La última elección
El Pueblo del Cielo Azul marchó hacia Vartoom en masa; una muchedumbre apretada y silenciosa, sin formar en columnas ordenadas. Por dondequiera que pasaba, los cavadores tiraban las herramientas y se sumaban a sus compañeros. La sensación apremiante de que un acontecimiento de importancia vital estaba próximo a tener lugar, se apoderó de los hestitas. Los prisioneros fueron liberados y a Riverwind lo sorprendió el hecho de que muchos de ellos se unieran a la multitud y caminaran pacíficamente junto a los mismos cavadores a quienes habían tratado de matar unas cuantas horas antes.
—¿Por qué te sorprendes, hombre alto? —dijo Cazamoscas—. La causa por la que luchaban, ahora no tiene sentido. Lo que es más, ninguno de ellos siente afecto por Li El.
Riverwind bajó la vista hacia las cadenas atadas en torno a sus muñecas. Mors había insistido en que el joven que-shu fuera maniatado para evitar que, en caso de que Li El reafirmara su dominio sobre la mente del humano, este tuviera posibilidad de causar graves perjuicios al ejército de cavadores.
—Todavía no está vencida. Ella misma es muy poderosa.
El viejo adivino posó la mano en la espalda de su amigo.
—Lo es, sí; mas no tiene posibilidad de derrotar a tantos. Si se resiste, Mors la entregará a los cavadores rebeldes.
—No se rendirá.
En medio de la multitud caminaban Mors y Vvelz. Los que iban en el frente derribaban paredes y vallas a fin de que ningún estorbo se interpusiera en el camino del elfo ciego; este mantenía la mano de Vvelz apretada con todas sus fuerzas; el hechicero no protestó en ningún momento.
Detrás de Mors iban cuatro cavadores que transportaban el cuerpo inerte de Karn. Vvelz le había restañado la hemorragia y cerrado la herida con su hechizo de curación, pero la conmoción y el deterioro causado por la flecha no habían desaparecido. Riverwind y Cazamoscas seguían a los elfos que transportaban a Karn; Di An trotaba al lado del alto hombre de las llanuras.
La muchedumbre hizo una sola parada. Un canal, por el que corría el agua que regaba los trigales situados al pie de las terrazas de la ciudad, hendía el suelo de la caverna. Había dos anchos puentes de piedra que cruzaban la acequia, pero el paso estaba cerrado por los contingentes del Host a los que se había reunido con urgencia en el último momento. El Pueblo del Cielo Azul se arremolinó indeciso, sin saber si cargar o no contra las tropas que defendían los puentes. Mors, Vvelz, los que-shu y Di An se abrieron paso poco a poco hasta la cabeza de la marcha.
—¿Quienes sois? —llamó el ciego.
Uno de los soldados, cuyo yelmo lucía en el frente un sol dorado, se adelantó un paso.
—¡Alto, Ro Mors!
—¿Quarl? ¿Eres tú?
—Sí, Ro Mors.
—Apártate, Quarl. No podrás detenernos.
—Tengo órdenes —respondió el guerrero.
Mors se alejó del acceso de piedra.
—Tomad los puentes —ordenó en voz alta.
Los cavadores pertrechados con armas cerraron filas y avanzaron; las espadas y las lanzas centellearon a la luz del sol de bronce.
Quarl y sus treinta guerreros se adelantaron hasta el centro del puente. A todo lo largo de los bancos del canal, los cavadores se deslizaban por la pendiente hasta el agua y vadeaban la lenta y somera corriente. El humo ocultaba el otro puente, pero el sonido del entrechocar de las armas reveló que los bandos oponentes habían iniciado la batalla en aquel punto.
Los cavadores del Cielo Azul se movían con cautela. Una cosa era tender emboscadas a los soldados en campo abierto para lanzarles pimienta y piedras, y otra muy distinta enfrentarse a ellos cara a cara, espada contra espada… Avanzaron con manifiesta lentitud. Los guerreros de Quarl se impacientaron y los insultaron a voz en grito.
Una fuerte ráfaga de viento barrió el puente y arrastró el humo, que entró en los ojos de los cavadores. Vvelz se soltó de la mano de Mors de un brusco tirón.
—¡Echaos al suelo y cubríos las cabezas! —gritó.
—¿A qué viene esa tontería? —demandó Mors.
—¡Li El…!
El sordo estampido del trueno retumbó en la cueva. La superficie del canal se rizó con ondas minúsculas; los cavadores que vadeaban la corriente gritaron aterrados cuando el caudal del agua creció de improviso y se encrespó en una ola descomunal que duplicaba su altura. Sobre Vartoom se arremolinó el humo y formó una tromba. Las gentes del Pueblo del Cielo Azul lanzaron alaridos y se postraron de rodillas en tanto se cubrían la cabeza con los brazos.
Muy pronto, de todos los miles congregados, sólo Mors y Riverwind permanecían erguidos.
—¡Descarga tu ira, Li El! —bramó el ciego—. ¡Prueba si eres capaz de hacerme desaparecer con un soplido!
Apenas había terminado de hablar, cuando el suelo bajo sus pies empezó a temblar. Sobre los puentes, tanto los guerreros como los cavadores olvidaron la lucha y corrieron en busca de terreno más seguro. La tromba se precipitó sobre los soldados al otro lado de la acequia y los alzó con sus remolinos en el aire en medio de gritos de terror. La cólera de Li El se descargaba con brutal intensidad incluso sobre sus propias tropas.
Los cavadores que se encontraban en el puente casi lograron ponerse a salvo, pero, cuando les faltaban apenas unos pasos para alcanzar la orilla, el pavimento se resquebrajó y se desplomó en el canal. Los cavadores manotearon para guardar el equilibrio y evitar la caída; sin embargo, al percatarse de que la tromba se les echaba encima, el pánico hizo presa de ellos y saltaron a las aguas embravecidas. La fuerte corriente los arrastró.
Riverwind trató de resguardarse el rostro con los brazos, pero los remolinos de humo y grava clavaron punzadas inclementes en sus ojos. Se abrió paso a trompicones entre los aterrados hestitas hasta donde se encontraba Vvelz y obligó al hechicero a ponerse de pie.
—¡Haz algo! —le gritó—. ¡Detenla, o todos pereceremos!
—No puedo. ¡Es demasiado poderosa! —gimió Vvelz.
El hombre de las llanuras zarandeó al aterrado elfo.
—¡Inténtalo, maldito seas! —le ordenó, ayudando al hechicero a sostenerse de pie. El cabello plateado de este ondeaba al viento; Vvelz, sacudido por los temblores, extendió los brazos.
—¡Atended mi voz! —Sus palabras resonaron en la cabeza del hombre de las llanuras con más fuerza que el rugir de la tromba—. ¡Tormenta y terremoto, marchad! ¡Humo y vapores malignos, partid! ¡Todo es orden, todo es calma! ¡Atended mi voz!
La nube en forma de embudo retrocedió y la tromba cernida sobre el canal se calmó. Riverwind gritó unas palabras de ánimo al hechicero, cuyo rostro estaba empapado de sudor; el enteco cuerpo se sacudía con violentos temblores. Los esbeltos dedos se crisparon y apretó los puños.
—¡Obedeced el equilibrio de la naturaleza! ¡Dispersaos, creaciones de una mente perversa! Dejad de existir. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
La tromba se redujo a una delgada y retorcida columna de humo denso y negro. La corriente del canal perdió su fuerza violenta y se deslizó con lentitud entre las piedras caídas del puente… y entre los cadáveres de los elfos ahogados.
El hechicero se volvió hacia Riverwind y Mors. Sus ojos estaban desorbitados y su rostro denotaba estupefacción.
—¡La he vencido! —musitó. La expresión de pasmo se trocó en otra de alegría—. ¡Por fin he vencido a mi hermana!
Todavía hablaba cuando la cola de humo negro se arrastró cual un monstruoso tentáculo y agarró a Vvelz. Se enroscó tres vueltas en torno a su cuerpo y lo alzó en el aire mientras el hechicero pateaba y aullaba. Con un movimiento reflejo, Riverwind saltó hacia la cola humeante en un intento de salvar a Vvelz; sus manos atadas la atravesaron y se mancharon de negro hollín. Desesperado, aferró una espada abandonada por un cavador y acuchilló con movimientos torpes el tenebroso tentáculo, pero sus arremetidas no surtieron efecto alguno. Vvelz clamaba socorro, misericordia; tenía los brazos sujetos contra los costados, con lo que le era imposible realizar un hechizo.
El tentáculo de humo se alejó del canal a gran velocidad. Los gritos desesperados de Vvelz se perdieron en la distancia. Riverwind, jadeante, se quedó parado al borde del puente derruido, presenciando cómo la magia de Li El se llevaba a su hermano. La negra cola de la tromba se redujo a una mancha de hollín que se sumergió en el palacio y desapareció. Un profundo silencio reinó en las ruinas del puente.
Pasaron horas hasta que todos los miembros del Pueblo del Cielo Azul cruzaron el canal, a pesar de que vadearlo no era una tarea trabajosa. Un trigal arrasado fue cuanto encontraron al alcanzar la orilla opuesta. La tromba había arrancado de cuajo hasta la última espiga, dejando a su paso una escalofriante escena de paja reseca y tallos retorcidos. Vartoom se encontraba a poco más de un kilómetro de distancia. La ciudad parecía desierta.
Poco después alcanzaban las rampas que conducían a la población. La muchedumbre —que difícilmente se podía considerar un ejército— se desbordó por las empinadas calles. Los cavadores de Vartoom se asomaron curiosos y se sumaron a las gentes del Cielo Azul. En las avenidas tuvieron lugar infinidad de reencuentros rebosantes de alegría entre aquellos que habían huido para unirse a Mors y los familiares que habían quedado atrás.
Cuando el general ciego y su gente llegaron a la avenida de los Tejedores, apareció un grupo reducido de soldados. Una ojeada a la multitud bastó para que huyeran.
—Son unos cobardes —sentenció Mors cuando le dijeron lo ocurrido—. Las cosas eran muy diferentes en tiempos del gran Hest. Hasta el último guerrero habría dado la vida por defender a su señor.
—Li El no inspira…, no merece… semejante devoción —opinó con severidad Riverwind—. El espectáculo de un millar de cavadores armados quitaría las ganas de luchar a casi cualquier soldado.
No encontraron oposición alguna en el camino a las puertas de palacio. Las descomunales hojas metálicas estaban abiertas de par en par, como invitándolos a entrar.
—No queda otro remedio, sí —musitó Cazamoscas, aunque no dio un paso para ser el primero en acceder al interior.
—Es mi deber encabezar la marcha —afirmó Mors, en tanto se libraba con suavidad de los dedos de Di An, enlazados con los suyos—. Pero no el tuyo, querida.
—Dondequiera que vayas, iré contigo —susurró la chica.
—Esta vez no, An Di. —El ciego se echó hacia atrás la negra capa metálica y, de una funda escondida hasta el momento, desenvainó una espada estilizada, de fina manufactura—. Este será mi bastón.
Mors echó a andar a la vez que blandía la espada atrás y adelante. Había recorrido la mitad del camino que lo separaba de las puertas, cuando la entrada se incendió con una llamarada mágica. Los cavadores retrocedieron aterrorizados, y Di An gritó al ciego para advertirle del peligro.
—No siento calor alguno —dijo el elfo, y prosiguió adelante.
—¿Qué opinas, anciano? —preguntó Riverwind.
—Yo noto calor, sí.
Mors se metió en las llamas. Los gritos conmocionados de cientos de cavadores se tornaron en suspiros de alivio cuando el ciego se detuvo en mitad de la ardiente hoguera sin dar muestras de dolor.
—Aquí no hay fuego —declaró el elfo.
—¡Una ilusión! —exclamó Cazamoscas.
—Rota por aquel a quien dejó ciego —agregó Riverwind.
Con la certeza de que el fuego no era real, los demás lo atravesaron, si bien con cierta vacilación. Riverwind sólo advirtió un ligero cosquilleo en la piel.
El desorden reinaba en el interior de palacio. Los muebles de piedra aparecían rotos en pedazos, los tapices tejidos con finos alambres estaban desgarrados. El hollín embadurnaba algunas estancias, y aquí y allá yacían los cadáveres de soldados. En la sala de la chimenea, las estatuas de los héroes de Hest estaban mutiladas; las cabezas y miembros de bronce alfombraban el piso. Los globos azules habían desaparecido de los pedestales y no había señales de ninguno por parte alguna.
La hoguera de la gran chimenea ardía al igual que lo había hecho durante siglos. Mors dio unos golpecitos con la espada en el hogar circular, ignorante de la destrucción que asolaba el palacio a causa de su ceguera que, de igual modo, le impidió advertir lo que indujo al resto a detenerse de forma súbita.
—Mors —advirtió Riverwind con voz tensa.
—¿Qué ocurre?
—Suelta las ataduras de mis manos.
—Cuando lo crea oportuno. —El ciego se encaminó hacia el salón del trono.
—Suéltalo, por favor —suplicó Di An. Mors hizo un alto al captar un timbre de alarma en su voz.
—¿Qué ocurre? —preguntó de nuevo.
—Hemos encontrado a Vvelz —intervino Cazamoscas.
En el centro de la hoguera de la chimenea se erguía la gigantesca estatua de Hest y, encadenado a ella, estaba el hechicero. Tenía la boca abierta y sus ojos desencajados los contemplaban con un terror absoluto, sin paliativos, mas no exhalaba grito alguno ni realizaba el menor movimiento. Las silenciosas y extrañas llamas le bañaban el cuerpo. Cazamoscas describió la espeluznante escena a Moors.
—Obra de Li El —dijo este entre dientes.
—¿Podemos ayudarlo? —inquirió Di An con un soplo de voz.
—Está muerto —declaró Riverwind, mientras daba la espalda a tan macabro espectáculo.
—Lo juzgué mal —admitió el ciego, quien se mantenía erguido con el rostro vuelto hacia el fuego frio—. No habríamos logrado llegar hasta aquí si Vvelz no hubiese combatido la magia de Li El.
Los cavadores entraron en la sala en silencio, dominados por un temor reverente. A lo largo de generaciones, el palacio había sido para ellos tan inalcanzable como las propias estrellas. A raíz de la destrucción de los templos y la masacre de sus clérigos, los cavadores habían alzado la vista hacia palacio contemplándolo como la morada de sus dioses. Ahora, sus pies sucios y descalzos se posaban sobre el mismo piso de mosaico por el que Hest en persona había caminado en tiempos remotos.
—Venid todos —ordenó Mors al captar sus susurros amortiguados—. Tenemos en nuestras manos el destino.
Encontró cerradas las puertas de acceso al salón del trono. Alzó el pie calzado con sandalias; metálicas y propinó una patada a las dobles hojas, que se abrieron de par en par con estruendo. Penetró en la estancia, espada en mano.
—Sal, Li El. No me obligues a que te cace como a una alimaña.
Una risa aguda, femenina, se filtró a través de los cortinajes dorados que rodeaban el trono. El ciego esbozó una mueca y arremetió con su espada, que se hundió en las cortinas. Mors blandió el arma a derecha e izquierda con brutales golpes que arrancaron un amplio tramo de las colgaduras.
Sentada en su trono áureo se hallaba la reina; erguida, el cabello cubierto por la capucha, cada pliegue de la túnica colocado y arreglado a la perfección. Sus manos descansaban una sobre la otra en su regazo; las delicadas uñas relucían doradas. En conjunto, semejaba una bella estatua de marfil y oro.
—Has sido siempre muy melodramático —dijo Li El. Riverwind y los demás se aproximaron a la abertura practicada por Mors en las cortinas. Los ojos de la soberana les dedicaron una breve ojeada y retornaron al general ciego—. Además de tosco y previsible. ¿Qué te propones hacer ahora? ¿Matarme?
—Tu voz denota temor, El Li. Lo percibo —replicó con sequedad Mors.
—¡No me llames así!
—¿Por qué no? Hubo un tiempo en que te gustaba que lo hiciera.
—Jamás —negó la mujer con brusquedad, poniéndose de pie. Los pliegues de la túnica se estiraron con un suave repiqueteo de oro—. Jamás despertaste en mí ningún sentimiento, Mors.
Él hizo un ademán y chasqueó los dedos; el cuarteto de cavadores que portaba a Karn se acercó con premura y depositó el cuerpo con cuidado en el suelo, a los pies del general. La expresión altanera de la reina se tambaleó.
—Me dijeron que había muerto.
—¿Acaso te importa?
—¡Es mi hijo!
Mors se encogió de hombros.
—También es hijo mío.
—¿Su hijo? —exclamó Riverwind. Al confirmarlo Cazamoscas, el hombre de las llanuras se volvió hacia la reina—. Lo tratabas como a un sirviente estúpido. Jamás tuviste una palabra de afecto o amabilidad para él.
Li El dio un respingo y alzó la mano. Unos puntos luminosos chisporrotearon en el aire.
—Es un guerrero. Tenía que hacerse fuerte. ¡No hay lugar para el afecto entre una soberana y su súbdito!
Mors bajó la espada hasta que la punta rozó la garganta de Karn.
—Ven aquí, Li El —dijo. Ella no se movió—. Ven o lo mataré.
La mujer bajó la mirada al cuerpo inerte de su hijo.
—No serías capaz.
—¿No? ¿Estás segura?
Li El descendió los peldaños del estrado y se aproximó a Mors. El repulgo dorado de la túnica susurró al arrastrarse sobre el mosaico. Un repentino temor por el ciego asaltó a Riverwind. Si la mujer lo tocaba, ¿no caería también Mors bajo su hechizo como le había ocurrido a él?
Pero el elfo ciego sabía muy bien lo que hacía; alzó la espada y apuntó con ella a Li El, quien, con deliberada frialdad, permitió que la afilada punta se hundiera en su áurea túnica.
—Y ahora, mátame, Mors —susurró—. Atraviésame. Es lo que deseabas hacer, ¿no?
El salón del trono vibró por la tensión del ambiente. Mors permanecía estático, con la cabeza ligeramente ladeada a fin de captar sus movimientos. Al no producirse el ataque del ciego de manera inmediata, una leve sonrisa curvó los labios de Li El.
—Eres incapaz de hacerlo —dijo—. No puedes lastimarme.
—No. No puedo —declaró Mors, a la vez que apartaba la espada. La soberana dio un respingo involuntario cuando la punta de acero pasó rozándole el estómago—. Porque no es el momento de anteponer venganzas personales. Es a ellos a quienes corresponde decidir tu suerte. —Su mano señaló a la masa de cavadores situados a sus espaldas.
Li El estalló en carcajadas. Oleadas de perfumes cálidos y dulzones se expandieron por el salón, y se escuchó el tintineo lejano de campanillas.
—¿Ellos? —repitió cuando cesó su hilaridad—. ¿Con qué derecho? ¿Cómo emitirán un veredicto?
—Con un juicio —intervino Cazamoscas.
—Sí, un juicio —abundó Riverwind—. Que los nuevos dirigentes de Hest juzguen a los antiguos.
La sonrisa de Li El desapareció y su semblante se ensombreció mientras alzaba una mano con la que señaló a los que-shu. Riverwind se encogió sobre sí mismo en un intento de eludir el conjuro, pero Mors había escuchado el movimiento de la soberana y alzó la espada de modo que la punta se posó en su garganta, debajo del mentón.
—Si osas siquiera respirar, te degüello en este mismo momento. Sabes que no es una amenaza vana. —Li El bajó la mano. Mors sonrió; una sonrisa tensa y sarcástica—. Me gusta la idea de celebrar un juicio. Nombraremos un jurado de cavadores y yo actuaré como su abogado fiscal.
—No —siseó la soberana—. ¿Permitirás que un puñado de sucios e ignorantes cavadores decida mi suerte?
—¿Y quién mejor que ellos? —intercedió Riverwind—. Conocen tu crueldad y la han sufrido en sus carnes.
—¡Jamás!
La sonrisa de Mors se evaporó.
—Está decidido.
Todos seguían con tanta atención el enfrentamiento mantenido por Mors y Li El, que nadie advirtió que Karn abría los ojos. Abarcó la escena de una ojeada y escuchó el intercambio de palabras rebosantes de odio entre su padre y su madre. Cuando el ciego se afirmó en su resolución de someter a la reina a un juicio y ejecutarla, Karn se incorporó de un salto. La precaria situación de su madre y soberana, infundió fuerza a su cuerpo debilitado. Pálido, tambaleante, el semblante demudado por el dolor y toda una vida de cólera soterrada, se lanzó al ataque.
—¡Mors! ¡Cuidado con Karn!
Pero el ciego no sabía dónde se encontraba el joven elfo. Blandió la espada, con la que trazó un amplio círculo a fin de rechazar el ataque de su hijo. Este aguardó hasta que el acero sobrepasó su posición y se abalanzó contra su padre. Riverwind y Cazamoscas corrieron en ayuda de Mors. Los cavadores empezaron a gritar y Li El levantó los brazos…
Pronunció una sola palabra en el lenguaje arcano de la magia y un velo de oscuridad impenetrable envolvió el salón del trono. Sobrepasando el tumulto desencadenado, se escuchó la voz de Mors tronando órdenes.
—¡Cerrad las puertas! ¡Obstruidlas con vuestros propios cuerpos si es preciso, pero no los dejéis escapar!
Riverwind sintió varios cuerpos pequeños alejarse a toda carrera en la oscuridad. Una puerta chocó con estruendo contra la pared de piedra y un haz de luz rojiza se abrió paso en el hechizo de tinieblas conjurado por la reina. Una de las hojas metálicas del acceso a la sala de la chimenea se había abierto de par en par impulsada por el ímpetu de los cavadores en su afán por salir del salón del trono. La eterna llama, fría e inmutable, todavía ardía en el hogar, si bien su resplandor era más amortiguado. Y, lo que era aún más sobrecogedor, la estatua de Hest y el cuerpo de Vvelz refulgían cual antorchas sobrenaturales. Unas sombras oscuras revoloteaban entre Riverwind y el resplandor de la hoguera.
Un alarido. El hombre de las llanuras sabía reconocer un grito agónico cuando lo escuchaba.
—¡Cazamoscas! ¿Estás bien? —chilló.
—Sigo vivo, hombre alto.
Con idéntica prontitud con que había surgido, la oscuridad desapareció. Riverwind vislumbró al viejo adivino al otro extremo del salón; el anciano estaba agachado y examinaba algo tendido en el suelo. El guerrero se abrió paso entre la multitud de cavadores y encontró a Cazamoscas de pie junto al cuerpo ensangrentado de Karn.
—Se enfrentó a Mors y fue derrotado —dijo el anciano con tristeza.
—¿Puedes hacer algo?
—No con semejante herida. Si Vvelz estuviera aquí… —Cazamoscas se cubrió la cara con las manos—. Esto es demasiado, hombre alto. Demasiado.
—Lo sé. —El joven posó la mano en el hombro de Cazamoscas—. ¿Dónde están Mors y Li El?
—Lo ignoro. No los vi salir.
Los cavadores arrancaron los cortinajes dorados y descubrieron una puerta secreta que estaba entreabierta. Riverwind se apropió de la espada de un rebelde del Pueblo del Cielo Azul y propinó una patada a la puerta, que se abrió de par en par. Se encontró al pie de una escalera que ascendía. Los peldaños conducían a un corredor recto por que el que se internó a todo correr, seguido por la muchedumbre enardecida.
De pronto, algo lo rechazó con brusquedad. Como a simple vista no había nada que se interpusiera en su camino, lo intentó de nuevo. Una vez más chocó con la barrera invisible.
—¡Li El ha cerrado este acceso! —informó.
Di An se abrió paso a empujones hasta la primera línea de la muchedumbre.
—Intentémoslo por la galería —propuso—. ¡Por aquí!
La fachada principal de palacio contaba con una extensa balconada que corría a todo lo largo del segundo piso. El grupo dio media vuelta y bajó la escalera. Di An condujo a los que-shu hasta un recóndito tramo de escalones que arrancaba del exterior del edificio y que llevaba hasta la galería.
—¿Cómo conocías este pasaje? —se interesó Cazamoscas.
—Maese Vvelz me llevó por aquí en cierta ocasión —respondió la chica.
Los ánimos se habían caldeado y los cavadores estaban indignados ante la posibilidad de que Li El se hubiese dado a la fuga tras ocasionar algún daño a su general. Algunos arrancaron las contraventanas metálicas ornamentales de las ventanas y treparon al interior; varios regresaron para abrir la cerradura que aseguraba las pesadas puertas de la galería a fin de dar vía libre a los que-shu. La turba entró a saco en los lujosos dormitorios y estancias y encontró grandes reservas de alimentos almacenados, sobre los que se lanzaron con voracidad los más hambrientos. La situación escapaba a todo control y se tornaba por momentos en un disturbio en el que predominaba el pillaje, cuando se corrió la voz de que Mors había sido hallado.
Riverwind corrió y sus largas zancadas cubrieron veloces las amplias baldosas de metal pulido. Di An, jadeante por el esfuerzo, iba tras sus pasos. El guerrero resbaló al frenarse en seco; un poco más adelante, el suelo se había venido abajo. Mors estaba de pie sobre un angosto fragmento de piedra suspendido en la nada. Tanto el elfo como la piedra que lo sostenía flotaban en el aire.
—¿Qué te sustenta? —preguntó Cazamoscas.
—El nefasto sentido del humor de Li El —respondió Mors desde su percha. El elfo no daba muestras de nerviosismo; por el contrario, se advertía que lo dominaba una profunda cólera—. El suelo se desplomó a mi alrededor, como veréis. No puedo moverme; incluso si alzo un pie, el hechizo que sostiene esta piedra se rompería al instante.
—Necesitamos una cuerda —dijo Riverwind.
En aquel momento llegó Di An y captó al punto lo apurado de la situación.
—¡Mors! —gritó.
—Tranquilízate, Di An. Todavía no estoy muerto.
La muchacha se volvió hacia el cavador más próximo y lo zarandeó.
—¡Haremos una cadena de rescate como en las minas! ¿Comprendido? —le gritó a la cara. El cavador asintió con entusiasmo.
Riverwind se apartó a un lado y quince elfos se tumbaron boca abajo en el suelo. Otros doce se sentaron sobre sus compañeros y enlazaron los brazos en torno a las piernas del que estaba detrás. Diez más treparon sobre ellos y repitieron la operación de modo que, poco a poco, se asomaron sobre el vacío. Ocho elfos se apilaron sobre los anteriores y, sobre ellos, lo hicieron otros seis de forma que crearon una pirámide inclinada de cuerpos. Los dos cavadores que treparon hasta el extremo más alejado quedaron separados de Mors a tan corta distancia que podían alcanzarlo si extendían el brazo.
Di An escaló la pirámide viviente y formó el último eslabón. Avanzó a gatas, encontrando asideros en la masa de espaldas arqueadas y miembros entrelazados. Llegó hasta Mors y le rodeó el cuello con sus finos brazos.
—An Di, ¿qué haces? —inquirió él, consternado.
—Salvarte. Vamos, trepa.
La pirámide de cavadores se balanceó y gruñó bajo la tensión creada por el peso extra del ciego, pero se mantuvo firme. Mors llegó a gatas a terreno seguro y al punto Di An hizo lo propio. Todos los demás, empezando por el extremo más alejado, regresaron a la inversa hasta llegar a suelo firme.
Con la mano de Mors apretada entre las suyas, Di An explicó al perplejo Riverwind que aquella era la técnica que empleaban para rescatar a sus compañeros cuando tenía lugar algún desastre minero.
—Eso no tiene importancia en estos momentos. ¡Hemos de encontrar a Li El! —interrumpió el ciego.
No les llevó mucho tiempo dar con ella. Los cavadores registraron el palacio de arriba abajo y uno de los grupos que saqueaba los pisos altos, halló a la soberana escondida en una alcoba. La reina los hizo retroceder por el corredor en medio de chillidos de pavor.
Mors y Cazamoscas entraron por un extremo del pasillo al mismo tiempo que Riverwind y una multitud de cavadores armados lo hacían por el lado opuesto. Li El corrió hacia ellos suponiendo que su presencia los dispersaría como briznas de paja aventadas; pronto salió de su error al encontrarse con un frente, firme e inconmovible, de puntas de espada. Entonces, se volvió hacia Mors.
La capucha dorada le había resbalado hasta los hombros y la oscura melena aparecía desgreñada. Alzó las manos como si fuese a realizar un conjuro de sueño, pero los brazos le temblaban de tal modo que se apresuró a bajarlos contra los costados. Su rostro sudoroso denotaba una gran desesperación.
El general ciego se acercó a ella con lentitud, blandiendo la espada ensangrentada.
—Nunca lo entendiste, estúpido y obstinado guerrero sin cerebro. ¡Tenía que ser dura! No hay lugar para el pueblo de Hest en el Mundo Vacío. Allá arriba no habríamos sido más que otra pequeña ciudad del estado. Aquí, en las cavernas, somos ciudadanos de un imperio.
—Un imperio de oscuridad y silencio —apuntó Riverwind—. ¡Deja que los hestitas descubran de nuevo la luz del sol!
—Tu mundo se muere, sí —agregó Cazamoscas—. El aire está impregnado de humo y las cosechas no crecerán por mucho más tiempo a pesar de la magia. Si los hestitas permanecen en estas cuevas, acabarán por perecer todos. Vuestra raza desaparecerá.
—¡Mentiras! —Li El pateó el suelo y un eco sordo retumbó por todo el palacio. La mujer estaba exhausta—. Los humanos sólo quieren explotar a los que pertenecemos a razas más antiguas. Si conduces a los cavadores al exterior, Mors, acabarán como esclavos de los bárbaros.
Sus ojos, velados por la locura, recorrieron la multitud congregada a su alrededor y no encontraron más que elfos furiosos, amargados: los esclavos que ella había maltratado a lo largo de décadas. Luego contempló con fijeza la espada ensangrentada y a Mors que se acercaba más y más. De improviso, irguió la espalda y la mano temblorosa alzó la capucha dorada sobre el cabello. Li El se volvió hacia uno de los ventanales del corredor.
—¡No! —gritó Cazamoscas—. ¡Detenla, Mors!
La soberana abrió las contraventanas de hierro cinceladas. La Avenida de los Héroes se extendía cuatro pisos más abajo. Sin pronunciar otra palabra y sin mirar atrás, Li El se arrojó por el ventanal.
Riverwind se lanzó hacia la elfa, pero lo hizo demasiado tarde. Percibió un revuelo de oro y al instante la reina de Hest desapareció de su vista.
Se volvió hacia Mors. El líder del Pueblo del Cielo Azul tenía las manos apoyadas en la empuñadura de su espada, y su rostro reflejaba una expresión de total satisfacción.
—¿Por qué no se lo impediste? —inquirió Riverwind.
—Un último favor a un enemigo derrotado. —Los labios de Mors se apretaron en un rictus inflexible—. Y a un amor perdido. —Al no recibir respuesta del hombre de las llanuras, prosiguió—: ¿No lo comprendes? Este es el mismo ventanal por el que el último hijo de Hest se precipitó muchos años atrás.