La muerte reptante
Hacía calor en el pasadizo al que accedieron desde la cornisa de la gruta. Formaciones de moho grisáceo y sucio colgaban en tiras pegajosas del techo. La humedad se condensaba en las paredes y escurría, creando charcos en el piso del túnel. Cazamoscas estornudó.
—Este sitio es insalubre —musitó.
—Ánimo, anciano. No nos quedaremos mucho tiempo. —A despecho de sus palabras de aliento y la cálida temperatura, Riverwind no pudo evitar un estremecimiento.
Di An se acuclilló en el húmedo suelo y manipuló la lámpara de aceite que habían logrado salvar tras la zambullida en el lago mineral. Frotó el yesquero con movimientos precisos y poco después, en la mecha ardía una débil llamita titilante.
Echó a andar túnel adelante con pasos zigzagueantes que la llevaban de una pared a otra. Riverwind la siguió con cautela por el centro del pasadizo en tanto lanzaba miradas escudriñadoras al piso y la parte baja de los muros. Cazamoscas iba tras sus pasos. El túnel se extendía llano y recto como una flecha a lo largo de kilómetros. Su estructura no presentaba más variantes que el moho maloliente y el agua estancada.
Algo se quebró al pisarlo Riverwind. Los mocasines del guerrero se habían reducido a poco más que una suela sujeta con jirones de piel, pero al alzar el pie atisbó un brillo blanco incrustado en el cuero. Llamó a Di An y ella desanduvo el camino hasta donde la aguardaba el guerrero.
—Acerca la lámpara. —La muchacha bajó el candil a donde le indicaba su compañero.
Huesos. Riverwind había pisado el esqueleto de algún animal pequeño. El guerrero examinó los fragmentos óseos a la luz de la lamparilla.
—Son de una rata, una rata muy grande —declaró.
—¿A esta profundidad?
—Estos roedores no tienen muy desarrollado el sentido de la orientación —dijo Riverwind, a la vez que tiraba los huesos.
—¿Cómo murió? —preguntó la elfa, sin apartar la vista de los huesecillos.
—Quién sabe. Tal vez de hambre. No hay mucho que comer aquí abajo —comentó el guerrero.
La muchacha no apartaba los ojos del esqueleto desarticulado.
—A este animal lo mataron. Lo devoraron. Todo cuanto ha quedado son esos huesos duros. —Levantó la lámpara al frente y escrutó el pasadizo envuelto en tinieblas—. Tened cuidado en dónde ponéis los pies —advirtió con gravedad—. En el limo se mueven cosas a las que no les gusta que se las pise.
Sin dar tiempo a que los hombres plantearan pregunta alguna, Di An reanudó la marcha a paso vivo.
—¿Qué quiso decir con «cosas»? —cuchicheó Cazamoscas.
—¿Y me lo preguntas a mí? Haz lo que ha dicho y ten cuidado en dónde pisas.
La elfa caminaba tan deprisa que se habían quedado rezagados. Riverwind la llamó:
—¡Di An! ¡Ve más despacio! ¡Espéranos! —El guerrero meneó la cabeza—. ¿Qué demonios le pasa?
—Si está asustada, entonces también lo estoy yo, hombre alto. Nuestras dificultades parecen no tener fin. Acabamos de salir de una gruta hechizada, repleta de topacios con propiedades mágicas; sabemos que inciden en el curso del tiempo, pero ignoramos su alcance y si nos ha afectado a nosotros. Y ahora, esto.
Siguieron a Di An, chapoteando en el agua negruzca a cada paso. Su visión se reducía al brillo de la lámpara que titilaba unos treinta metros más adelante. De nuevo, Riverwind llamó a la elfa para que se detuviera. De repente, el balanceo de la luz cesó y escucharon a Di An lanzar un grito corto y agudo.
El guerrero salió a todo correr. El anciano, incapaz de sostener su ritmo, quedó rezagado y profirió una retahíla de protestas. Riverwind no detuvo la carrera, con la luz de la lámpara como meta. Al aproximarse a ella, sin embargo, reparó en que el candil estaba tirado en el suelo; de la muchacha no había ni rastro.
—¡Di An! —gritó, en tanto desenfundaba el sable—. ¿Me escuchas?
Cazamoscas llegó hasta su amigo en medio de resuellos.
—¿Dónde está? —jadeó.
—No lo sé. Algo se la ha llevado.
Tanteó las paredes con su sable: roca sólida. Tenía una visibilidad de treinta metros o más pasillo adelante, mas no había señales de que Di An siguiera en él. De hecho, la lámpara mostraba que sus huellas finalizaban justo en el punto en que Riverwind se encontraba.
El guerrero intentó dilucidar la incomprensible desaparición de la joven. Una gota de agua cayó sobre su bota; otras dos le humedecieron la mejilla y se deslizaron hasta la comisura del labio. Salada. ¿Por qué sabía salado el vapor condensado de la humedad? El rocío era dulce; el agua de mar, salada.
Alzó la vista. Allí, aplastada contra el techo rocoso y mirándolo desde lo alto, se encontraba Di An. Tenía la boca tapada con una tira de una sustancia negra y densa y sus muñecas, tobillos y cintura, atados de manera similar. Las gotas que habían mojado el rostro de Riverwind eran sus lágrimas. Todo el techo estaba cubierto con una sustancia oscura, semejante a la brea, que se retorcía como un ente vivo.
—¡Dioses misericordiosos! —gimió Cazamoscas al divisarlo.
El terror paralizó a los dos hombres.
Una parte de la muerte reptante se soltó del techo y se desplomó sobre los que-shu cual una manta pesada y húmeda. Tenía un tacto pegajoso y los sujetó con fuerza. Riverwind sintió que unos filamentos viscosos le cubrían los ojos, la nariz y la boca. Todo fue oscuridad y silencio cuando la masa cálida y húmeda se introdujo en sus oídos. La negra capa pastosa ciñó su mortal abrazo con el propósito de asfixiarlo.
El guerrero blandió el sable con movimientos torpes. La sustancia limosa se cortaba con facilidad, pero los cortes se unían con idéntica prontitud. Aquella monstruosidad no tenía sangre que derramar, ni cabeza que decapitar de un tajo. ¿Cómo podía luchar contra ella? El miedo le atenazó las entrañas y le oprimió el corazón en tanto la muerte reptante cerraba más y más el cerco que amenazaba con aplastarle el cuerpo.
La criatura amorfa derribó a Cazamoscas y lo envolvió por la cintura. El anciano la golpeó con los puños, pero fue en vano. Era como si la hubiese emprendido a golpes con un pastel de gelatina. El monstruo se enrolló en torno a sus piernas y presionó. El miedo y el dolor lo hicieron lanzar un aullido.
Entretanto, Di An se debatía y pateaba. Presenció cómo el ente envolvía a Riverwind y la sustancia negra como brea se le extendía por la faz y le cubría todo el cuerpo. La elfa soltó un agudo chillido y el eco retumbó por el túnel.
Riverwind sintió que los oídos le zumbaban; eran los primeros síntomas de asfixia. ¡Tenía que respirar! Temió que la cabeza le estallara en cualquier momento.
El ente atrajo hacia sí a Cazamoscas poco a poco. El viejo adivino clavó las uñas en el suelo, pero no encontró nada a lo que agarrarse; tampoco disponía de un arma.
—¡Anciano! —logró articular Di An.
—¡Te escucho!
—Coge la lámpara. ¡Quema…, quema esta cosa! —La sustancia negra se deslizó de nuevo sobre su boca y la silenció.
Aun así, el viejo que-shu había comprendido a la muchacha y, alargando el brazo derecho, asió el candil, arrancó el soporte de la mecha y derramó el aceite sobre el negro asesino. La mecha encendida prendió el oleoso charco iridiscente con una súbita llamarada.
La muerte reptante enloqueció. Ondulaba y se sacudía con movimientos espasmódicos a medida que el aceite ardiente le abrasaba el cuerpo de alquitrán en el que se formaban ampollas que, al reventar, expelían un olor fétido. La presa succionadora que la criatura ejercía sobre Cazamoscas perdió fuerza y el anciano se escabulló de las llamas a gatas. Las ataduras que sujetaban a Di An se soltaron de manera súbita y la muchacha recibió un golpe doloroso al precipitarse al suelo. Con todo, se apartó rodando sobre sí misma. Los dos amigos miraron con fijeza la joroba de brea negruzca que cubría a Riverwind. No se advertía el menor movimiento.
Un relámpago hendió el firmamento enrojecido. Riverwind se hallaba en el claro de un bosque, vestido con sus polainas de ceremonia de piel de gamo y adornadas con abalorios. Soplaba un viento frío, gélido. Atisbó un destello luminoso al otro lado del claro, como si una estrella hubiese descendido del cielo, y sintió en el rostro y en el torso desnudo el calor irradiado por la estrella. Se encaminó despacio hacia ella.
—¡Riverwind!
Al mirar por encima del hombro, vio a Goldmoon.
Su corazón latió desbocado en el pecho. A la luz de la estrella, el cabello de la mujer semejaba un fuego plateado.
—No te vayas, Riverwind. ¡Regresa a mí! —le suplicó.
—Hijo. —La voz de Wanderer procedía de la estrella—. Ven conmigo. Entra en la luz y estaremos juntos para siempre.
Los pasos del guerrero se hicieron vacilantes. Tiraban de él desde ambos lados. Los ojos de Goldmoon resplandecian. Miró a la estrella y luego a la mujer. ¡Tenía tanto frío! Alargó el brazo.
—Toma mi mano… Toma mi mano, amada…
Una bocanada de aire cálido penetró en sus pulmones, y lo sacudió un violento golpe de tos, punzante, doloroso; tenía las costillas magulladas. Se llevó la mano a la cara sus dedos se encontraron con otro rostro: piel suave, barbilla afilada… Di An.
La muchacha estaba inclinada sobre él. Cazamoscas se hallaba arrodillado al otro lado.
—¡Respira! —anunció con alivio la elfa.
—Creímos que habías muerto. Di An te devolvió el aliento vital soplándolo en tu interior.
Riverwind trató de incorporarse; el pecho le dolía y sentía los brazos como si fuesen de plomo. Unos latidos inclementes le martilleaban las sienes; a pesar del malestar, el guerrero abrazó a la muchacha.
—Gracias —articuló con voz enronquecida, sintiendo en torno a su cuello los brazos esbeltos de ella.
La muerte reptante aún ardía a unos cuantos metros de distancia. En un último intento de salvarse del fuego, la criatura había soltado a Riverwind para arrastrarse túnel abajo en dirección a la lejana cascada. Apenas había avanzado un par de metros cuando el fuego la consumió. Una vez destruido el ente, las llamas se consumieron con rapidez en el suelo húmedo, impregnado de verdín.
—¿Era este el peligro del que nos advertías?
Di An bajó los parpados.
—A decir verdad, no sabía bien lo que era. Muchos de mis compañeros se internaron en los túneles húmedos y jamás regresaron. Sólo encontramos sus esqueletos en las proximidades de la entrada.
—¿Por qué te alejaste corriendo de nosotros?
—Yo… —Se enjugó el rostro sudoroso—. Estaba tan asustada que era incapaz de razonar con claridad. Lo siento. —Se apresuró a cambiar de tema—. Has perdido tu amuleto de Audición Veraz.
Riverwind se llevó la mano al pecho. El colgante había desaparecido.
—También yo he perdido el mío —informó Cazamoscas—. Es una suerte que hayas aprendido el Común tan rápido, sí.
El guerrero intentó ponerse de pie, pero sus compañeros tuvieron que sostenerlo.
—Me encuentro bien, de veras —protestó con cortedad.
Poco después reanudaban la marcha; dejaron atrás el túnel húmedo y recorrieron una serie de cuevas que ascendían en una espiral progresiva y constante. Caminaban a oscuras, dependiendo de la aguda vista de la elfa para guiarlos. En un tramo encontraron retazos del musgo fosforescente, que Cazamoscas arrancó y extendió sobre sus ropas para que les proporcionase algo de luz. Sin embargo, a medida que se secaba la luminiscencia verdosa iba perdiendo intensidad de manera paulatina, hasta que se apagó por completo y, una vez más, los envolvió la oscuridad.
Perdieron el sentido del tiempo en el negro mundo silente de las grutas. Riverwind y Cazamoscas avanzaban a trompicones, a tientas. Las provisiones disminuyeron y, al cago, se terminaron. Las grutas eran un paraje desértico donde no había agua ni crecía nada vivo.
—Ahora sería deliciosa hasta la repugnante fruta de Hest —opinó Cazamoscas—. Incluso el agua salobre me sabría bien.
—¿Encontraremos agua pronto, Di An? —preguntó el guerrero.
—Ya no falta mucho.
Prosiguieron un corto trecho y, sin decir una palabra, la elfa le pasó su botella de cobre a Riverwind. Él sabía que le ofrecía las últimas gotas que le quedaban y fue incapaz de bebérselas. Sostuvo el recipiente contra sus labios durante un momento y luego se lo devolvió. Si la muchacha advirtió que no había bebido, se abstuvo de hacer comentarios.
Los diferentes estratos minerales se sucedieron; algunos irradiaban un calor sofocante, y otros, un frío gélido que helaba los huesos. En un punto del camino bordearon una zona de magma incandescente que fluía por un cauce y, apenas una hora más tarde, atravesaron un glaciar subterráneo. Vivieron un momento angustioso cuando Cazamoscas trató de lamer un pedazo de hielo que arrancó del glaciar; la lengua del anciano se quedó pegada al carámbano y, sólo tras unas aplicaciones ponderadas de la última y preciada reserva de agua que disponían, lograron desprendérsela del hielo.
—Veo que nunca hiciste la apuesta —apuntó Riverwind.
—¿Que apuesta?
—Besar el río. De pequeños, los muchachos de Que-shu íbamos al río en invierno y nos retábamos para ver quién besaba la superficie helada durante más tiempo.
—Qué tontería —opinó Di An.
—El meollo del asunto estaba en que, cuanto más tiempo se tuvieran los labios pegados al hielo, tanto más costaba separarlos después.
—No compartí muchos juegos con los otros chicos cuando era pequeño —dijo el anciano con un dejo de tristeza—. Algo que siempre lamenté. Hasta este momento.
El vigésimo día de haber salido de Vartoom, el trío, atormentado por la sed y el hambre, descansaba en una oquedad rocosa cuando escucharon voces y el inconfundible sonido de trabajos de excavación. El hecho los sobresaltó de tal modo que Cazamoscas se incorporó de un brinco y se golpeó la cabeza contra la piedra. Riverwind tropezó con el anciano y ambos rodaron por el suelo; Di An cayó sobre los dos amigos.
Cazamoscas y la elfa prorrumpieron en sonoras quejas hasta que el guerrero los hizo callar.
—¡Chitón! —siseó—. Ignoramos quiénes son esas gentes.
Guardaron silencio un rato, sin levantarse del suelo. A lo lejos surgieron unas luces; por el extremo opuesto de la caverna aparecieron unas lamparillas titilantes que se bamboleaban de un lado a otro. Las palabras cobraron intensidad y se hicieron más precisas.
—… encontrar rocas —decía una voz chillona—. ¿Qué aspecto tener?
—¡Tú el gran experto! ¡Se supone que tú saber! —replicó otra.
—Mina como guisado: tener muchas cosas distintas —agregó alguien con un timbre más áspero.
—¡Enanos gully! —cuchicheó Cazamoscas—. ¡Debemos de estar cerca de la superficie!
—¿Creen que están en una mina? Entonces son muy estúpidos —murmuró Di An.
—Los aghar no destacan por su inteligencia —apuntó Riverwind, refiriéndose a ellos por el nombre explícito con que se conocía a este clan de enanos—. Pero sí sabrán la vía más rápida para salir a la superficie —agregó, mientras se apoyaba en las manos con el propósito de incorporarse.
—¿Qué vas a hacer?
Riverwind esbozó una sonrisa.
—Me presentaré a estos amigos.
El guerrero cruzó a gatas la caverna en una diagonal que lo llevaría hasta los enanos gully. En el camino, los desgastados mocasines del guerrero resbalaron en unas piedras sueltas que rodaron con sonoros tumbos. Las cuatro linternas se detuvieron de golpe.
—¿Oíste?
—Oí. ¿Tener cachiporra?
—Sí. ¿Tener cuchillo?
—Sí.
Aquellas palabras no resultaban tranquilizadoras para el guerrero. Los enanos gully no eran temibles como luchadores, pero una cachiporra y un cuchillo significaban problemas; los hombrecillos eran capaces de golpear primero y huir después.
Un haz de luz pasó centelleante sobre sus pies. El que manejaba la lámpara dio un respingo y volvió a enfocarla hacia atrás.
—Pies grandes ahí —informó.
La luz mortecina alumbró la figura agazapada de Riverwind.
Las cuatro linternas convergieron sobre el hombre de las llanuras perfilándolo con relieves anaranjados. Riverwind alzó la mano para resguardarse los ojos del resplandor y se puso de pie.
Las cuatro lámparas cayeron al suelo de la caverna de manera simultánea en tanto los enanos gully lanzaban un chillido al unísono. Cuatro pares de pies descalzos resonaron en una huida precipitada. Todo ocurrió tan deprisa que el guerrero no tuvo oportunidad de pronunciar una sola palabra.
Recogió una de las lámparas que no se había apagado al caer al suelo y a continuación fue a buscar a sus compañeros. En el lugar donde los enanos gully se habían dado a la fuga, dominados por el pánico, hallaron herramientas y una pequeña bolsa de cuero. Cazamoscas vació esta última con la esperanza de encontrar algo de comida, mas del interior sólo cayó una piedra roja e informe. Di An la recogió.
—Cinabrio —dijo, tras examinarla.
—¿Qué es cinabrio? —se interesó Cazamoscas.
—Sulfuro rojo de mercurio. Un mineral de extracción difícil… y peligrosa.
—¿Peligrosa por qué?
—El polvo es venenoso. Invade el organismo. La locura y la muerte sobrevienen poco después. —La elfa husmeó el aire—. Aquí no encontrarán cinabrio. Esta cueva es de piedra caliza.
El viejo adivino tomó otra lámpara y abrió la tapa de estaño de forma que la luz se derramase por la gruta.
—¡Se fueron por allí! —apuntó.
Un agujero oscuro de metro y medio de diámetro se abría en la pared cercana. Al examinarlo con más detenimiento, descubrieron que no se trataba de una hendidura natural.
Riverwind alumbró el orificio con su lámpara. Los enanos gully eran corredores veloces a pesar de sus pies descalzos y hacía rato que habían dejado atrás la caverna.
—Propongo que los sigamos. La sabiduría no es su mayor virtud, pero siempre conocen el camino más rápido para ponerse a salvo.
El trayecto estaba marcado con claridad a causa de los desechos de los gully: harapos, herramientas desgastadas y, lo más sorprendente, mondas de peras, cáscaras de melón y huesos masticados de muslos de pollo. Cazamoscas remoloneó en torno a estos últimos y los contempló cual si se trataran de diamantes en bruto.
—Pollo asado —musitó—. Daría mi barba a cambio de uno.
—Ten cuidado con los juramentos, anciano —advirtió Riverwind—. Cabe la posibilidad de que luego no los cumplas.
Di An dijo algo que resultó incomprensible para el guerrero, por lo que le pidió que lo repitiera.
—Agua. Olfateo agua.