso de que el enano no regrese, podría escabullirme por el agujero y buscar comida.
—Démosle a Brud una oportunidad. Es posible que haga lo que le hemos dicho —intercedió Riverwind—. Si no, tendremos que salir de nuevo a escondidas por el orificio del techo.
—Los goblin estarán alerta —apuntó la elfa, a la vez que se frotaba la barbilla puntiaguda.
—Lo sé. Pero es mejor correr ese riesgo que perecer de inanición aquí abajo.
Aguardaron junto al agujero de ratón al menos durante dos horas. Ninguno de ellos estaba muy atento cuando el envoltorio de tela salió rodando por el agujero y, tras unos tumbos, se detuvo a los pies de Riverwind. Otro segundo paquete siguió al primero y a continuación rodó un jarro grande de barro cocido. Por último, asomó la cabeza del gully, que sonreía de oreja a oreja.
—¡Brud está de vuelta! ¿Nariz y orejas no crecen?
—El maleficio queda anulado —dijo Cazamoscas, al que la boca se le hacía agua.
El anciano desanudó el primer envoltorio con dedos temblorosos; en el interior había cinco patatas, todavía calientes de la cocción. El segundo paquete guardaba otras cuatro patatas hervidas. Riverwind quitó el tapón de madera del jarro y olisqueó.
—¡Aag! ¡Lo que quiera que sea está descompuesto! —exclamó.
—Es leche —informó el gully—. ¿Humano alto gusta leche?
—Sólo cuando está fresca.
Di An mordisqueó con prevención una de las patatas. El tubérculo estaba casi crudo, pero al ser la primera vez que lo comía, no lo advirtió. Se lo comió con rapidez y al terminarlo se chupó los dedos.
—Patatas crudas y leche agria. ¿Es todo cuanto has traído? —inquirió Cazamoscas.
—¿No gusta a ti? —preguntó Brud, que se había llevado las manos a las orejas con gesto asustado.
El viejo adivino cogió una patata, la frotó para quitarle un poco de tierra, y le dio un mordisco.
—Siempre es mejor que nada —farfulló con la boca llena.
Se las comieron deprisa, con ansia, si bien Cazamoscas comentó entre bocado y bocado que le habría gustado tener un poco de sal con que sazonarlas. Brud abrió los ojos como platos.
—¡Oh! —exclamó, mientras metía la mano en uno de los bolsillos y sacaba un puñado de sal, bien mezclada, eso sí, con tierra e hilos. Se la ofreció al anciano con gesto serio, pero Cazamoscas la declinó con cortesía.
—¿Alguien se ha dado cuenta de que has regresado aquí? —se interesó Riverwind.
—Sólo esposa, Guma.
—¿Qué dijo?
Brud hizo una mueca; el gesto no contribuyó a favorecer las facciones del gully.
—Ella oír que monstruo devorarme en cueva, tragar de un bocado. Mismo día yo salgo de agujero ratón, ¡ah! Ella grita fuerte, me llama fantasma.
Riverwind no pudo evitar una sonrisa.
—¿Y qué hiciste tú?
—Digo: «Darme comidaaaa…». —Entonó la última palabra con voz fantasmal—. Entonces Guma dice lo que siempre dice: «¡Cogerla tú mismo!».
Cazamoscas estalló en carcajadas, Riverwind soltó una risita e incluso Di An esbozó una sonrisa.
Su alegría duró poco. Se escuchó un golpe pesado y sordo en alguna parte de la cueva, al que siguió una nube ponzoñosa de polvo amarillo. El apestoso humo se arrastró por la caverna.
—¡Azufre! —dijo la elfa con un respingo.
—Tratan de sofocarnos con humo para obligarnos a salir —agregó el guerrero.
—¡Pues parece que lo van a conseguir, sí!
Olvidándose de Brud, los compañeros intentaron regresar al acceso al túnel inferior por el que habían llegado a la cueva, pero la hendidura se hallaba en la pared opuesta, al otro lado del agujero del techo, y por aquella parte los gases sulfurosos eran peores. Otra bolsa de aspillera, empapada de aceite y ardiendo en llamas, fue arrojada al interior de la cueva. Con los ojos lagrimosos y tosiendo, la elfa y los hombres de las llanuras retrocedieron hacia el túnel de escape de Brud.
—¡Vete, Di An! ¡Ponte a salvo! —ordenó Riverwind.
—¡No te abandonaré! —se negó ella.
—Moriremos todos sofocados —dijo Cazamoscas.
—Ve, Di An. ¡Vamos!
La muchacha protestó con amargura, pero el joven la empujó hacia el agujero. Ella introdujo los hombros por la angosta abertura. Cazamoscas, agachado en el suelo, se cubría la nariz y la boca con la barba. Riverwind divisó a Brud.
—¿Es que no te afecta el humo? —preguntó, tosiendo entre palabra y palabra.
—No oler mal a mí —repuso el enano, encogiéndose de hombros.
—¿Ayudarás a Di An si nosotros no logramos escapar, Brud? —pidió el guerrero.
—Chica flaca, guapa. Brud cuida. —Se impulsó por el borde del agujero—. Adiós, criminal.
Inesperadamente, el gully salió dando tumbos por el suelo de la gruta. Por el agujero asomó la faz bañada en lágrimas de Di An.
—¡Riverwind! ¡El túnel es lo bastante amplio para ti en el interior! ¡Ensancha la entrada!
Contaban con el surtido de herramientas que habían dejado caer los enanos gully en su precipitada huida; por consiguiente, los dos que-shu la emprendieron a martillazos y golpes con la piedra. Di An y Brud observaban apartados a un lado; la frágil piedra caliza se resquebrajaba y las afiladas esquirlas volaban por doquier.
Para entonces, la humareda amarilla era tan densa que no se percibía el otro lado de la gruta. Los humanos y la elfa tosían, sin cesar.
—¡Basta! ¡Es suficiente! —gritó Riverwind.
Di An se metió de nuevo por la boca del túnel; el guerrero ayudó a Cazamoscas a entrar mientras la elfa tiraba de los brazos del anciano. Riverwind fue el siguiente. El estrecho pasadizo tenía apenas sesenta centímetros de ancho, pero el joven que-shu logró avanzar estrechando los hombros.
Brud recorrió con la mirada la cueva impregnada de sulfuro.
—No oler mal —repitió en voz alta. Luego contempló la abertura con expresión crítica—. Agujero ratón estropeado. Bastante grande ahora para oso.
Se agarró al borde del orificio y se escurrió por él.
El túnel del agujero de ratón se extendía unos nueve metros y luego terminaba en un estrecho pozo vertical. En la pared se habían tallado unas muescas, lo que les facilitó remontar diez metros, más o menos, que los separaban de la superficie.
Di An levantó una losa del piso y los compañeros emergieron en una estancia oscura. Permanecieron tumbados un rato mientras respiraban hondo, con ansia, el aire limpio. Brud apareció por el agujero y colocó de una patada la losa sobre la abertura.
—¿Dónde estamos? —gruñó Cazamoscas.
—Casa de Tarros Rotos —respondió Brud. En efecto, el suelo estaba alfombrado, capa sobre capa, de recipientes de cerámica rotos—. Esperar. Yo hago luz.
Trepó por un palo recostado en una esquina y que, por las apariencias, se había dejado allí con tal propósito. El enano alcanzó el alféizar de una ventana y abrió los postigos. A pesar de la escasa luz que penetró en la estancia, la claridad fue suficiente para vislumbrar a cuán estrafalario lugar habían ido a parar.
Era una casa, sí, pero estaba volcada sobre un costado; de hecho, se hallaban sentados, no en el suelo, sino en una de las paredes. Frente a ellos estaba lo que en su momento había sido el suelo: una superficie de baldosas blancas, muchas de las cuales se habían desprendido creando un diseño de oscuros cuadrados. La pared situada sobre sus cabezas estaba decorada con vivaces frescos que representaban a unos humanos con los brazos tendidos e incorporándose en los jergones donde yacían. Una figura alta, adusta, se erguía al final de la pintura con un estrecho recipiente en las manos.
—Un sanador o herbolario —dijo Cazamoscas—. Ved, está curando a los enfermos.
—Estos fueron sin duda los tarros de sus medicinas —agregó Riverwind, mientras levantaba un fragmento grande del tamaño de su mano.
La loza era tan antigua que la mayor parte de los restos se había convertido en polvo. El trozo se deshizo entre sus dedos.
—¿Cómo llegó a voltearse así esta casa? —preguntó Di An—. ¿Por qué toda la ciudad son ruinas hundidas en la tierra?
—Por el Cataclismo —contestó el guerrero con voz solemne—. Hace casi trescientos cincuenta años, el mundo se desgarró a causa de las colosales conmociones que sacudieron continentes y mares. Mi abuelo me contó historias sobre esa época. Xak Tsaroth se hundió, tragada por la tierra.
Di An parecía pensativa.
—Eso tiene que ser lo que conocemos en Hest como La Gran Destrucción. Fue entonces cuando Vartoom quedó separada de las otras ciudades de Hest —dijo, tras unos momentos de reflexión.
—¿Otras ciudades? —Cazamoscas dio un brinco.
—Sí, Balowil, la Ciudad de Plomo, y Arvanest, la Ciudad de Oro.
El viejo adivino se disponía a entablar una conversación con la elfa acerca de estas ciudades hestitas cuando Brud, subido al alféizar de la ventana, zarandeó el palo para llamar su atención.
—¡Malas noticias! —cuchicheó.
—¿Qué ocurre?
—Goblin y amos buscaros.
Riverwind se puso de pie e intentó alcanzar el antepecho de la ventana de un salto, pero falló y cayó al suelo con bastante fuerza para lastimarse las ya doloridas costillas.
—Déjame a mí —pidió Di An.
La elfa trepó por el palo con la misma destreza exhibida unos momentos antes por Brud. Al alcanzar la ventana, apartó al enano, quien olisqueó de manera insistente las orejas puntiagudas de la muchacha.
—Deja de hacer eso, sabandija —lo conminó, a la vez que le propinaba un empujón.
—¿Cómo oyes con orejas así?
—¿Cómo sigues vivo con una cara así? —replicó ella con brusquedad.
Desde la ventana, Di An divisaba la calle. El hombre lagarto se encontraba de pie junto al agujero. Habían bajado una escala nueva hasta la cueva y los goblin, armados con cachiporras, descendían de dos en dos. El ente reptiliano manejaba una espada enorme. La muchacha informó de ello a sus compañeros.
—Estamos con el agua al cuello, sí —comentó el anciano—. Dentro de un caldero de cocido.
—Vida es como el cocido —recitó Brud. Los compañeros aguardaron a que añadiese algo más que rematara la analogía, pero el enano guardó silencio y se dio media vuelta. Había dicho cuanto tenía que decir, ya que había hecho referencia al único proverbio vigente entre los de su raza.
La puerta de la Casa de Tarros Rotos estaba en el «techo». Di An desprendió unas cuantas baldosas por medio de patadas y escaló por la pared vertical con la única ayuda de las puntas de los pies y de las manos. Brud la contemplaba admirado, embelesado. La elfa alcanzó la puerta y tiró del picaporte. La pieza de cobre, corroída, se desmenuzó entre sus dedos.
Di An se estiró un poco más, sujeta a unos minúsculos asideros con una mano y los pies. Con el gancho de escalar, hurgó en el ennegrecido perno de la bisagra de la puerta. El acero templado hestita no tardó en romper el antiguo perno de bronce y la esquina de la puerta se combó hacia dentro. Agarrada con el gancho al marco, la muchacha se soltó de la pared.
—¡Guau! ¡Brud quiere probar!
Ella pasó por alto el comentario del enano; metió el pie a modo de cuña en la puerta entreabierta y empujó con fuerza. Con un ruidoso crujido, las restantes bisagras cedieron y la dañada hoja de madera se precipitó al suelo.
Di An enganchó el pie a la jamba de la puerta y se impulsó hacia el exterior. Brud aplaudió con sus gruesas y sucias manos. También los que-shu aplaudieron. Di An echó la cadena, por la que Riverwind y el gully treparon. A Cazamoscas lo izaron.
—Eso divertido. ¿Hacer otra vez? —pidió esperanzado Brud, pero los compañeros hicieron caso omiso de su propuesta y estudiaron la situación.
La Casa de Tarros Rotos estaba situada en la pared de la caverna, a unos dieciocho metros sobre la calle. El costado al que se habían subido se inclinaba y terminaba en una grieta triangular abierta en la pared del precipicio. Al parecer no había salida, pero Brud pasó junto a ellos con gran animación.
—¿Adónde vas? —preguntó Riverwind.
El gully señaló abajo hacia la derecha.
—A casa en ciudad aghar. Ver esposa. Tener hambre.
—¡Aguarda! Quieto ahí.
Brud hizo caso omiso de él y saltó del costado de la casa hasta una estrecha repisa que sobresalía de la cornisa. Riverwind fue en pos del enano, a pesar de que el saliente apenas tenía espacio para posar los pies. Brud llegó al final de la cornisa y realizó un veloz giro de noventa grados. Con el panorama de toda la ciudad ante sus ojos, caminó con tranquilo abandono a lo largo de la repisa en dirección a una cascada. Riverwind divisó un túnel cavado tras la cortina de agua.
—¡Venid! Brud conoce un camino —llamó a sus compañeros.
Di An y Cazamoscas recorrieron el saliente, manteniéndose pegados a la pared del acantilado. El enano prosiguió la marcha.
Riverwind se hallaba a medio camino del salto de agua cuando uno de los goblin los avistó. Se escuchó un grito de alarma.
—Ahora sí que estamos en apuros —rezongó el guerrero, a la vez que trataba de acelerar el paso.
Les dispararon dardos de ballesta, que se estrellaron contra el muro de piedra. Brud se asomó por detrás de la cortina de agua y agitó la mano; acto seguido se agachó y desapareció por otro agujero abierto en la pared del acantilado.
—¡Os advertí que era un gusano rastrero! —gritó Di An.
—Sigamos adelante, ¿sí? El último dardo casi me peinó con raya —urgió el viejo anciano.
En la calle se escuchó un sordo retumbar. Los goblin empujaban una enorme ballesta instalada sobre ruedas, con el dispositivo ya tenso. Cargaron el arma con un surtido de piedras y tiraron de la cuerda del gatillo. El artefacto arrojadizo se disparó hacia adelante y lanzó una andanada de rocas del tamaño de un puño contra el trío. Una de ellas alcanzó a la elfa en la espalda; la muchacha exhaló un gemido y perdió el equilibrio.
—¡Di An! —gritó Riverwind.
Su figura menuda se desplomó y se perdió de vista.
No había tiempo para lamentaciones. Los hombres lagarto ordenaban a los goblin cargar la ballesta y repetir el disparo. En esta ocasión fue a Cazamoscas al que acertaron con cuatro o cinco piedras. El anciano perdió el equilibrio y cayó por el borde de la repisa.
El guerrero estaba a pocos metros de la catarata. Los latidos de su corazón se aceleraron, no sólo por el peligro que lo amenazaba a él mismo, sino por la suerte que habían corrido Di An y Cazamoscas. El rocío del vapor del agua le humedecía ya el rostro cuando una gran piedra lo golpeó en las corvas. Las piernas se le doblaron y se desplomó de espaldas por el saliente.
«Otra caída —pensó con impasible serenidad—. ¿Será esta la última vez?».