Sangre y oro
Una vez, siendo aún un chiquillo, Riverwind había presenciado el paso de una compañía de mercenarios por el bosque situado al sur de Que-shu. Su abuelo lo había prevenido desde la más temprana edad contra tales merodeadores y truhanes; en consecuencia, cuando el muchacho escuchó el amenazador e inequívoco traqueteo del acero en el bosque, trepó a un alto arce y se ocultó entre las frondosas hojas. Los soldados pasaron justo debajo de su escondrijo.
En primer lugar iba la caballería; cien hombres, montados en poderosas bestias, que vestían petos abollados y oxidados y manejaban lanzas largas. No atisbó sus rostros, pero bajo los yelmos se advertían mechones de cabello oscuro y áspero. Los jinetes cabalgaban a paso lento y en silencio; sus pupilas escrutaban de manera constante los árboles circundantes en busca de alguna señal de movimiento.
Tras la caballería marchaba un contingente de infantería. Riverwind divisó a estos hombres con más detalle, ya que se habían despojado de los cascos y llevaban las cabezas al descubierto. Eran unos tipos fornidos de cabello rubio o pelirrojo, recogido en largas trenzas. Colgadas de los hombros, portaban unas temibles hachas de doble hoja. Los soldados no prestaban atención alguna a la espesura que flanqueaba su marcha, sino que reían y charlaban los unos con los otros en un lenguaje indescifrable para el muchacho.
Tras el batallón de unos cien hombres equipados con hachas, seguía otro grupo de arqueros. Estos últimos vestían armaduras de cuero y su paso era ligero y elástico. Llevaban los largos arcos colgados en bandolera y cada hombre blandía una maza con un pincho inserto en la punta. Hablaban con voces quedas, en frases recortadas; un estilo sobradamente conocido por el muchacho. Era el modo de comunicarse característico de los cazadores, quienes hablaban lo imprescindible para mantener contacto con sus compañeros y no espantar a la caza.
Mientras contemplaba el paso de aquel despliegue amedrentador y llamativo, Riverwind sintió ceder una de las débiles ramas a las que se aferraba. La madera se rompió con un seco chasquido. Logró evitar precipitarse al suelo, pero la frágil rama quebrada cayo ondeando hasta la calzada.
Uno de los arqueros la vio caer y la recogió del suelo.
Riverwind contuvo la respiración, pero el hombre se limitó a seguir la marcha mientras giraba entre los dedos el flexible tallo lleno de hojas. Justo un instante antes de que el arquero se perdiera de vista y cuando Riverwind dejaba escapar un suspiro de alivio, el sujeto sacó una flecha de la aljaba, la encajó en el arco, tensó la cuerda y la soltó, todo eso en una sola y ágil maniobra. La punta metálica del astil se clavó en el tronco, junto a la cabeza de Riverwind. Las vibraciones del impacto se extendieron por la estructura del árbol.
Faltó poco para que el muchacho se desmayara del susto. El arquero habló en un claro que-shu.
—Ten cuidado, amigo; una rama puede ser tan mortal como una flecha.
Sin añadir una palabra más, el arquero se alejó. Ningún otro se percató de lo ocurrido.
Era extraño que aquel recuerdo hubiese acudido a su memoria en este momento. O, quizá, no lo fuera tanto; la mente de Riverwind vagaba desorientada por el laberinto de vivencias pasadas. En su evocación se encontró con muchos fantasmas: amigos y enemigos de la infancia; su abuelo; su hermano perdido, Windwalker; y Loreman, Hollow-sky, Arrowthorn… pero no Goldmoon. En el rincón de su mente, allí donde debería hallarse luminosa y bella, sólo veía sombras y escuchaba voces amortiguadas. ¿Dónde estaba Goldmoon?
—¿Qué rezongas por lo bajo? —preguntó Karn.
—¿Dónde está Goldmoon? —inquirió el guerrero.
—Sabes muy bien que se encuentra en la ciudad y que espera que arrasemos de una vez por todas a esos rebeldes.
El elfo estaba harto de mantener esta charada estúpida. Él y sus guerreros habían recorrido casi cuarenta kilómetros registrando la cueva de un lado a otro.
—¿A qué ciudad te refieres? —preguntó Riverwind. La bruma que oscurecía su mente se extendía más y más hasta difuminar los recuerdos más recientes.
—¡Vartoom! —replicó con brusquedad el elfo—. Bárbaro estúpido.
Vartoom. Riverwind se esforzó por ordenar el confuso tropel de ideas.
—¿La ciudad subterránea?
Karn no se tomó siquiera el trabajo de contestar. El plantío de manzanos llegaba a su fin; el límite lo conformaba una hondonada pedregosa que habrían de cruzar y al otro lado se encontraba la boca y las excavaciones de una mina de oro. Desde donde se hallaba, el elfo advirtió que la mina estaba desierta; no se veía el ajetreado ir y venir de los cavadores que transportaban las carretillas cargadas con el mineral aurífero hasta la fundición. No se percibía movimiento alguno en la excavación. Aquello no era normal. Li El había ordenado que las minas de oro trabajasen a pleno rendimiento.
—Alto —gritó Karn, a la vez que levantaba una mano.
A sus espaldas, cuatrocientos soldados frenaron la marcha y se detuvieron en una larga y desperdigada columna. Riverwind se tambaleó ligeramente; ¡se sentía tan confuso! A su alrededor se extendía la campiña de su país; la brisa dibujaba olas en la verde hierba de la pradera. Sin embargo, al frente, en el centro del herboso paisaje, se abría un oscuro agujero; una hendidura bostezante contorneada de rocas en torno a la cual se amontonaban lo que parecían carros mineros. Sacudió la cabeza. La distancia entre Li El y el hombre de las llanuras, así como las crecientes preocupaciones y miríadas de problemas que se le planteaban a la soberana como consecuencia de la revuelta de los cavadores, estaban debilitando el control que ejercía sobre Riverwind. Cada fragmento de realidad, conflictivo aunque minúsculo, que lograba penetrar en la embotada mente del guerrero, contribuía a socavar la fuerza de los espejismos conjurados.
—Esto no me gusta —susurró Karn—. ¿Dónde están los trabajadores?
Justo en ese momento, una figura solitaria apareció al otro lado de la hondonada: un soldado, vestido con la armadura de la División Granate. El sujeto alzó la mano a guisa de saludo.
—¡Holaaaa…! —gritó Karn, sonriente—. ¡Es uno de los exploradores de los Granates!
—Una rama puede ser tan mortal como una flecha —musitó Riverwind.
—Mentecato grandullón —insultó el elfo con aspereza—. Su alteza me ha cargado con un imbécil. —Karn respondió al saludo del hestita situado a la otra orilla de la hondonada; luego puso las manos a modo de bocina y gritó—: ¿A qué distancia se encuentra el resto de tu tropa?
—A quinientos metros —respondió el distante guerrero.
—Regresa y comunica al capitán que se detenga donde está y aguarde nuestra llegada; que se mantenga alerta. Cruzaremos y nos reuniremos con vosotros.
El soldado agitó la mano en señal de asentimiento.
—No es una buena idea —opinó Riverwind.
—¡Cállate!
Karn se encaró con sus agotadas tropas y les comunicó que pronto se reunirían con el resto de sus compañeros, quienes se encontraban sanos y salvos al otro lado de la hondonada. Los hestitas lanzaron un vítor. Riverwind cerró sus fuertes dedos sobre el hombro del oficial elfo.
—Es una trampa —insistió.
—¡Quita tu sucia mano de mí! —gritó enfurecido. Puesto que el hombre de las llanuras no obedeció con prontitud, Karn se sacudió de encima la mano del humano y retrocedió un paso—. Creo que su alteza se ha equivocado contigo. En esta expedición nos has sido de tanta utilidad como una carretilla minera. Cuando le diga la escasa o nula relevancia que tienes para nosotros, quizás entonces se libre de ti de una vez por todas.
—Goldmoon no prestará oídos a tus acusaciones —refutó el guerrero. Un asomo de emoción le hizo temblar la voz—. Estás cayendo en la trampa de dividir tus tropas. Los rebeldes se encuentran en las cercanías y no tardarán en atacar.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo? ¿Tienes el don mágico de la adivinación? —inquirió Karn con sarcasmo—. ¿Qué respondes, gigante?
—Ese al que saludaste no era un ser de carne y hueso, sino una imagen. Pude ver a través de su cuerpo…, percibí lo que había tras él. Era transparente.
Karn resopló con desprecio.
—No desperdiciaré ninguna oportunidad para aplastar a los rebeldes. Si están cerca, es mi deber presentarles batalla.
El oficial elfo ordenó con un ademán que sus tropas se pusieran en marcha. Los guerreros formaron en columnas de a cuatro y se encaminaron hacia la hondonada.
Descendieron en medio de resbalones por la pendiente de grava suelta; a pesar de frenarse con los talones, casi todos rodaron hasta el hilillo de agua que corría por el centro de la zanja. Los soldados, embarrados con el negro fango y con las armaduras abolladas por los golpes con las piedras, alcanzaron la pendiente opuesta y comenzaron a ascenderla. Cuando una cincuentena de guerreros había llegado a la otra orilla, Karn descendió a la hondonada. Del negro cenagal sobresalían unos pedruscos rosas, que semejaban bayas flotando en un plato de gachas de oscuro centeno.
El oficial elfo resbaló y se deslizó por la pendiente al igual que había ocurrido con sus tropas; con todo, trepó a la orilla opuesta y desde allí gritó:
—¡Vamos, gigante! ¿O acaso ves de nuevo a otra persona irreal?
Riverwind bajó la pendiente a trompicones. Bajo sus pies, las piedras sueltas rodaban. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas; se soltó el yelmo, que rodó al fondo de la hondonada en medio de un estruendoso traqueteo metálico.
—¡Ja, ja, ja! ¡El gran guerrero! —se mofó Karn—. ¡Conozco a viejas arpías que serían capaces de caminar con más soltura que tú, ja, ja!
El elfo todavía reía cuando una flecha se le clavó en la espalda.
Karn avanzó un par de pasos vacilantes. Sentía el astil hundido en su espalda, el cálido flujo de la sangre, pero su mente no aceptaba lo que había ocurrido. La mirada conmocionada del gigante estaba prendida en él y luego se desvió por encima de su hombro para enfocar algo que había a su espalda. Karn trató de darse la vuelta para ver de qué se trataba, mas una neblina rojiza le enturbiaba los ojos. De repente, su cabeza golpeó el pedregoso suelo; el brillo deslumbrante del sol de bronce le hirió las pupilas.
El Pueblo del Cielo Azul lanzó al unísono un grito de alegría salvaje y se abatió sobre las tropas dispersas de guerreros hestitas. Fieles a su estirpe y entrenamiento, los soldados formaron filas con cuanta efectividad les fue posible, y presentaron escudos y espadas a los rebeldes. Varios cientos de seguidores del Pueblo del Cielo Azul salieron como un enjambre de detrás de las peñas que rodeaban la mina de oro. Los que no disponían de armas, arrojaban piedras. Los casi setenta soldados que se hallaban en la orilla de la zanja con Karn, colocaron escudo junto a escudo y atravesaron a cualquier cavador con arrojo suficiente para llegar al alcance de sus aceros. Los guerreros de la orilla opuesta animaron a gritos a sus compañeros en tanto se lanzaban en avalancha a la hondonada, ansiosos por sumarse a la contienda.
Riverwind se encontraba en medio de una lluvia de piedras del tamaño de su puño. La zanja estaba saturada de soldados hestitas arremolinados que gritaban y blandían las espadas. Se arracimaban en la pendiente y trataban de escalarla justo por el mismo punto donde sus compañeros se defendían en un círculo cerrado. Los cuerpos no tardaron en caer rodando por el repecho arrastrando con ellos a otros guerreros que intentaban llegar al campo de batalla.
En medio del caos, el hombre de las llanuras mantuvo la calma. Desvió las piedras con el escudo en tanto libraba su mente del desorden y la confusión en que estaba sumida. El enemigo daba al fin la cara. Había llegado el momento de acabar para siempre con la amenaza que pendía sobre Goldmoon.
—¡Formad en línea! ¡No os amontonéis! —gritó.
Los guerreros hestitas no le prestaron atención. La totalidad de las fuerzas de Karn se encontraba ahora o en el interior de la hondonada o en lo alto de la orilla opuesta. Soldados inconscientes, heridos o muertos se apilaban poco a poco al pie de la pendiente.
Riverwind escuchó un sonido profundo y silbante, como si el viento soplara. De inmediato, los guerreros que rodeaban al hombre de las llanuras empezaron a gritar mientras se llevaban las manos al rostro. El humano no sabía de dónde venía o qué producía el sonido; era un continuo ulular, no exactamente igual al viento, sino más bien como la poderosa respiración de una bestia enorme.
Una nube negra se expandió por el aire. Se desplazaba con más rapidez que el humo y envolvía en sus oscuras volutas a los soldados. Cientos de gargantas rompieron a toser; la nube, en realidad, era polvo. A Riverwind se le llenaron los ojos de lágrimas; parpadeó para librarse el llanto y desenvainó la espada.
A los elfos les afectaba más el polvo que al hombre de las llanuras y, mientras este trepaba por la empinada cuesta, los guerreros se desplomaban a su alrededor, boqueando en un desesperado intento por inhalar un poco de aire. El número de soldados que ascendía la pendiente disminuyó y al cabo le fue posible a Riverwind alcanzar la cima.
La escena desplegada ante sus ojos parecía sacada de una pesadilla del Abismo. Cientos de figuras vestidas de negro cercaban a los guerreros, quienes lanzaban aullidos desgarradores. Las piedras volaban por el aire, las espadas centelleaban y la sangre corría a raudales. Riverwind vio a aquellas figuras de negro y supo que eran los adeptos de Loreman.
En el centro del enjambre de cavadores se encontraba una carreta sobre la que se divisaba un artilugio con aspecto de fuelle que rociaba el polvo negro sobre los soldados hestitas. Unos cavadores bombeaban el ingenio de modo que la boquilla de bronce reluciente vomitaba el producto nocivo.
Riverwind avanzó hasta la barrera de escudos y se abrió paso. Los seguidores del Pueblo del Cielo Azul retrocedieron al acercarse el hombre de las llanuras. Algunos valerosos cavadores lo atacaron con las espadas, pero el humano frenó sus embestidas con toda facilidad. Una lluvia de piedras se precipitó sobre el guerrero. Los impactos eran dolorosos, pero no detendrían su avance.
Una bocanada de polvo negro le llegó directamente al rostro; Riverwind estornudó y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero siguió adelante. Los cavadores, a quienes duplicaba la estatura, trataron de detenerlo con aquellas espadas que habían manejado por vez primera unas cuantas horas antes. El arma de Hest centelleó y hendió un cuerpo tras otro, mas al punto una nueva fila de rostros desfigurados por el odio tomaba el lugar de los abatidos.
El hombre de las llanuras trepó a la carreta y acuchilló a los cavadores que manejaban el fuelle. El afilado acero elfo de la espada de Hest partió la blanda estructura de bronce y cobre del artilugio y la pimienta se derramó sobre los cavadores cercanos al carro, quienes, a pesar de las máscaras con que se cubrían, lanzaron fuertes estornudos y se doblaron sobre sí mismos a fin de eludir el polvo asfixiante.
—¡Reuníos conmigo, hombres de Que-shu, corred! —tronó la voz de Riverwind imponiéndose sobre el tumulto de la batalla.
Pero los soldados hestitas eran incapaces de sostenerse de pie, y mucho menos de correr hasta él. La última parte de la trampa tendida por Mors se puso en marcha cuando doscientos cavadores del Cielo Azul cayeron sobre los soldados amontonados en la zanja. Habían permanecido escondidos a lo largo de la hondonada, tumbados sobre el oscuro barro. Sus túnicas negras les sirvieron de camuflaje y, cuando se pusieron de pie, dio la impresión de que el propio terreno cobraba vida y se levantaba. Al faltarles la dirección de Karn, los guerreros hestitas se vinieron abajo. Algunos tiraron sus armas y echaron a correr; otros cayeron de rodillas mientras pedían clemencia.
Riverwind los exhortó, encolerizado, a que se levantasen y lucharan; en ese momento, una piedra bien dirigida lo alcanzó en la sien y lo dejó aturdido. Cuando se libró de la conmoción, divisó a un hombre que-shu en medio de la muchedumbre de figuras vestidas de negro.
—¡Loreman! —aulló.
Se abrió paso a empujones entre los cavadores en dirección al autor de tanta desgracia y sufrimiento: Loreman, esa serpiente taimada e intrigante… Aunque le costara la vida, Riverwind no estaría satisfecho hasta enterrar su acero en el corazón del malvado curandero.
El anciano que-shu no trató de huir. Contempló cómo Riverwind se abría paso hasta él, pero permaneció estático. «Es valiente el viejo zorro», admitió a su pesar el hombre de las llanuras.
Los cavadores renunciaron a enfrentarse a Riverwind y se limitaron a eludir los mortíferos golpes de su arma. La muchedumbre abrió una brecha que conducía directamente del guerrero hasta el blanco de su furia. El anciano lo aguardaba en actitud reposada.
—¡Loreman, ha llegado tu hora! —declaró Riverwind.
—No soy Loreman —respondió el anciano.
—¡Sé muy bien quién eres! ¡No podrás eludir tu destino con mentiras!
—¡Mírame bien, hombre alto! Abre tus ojos a la realidad y verás quién soy, ¿sí?
El guerrero levantó la espada. Concentró toda su cólera en la figura de pelo canoso plantada ante él. Nada lo detendría. Nada. El mundo podía estallar en llamas, pero no le impediría matar a Loreman. Y, sin embargo…, su brazo se negaba a descargar el golpe. ¡Ataca! ¡Haz uso de la espada!, gritó una voz en su cerebro. Ante ti tienes a tu enemigo, indefenso… ¡mátalo!
El rostro de Goldmoon surgió en su mente. Las pupilas azules de la mujer estaban empañadas por el odio, y la furia desfiguraba su blanco y terso semblante. ¡Acaba con mis enemigos!, chilló su voz. ¡Mátalos a todos!
¡Amada!, gritó el corazón del guerrero. ¡Goldmoon jamás le pediría algo así! Nunca había contemplado a nadie, ni siquiera a Loreman, con un odio tan espantoso, tan cruel. Sus facciones empezaron a cambiar; sus rasgos, de líneas suaves y torneadas, se trocaron en otros más angulares, más estilizados.
¡Mátalos a todos!, insistió la voz de la mujer. Riverwind soltó la espada y se llevó las manos a la cabeza. Cayó de rodillas al suelo. La espantosa y desfigurada cara de Goldmoon lo insultaba y le gritaba sin cesar. El semblante de la mujer sufrió más cambios. El dorado cabello se oscureció y adquirió un brillante tono castaño rojizo. Este no era el semblante de Goldmoon. Era el de la reina, de ¡Li El!
—¿Riverwind? —llamó el anciano.
El joven yacía tendido boca abajo en el suelo; la hiriente mordedura de los afilados guijarros se hincaba en su rostro. Por último, la voz suave del anciano penetró en su cerebro atormentado por dolorosas punzadas. Se movió despacio y alzó la vista.
—Cazamoscas —dijo, con voz enronquecida.
El viejo adivino sonrió. Aquellos ojos exhaustos alzados hacia él volvían a ser los ojos de su amigo. Poco antes, Cazamoscas había sentido que sus rodillas se tornaban gelatina cuando vio a Riverwind abalanzarse sobre él, con la muerte reflejada en sus ojos. Tendió la mano al gigantesco guerrero. Riverwind se puso de pie y miró en derredor con la expresión de quien contempla su casa por primera vez tras una larga ausencia. Cazamoscas se encontraban en medio de una gran muchedumbre de cavadores que los observaba en silencio. El arracimado grupo se apartó y dejó una brecha por la que pasó Di An; la muchacha guiaba a un elfo ciego.
—¿Es él mismo? —preguntó Mors.
—Sí, ahora es el de siempre —afirmó Cazamoscas.
—Riverwind —musitó Di An con un soplo de voz.
Él le sonrió y luego, siguiendo la dirección de su mirada, se contempló a sí mismo. La armadura hestita, regalo de Li El, resultaba incongruente sobre su figura alta corpulenta. Soltó con bruscos tirones las ataduras del peto y lo arrojó al suelo. Los cavadores se apoderaron de la armadura cincelada y la patearon y pisotearon hasta aplastar el relieve heráldico del gran Hest.
Di An condujo a Mors hacia Riverwind. Cazamoscas presentó al líder del Pueblo del Cielo Azul. Consciente de su situación y de cuanto había hecho, el hombre de las llanuras se postró de rodillas ante el elfo ciego.
—Me pongo a tu arbitrio. Sé que he luchado contra aquellos a quienes debí ayudar. Soy culpable de muchas muertes —dijo el guerrero.
Di An miró a Mors con ansiedad. Cazamoscas se situó junto a Riverwind.
—No es responsable por lo que hizo, maese Mors. Sabes cuán grande es el poder de Li El —dijo el anciano.
El ciego ladeó la cabeza.
—¿Entonces no he de castigarlo? ¿Qué opinas tú, Vvelz?
—Vvelz no está —informó Di An.
—No, claro. Nunca está cuando hay lucha. Id a buscarlo.
La orden de Mors se propagó entre la muchedumbre. Cazamoscas repasó con la mirada el ahora tranquilo campo de batalla.
—Los guerreros están acabados. Aunque me temo que un buen número ha logrado escapar e informará a Li El —comentó.
—Tú, gigante —llamó Mors—. Te perdono la vida, ya que es el deseo del viejo bárbaro. Me ha prestado un gran servicio y por consiguiente le debo una recompensa.
Riverwind le dio las gracias al ciego con voz queda.
De manera gradual, el Pueblo del Cielo Azul regresó tras las últimas escaramuzas en persecución de los soldados. Separaron a los muertos y se atendió a los heridos; Cazamoscas reparó en que, mientras los rebeldes se reorganizaban, aparecían más y más cavadores que se sumaban a sus filas. Eran nuevos huidos, que todavía manejaban sus herramientas e iban cubiertos con el hollín de las fundiciones. Los recién llegados trajeron la nueva de que Vartoom estaba sumida en el caos. Los soldados corrían por las calles pregonando a voces las noticias de la batalla: Karn estaba muerto, el Host había sido derrotado, y Mors marchaba hacia la ciudad. Li El no había hecho el menor intento para imponer la calma a su pueblo. Ni aparecía en público, ni recurría a la poderosa influencia que su presencia habría ejercido sobre sus desmoralizadas tropas para levantarles el ánimo.
—¿La hemos vencido? —preguntó Di An.
—No es tan sencillo. Hace acopio de su poder y su fuerza. Sin embargo, sus brujerías contra Riverwind tienen que haberla agotado de manera considerable —opinó Mors—. ¿Dónde está Vvelz? Quiero saber qué trama su hermana.
—Lo que hemos encontrado… —Los cavadores condujeron a su victorioso general. Cazamoscas, Riverwind y Di An fueron tras el ciego.
Cerca del borde de la zanja, la multitud se abrió para dejarles paso. Vvelz se hallaba arrodillado en el fango ensangrentado; a su lado yacía Ro Karn. El hechicero invocaba un hechizo de curación.
—¿Vivirá? —inquirió Mors, una vez que le explicaron a situación.
—Sí, al menos que tú ordenes lo contrario —replicó Vvelz con sequedad. Arrojó la flecha quebrada a la hondonada; tenía las manos empapadas de sangre—. Pensé que desearías que lo ayudase en lo posible, Mors.
—Sabía muy bien lo que hacía y a lo que se exponía.
Vvelz alzó la mirada hacia el ciego.
—¡Es tu hijo!
—Es el vástago de Li El.
Cazamoscas carraspeó.
—Mors, ¿cuán valioso es Karn para la reina? Tal vez nos convendría retenerlo como rehén, ¿sí?
El elfo inclinó la cabeza en actitud pensativa.
—Instaladlo en una carreta. Lo llevaremos con nosotros a Vartoom; mas, si causa algún problema, matadlo. —Mors tendió la mano a fin de encontrar a Di An. Por lo general, la muchacha siempre se hallaba cerca de él—. ¿Dónde estás, An Di? —llamó.
Mors no podía ver que se encontraba junto a Riverwind, a unos diez metros de distancia. El agotamiento había acabado por adueñarse del exhausto hombre de las llanuras, que estaba sentado, sumido en el silencio, mientras Di An lavaba con delicadeza los cortes que le surcaban el rostro. Cazamoscas se acercó a ellos con premura.
El general ciego alargó las manos lentamente, reacio a deambular por la caverna por sí mismo, sin lazarillo. Por un momento temió hallarse solo, pero otra mano asió la suya tendida. Mors se aferró a aquellos dedos, a pesar de que estaban húmedos y pegajosos.
—Yo te guiaré —ofreció Vvelz. El ciego no respondió, pero cerró con firmeza los dedos en torno a la mano del hechicero. La sangre de Karn le manchó la piel.