Embajada al cielo
Un silencio profundo se cernió sobre Vartoom tras la muerte de Li El. Con lentitud, de manera gradual, las gentes de Hest asimilaron lo acaecido. Actuando conforme al consejo de Cazamoscas, Mors ordenó que se cerraran todas las minas y fundiciones por dos días. Las celebraciones espontáneas irrumpieron en las calles y el Pueblo del Cielo Azul las recorrió en libertad propagando su mensaje de esperanza.
Mors no se instaló en el palacio. En lugar de eso, colocó un sencillo sillón de hierro en la Hermandad de las Armas y desde allí gobernó. Los guerreros de Hest llegaron hasta él y le juraron lealtad. A la mayoría los despidió con cajas destempladas.
—Vuestra lealtad es cual un lingote de hierro —les dijo—. ¡Un peso oneroso de soportar y casi siempre carente de utilidad!
El viejo adivino lo exhortó a moderar su tono.
—Es extraño que los desprecies por no haber sabido proteger a Li El, sí. ¿Por que no los haces tus hermanos de nuevo? ¿Por qué no darles una razón que despierte su fidelidad para contigo?
Mors se removió inquieto y tamborileó los dedos un rato.
—Tiene sentido lo que dices —admitió después. Volvió sus ojos invidentes hacia Cazamoscas y añadió—: Para ser un gigante bárbaro demuestras una gran sabiduría.
—¿Acaso se mide la inteligencia de una persona por su estatura?
—En tu caso, no —barbotó el general ciego.
Más tarde, cuando los que-shu se encontraron a solas, Riverwind expresó su malestar por la situación en que se hallaba, ahora que la reina había sido derrocada.
—Mors cree todavía que soy una amenaza. ¡Y no es cierto! Todo cuanto quiero es partir de Vartoom y reanudar mi misión.
Cada día transcurrido en el mundo subterráneo se le antojaba una eternidad. Todos sus pensamientos giraban en torno a Goldmoon. ¡Hacía tanto tiempo que no la veía!
Riverwind se asomó por el balcón de palacio y contempló la ciudad. Los cavadores danzaban por las calles. El vino corría a raudales y su penetrante aroma saturaba el aire reemplazando el olor habitual a humo. Durante los últimos días la atmósfera se había despejado bastante, pero, una vez que los hornos se pusieran de nuevo en marcha, el asfixiante manto retornaría.
En aquel momento llegó corriendo Di An.
—¡Eh, gigantes! Mors quiere veros ahora mismo.
—¿Qué humor tiene hoy? —se interesó Riverwind.
La muchacha elfa se encogió de hombros.
—Desea deciros algo, eso es todo.
Los que-shu intercambiaron una mirada penetrante y siguieron a Di An de vuelta a la Hermandad de las Armas. Un grupo nutrido de guerreros se hallaba presente, equipado con espadas. El paso vivo marcado por Riverwind decreció al percatarse de este último detalle.
—Aquí estamos —anunció Di An.
—Acércate, An Di. —La chica se adelantó y se situó al lado del elfo ciego—. Quiero hablar con vosotros, gigantes.
—Te escuchamos.
—Estos guerreros —señaló Mors con un ademán al grupo de hestitas armados— han accedido a mantener el orden de Hest.
—¿Vas a aceptar la corona? —preguntó sorprendido Cazamoscas.
—No, soy demasiado mayor y poco hábil para gobernar. Deseo instaurar un nuevo sistema político en Hest, de modo que no sea una sola persona la que ejerza poder sobre todos los demás. Algo así como una junta o un consejo de guerreros.
—Muy interesante, pero ¿qué tiene que ver todo eso con nosotros? —inquirió Riverwind.
—Nuestra meta final ha sido en todo momento el regreso al mundo del exterior. Sin embargo, no es posible trasladar a toda la población al mismo tiempo. Quiero saber si los descendientes de Sithas aún sienten resquemor y odio por el pueblo de Hest. —Mors se irguió en su sillón de hierro—. En consecuencia, deseo que tú, Riverwind, regreses al Mundo Vacío en calidad de emisario de Hest.
El hombre de las llanuras se quedó sin habla. No esperaba que se le ofreciera, con tanta facilidad, un cometido tan acorde con sus propios deseos. Sospechó que se le tendía una trampa.
—¿Por qué yo? No soy un diplomático —argumentó con incertidumbre.
—Ni es lo que espero de ti. Te acompañará alguien del Pueblo del Cielo Azul para que hable en mi nombre. Serás su guía y protector en el mundo del exterior.
—Tal vez yo podría realizar ese cometido, ¿sí? —sugirió Cazamoscas.
—No.
—¿No?
—Tú no te marchas —declaró Mors con firmeza—. Tú, viejo gigante, permanecerás en Vartoom para aconsejarme en la creación del nuevo estado de Hest.
Riverwind y Di An miraron al ciego con sorpresa. Cazamoscas, por su parte, bajó la vista a las desgastadas losas del piso con el entrecejo fruncido en un gesto de reflexión.
—Supón que no desea quedarse —aventuró Riverwind.
—No tiene alternativa —replicó el cabecilla.
La presencia de los guerreros armados quedó clara en ese momento. El hombre de las llanuras se disponía a hacer una petición más beligerante en favor de la libertad de Cazamoscas cuando el viejo adivino lo sujetó por el brazo.
—¿Quieres quedarte? —preguntó Riverwind en voz baja.
—Me siento tentado a hacerlo.
—¿Pero por qué? —exclamó su amigo, a la vez que lo miraba de hito en hito—. Este no es tu pueblo.
—Es agradable saberse necesitado, hombre alto. Nadie de Que-shu ha necesitado jamás a Cazamoscas el Loco, salvo para hacerme el blanco de sus burlas. Si Mors quiere que sea su consejero, es una propuesta apetecible.
Riverwind contempló a su amigo con fijeza intentando descifrar si hablaba o no en serio.
—¿Qué me dices del augurio, anciano? Se supone que debes acompañarme adonde quiera que vaya, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo —asintió Cazamoscas con un ribete de cansancio—. Creo que…
—¿Cómo regresará Riverwind a la superficie? —interrumpió Di An—. Con Vvelz y Li El muertos, no resta magia que lo impulse por los pozos. Tendrá que escalar todo el camino.
—Le proporcionaré un guía —fue la simple respuesta de Mors.
—¡Yo lo haré! —ofreció la muchacha con ansiedad.
El elfo ciego denegó con la cabeza.
—No, Di An. Eres mis ojos; no prescindiré de ti. Hay muchos entre los integrantes del Pueblo del Cielo Azul que han estado también en la superficie. Uno de ellos lo guiará.
—¿Cuándo partiré? —preguntó Riverwind con aspereza.
—Tan pronto como reunamos provisiones para tu viaje. Mañana a esta hora.
Mors se puso de pie con brusquedad. Los guerreros adoptaron la posición de firme y dieron un seco taconazo con sus sandalias metálicas. El ciego tendió la mano y Di An la cogió. Mientras guiaba al cabecilla, la muchacha elfa volvió la cabeza y contempló a los frustrados que-shu. Su mirada denotaba preocupación.
—He decidido marcharme contigo —cuchicheó Cazamoscas.
—¿Estás seguro? —inquirió Riverwind en un tono igualmente susurrante.
Los dos amigos se encontraban en los barracones de la Hermandad de las Armas; había guerreros hestitas por todas partes.
—No está bien que le impongan a uno quedarse, sí. Y, como muy bien dijiste, el augurio de las bellotas no debe pasarse por alto. Mi puesto está a tu lado, hombre alto —agregó, agarrando al guerrero por el brazo.
—¡Bien! —Riverwind bajó aún más el tono de voz—. ¿Cómo escaparemos?
—No lo sé… Si huimos, nos perderemos en los túneles. Además, no confiaría en la clemencia de Mors si nos capturan tras habernos dado a la fuga.
—Tiene un corazón de piedra —sentenció Riverwind—. Si te dejo aquí, me temo que jamás te permitirá partir. Por consiguiente, no nos queda otra salida que huir.
—¿Pero cómo? Los hestitas conocen las cuevas mucho mejor que nosotros, sí.
Volvieron una y otra vez sobre el mismo punto, barajando posibilidades, hasta que se presentaron un guerrero y un cavador para llevarse a Cazamoscas. Mors quería organizar la distribución del grano almacenado y precisaba del consejo del viejo adivino.
—Nos veremos luego —dijo Riverwind con una mirada de entendimiento.
—Estoy seguro, hombre alto.
El anciano, con su ajada vestimenta, ofrecía una imagen chocante al ir flanqueado por un soldado ataviado con la armadura repujada a semejanza de un león y el cavador vestido con la túnica de cobre negro. Riverwind los vio partir agitado por las dudas.
El hombre de las llanuras deambulaba por las estancias vacías de palacio. El piso estaba abarrotado de los despojos abandonados por el Pueblo del Cielo Azul tras el saqueo llevado a cabo. Se abrió paso entre los restos de muebles, tapices y otros objetos irreconocibles. Los destrozos hablaban de la furia desatada por las gentes del Cielo Azul. Li El había sido una tirana inflexible, pero Riverwind se descubrió incapaz de odiarla. Mors, por otro lado, era un soñador con mano de hierro por el que no sentía el menor aprecio. Mientras recorría las estancias, el hombre de las llanuras trató de concretar qué suscitaba en él tal reacción. Quizá se debía a algún efecto residual de la suplantación de Goldmoon por Li El.
Se detuvo de repente cuando una figura borrosa salió de un corredor lateral. El desconocido avanzó hasta un punto iluminado por un haz de luz que pasaba a través de un tragaluz.
—Hola, Di An —saludó Riverwind.
—¿Te he asustado, gigante?
—Un poco. ¿Por qué no estás durmiendo a estas horas?
—Me es imposible. He tenido pesadillas —dijo la muchacha, acercándose aún más al guerrero, quien le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—A veces también tengo malos sueños. Cuando me ocurre, salgo del poblado, me dirijo a los bosques y duermo bajo las estrellas.
Di An frunció el entrecejo en un gesto pensativo.
—He visto las estrellas. Son esas pequeñas ascuas rutilantes que centellean en el cielo oscuro, ¿verdad?
Él asintió en silencio. Era fácil olvidar que Di An había estado en la superficie.
¡Di An había estado en la superficie!
Riverwind se puso de rodillas y aferró a la pequeña elfa por los hombros. Ella se puso tensa.
—¿Somos amigos? ¿Confías en Cazamoscas y en mí?
La mortecina luz confería a las pupilas de la muchacha un destello metálico rojizo.
—Sí. Me salvasteis de Karn, allá en el túnel.
—Cazamoscas y yo necesitamos tu ayuda. Queremos regresar a casa.
—Mors desea que el viejo gigante se quede.
—También quiere que te quedes tú. Si los tres huimos, todos conseguiremos lo que anhelamos.
—Mors se enfadaría mucho. ¿Quién sería su embajador?
—No es preciso que lo sea yo. —Riverwind sacudió la cabeza—. Tú podrías hacerlo, Di An. Vuestra gente posee suficiente oro y gemas para comprar cuanto necesitéis del mundo exterior. Cazamoscas y yo tenemos nuestros propios cometidos que llevar a cabo. —La muchacha se apartó de él y meditó sus palabras. Al cabo, se volvió hacia el guerrero.
—¿Hay alguna mujer gigante aguardando tu regreso?
Riverwind no pudo por menos que echarse a reír. ¡Goldmoon una gigante!
—Bueno, sí. Deseo reunirme con Goldmoon —admitió, una vez dominada la hilaridad.
Di An apartó la mirada; los rasgos afilados de su menudo rostro asumieron una expresión de frustración.
—Nuestra lucha contra Li El ha concluido por fin y en mí crece la necesidad de dar mi opinión sobre lo que ocurre. Pero nadie me atiende. Sólo soy una de las muchas niñas improductivas. Mors no me necesita en realidad; cualquier chiquillo podría guiarlo. Tampoco él me escucha.
Riverwind articuló la siguiente frase con todo cuidado.
—Di An, existen muchos sabios en el mundo exterior. Tal vez uno de ellos sea capaz de prestarte ayuda.
—¿Tú crees? —la excitación la hizo alzar la voz.
—¡Sssh! Por supuesto. En caso contrario, no lo habría mencionado.
Di An lanzó ojeadas furtivas a derecha e izquierda.
—Conozco caminos hacia la superficie que los demás ignoran. Puede hacerse. —Su semblante se ensombreció—. Mors jamás me perdonará si me marcho.
Riverwind se puso de pie.
—No te pediré que hagas algo en contra de tu voluntad. Pero tienes la posibilidad de ayudarte a ti misma y a tu gente. El tiempo apremia. Han dispuesto mi marcha para mañana.
Di An se mordisqueó el labio mientras reflexionaba. Por último, pareció tomar una decisión.
—El viejo gigante duerme en la Hermandad de las Armas. Iremos a recogerlo.
Riverwind se sintió profundamente aliviado. La muchacha giró sobre sus talones y salió a toda carrera por el oscuro pasillo.
—¡Di An, aguarda! —siseó el guerrero, corriendo tras ella a ciegas y golpeándose las espinillas con los restos de muebles rotos, agazapados en las sombras—. ¡Espérame! —insistió con voz contenida.
La alcanzó en la corta calzada que conducía desde palacio a la Hermandad de las Armas. Una calma extraña envolvía a Vartoom. Los hornos y las forjas continuaban ociosos y las calles desiertas. Cogidos de la mano, el alto hombre de las llanuras y la chica elfa descendieron a hurtadillas la pasarela inclinada.
La tranquilidad reinante en la Hermandad de las Armas se veía alterada con un sonoro coro de ronquidos; los guerreros dormían tumbados en cualquier sitio disponible. Di An se movió con ágil facilidad entre las figuras reclinadas; Riverwind, por su parte, avanzó con gran cautela, a pesar de lo cual, en más de una ocasión rozó a alguno de los dormidos soldados; no obstante, los hestitas se limitaron a gruñir entre sueños y a darse media vuelta para apartarse de los pies de Riverwind.
Cazamoscas estaba tumbado con la espalda reclinada contra un contrafuerte de la pared y las manos enlazadas sobre el estómago. Di An y Riverwind se detuvieron junto al anciano dormido; la muchacha dirigió una mirada interrogante al hombre de las llanuras y él asintió en silencio. La elfa se inclinó sobre el viejo adivino con el propósito de despertarlo, pero, antes de que su mano rozara el hombro de Cazamoscas, este abrió los ojos de par en par.
—Saludos —susurró.
Aquello causó tal sobresalto a Di An, que la muchacha perdió el equilibrio y cayó sentada en el suelo. La túnica metálica produjo un sonoro repiqueteo al golpear las losas del piso.
—¡Sssh! ¡Intento dormir! —amonestó una voz procedente de algún rincón de la oscura estancia.
Riverwind tiró de Cazamoscas para ayudarlo a ponerse de pie; de inmediato los tres compañeros abandonaron la sala en medio de tropezones, gruñidos y protestas.
—¿Qué ocurre? —inquirió el anciano una vez que llegaron a la calzada.
—Di An y yo hemos hecho un pacto —respondió el guerrero, en tanto revolvía el enmarañado cabello de la chica—. Nos conducirá a la superficie.
Cazamoscas parpadeó y volvió la mirada hacia la elfa.
—¿Oh? ¿Y qué ventaja sacas tú de este pacto?
—Creceré. Dejaré de ser una niña —declaró con seriedad.
El viejo adivino abrió la boca dispuesto a hacer un comentario, pero Riverwind se apresuró a intervenir.
—El tiempo apremia. Tenemos que reunir vituallas y marcharnos antes de que Mors advierta nuestra ausencia.
El peculiar trío, con Di An a la cabeza, recorrió presuroso la calzada.
Antes de salir de Vartoom, la muchacha elfa recogió alimentos y equipo apropiado para escalar. La mayor parte de las vituallas era pan, compacto y seco, relleno con nueces y otros frutos secos, así como unas magras raciones de carne, muy semejante al tasajo con que Riverwind había iniciado el viaje.
La muchacha también recuperó el desgastado sable del guerrero y la calabaza y bellotas de Cazamoscas; había encontrado las posesiones de los hombres de las llanuras guardadas en un armario de los aposentos privados de Li El. El viejo adivino abrazó la calabaza contra su pecho como si fuera un viejo amor perdido mucho tiempo atrás.
—Aguardad. Quiero consultar las bellotas —pidió.
Al advertir el desconcierto de Di An, Riverwind le explicó los atributos de las cáscaras secas.
El anciano, entretanto, se arrodillaba y entonaba las estrofas mágicas. A continuación volteó la calabaza.
—¿Y bien? —se interesó el guerrero.
—No es un buen augurio. ¿Estás seguro de querer escucharlo?
—Habla, anciano.
—Esto es lo que dice el oráculo: «Uno morirá, otro perderá la razón, y el tercero encontrará la gloria».
Los tres compañeros guardaron silencio. Al cabo, Riverwind carraspeó para aclararse la garganta.
—Anciano, hace tiempo que no manejas las bellotas. Quizás has olvidado cómo interpretarlas de manera correcta.
Cazamoscas recogió las cáscaras secas.
—Sea cual fuere nuestro destino, habremos de salir a su encuentro; él no vendrá a nosotros —dijo, con voz inexpresiva.