16

La ciudad maldita

Corrieron en dirección al olor de agua fresca. En torno a ellos, la peculiar arquitectura subterránea de paredes, estalactitas y estalagmitas relucía por la humedad. El agua centelleaba cual gemas a la luz de las antorchas insertas en los muros.

En el techo, un poco más adelante, se divisaba un agujero; una tosca escala de mano, con los peldaños muy juntos entre sí, unía el orificio con el suelo de la gruta. Era una escalera apropiada para los enanos gully y, sin la menor duda, fabricada por ellos. Los peldaños daban la impresión de que se hubiesen roto para después atar los pedazos, y todos ellos exhibían una notable combadura. Los tres compañeros se quedaron al pie de la destartalada escala y escudriñaron a lo alto.

Riverwind sintió que el desánimo le pesaba como plomo en el estómago vacío.

—Aún estamos bajo tierra —dijo con gesto sombrío.

Al parecer se hallaban al fondo de otra vasta caverna, ya que desde su posición se divisaban paredes que se encumbraban decenas y decenas de metros por todas partes.

El agujero a través del que miraban se abría a nueve metros sobre sus cabezas y era demasiado angosto para observar con detalle las características del nivel superior. Con todo, no cabía duda de que se hallaba bajo tierra.

—Oigo el correr del agua —apuntó Cazamoscas—. Al menos, eso es seguro.

Entremezclado con el bendito rumor de una caída de agua, se percibía otro sonido muy familiar.

—Martillos de forja —dijo Di An, con la cabeza ladeada a fin de escuchar mejor—. Aquí se realizan trabajos metalúrgicos.

—¿Pero dónde es aquí? —rezongó Riverwind. Que él supiera, podían haber atravesado Krynn de parte a parte y haber emergido al otro lado del mundo.

Se escucharon unas pisadas livianas y la figura achaparrada de un enano gully pasó a todo correr junto al agujero. Los tres compañeros retrocedieron un paso. Otros cuatro aghar cruzaron fugaces por su campo de visión.

Di An quería saber quiénes eran los enanos gully y Cazamoscas procuró explicárselo.

—En principio, hace muchos, muchos años, existían los humanos, que adoraban al dios Reorx. Incrementaron su habilidad y conocimientos en la fabricación de objetos y pronto decidieron que eran demasiado inteligentes para seguir a Reorx por el Camino de la Neutralidad. Guerrearon contra sus vecinos, hicieron esclavos de sus cautivos, y en general actuaron de manera vil y codiciosa.

»Reorx los castigó por ello. Aplastó su orgullo acortando su estatura y los convirtió en gente pequeña. —Un tenue rubor coloreó las mejillas de Cazamoscas al caer en la cuenta de la propia pequeñez de Di An—. Así fue como se creó la raza gnoma. Sin embargo, los nomos no perdieron su talento creativo, aunque sí la desmedida avaricia. Los gnomos son investigadores incansables y lograron apoderarse de la Gema Gris de Gargath, una fuente de gran poder mágico. Dicha joya alteró una vez más la constitución de algunos gnomos y surgieron las razas de los kender y los enanos. Hubo algunos matrimonios entre los gnomos y los enanos, y de esa unión surgieron los aghar o enanos gully.

—¿Son los gully gentes pobres? —inquirió Di An.

—Por lo general viven en la miseria y ello despierta el desprecio de las otras razas —dijo el anciano con un dejo de compasión—. Paradójico, ¿sí? El prejuicio confina a estos seres a vivir entre montones de basura y en lugares ruinosos, y luego se los odia por ser estúpidos y sucios.

—Habremos de ser muy cautos cuando entremos en esa caverna —advirtió Riverwind, en tanto escudriñaba el agujero con expresión pensativa.

—¿Son tan peligrosos los gully? —se extrañó la elfa—. Antes huyeron al verte.

—Los sorprendí. Pero, no; no son muy peligrosos. Lo que me preocupa es lo que encontraremos cuando hayamos abandonado el refugio de la gruta. Los aghar no acostumbran trabajar por propia iniciativa; a menudo, otra raza más poderosa los hace sus esclavos.

Aquello la indujo a fruncir el entrecejo con desagrado.

—Otra raza que hace acopio de cinabrio —agregó Cazamoscas con aire pensativo.

—Así parece.

Riverwind empezó a remontar la escala en primer lugar. Los travesaños crujieron de manera ominosa al soportar su peso. El guerrero duplicaba la talla de cualquier enano gully, quienes no destacaban, precisamente, por la calidad de sus trabajos de carpintería. Riverwind subió los peldaños de tres en tres con la esperanza de que no se partieran en cualquier momento. La escala cedió y se tambaleó, si bien el guerrero se las ingenió para alcanzar la parte alta. Se aupó a pulso por el orificio y observó en derredor.

Como había sospechado, el agujero daba al suelo de otra caverna inmensa. Riverwind estaba en el centro de lo que parecía la calle de una ciudad, mas… ¡cuán extraña ciudad! Los bellos edificios de piedra se hallaban reducidos a unas ruinas desmoronadas. Las paredes de la gruta ofrecían un extraño espectáculo, ya que los salientes y cornisas servían de soporte a los restos de construcciones antiquísimas. Aquí y allá se filtraba luz desde el interior de los edificios, prueba inequívoca de que alguien los habitaba.

Di An sacó al guerrero de su estupefacción al propinarle unos golpes en la pierna.

—¿Vas a salir o no?

Él se impulsó y emergió por el agujero. El suelo en torno al orificio estaba pavimentado con grandes losas rotas y desgastadas, lo que inducía a pensar que la calle había sido una vía muy frecuentada en un pasado remoto. El lugar tenía algo que le resultaba familiar a Riverwind, y trató de recordar qué causaba semejante sensación. ¿Cómo se llamaba la ciudad que se había hundido en la tierra durante el Cataclismo? Su abuelo le había relatado una historia acerca del desastre.

Di An, silenciosa como un espíritu, salió del agujero y se agazapó junto a Riverwind. Tras ella apareció Cazamoscas, que jadeaba y resoplaba por el esfuerzo. Tanto el hombre de las llanuras como la muchacha elfa se volvieron hacia él.

—¡Ssssh! —lo conminaron al unísono.

Se hallaban en la intersección de tres calles, en las cercanías de las ruinas de lo que parecía un enorme torreón circular, si bien la estructura no era ahora más que un cascarón vacío. Aun así, proporcionaba un buen escondrijo para los tres compañeros.

Una vez en el interior, escudriñaron por los agujeros abiertos en los muros. A su derecha, el agua brotaba a borbotones por las paredes de la cueva para luego unirse y fluir por el centro de la calzada. Al otro lado de la calle se alzaba un edificio grande y achaparrado, construido al parecer con los escombros de las casas precedentes. El humo salía por unas chimeneas toscas instaladas en el tejado. Tanto la puerta como las ventanas estaban vacías.

El arroyo corría calle abajo y desaguaba en un estanque pequeño. Al otro lado de la charca se erguía la elegante y derruida estructura de una fachada de columnas rematada por un tejado puntiagudo; el edificio era, probablemente, un palacio. Tras él surgían las macizas estructuras de más construcciones.

A la izquierda de la torre había otro edificio largo y bajo; la fachada aparecía jalonada de antorchas sujetas a hacheros.

—¿Qué os parece? —preguntó Riverwind.

—Muy confortable, sí. Pero ¿quién vive en ciudades derruidas aparte de los enanos gully? ¿Y dónde está todo el mundo? —planteó Cazamoscas. Puesto que, tras una pausa, Riverwind no respondía a su interrogante, el anciano añadió—: Tengo hambre y sed. No sé dónde habrá alimentos, pero al menos veo que hay agua, ¿sí?

Sin más preámbulos, el anciano dejó el refugio de la torre en ruinas antes de que Riverwind o Di An fueran capaces de detenerlo. Cazamoscas echó una furtiva ojeada a un lado a otro de la calzada y luego se encaminó hacia el arroyo. Se arrodilló y metió la cabeza en la bulliciosa corriente. Riverwind se pasó la lengua por los labios resecos y cortados. Hasta aquí, todo bien.

—No parece haber peligro —murmuró, en tanto salvaba de un salto el derruido muro de la torre. Se volvió hacia Di An—. ¿Vienes?

—No —contestó la elfa, reflexionado que, donde hay esclavos, tiene que haber amos; la idea la desasosegaba.

—De acuerdo. Llenaré una botella para ti —ofreció el guerrero, a la vez que tomaba el recipiente de bronce y desenroscaba el tapón.

Cazamoscas se echaba agua en el rostro y el cuello cuando se le unió su amigo.

—¡Es deliciosa, sí! Mejor que el vino más exquisito.

Riverwind mostró su acuerdo hundiendo la cabeza en el agua fresca y dulce. Los dos hombres bebieron hasta saciarse y luego se mojaron los cuerpos sudorosos con el refrescante líquido.

Di An, que los observaba desde su escondrijo, no pudo soportarlo por más tiempo. El acicate del agua era demasiado fuerte para resistirse a la tentación. Se incorporó, dispuesta a saltar por encima de los escombros de la torre.

Con la misma rapidez con que se había levantado, se agazapó de nuevo. ¡Cinco criaturas de aspecto horrible se acercaban sigilosas hacia Riverwind y Cazamoscas! Los recién llegados eran más altos que los gully y de constitución fuerte y corpulenta. Vestían armaduras de cuero y manejaban espadas cortas. La elfa se mordía los labios con desesperación. Si gritaba para advertir a sus amigos, alertaría a las extrañas criaturas, y si no lo hacía…

Uno de los seres blandió la espada y propinó un golpe a Riverwind, quien cayó de bruces al arroyo. El joven salió tosiendo y escupiendo agua; se encontró cara a cara con cinco goblin. Aunque una cabeza más bajos que el alto hombre de las llanuras, estaban armados, a diferencia de él.

—No mover —gruñó el goblin—. Arrojar armas.

Cazamoscas miraba de hito en hito a los soldados. Trató de escabullirse hacia un lado, pero dos de las criaturas se abalanzaron sobre el anciano con las espadas desenvainadas. Se detuvo de inmediato, a la vez que esbozaba una sonrisa nerviosa.

—Tirar armas en río. Ahora —ordenó el cabecilla con un tono más alto.

Riverwind desenfundó su sable con la mano izquierda, pero en lugar de arrojarlo a la corriente, lo lanzó al aire y lo atrapó con la derecha. Todos los goblin retrocedieron un paso a la par que gruñían y rezongaban entre dientes.

—¡Tú, tira! —graznó el cabecilla, mientras amagaba a Riverwind con su espada—. ¡Tira arma o llamo a gran jefe!

El guerrero calculó las probabilidades de huida esquivando a aquellos tipos. Cinco goblin armados y furiosos eran un reto que excedía sus posibilidades y más con la desventaja de tener a Cazamoscas con él. Volvió la vista hacia el viejo adivino, quien se limitó a encogerse de hombros. No le serviría de ayuda en un enfrentamiento.

—Él no tira, Grevil —graznó uno de los goblin.

El cabecilla gruñó y otro de sus secuaces asestó un golpe contundente con la parte plana de la espada en la cabeza del que había hablado. El infeliz sujeto se desplomó como una piedra y quedó tumbado en el suelo.

«Uno menos», pensó Riverwind.

—¡Grevil! —bramó una voz.

Todos los goblin dieron un brinco como si los hubiesen golpeado con un látigo.

—¡Gran jefe viene! ¡Ahora tirarás arma! —gritó Grevil, el cabecilla.

Riverwind miró de reojo a su derecha; la impresión le agarrotó los músculos. No era un goblin el que se aproximaba. Una criatura que igualaba su estatura, fornida y cubierta de escamas verdes, avanzaba a grandes zancadas hacia ellos. Los ojos amarillos con iris verticales centelleaban a la luz de las antorchas; un hocico puntiagudo carente de dientes remataba la aterradora faz. Los extremos de unas alas cortas y coriáceas asomaban por detrás de la testa; Riverwind se quedó atónito al ver una cola larga, jalonada de púas, que se agitaba cual un mortífero látigo tras la criatura. El ser vestía una armadura plateada que le cubría el pecho, los brazos y la parte frontal de las piernas. Tan sólo veinte metros separaban a la criatura reptiliana del hombre de las llanuras. Cazamoscas dio un respingo.

—En nombre de Majere, ¿qué es eso? —musitó.

De improviso, una piedra procedente del muro de la torre hendió el aire y alcanzó a Grevil en la cabeza. El goblin se tambaleó al tiempo que una auténtica lluvia de proyectiles acribillaba a los soldados. Riverwind sabía por propia experiencia quién arrojaba piedras con tal habilidad: Di An.

El guerrero vislumbró brevemente el cabello corto y enmarañado de la muchacha en contraste con los muros blancos de la vieja torre. Los goblin chillaban y trataban de frenar las piedras con sus espadas. Riverwind echó a correr, arrastrando con él a Cazamoscas.

—¡Vamos, Di An! —gritó.

Ella brincó sobre un montón de escombros y corrió como un conejo.

—Meteos en el agujero, los dos —ordenó el guerrero.

La elfa llegó al orificio en primer lugar. Se agarró a los lados de la escala con pies y manos y se deslizó por la larga y destartalada estructura de madera en un abrir y cerrar de ojos. Cazamoscas llegó jadeante y se precipitó sin miramientos por el agujero a continuación de la muchacha. Riverwind tuvo que aguardar su turno, lo que dio tiempo a los goblin a llegar junto a él. Tras los soldados, venía el guerrero reptiliano.

El viejo adivino estaba a mitad de la escala. Riverwind intercambió unos golpes iniciales con los goblin, pero estos se apartaron para abrir paso al ser escamoso, que manejaba una espada de hoja descomunal. El acero del sable de Riverwind vibró con violencia al recibir las arremetidas de la espada, mucho más pesada, que abría profundas mellas en cada encontronazo.

Por si esto fuera poco, más y más goblin se acercaban al lugar de la reyerta. Riverwind dirigió una fugaz ojeada al agujero. No divisó a Cazamoscas, pero la escala se cimbreaba todavía. Dentro de poco…

Su oponente lo sorprendió con un demoledor golpe en la sien asestado con la parte plana de la espada. Los oídos le zumbaron por el impacto y un velo rojo le nubló los ojos. Un hilillo caliente de sangre se deslizó por su faz. Riverwind retrocedió un paso y arremetió con la punta del sable dirigida al pecho de la criatura, pero el acero resbaló sobre el combado peto de la armadura. El escamoso ser blandió su afilado acero y asestó un golpe en la empuñadura del sable de Riverwind. El arma del hombre de las llanuras se quebró limpiamente y la hoja curvada cayó al suelo.

Riverwind arrojó el inservible mango contra el hombre lagarto y se zambulló por el agujero. Tenía intención de aferrarse a uno de los travesaños en su caída; su mano derecha falló, pero la izquierda halló asidero. Un tirón brusco y doloroso lo frenó tres metros por debajo del orificio. Una antorcha ardiente pasó siseante a su lado y el dardo de una ballesta zumbó en la oscuridad. El hombre de las llanuras se revolvió con el propósito de encontrar un travesaño en el que posar los pies a fin de aliviar el dolor de la presión soportada por su brazo. Cuando había logrado apoyar uno de los pies, la burda escala cedió y se precipitó al vacío arrastrando a Riverwind consigo.

El fresco cosquilleo de agua le resbaló por el rostro. Riverwind abrió los ojos y se encontró con Cazamoscas y Di An. La muchacha tomaba agua en las manos que luego le aplicaba en las mejillas. El joven intentó sentarse, pero una oleada punzante de dolor le recorrió el pecho y un hombro. Se dejó caer de nuevo.

—No te muevas —le advirtió Cazamoscas—. Has sufrido una buena caída.

Riverwind miró a su alrededor. Otra vez se encontraban en la caverna inferior, entre las concreciones lechosas de piedra caliza.

—Los goblin nos han estado buscando —informó el anciano—. Tiraron antorchas por el agujero y dispararon flechas al azar, pero aún no han traído una escala que reemplace a la rota.

—Ignoran cuantos estamos aquí abajo. Sin embargo, al final se decidirán y vendrán —conjeturo el joven.

—¿Qué era esa cosa escamosa? —inquirió Di An, cuyo rostro menudo estaba arañado, al igual que sus manos.

—No lo sé, pero no es amistoso. ¿Alguna vez te han hablado o has visto algún ser semejante a él, anciano?

—No, nunca.

Di An dejó caer unas gotas de agua de la palma de su mano sobre los labios de Riverwind.

—¿Regresamos? —preguntó en un susurro.

—¿Adónde? ¿A Hest? Creo que no.

Cazamoscas reflexionó unos momentos.

—Los enanos gully bajan aquí —dijo luego—. Tal vez consigamos parlamentar con ellos, ¿sí? No cabe duda de que disponen de alimentos y agua. Si lo hacemos del modo correcto, cabe la posibilidad de que nos ayuden a escabullirnos de los goblin.

—Son estúpidos, feos y apestan —protestó la elfa—. No me parece buena idea.

—También son básicamente buenas personas —objetó Riverwind—. He mantenido contactos con ellos en otras ocasiones. Son simples, pero a los aghar se los ha maltratado durante tanto tiempo que entienden lo que significa sufrir y estar hambriento. Nos ayudarán.

La elfa guardaba silencio. Por fin, alzó la mirada hacia el guerrero.

—Es una equivocación —insistió—. Pero estoy de acuerdo en que intentéis hacerlo a vuestro modo.

Se puso en pie y se alejó de los dos hombres, envuelta en la oscuridad. Riverwind suspiró y se tumbó de nuevo.

—Anciano, ¿crees que esta decisión es la adecuada?

Cazamoscas, que miraba absorto en la dirección por donde se había marchado Di An, no respondió, y su compañero reiteró la pregunta.

—¿Qué? Sí, hombre alto. Estoy conforme en que es nuestra única opción. —Hizo una pausa—. Sin embargo, creo que deberías hablar con ella.

—¿Y decirle qué? Estoy tan asustado como esa chiquilla. —El joven se frotó las costillas magulladas—. Todo cuanto anhelo es reanudar mi misión. Parece que han pasado años desde que me separé de Goldmoon.

—Es algo más que el miedo lo que causa su desasosiego, amigo mío. —El viejo adivino vaciló un momento antes de añadir—: Creo que se ha enamorado de ti.

—¡Eso es ridículo! Es una niña.

—Una niña que tiene diez veces más años que tú, sí —apuntó con suavidad Cazamoscas—. Habla con ella. Yo me quedaré vigilando.

El anciano regresó despacio hacia el agujero abierto en el techo de la caverna.

Riverwind permaneció tumbado, inmóvil, durante unos minutos. ¿Di An enamorada de él? Imposible. Cierto que se había comportado de una manera rara últimamente…, brusca, oponiéndose a casi todo; pero muy bien podía existir otra razón que explicara su actitud. Sin duda sentía añoranza. ¡Dioses! Él la sentía.

«Goldmoon, amor mío, cuán lejos estás de mí», pensó.

Di An estaba sentada en un rincón donde la oscuridad era más densa, alejada de la luz de las antorchas. Se sentía desgraciada y no sabia por qué.

El viaje desde Hest había sido arduo y Cazamoscas, Riverwind y ella se habían enfrentado a muchos peligros: los guerreros del rey Sithas; el hambre y la sed, la muerte reptante… Se estremeció. Había visto a Riverwind morir; había visto su rostro tornarse pálido y rígido. Fue peor incluso que cuando estuvo dominado por la magia de Li El. Estaba muerto de verdad. Cuando por fin el aire penetró en sus pulmones y volvió a respirar, ella sintió una cálida oleada de alegría desbordante. Era algo más que la felicidad al recobrar a un amigo… y ella había tenido muchos entre los exploradores de Hest. Esto era algo más.

—¿Di An? —le llegó la voz del joven que-shu—. ¿Dónde estás?

La elfa percibió un timbre de preocupación. Se obligó a incorporarse y lo llamó.

—Me tenías preocupado —dijo, al reunirse con ella—. Temí que te hubiese ocurrido algo.

—Y así ha sido —confesó con brusquedad.

Él la tomó de la mano y el calor del cuerpo del hombre la hizo estremecerse.

—Estás helada. Vayamos hacia la luz.

La condujo hasta una piedra próxima a una de las antorchas y tomaron asiento de modo que sus miradas estuvieron a un nivel más igualado.

—Dime qué te preocupa, pequeña.

—¡No soy una niña, Riverwind! —explotó la muchacha, al tiempo que se soltaba de su mano con un brusco tirón. Su reacción destemplada lo desconcertó.

—Lo sé, Di An. Discúlpame. Has estado llorando. ¿Qué te ocurre? —inquirió, mirándola con fijeza.

El semblante de la elfa denunciaba la lucha que mantenía por ocultar sus sentimientos. Era una batalla perdida.

—Hemos compartido muchos peligros y sufrimientos —dijo al cabo—. ¡Y, sin embargo, estás impaciente por librarte de mí! Lo veo en tu cara, hombre alto. Tu mayor anhelo es regresar a la superficie, libre para reunirte con tu…, con tu gente.

Se dio media vuelta para hurtar a la atenta mirada del guerrero el enfado plasmado en su semblante. En aquel momento comprendió Riverwind que Cazamoscas estaba en lo cierto.

—Di An —comenzó—, nunca he ocultado que ansío reanudar mi misión. He de llevarla a cabo si quiero ganar la mano de la mujer a quien amo. —La muchacha se tensó al escuchar sus últimas palabras. Él continuó con un tono de voz suave—. Has sido una buena compañera y una amiga. Y eso no tiene por qué acabar, nunca.

Los delicados hombros de la muchacha subieron y bajaron acompañados por el musical sonido metálico de su túnica de cobre.

—Cuán difícil es no encajar nunca con nada ni con nadie. ¿Quién soy? En Hest, era una niña estéril. En Vartoom, los ojos de Mors. Aquí, en los túneles y las cuevas, Di An, igual al anciano o a ti. Uno de los tres miembros de un grupo.

—Sigues siendo uno de nosotros tres —repuso con suavidad el guerrero.

—Que pronto dejaréis atrás. ¿Qué voy a hacer en la superficie? ¿Adónde iré?

También Riverwind había reflexionado sobre esos mismos interrogantes.

—Seré sincero contigo —contestó con lentitud—. No te resultará fácil. Pero llegarás a ser lo que tú misma hagas de ti. A nadie de la superficie le importa si eres una niña improductiva o una cavadora. Serás viajera, comerciante; lo que quieras. Sé libre, Di An. Libre. Varin —repitió la palabra en el lenguaje de la muchacha.

La rodeó entre sus brazos; ella reclinó la cabeza en su pecho y sollozó quedamente. Riverwind lamentaba ser la causa de tanta infelicidad. Sabía que el futuro que la aguardaba no era nada fácil.