Las cascadas de Topacio
Tras una eterna caída por el aire, se zambulleron en agua. Riverwind se sumergió un buen trecho antes de ser capaz de patear para impulsarse hacia la superficie. Al cabo emergió; a la mortecina luz reinante en la gruta, divisó a Di An que pataleaba y braceaba con desesperación. Nadó hacia la muchacha con poderosas brazadas y la sujetó por el cuello de la blusa de malla de cobre. Ella escupía y tosía mientras chapoteaba enfebrecida para mantenerse a flote; todo cuanto logró con sus desmañados manoteos fue golpear a Riverwind en un ojo.
—¡Cálmate! —le gritó el guerrero—. ¡Yo te sujeto!
—¡Holaaa! —llamó Cazamoscas.
El joven divisó a su amigo en una pequeña isla rocosa a una veintena de metros de distancia. Se dirigió a nado hacia allí sosteniendo a Di An con el brazo derecho. Depositó a la empapada elfa en la isla y a continuación trepó él a terreno firme. Di An tosía y estornudaba al expulsar el agua que había tragado; Cazamoscas le dio unos golpecitos en la espalda dirigidos más a reconfortarla que a remediar la tos convulsiva.
—Es extraño. Hay visibilidad —comentó el anciano.
Riverwind sacudió la cabeza y su cabello empapado soltó una rociada de gotitas.
—Sí, pero ¿de dónde viene la luz?
—Ah, de aquí mismo.
Cazamoscas se inclinó hacia atrás y frotó la mano contra un pináculo de roca que se alzaba en el centro de la isla. Lo que parecía ser musgo, se quedó adherido a la palma de su mano y emitió un débil fulgor. Los compañeros habían caído en una gruta que estaba cubierta con una capa e musgo luminoso.
—Es sorprendente que esto crezca tan lejos del sol y que además produzca su propia luminosidad, sí. —Cazamoscas dio un lametón a sus dedos y al punto escupió—. ¡Aag! En fin, confiaba en que tuviera un gusto agradable.
En tanto los latidos de sus corazones recuperaban su ritmo habitual, los tres amigos se sentaron con las espaldas reclinadas en el pináculo y examinaron la ruta acuosa. Era una caverna grande e irregular, repleta de estalactitas afiladas como cuchillos. El agua tenía un extraño color dorado. En alguna parte, a la izquierda de Di An, un amortiguado rumor denunciaba una caída de agua.
Cazamoscas se puso de pie y se desperezó. Al hacerlo, se produjo un sonido quebradizo y chasqueante y sus ropas se resquebrajaron por varios lugares.
—¡Dioses misericordiosos! ¿Qué es esto?
Riverwind dobló el brazo derecho con toda clase de precauciones. La flexible piel de venado estaba ahora tiesa y quebradiza. Doblo aún más el codo y la manga se rasgó con un crujiente sonido de cristal.
Di An flexionó las piernas y una lluvia de brillante polvo cristalino cayó alrededor de sus pies. La muchacha se agachó para examinarlo.
—Topacio —dijo, mostrando los cristales a los hombres—. El agua deja residuos de topacio cuando se seca.
—¡Nuestras ropas se han tornado duras como piedra! —exclamó Cazamoscas, maravillado. Tocó su barba; como era de esperar, también estaba tiesa a causa de los cristales recién formados.
—¿Qué voy a hacer? ¡Si asiento con la cabeza, se me romera la barba! —lloriqueó.
—En tal caso, muéstrate en desacuerdo con todo y limítate a denegar con ella —se chanceó Riverwind, en tanto se tocaba su propio cabello, tieso y cristalizado.
La mayor parte de sus pertenencias habían absorbido el agua de topacio y se endurecían poco a poco. Los mocasines de los dos hombres crujían; cada movimiento dejaba caer en el suelo una lluvia de polvo brillante.
—De continuar así, muy pronto estaremos desnudos —comentó Riverwind. Su armadura de cuero, tratada con grasa y por lo tanto impermeabilizada, no había sido afectada, como tampoco la camisa corta de malla que llevaba bajo la ropa de piel de gamo.
Era evidente que no podían quedarse en la pequeña isla. En algunas zonas, el agua lamía las paredes verticales de la gruta; en otros puntos se divisaban franjas de «calas» tapizadas de musgo. Riverwind sugirió la conveniencia de cruzar a nado hasta la playa situada al otro lado del lago, en la misma dirección de donde procedía el sonido de la catarata.
—No sé nadar —musitó Di An, aterrada ante la perspectiva.
—Te llevaré a mi espalda —ofreció el guerrero.
Poco después, Riverwind se alejaba de la isla nadando braza con suavidad. La elfa, en tensión por el miedo, se agarraba con todas sus fuerzas en tanto se esforzaba por mantener la cabeza tan apartada de la superficie del agua como le era posible. Cazamoscas se reveló como un hábil nadador y alcanzó la orilla de la playa antes de que lo hicieran Riverwind y su pasajera.
Allí, el retumbar de la cascada era más intenso. Una grieta estrecha en la roca proporcionaba una vía de salida. Era bastante angosta, pero las paredes estaban cubiertas con una gruesa capa de verdín que les facilitó el paso. Cuando por fin emergieron en la caverna adyacente, los tres compañeros estaban embadurnados de la verdosa sustancia fosforescente. Cazamoscas miró a, Riverwind.
—¡Pareces un fantasma!
—Y tú un helecho marchito, anciano —bromeó el guerrero, mientras sacudía las manos para librarse de la pringosa savia.
Di An se abrió paso a empujones entre los dos hombres y se encamino hacia el sonido de la cascada. La cueva estaba abarrotada de peñascos y depósitos de minerales redondeados por la erosión que semejaban bloques de hielo o trozos de manteca derretidos. Todavía pegajosos y relucientes, Cazamoscas y Riverwind fueron tras la muchacha.
Al pasar un recodo, se encontraron cara a cara con la catarata. Los tres amigos se quedaron paralizados, sobrecogidos por la majestuosa belleza del panorama.
La cascada se hallaba en una gruta cónica cuya altura sobrepasaba los ciento cincuenta metros. Las aguas brotaban del ápice del cono y se desplomaban al menos sesenta metros en medio de remolinos vaporosos hasta una repisa que se proyectaba frente a los tres amigos. La corriente fluía horizontalmente un par de metros y después se precipitaba por el borde del saliente hasta el fondo de la gruta, noventa metros más abajo. Al pie de la cascada, donde los viajeros permanecían estáticos, había un estanque de bullente espuma de un color dorado oscuro. Allí donde las aguas cargadas de cristal habían salpicado las paredes a lo largo de centurias, colgaban ahora sedimentos de topacio que con toda seguridad tendrían varios palmos de grosor. Miríadas de gemas facetadas tachonaban los pétreos muros.
—¡Allí! ¿Lo veis? —señaló Di An a lo alto.
En el saliente, sesenta metros sobre sus cabezas, se divisaba una obertura oscura y circular.
—¿Qué es? —inquirió el anciano.
—El túnel que intentamos tomar por el Pozo del Viento nos habría conducido allí. Esa es la salida —informó a ella.
En apariencia, la pared de la caverna no presentaba grandes dificultades. La accidentada superficie contaba con infinidad de grietas y salientes a los que asirse. Decidieron que Di An escalase el muro y, una vez que hubiera alcanzado la entrada del túnel, soltaría una cadena con el propósito de que los dos hombres, más pesados y no tan hábiles, pudiesen trepar.
Mientras Riverwind y Di An ordenaban y disponían el equipo de escalar, Cazamoscas, aburrido, deambuló por el borde del estanque. La bruma y el agua vaporizada flotaban sobre la musgosa orilla y atenuaban el fulgor verdoso. El constante rugido de la catarata amortiguaba las voces de sus compañeros. El viejo adivino deseaba obtener un fragmento de topacio, tan abundante en esta gruta. A menudo, las gemas poseían propiedades mágicas y curativas, y estos topacios subterráneos tenían visos de ser singularmente puros.
Todas las zonas del suelo que sobresalían de la capa musgosa, aparecían cuajadas de topacios. Cazamoscas examinó y desechó por defectuosos unos cuantos cristales de gran tamaño. Quería una gema perfecta para llevarla a Que-shu.
En su deambular, rodeó un afloramiento y se encontró con otra maravilla: un bosque de cristales de topacio que crecían del rocoso suelo inclinados en diferentes ángulos. Algunos tenían treinta centímetros de altura y sólo unos cuantos centímetros de diámetro, pero otros igualaban o incluso sobrepasaban la estatura del anciano y su grosor era al menos de treinta centímetros. Cazamoscas contempló boquiabierto el espectacular bosque y luego, con un chillido de regocijo, se encaminó hacia la peculiar formación. Aun cuando le habría encantado llevarse uno de los magníficos pilares de topacio al poblado, comprendía que lo más prudente era tratar de arrancar uno de los pequeños. Pasó entre las afiladas formaciones cristalinas en busca de un ejemplar de tamaño adecuado. Se hallaba inmerso en la tarea de aflojar uno, cuando captó de reojo la bota de un soldado.
Cazamoscas retrocedió a trompicones y cayó despatarrado entre las agujas de topacio. Alzó la mirada y vio a un guerrero elfo, quien blandía en alto su espada, a pocos pasos de distancia.
—¡Soy un amigo! —declaró—. ¡Y estoy desarmado, sí!
El guerrero permaneció inmóvil, por lo que el anciano reiteró su amistosa afirmación mientras se incorporaba. Para entonces, sus mocasines estaban casi destruidos y, por consiguiente, descartó la idea de correr sobre un suelo cuajado de punzantes y afilados topacios para huir del soldado hestita.
El elfo no se había movido todavía, así que el viejo adivino se aproximó a él, y cuál no sería su sorpresa al descubrir que el guerrero ¡era una estatua!
—¡Holaaa! —llamó a voces, al divisar de nuevo a Riverwind y a Di An.
—¿Dónde has estado? Es peligroso deambular a solas —lo reconvino su amigo.
—Sí, sí, pero he descubierto algo maravilloso. ¡Venid a verlo!
Los condujo por la orilla hasta el bosque de cristal, donde se erguía el pétreo soldado. Los tres compañeros se quedaron perplejos; tras la primera estatua, se alineaba toda una compañía de guerreros de topacio. Di An contó cuatro filas de ocho soldados e informó que cabía la posibilidad de que hubiese más, si bien resultaba difícil asegurarlo debido a la escasa iluminación. Algunas de las estatuas tenían las espadas enarboladas y otras miraban hacia el techo. Apenas se advertían detalles de las armaduras o las facciones de los rostros; sólo el terso y dorado topacio.
—Es fantástico, ¿verdad? ¿Por que querría alguien colocar tantas estatuas en este lugar solitario? ¿Lo sabes tú, Di An? —inquirió el anciano. La muchacha se rascó la cabeza.
—Lo ignoro. Sin embargo, de lo que sí estoy segura es de que no son soldados hestitas.
—¿Quiénes más iban a estar aquí abajo? —preguntó Riverwind, con el entrecejo fruncido.
Ella no respondió, pero se adelantó unos pasos hasta situarse junto a una de las estatuas con el propósito de examinarla más de cerca. De puntillas, Di An escudriñó el rostro del primer guerrero y luego, con un respingo de sobresalto, retrocedió a trompicones; el gancho de escalar que sujetaba en la mano se deslizó de sus dedos entumecidos y al punto giró sobre sus talones y corrió hacia Riverwind.
—¡No es una estatua! —chilló, aterrada—. ¡Es un guerrero de verdad incrustado en el topacio!
Los dos hombres intercambiaron una mirada incrédula y se acercaron raudos a la primera figura. Al examinarla con más detalle, no les cupo duda de que, en efecto, tras la traslúcida piedra cetrina se advertían los aplanados rasgos de un varón de raza elfa. Cejas, pestañas y minúsculas arrugas se percibían dentro de la fría cobertura de piedra preciosa.
—¿Qué clase de calamidad reduciría a este estado a toda una compañía de guerreros? —musitó Cazamoscas con un hilo de voz.
—Sólo Vedvedsica poseía semejante poder —contestó la muchacha elfa con un estremecimiento.
Riverwind observó cara a cara a uno de los soldados. Había algo extraño en aquel rostro. Lo estudió con detenimiento y, por último, declaró:
—Está vivo. Sus ojos siguen mis movimientos.
Cazamoscas y Di An retrocedieron un paso. El viejo adivino recorrió con la mirada las silenciosas filas de soldados petrificados.
—¿Vivo? ¿Todos los demás también? —susurró.
—Quiero saber quiénes son —dijo el hombre de las llanuras, en tanto se apartaba del guerrero al que había inspeccionado.
—Soldados de Sithas —aclaró Di An con voz queda. La muchacha se había alejado aún más.
Riverwind sacó su sable, asimismo recubierto con una fina película de topacio.
—No puedo marcharme y dejar a estos infelices sabiendo que están enterrados en vida en una tumba de piedra.
Levantó el sable y propinó un golpe con el pomo de la empuñadura sobre el peto del soldado elfo. El topacio vibró con el impacto, mas el guerrero permaneció inmóvil. Riverwind golpeó con más fuerza sobre el mismo punto otro par de veces y, al cabo, la capa cristalina se resquebrajó y se desprendió en grandes fragmentos.
Paso a paso, el que-shu rompió el topacio que cubría el pecho, los brazos y el cuello del soldado. Al quedar libre el brazo que blandía la espada, bajó hasta colgar junto al tronco. Para entonces, la capa que envolvía el rostro del guerrero estaba surcada de finas grietas y al hombre de las llanuras le fue posible quitarla de un suave tirón.
Al quedar despejada la faz, el elfo lanzó un resuello.
—¡Libre! —gritó con voz enronquecida.
Respiró hondo repetidamente. De improviso, pareció apercibirse del lugar en que se encontraba; recorrió con mirada enfebrecida los alrededores de la gruta.
—¿Dónde está ese vil hechicero? ¿Dónde está Vedvedsica? —inquirió.
—Aquí no, de eso no cabe duda. ¿Quién eres? —preguntó a su vez Riverwind.
—Soy Kirinthastarus, capitán de su majestad, el rey Sithas de Silvanesti. ¿Quién eres tú, humano?
El que-shu se presentó a sí mismo y a Cazamoscas.
—¿Y la renegada? —se interesó Kirinthastarus.
La muchacha elfa permaneció oculta tras Riverwind hasta que este la obligó a salir de su escondrijo.
—Es Di An, amiga nuestra, no una renegada. Gracias a ella te hemos encontrado.
Kirinthastarus estrechó los ojos.
—¿Se ha puesto en contra de Hest? —indagó—. ¿Sabe adónde han ido Vedvedsica y los rebeldes?
Mientras hablaba, el capitán elfo se inclinó para librarse las piernas con ayuda de su espada.
Riverwind se disponía a contestar los sorprendentes interrogantes de su interlocutor cuando Cazamoscas se le adelantó.
—Capitán, ¿sabes cuánto tiempo llevas aprisionado en el topacio?
El interpelado se irguió y contestó sin vacilar:
—Un día, tal vez dos.
Los que-shu intercambiaron una mirada perpleja.
—¿Y bien? —inquirió el elfo—. ¿Sabéis el paradero de Hest? Si es así, debéis informarme. Mis hombres y yo hemos de llevar a cabo la misión encomendada por nuestro gran soberano.
—Oh, ¿qué misión es esa? —preguntó el anciano.
—Localizar el escondrijo de los rebeldes liderados por Hestantafalas y conducirlos de regreso para someterlos a la justicia del rey Sithas.
Di An lanzó un gemido e intentó huir. Riverwind la atrapó por la cintura y la alzó en vilo.
—¡Déjame partir! ¡Suéltame! —exigió la muchacha, en tanto pateaba el aire—. ¡Estos soldados matarán a mi gente!
—Tranquilízate, pequeña. —Riverwind se encaró con Kirinthastarus—. No se me ocurre un modo sencillo de explicarte esto, capitán. Has permanecido sepultado en esa concha de cristal durante dos milenios y medio. El monarca a quien servías descansa en su tumba desde hace siglos, al igual que el propio Hest. Los compatriotas de Di An sólo son los descendientes de aquellos que lo siguieron al interior de la caverna.
Por un breve instante, una expresión conmocionada se plasmó en el semblante del elfo. Se quedó boquiabierto, con los ojos desencajados; contempló a los tres compañeros y, por último, clavó la vista en Di An.
—Mientes. Sois espías de Vedvedsica. Tenía que haberlo imaginado antes —sentenció, sin apartar la mirada de la muchacha—. ¿Me habéis liberado del topacio con el propósito de matarme?
—No, capitán. Te he dicho la verdad. El rey Sithas te envió en esta misión hace más de dos mil quinientos años. Tus órdenes carecen de sentido ahora.
El guerrero elfo se quitó el yelmo y sacudió el polvillo de topacio que lo impregnaba; otro tanto hizo con su oscuro cabello.
—No he recibido órdenes de nadie para que abandone mi cometido. De no ser por el hechizo de Vedvedsica, habría aplastado la rebelión de Hestantafalas. He de cumplir la misión encomendada —decidió, mientras se cubría de nuevo con el yelmo.
Acompañando la acción a las palabras, el elfo presentó espada y escudo a los compañeros; la punta del arma temblaba ligeramente. Riverwind sabía que no había nada positivo en enzarzarse en una contienda, pero decidió no bajar la guardia hasta que él, Cazamoscas y Di An se pusieron a salvo.
—Liberará a sus hombres —advirtió la muchacha.
—Estaremos muy lejos para cuando lo haya logrado —la tranquilizó él.
—¿Y qué pasa con Hest? ¡Entrarán a saco en Vartoom!
—Si lo encuentran. Aquí no hay postes señalizadores.
Corrieron hasta la repisa colgada en el vacío, entre los dos saltos de agua. Di An recogió la pesada cadena y se la echó al hombro; un instante después iniciaba la escalada de la pared. Cazamoscas lanzaba continuas ojeadas por encima del hombro hacia la dirección por la que podían aparecer los guerreros en cualquier momento. La muchacha, llevada por la ansiedad, trepaba mal; perdía el equilibrio una y otra vez y sus dedos se escurrían de unos asideros fáciles y seguros.
—¡Ve despacio! ¡Te vas a lastimar! —le aconsejó Riverwind.
Si escuchó su advertencia, no le prestó atención. A pesar de su torpeza, alcanzó la mitad de la pared, hizo un alto y miró abajo. Desde su aventajada posición, divisó lo que para el que-shu pasaba inadvertido.
—¡Se aproximan guerreros! —gritó.
—Ponte detrás de mí, anciano —indicó Riverwind.
Cazamoscas se pegó contra la base del muro. Kirinthastarus apareció junto con otros dos soldados; el capitán elfo no había perdido tiempo en liberar a toda la compañía. De igual modo que ocurría con los guerreros de Hest, Riverwind sobrepasaba en mucho la estatura de estos otros elfos, así como en el alcance de su arma debido a la longitud de sus brazos; sin embargo, los tres podían rodearlo y reducirlo si eran diestros en la lucha. Y en la historia quedaba constancia de que los guerreros de Sithas eran harto experimentados en la batalla.
Avanzaron con cautela, vacilantes, y Riverwind sospechó que todavía tenían los músculos agarrotados a causa del largo confinamiento mágico. Cuando los tuvo más cerca, el hombre de las llanuras advirtió los cambios dramáticos sufridos por los elfos. El cabello y las cejas de Kirinthastarus habían encanecido, la piel presentaba un tinte grisáceo, y sus extremidades se habían tornado débiles, descamadas. Los otros se encontraban en parecidas circunstancias.
—Mira, Cazamoscas. ¡El tiempo no se ha olvidado de ellos, después de todo!
—¡Rendíos! —graznó Kirinthastarus, quien apenas era capaz de caminar y arrastraba la pesada espada al carecer de fuerza para blandirla—. ¡Ade… lante, por la glo… ria de Sith… as! —siseó.
Uno de los soldados se desplomó y no se levantó. El capitán se aproximó hasta tener a Riverwind al alcance de su espada. Para entonces, el elfo ofrecía una imagen espantosa a la vista: las cuencas de los ojos hundidas, los labios retraídos sobre los dientes proyectados. El orgulloso guerrero no era más que un cadáver viviente.
La espada corta arremetió débilmente contra el que-shu. El hombre de las llanuras la detuvo sin la menor dificultad. Aquel fue el último gesto de Kirinthastarus; el elfo se desplomó sobre el suelo cuajado de gemas. Sus acompañantes eran ya huesos blanquecinos y piezas dispersas de armaduras.
—No puedo creerlo —musitó Cazamoscas, sobrecogido.
—Envejecieron dos mil quinientos años en los escasos minutos que disfrutaron de libertad. —Riverwind dirigió la mirada hacia el bosque de topacios que ocultaba al resto de la compañía de guerreros—. Creo que lo mejor será no tocar a los otros.
—Sí. Salgamos cuanto antes de aquí —apremió Di An desde su posición encumbrada.
En tanto Riverwind acometía la escalada, Cazamoscas dio media vuelta a uno de los escudos elfos con la punta del pie. La preocupación ensombrecía la faz del viejo adivino, que musitó para sí:
—Me pregunto quién ha corrido mejor suerte: Kirinthastarus, o su compañía, todavía apresada en esta trampa mágica. —Sacudió la cabeza—. Una gruta sometida a un hechizo temporal durante siglos, topacios que detienen el transcurrir del tiempo… Y nosotros, aunque brevemente, nos hemos sumergido en unas aguas saturadas de sus sedimentos… Sí, más vale que salgamos cuanto antes de aquí.