El Pozo del Viento
Di An los condujo fuera de la ciudad de Vartoom y se encaminó al lejano final de la inmensa gruta, donde los hombres de las llanuras no habían estado con anterioridad. Allí, el suelo y las paredes convergían en una chimenea rocosa; una salida redonda y oscura.
Por los alrededores no había tierra productiva en la que sembrar ninguna clase de cosecha; en torno no se percibían más que rocas y concreciones minerales. Treparon por los peñascos hacia el agujero. Riverwind reparó en que el acceso era demasiado pulido y redondo para tratarse de un orificio natural.
—Siglos atrás era apenas una brecha —informó Di An—. Los descendientes de Hest lo ensancharon.
—¿Con qué fin? —preguntó Cazamoscas.
—Para instalar las tumbas de los grandes. Aquí reposan Hest y todos sus hijos.
La temperatura bajó con brusquedad cuando se introdujeron en la cámara mortuoria. La estructura natural del acceso se había adaptado de manera que formaba un corredor abovedado. Las paredes estaban jalonadas de estatuas de hestitas vestidos con armaduras. Las tallas tenían un tamaño superior al natural, y todos los rostros pétreos mostraban idéntica expresión, entre desdeñosa y ceñuda. Las tumbas eran nichos cavados en la roca entre las piernas de las estatuas. Unas puertas de bronce forjado sellaban cada sepulcro.
Riverwind hizo un alto frente a una de las tallas. El guerrero sostenía en el regazo un arco corto. Puesto que los actuales hestitas habían olvidado el modo de hacer uso de estas armas, preguntó a Di An cuán antigua era aquella tumba.
—Este es lord Trand —contestó la chica, tras leer los trazos cincelados en las puertas del sepulcro—. Vencedor de veinte batallas. Murió ochenta años después de que Hest condujese a su pueblo a las cavernas. Mmm… hace dos mil cuatrocientos ochenta años —agregó, después de unos cálculos mentales.
—Cuando la madera se pudrió, a los hestitas les fue imposible fabricar otros arcos —dijo Cazamoscas en un susurro—. No tuvieron otros en su poder hasta el momento en que exploradores como Di An fueron a la superficie y encontraron lo que para ellos eran ya unos objetos desconocidos.
—Hace casi dos mil quinientos años… —repitió Riverwind, pensativo—. Di An, ¿qué edad tienes?
La muchacha, que corría entre unas rocas desplomadas unos metros más adelante, se volvió.
—He cumplido doscientos sesenta y cuatro.
Cazamoscas chocó contra la espalda de su amigo, que se había frenado en seco.
—¡Disculpa! ¿Qué te ocurre? —le preguntó, al advertir su expresión perpleja. Riverwind le informó acerca de la notable edad de Di An—. El que los niños estériles no se hagan adultos no significa que no cumplan años, ¿sí?
—¡Venid por aquí! —les llegó la voz de la muchacha. El resplandor anaranjado de su lámpara de aceite mineral se balanceó indicándoles el camino. Riverwind se dijo para sus adentros que en adelante debía recordar tratarla como a un igual, no como a una niña. Después de todo, tenía diez veces más años que él.
Di An los aguardaba en lo que parecía un callejón sin salida. La luz de la lámpara dibujaba extraños reflejos en sus rasgos afilados.
—¿Y ahora qué? —preguntó el guerrero.
—Tenemos que pasar por ahí —señaló la muchacha hacia abajo. En la pared, a la altura de la rodilla, se abría un agujero. Era tan negro como el Abismo y, por las apariencias, bastante ajustado para los humanos.
—¿Pasar por ahí? Habrá otro camino mejor, ¿sí? —A la pregunta de Cazamoscas, Di An denegó con la cabeza—. Imagino que no utilizarías este túnel cada vez que subías a la superficie —insistió el anciano.
—No, casi siempre lo hacía por el pozo por el que os caísteis. Este camino nos llevará al exterior, probablemente muy cerca de donde habíais acampado.
—¿Probablemente? —repitió Riverwind.
—Hace mucho tiempo que no utilizo este camino.
Sin más preámbulos, Di An se agachó y se introdujo con facilidad por el agujero. Riverwind indicó por señas a Cazamoscas que fuera tras la muchacha.
El viejo adivino se tumbó boca abajo y se metió a rastras por el orificio. Poco después sólo sus pies eran visibles.
—¡Ay! ¡Techo bajo! —gritó.
—Lo tendré en cuenta —dijo el guerrero con aspereza.
Cuando por fin desaparecieron los pies del anciano, se acuclilló y escudriñó el túnel angosto. La olvidada sensación de estar atrapado por la sólida masa de rocas renació en el guerrero… Riverwind respiró hondo y pensó en Goldmoon.
El túnel era apenas más ancho que sus hombros, de modo que se vio obligado a avanzar centímetro a centímetro, balanceando los hombros de lado a lado e impulsándose con las puntas de los pies. No se percibía otra luz que la titilante lámpara que arrastraba Di An, unos metros más adelante. Habían acordado usar sólo un candil a fin de ahorrar aceite.
La temperatura había ascendido en el túnel. Los quejosos murmullos de Cazamoscas eran interrumpidos a veces por la voz más aguda de la elfa. Los cantos afilados de las piedras se hundían en los codos y el pecho de Riverwind; rozar con la cabeza en el techo implicaría, con toda seguridad, producirse un corte en el cuero cabelludo. ¿Cuánto iba a durar aquello? ¿Tendrían que recorrer todo el camino hasta la superficie arrastrándose por este inmundo agujero de ratas? Se volvería loco, le faltaría la respiración, gritaría como un poseso y arañaría las rocas. Las rocas sólidas, rígidas…
—Levántate, Riverwind.
El guerrero abrió los párpados y se encontró con los mocasines remendados de Cazamoscas. El túnel se abría a una repisa que sobresalía de la pared de un amplio pozo vertical, cuyo límite superior se perdía en la oscuridad aterciopelada.
Di An, sentada en un peñasco, masticaba un pedazo del duro y grisáceo pan. La lámpara titilante reposaba en el suelo, entre sus pies. Riverwind percibió la tenue corriente de aire que ascendía por el pozo.
—¿Dónde nos encontramos?
—En el Pozo del Viento —respondió la muchacha. Dio un buen mordisco al pan, mientras lo masticaba, farfulló—: A veces, el aire sopla con tanta fuerza que casi te alza en volandas.
—¿Cómo saldremos de aquí? —se interesó Cazamoscas.
La elfa dio otro mordisco al pan antes de responder a la pregunta del anciano.
—Escalaremos.
Las paredes eran ásperas y contaban con infinidad de salientes y grietas en las que agarrarse. Di An se sacudió las migajas y a continuación explicó a los humanos el modo de utilizar los ganchos y cadenas que había recogido en la ciudad.
—Subid el gancho, agarradlo a la pared y trepad por la cadena —los instruyó.
Cazamoscas guardaba serias dudas respecto a su habilidad como escalador, mas no le quedaba alternativa. Di An escaló por la pared con agilidad y práctica. Riverwind fue el siguiente, a fin de ayudar al anciano a subir.
—¿Cuánto tiempo hace que exploras estas cavernas? —preguntó el guerrero a la muchacha.
—Muchos años, antes incluso de que Mors me reclutara; entonces era porteadora de vituallas en una mina de estaño. Mi cometido consistía en subir y bajar por los túneles de la mina para llevar la comida a los cavadores. Anteriormente, trabajé para Rhed el constructor; cortaba baldosas y las introducía en el horno refractario.
—Parece un trabajo muy duro para una chiquilla.
Clink. Di An fijó un gancho en la roca y trepó por la cadena.
—Cuando empecé a trabajar para Rhed, tenia ciento cuarenta y siete años —dijo mientras escalaba.
Una fuerte corriente de aire ascendente aplastó a los compañeros contra la pared del pozo. Después, cual un gigante que inhalara hondo, el viento sopló con fuerza en sentido inverso y sacudió los largos cabellos de Riverwind contra su rostro.
—¿Va a continuar de este modo? —gritó Cazamoscas, que se encontraba tres metros por debajo del guerrero.
—Puede incluso empeorar —respondió Di An.
—¿Qué?
—¡Que puede empeorar! —gritó Riverwind.
—¿Habrá alguna señal que lo advierta? —preguntó el anciano.
—Se oirán las ráfagas al descender por el pozo, pero son las corrientes de la parte alta las más peligrosas —explicó Di An. El pobre Cazamoscas no escuchaba lo que decía la chica, así que ella se asomó, sujeta con un solo brazo, y gritó—: ¡Se oyen las ráfagas…!
El gancho del que pendía se soltó de la roca y Di An se precipitó al vacío. Riverwind se aferró con todas sus fuerzas y asió la cadena que la muchacha arrastraba tras de sí en su caída. El seco impacto producido por el peso de la elfa al llegar al final de la cadena estuvo a punto de arrancar al hombre de las llanuras de su asidero a la pared; por fortuna, Riverwind aguantó el tirón y poco a poco izó a pulso a la muchacha hasta que esta alcanzó el muro de roca, cerca del punto donde se encontraba Cazamoscas.
—Estás bien, ¿sí? —preguntó el anciano.
Riverwind subió a la chica hasta su posición. La muchacha llevaba un cinturón de cobre al que iba amarrada la cadena. El guerrero le preguntó si se había lastimado con la caída.
—En absoluto —le aseguró—. Prosigamos.
El valor demostrado por la elfa lo hizo sonreír. La muchacha reanudó la escalada aupándose sobre los hombros y la cabeza del hombre de las llanuras cual si fueran unos salientes rocosos. A continuación recogió el gancho que colgaba del extremo de la cadena y volvió a empezar todo de nuevo.
Escalaron durante más de una hora y remontaron unos sesenta metros. En cierto modo, la oscuridad era una ventaja para los inexpertos que-shu; de haber visto cuán alto habían ascendido, el vértigo los habría dejado paralizados a ambos.
Llegaron a una repisa amplia y los tres compañeros se tumbaron agradecidos en el suelo rocoso del saliente. A sus espaldas se abría un túnel de paredes lisas y pulidas que se perdía en las tinieblas. Di An les indicó que su ruta proseguía por el lado opuesto del pozo, de donde arrancaba un túnel mucho más pequeño al que llegarían rodeando, centímetro a centímetro, el trazado de la repisa.
—¿Qué tiene de malo este camino? —preguntó Riverwind, señalando con el pulgar el amplio y circular túnel a sus espaldas.
—He visto cómo tres niños improductivos perdían la vida por intentar ir por él. Entraron, unidos por una cadena, y poco después salieron arrastrados por el viento que los volteaba como si fuesen hojas secas. —La muchacha miró de reojo el pozo vertical—. Es una larga caída.
La llama de la lamparilla se había reducido a un resplandor mortecino. La mecha chisporroteó y vaciló al no restar combustible en el depósito de cobre. Riverwind extrajo su lámpara y la prendió con la casi agotada de Di An, que apagó posteriormente de un soplido.
En esta ocasión, fue el hombre de las llanuras quien se puso a la cabeza de la marcha, por ser el más fuerte de los tres, y se desplazó por el angosto saliente que se extendía a lo largo del pozo circular en dirección al túnel indicado por la muchacha. La pared se combaba hacia afuera a partir de la repisa, circunstancia que hacía sumamente difícil asirse a ella. En más de una ocasión, el gancho de Riverwind se soltó de la oscura piedra basáltica. Tras él, Di An avanzaba palmo a palmo. Los tres compañeros iban unidos por la cadena que se habían enganchado a los cinturones de cobre. Cazamoscas no se movió y el trozo de cadena que lo ataba a Di An se puso tenso.
—Vamos —lo animó ella.
—No puedo —musitó, con un soplo de voz.
—¿Por qué no?
—Mis brazos no son lo bastante fuertes para sustentarme.
—Pero has escalado muy bien hasta llegar aquí —se sorprendió la elfa.
—Porque me he servido de las piernas, sí. —El anciano se remangó de manera que sus huesudos brazos quedaron al descubierto—. ¿Lo ves? Me es imposible hacerlo.
—Tienes que intentarlo —intervino Riverwind desde su posición adelantada—. Te ayudaremos.
Sin más comentarios, el guerrero desanduvo el arduo camino obligando a Di An a regresar a la repisa original.
Cambiaron el orden de la cordada de manera que el anciano quedara en el medio.
—Mantendré la cadena corta y tirante. Con ello, quedarás pegado a la pared; tú, por tu parte, intenta sujetarte lo mejor posible —lo instruyó Riverwind.
La solución no satisfacía al viejo adivino, pero tampoco podía quedarse donde estaba. Di An se hizo cargo de la lámpara a fin de que el guerrero tuviera las manos libres para abrir camino. Una vez más, el guerrero inició la marcha, con Cazamoscas pegado a sus talones.
El túnel al que se dirigían se encontraba a mitad de camino del pozo circular, es decir, unos veinte metros a lo largo del resbaladizo saliente. Habían hecho un progreso aceptable cuando, de improviso, la mano derecha del guerrero resbaló; manoteó con desesperación para mantener el equilibrio en tanto hincaba con fuerza el gancho aferrado con su mano izquierda. Por desgracia, la tensa cadena propinó un tirón a Cazamoscas, cuya sujeción no había sido buena en ningún momento, y el viejo adivino se precipitó por el borde del saliente. Di An se apresuró a clavar en la pared el gancho que llevaba colgado de la cadena y se aferró con todas sus fuerzas.
Cazamoscas llegó al final de la cadena; esta vez, Riverwind no estaba bien agarrado para soportar el tirón y cayó de espaldas por el borde de la repisa, dejando a la menuda Di An como único punto de anclaje.
Los eslabones metálicos se tensaron con el seco tirón y el cinturón de cobre le aplastó las costillas. El impacto le vació de aire los pulmones; el gancho se escapó de entre sus dedos crispados y se perdió en el pozo. No percibió el golpe del gancho al llegar al fondo, y ello le dio a Riverwind una idea de la profundidad del vacío que se abría a sus pies.
Di An atravesaba una situación terrible. No tenía fuerza para izar a terreno seguro a ninguno de los hombres, y mucho menos a ambos. Ni siquiera se atrevía a moverse, por miedo a perder el agarre; por si esto fuera poco, el cinturón de cobre resbalaba poco a poco por sus delgadas caderas. Cazamoscas pendía en el aire metro y medio más abajo y Riverwind a unos tres metros.
—¿Qué hago? —dijo, con un timbre agudo, producto del terror y el esfuerzo desmesurado.
—La superficie de la pared es rugosa a esta altura. Voy a tratar de asirme a ella.
Acompañando la acción a las palabras, el guerrero se meció para impulsarse a sí mismo y a Cazamoscas hacia la pared. Se oyó golpear contra la roca el cuerpo del viejo adivino.
—¿Estás bien, anciano?
—¡No! Pero sigue con lo que hacías, ¿sí?
Por fin Riverwind encontró unas minúsculas grietas donde aferrar manos y pies. Trepó en diagonal hacia su derecha, cual un extraño cangrejo, y al fin llegó a la altura de los pies de Cazamoscas, apretados contra un punto de piedra lisa y suave.
—¿Está tan pulida como esta parte toda la roca de alrededor? —preguntó entre jadeos.
—Sí… no hay nada a lo que asirme —respondió el anciano.
Riverwind llamó a Di An y le explicó que no tenía posibilidad de ascender más desde el punto en que se encontraba.
—Habré de retroceder hasta la repisa.
—Apresúrate —fue cuanto pudo decir la muchacha.
El guerrero, colgado de la pared como una mosca, avanzó con cautela y sólo cuando descubría una grieta apropiada a la que aferrarse. Dio gracias a los dioses por el hecho de ser Di An quien portara la lámpara; sabía que no habría sido capaz de escalar esta pared mortal con el estorbo añadido del candil.
—¡Riverwind! —llamó Di An con voz tensa—. ¿Te falta mucho para llegar a la repisa?
—La tengo casi al alcance de la mano.
—¡Entonces date prisa! ¡Los eslabones de la cadena se están abriendo!
El peso de los dos hombres era demasiado para los anillos de hierro y los extremos unidos empezaban a ceder por la fuerte tensión. Di An observó impotente, sin que estuviera en sus manos evitarlo, cómo se abrían más y más.
—¡Apresúrate, gigante! ¡Apresúrate!
Riverwind no encontraba apoyo para su pie derecho. El izquierdo lo tenía plantado con firmeza sobre un saliente circular. Alargó el brazo derecho, hincando las uñas en la piedra gris en un desesperado intento de hallar un asidero. Por ultimo, el hombre de las llanuras flexionó la rodilla izquierda y se impulsó hacia la repisa. Justo en el momento en que su mano asía el borde del saliente, los eslabones cedieron. Cazamoscas cayó en medio de gritos y aullidos. Riverwind aprovechó ese precioso instante a su disposición para auparse hasta la repisa y agarrar la cadena con las dos manos. El peso de Cazamoscas estuvo a punto de arrastrarlo, pero por fortuna resistió y jaló del viejo adivino hasta ponerlo en terreno seguro.
Cazamoscas besó el pétreo suelo de la repisa y sollozó de alivio al saberse a salvo.
—Loados sean los dioses misericordiosos —agradeció, en medio de sus lágrimas.
Los dos amigos estaban a salvo, pero ahora era Di An quien se había quedado atrapada. Libre del peso de la cadena de seguridad, la muchacha avanzó con destreza a lo largo del reborde; los últimos sesenta centímetros los salvó de un salto que terminó en los protectores brazos de Riverwind.
—Tengo que descansar —dijo Cazamoscas—. Mis entrañas todavía se retuercen como un salmón corriente arriba.
—Igual me ocurre a mí —admitió el guerrero.
Sin uno de los ganchos y con la cadena rota, quedaba descartado el camino propuesto por Di An. No restaba otra opción que el amplio túnel de paredes pulidas, el mismo en el que habían perdido la vida los tres camaradas de la muchacha.
Tras un breve descanso, reanudaron la marcha. El pasadizo tenía al menos dos metros y medio de diámetro, lo que permitía a Riverwind caminar erguido sin problemas. El piso ascendía en una suave pendiente y el progreso resultaba sencillo. Di An se quedó en la retaguardia, manteniéndose en todo momento detrás de Cazamoscas, pues la atemorizaban las fuertes ráfagas de viento. Con el propósito de alejar de su mente la idea del peligro, el anciano la inició en el aprendizaje del Común, conocimiento, por otro lado, que le sería útil en el mundo del exterior. Cazamoscas descubrió que tenía una alumna aventajada.
—Me pregunto cuál es la causa de que las paredes estén pulidas —comentó Riverwind. A la luz de la lámpara relucían miríadas de granos de mica, lo que otorgaba al túnel la apariencia de un muro creado con diamantes—. No hay señales de agua. La roca está seca.
—El viento es capaz desgastar la piedra, ¿sí? —respondió el anciano—. La arena puede pulir hasta el camino más áspero si la arrastran ráfagas lo bastante fuertes.
—¿De dónde procede el viento, Di An? —Al no recibir contestación de la muchacha, el guerrero reiteró la pregunta.
—De la superficie —contestó al cabo, asomándose con cautela por detrás de la angosta cintura de Cazamoscas—. He oído contar que en el exterior soplan vientos muy fuertes, allí donde el cielo no encuentra las barreras de los muros de roca.
—Muy cierto. —Su ingenua descripción arrancó una sonrisa a Riverwind—. Tiene que existir en el suelo un acceso o abertura de gran dimensión para que entre tanto aire.
—¿Una gruta? —sugirió Cazamoscas.
—Como mínimo. Aunque yo pensaba en algo de un tamaño mucho mayor, como un cráter o alguna otra clase de depresión de proporciones considerables. El viento se arremolinaría en un embudo de esas características por el que posteriormente sería absorbido. —El declive de la cuesta se incrementó; del mismo modo, aumentó la dificultad para caminar sobre la suave piedra del piso. Cada vez con más frecuencia, se vieron obligados a agazaparse y gatear para proseguir adelante. Por fin llegaron a un reducido tramo llano y los tres viajeros hicieron un alto para descansar.
—Quizá siga así hasta alcanzar la superficie —aventuró el guerrero, mientras escudriñaba el túnel envuelto en la penumbra.
—Sería estupendo —dijo Cazamoscas con un murmullo. El anciano estaba amodorrado y daba cabezadas.
Riverwind bebió un trago de la salobre agua hestita.
—Voy a explorar un trecho. Quédate con él. —instruyó a la elfa.
—No te alejes mucho. Perderse aquí, significa la muerte —advirtió ella.
—No te preocupes.
El guerrero dejó la mochila y se puso en camino llevando consigo sólo la lámpara. La rojiza esfera luminosa menguó a medida que Riverwind se alejaba cuesta arriba por el túnel.
Di An lo estuvo observando hasta que incluso el resplandor de la lámpara hubo desaparecido. Suspiró y reposó la cabeza en el hombro de Cazamoscas.
—Un hombre admirable, ¿sí? —dijo el adivino con voz adormilada.
Su inesperada intervención sobresaltó a la muchacha.
—Sí —musitó, lacónica.
—Riverwind está entregado en cuerpo y alma a otra; tenlo presente.
Di An se encogió de hombros y de nuevo apoyó la cabeza en la harapienta camisa del anciano.
Entretanto, el guerrero llegaba a un punto donde el túnel se bifurcaba en tres direcciones, a tan sólo unos cien metros del lugar en que sus compañeros descansaban. Uno de los ramales continuaba hacia arriba y casi en vertical; otro se hundía abruptamente a los pies del guerrero. El tercero ascendía en una pendiente progresiva y gradual. Aun tomando sólo en cuenta una marcha fácil y cómoda, era aconsejable elegir esta última ruta.
El anciano y la muchacha elfa dormían cuando el joven regresó. Los despertó. Con movimientos torpes y ojos adormilados, Di An y Cazamoscas se levantaron y siguieron a su amigo. Aceptaron sumisos su decisión de proseguir el viaje por el ramal de la izquierda. Habían recorrido un corto trecho cuando se escuchó un sordo rugido, un sonido que recordaba el lejano toque de un cuerno.
Di An se despejó de manera repentina.
—¡El viento! —gritó—. ¡Los dioses nos asistan!
—¿Qué haremos? —exclamó Cazamoscas.
—¡Asirnos…! ¡Sujetémonos unos a otros! ¡Es la única posibilidad! —gritó Riverwind.
El ruido atronador creció en intensidad. Un remolino de polvo envolvió al trío, ahora agazapado en un prieto montón sobre el piso del túnel. Un frente de viento, invisible y rugiente, los acometió con una fuerza brutal. A despecho del peso combinado de los tres amigos, la ráfaga los arrolló y los arrastró túnel abajo.
Rodaron y rodaron, sacudidos, zarandeados, golpeados… chillaron y rezaron y se gritaron advertencias los unos a los otros entre tumbo y tumbo. Hubo un momento en que el aire los alzó del suelo y volaron unos cuantos metros. Por último se hallaron de vuelta a la bifurcación de túneles. Fueron rodando hasta la boca del pozo que descendía abruptamente y se precipitaron por él.
Este tramo era corto, y Riverwind sintió un vacío en el estómago cuando, tras varias sacudidas contra las paredes, el túnel dio paso a una caída en un espacio abierto. La violenta zambullida los separó y Riverwind se encontró solo, hundiéndose en un abismo sin fondo.