9

Desaparece la División Diamante

Karn, Riverwind y la División Rubí alcanzaron el muro sur varias horas más tarde. Como el comandante había adelantado, la pared era una colmena de agujeros y túneles, muchos de los cuales habían sido cavados en la piedra caliza por los primeros hestitas a fin de utilizarlos como viviendas. Los soldados los recorrieron en grupos de dos y tres hombres y buscaron en las basuras amontonadas en las bocas de las cuevas algún indicio que denunciara señales de ocupación reciente, mas no encontraron ninguno.

—Cabe la posibilidad de que se encuentren en la zona interior de la pared —musitó Karn. Uno de sus subordinados manifestó con timidez que no parecía muy probable—. ¿Oh? ¿Por qué no?

El hestita, sucio y cubierto de polvo, se removió inquieto antes de responder.

—El agua se filtra por las paredes, comandante. En la mayor parte de las cuevas, hay charcos de más de treinta centímetros en la parte trasera. Todo cuanto queda dentro es barro y fragmentos de recipientes de barro.

Karn tomó asiento en un peñasco.

—Bien, seguid buscando. Esa escoria es capaz de esconderse en el lugar más inverosímil.

El agotado soldado saludó y regresó junto a sus compañeros para reanudar la batida.

—¿Vamos también nosotros? —preguntó Riverwind.

—No, quiero evitar que te quedes atascado en algún punto angosto —replicó el elfo con gesto ausente—. Esos agujeros no se hicieron para un gigante.

A lo largo de todo el día, Karn recibió mensajes que Li El le enviaba desde la ciudad. Del mismo modo, se despacharon comunicados de las otras divisiones que informaban que habían alcanzado su destino. En tanto sus tropas registraban las cuevas del muro sur, los mensajeros de la División Esmeralda y de la División Granate llegaron desde las zonas asignadas con el informe de que no habían encontrado señales de los rebeldes del Cielo Azul.

Karn se rascó la enteca mejilla y sopesó el siguiente paso a dar. El gran despliegue organizado por la reina había dado escasos frutos hasta el momento.

—Si la División Diamante no halla señales del enemigo en los plantíos, regresaremos a Vartoom. Su alteza habrá de recurrir una vez más a su arte para encontrar el rastro.

Aguardaron la llegada del mensajero de los Diamantes, mas fue en vano. Riverwind estaba de pie, apartado del resto, con la mente atrapada en las visiones que la reina conjuraba para él. Li El aprovechaba todos los sentimientos generados por el guerrero: su amor por Goldmoon, su temor y desconfianza por Loreman y Arrowthorn, su culpabilidad por alegrarse de haber matado a Hollow-sky. La mente del hombre de las llanuras bullía enfebrecida al revivir una y otra vez aquellos eventos. No obstante, externamente parecía calmado, incluso soñoliento. Li El había insistido en equiparlo con todas las partes de una armadura hestita factibles de encajar con su tamaño. Llevaba protegidos los antebrazos y piernas con brazales y grebas; una gola le guarecía el cuello y se cubría la cabeza con un yelmo abierto. Era el yelmo del propio Hest, si bien a Riverwind le quedaba tan ajustado como un segundo cráneo.

El hombre de las llanuras ansiaba regresar junto a Goldmoon. El peligro los rodeaba; Loreman y sus seguidores estaban armados, pero no con sables o arcos, sino con piedras. A los herejes se los lapidaba; herejes como él y su amada.

Karn masticó con desgana un bizcocho seco en tanto observaba a sus tropas que retornaban paulatinamente al llano tras registrar hasta el último rincón del muro. Poco después, unos doscientos cincuenta soldados estaban sentados o tumbados por los alrededores sobre las piedras mohosas del suelo.

A lo lejos se perfilaba Vartoom, una azulada sombra difuminada por el flotante velo de humo. Karn escudriñó la silueta de la ciudad. ¿Debía dar orden de regresar? ¿Presentarse ante Li El con las manos vacías? Sin duda, la soberana no se mostraría muy complacida con un resultado negativo. Cabía la posibilidad de culpar al gigante por el fracaso…

Una conmoción entre la tropa lo sacó de sus reflexiones, al igual que a Riverwind. Se aproximaban dos hestitas que transportaban un cuerpo desmadejado, al cual tumbaron sobre un trozo de terreno cubierto con suave musgo. Karn se incorporó y se encaminó hacia el grupo; Riverwind fue tras él.

—¿Qué ocurre? —El hombre de las llanuras hablaba despacio, como si le costara trabajo pronunciar las palabras.

—Apártate; obstruyes la luz —le dijo Karn con brusquedad.

El comandante soltó la hebilla del casco del soldado y se lo quitó. El rostro del hestita herido estaba enrojecido y abotargado, en especial los ojos y la nariz. Karn lo reconoció por el emblema del peto: pertenecía a la División Diamante.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al postrado hestita.

—Una emboscada —respondió a través de los labios inflamados—. Nuestro capitán… muerto. Una niebla asfixiante cayó sobre la compañía. Nos cegó. Los soldados… se ahogaban y estornudaban. La división… ha sido arrasada —concluyó entre jadeos.

Karn, conmocionado, se sentó en el suelo.

—¿Arrasada? ¿Arrasada? —Aferró al herido por los hombros y lo zarandeó—. ¡¿Arrasada?! —gritó en la cara del elfo.

—¡Mi comandante, mirad! —chilló otro soldado, mientras señalaba la espalda del hestita herido.

La ligera armadura mostraba un agujero por el que el elfo sangraba con profusión; del orificio sobresalía el muñón astillado del objeto causante de la herida.

—¡Por nuestra señora! —juró Karn en un susurro—. ¿Qué demonios es eso?

—Flecha. Rota —dijo Riverwind.

Los soldados lo miraron con expresión desconcertada.

—¿Qué es «flecha»? —preguntó por último Karn.

Riverwind lo miró de hito en hito, perplejo, si bien le explicó con brevedad lo que era una flecha y cómo se disparaba.

—¿Acaso disponen los rebeldes de semejantes armas? —inquirió uno de los hombres de Karn.

Los otros cavilaron sobre la pregunta de su compañero y las consecuencias implícitas en ella. Karn soltó al hestita herido y se puso de pie de un salto.

—¡No es posible enfrentarse a un enemigo que arroja dardos desde una gran distancia! ¡Tenemos que informar a su alteza de inmediato! ¡Corneta! ¿Dónde se ha metido ese maldito corneta? ¡Toque de llamada! ¡Que las Divisiones Granate y Esmeralda se reúnan con nosotros!

Un elfo joven y esbelto trepó a una peña y se llevó a los labios una corneta de bronce. Las notas agudas resonaron y levantaron eco por toda la vasta caverna. A los pocos segundos, se produjo la respuesta de los cuernos de las otras divisiones.

Riverwind se arrodilló junto al olvidado hestita herido. Estaba muerto. El hombre de las llanuras cerró los ojos del elfo; al retirar la mano, reparó en que tenía los dedos manchados con un polvo negro. Se pasó la lengua por las yemas para limpiarlas; al punto, la lengua le ardía. ¡Pimienta! Frunció el entrecejo. Esto no tenía sentido.

—¡Tú! —llamó Karn, al tiempo que le daba un golpe en el hombro—. Cógelo y llévalo en brazos.

Riverwind alzó el cadáver del elfo con facilidad. Los Rubíes se arremolinaron en torno al guerrero; todos los rostros expresaban desconcierto y preocupación. Karn los obligó a formar y se encaminaron directamente a Vartoom. Apenas habían recorrido un par de kilómetros cuando apareció la División Esmeralda que cruzaba un plantío de manzanos achaparrados. Los guerreros corrían a trompicones. Algunos habían perdido sus armas y muchos se cubrían la cara con las manos mientras tosían y sollozaban.

Karn detuvo la marcha. Un cabo de los Esmeraldas corrió hasta él y cayó de rodillas a los pies del oficial.

—Mi comandante —dijo entre jadeos—. ¡Siento informar que la División Esmeralda ha sido derrotada!

—¡¿Derrotada por quién?! —bramó Karn, cuyo rostro había enrojecido.

—Señor… Comandante… ¡Blandían las armas de la División Diamante!

—Es imposible. Esa división fue atacada y vencida hace pocas horas.

—¡Los había a cientos! —gritó el elfo—. Algunos no eran más que simples cavadores. Pero otros manejaban espadas y llevaban petos de guerreros. Y… había una carreta…

—¿Carreta? ¿Qué carreta?

—Sí, señor. La empujaban unos cavadores con los rostros cubiertos con máscaras. De la carreta sobresalía un tubo que expulsaba un humo que nos cegaba y nos hacía toser y estornudar.

—¿Cuánto hace que ocurrió eso? —preguntó el oficial, en tanto empuñaba la espada y escudriñaba el plantío de manzanos.

—No mucho, mi comandante. Una hora, tal vez menos.

Riverwind, que había escuchado la conversación de los elfos, tumbó en el suelo al guerrero muerto y se aproximó a Karn.

—¿Perseguimos a esos esbirros de Loreman?

—¿Perseguirlos? —El elfo perdió la escasa serenidad y compostura mantenidas a duras penas—. ¡Más vale que nos preparemos para defendernos!

—No nos atacarán. Aquí, no —declaró con firmeza el hombre de las llanuras.

—¿Cómo estás tan seguro? —Karn temblaba por la ira y su rostro aparecía congestionado, casi purpúreo.

—Han tendido emboscadas a dos compañías de guerreros, pero no osarán enfrentarse a una tropa alerta en campo abierto. Lo más probable es que Loreman y los suyos den un rodeo para eludirnos y se escabullan hacia el poblado. —Sólo entonces, al exponerla en voz alta, la idea alcanzó su mente con diáfana claridad—. ¡Goldmoon! ¡Nos necesitará!

—¿Desvarías? Vartoom está defendida por el Host. —Karn inhaló hondo varias veces. Los temblores de sus miembros remitieron y recobró el color de manera paulatina—. He tomado una decisión. Los guerreros Esmeraldas se unirán a nosotros; bordearemos el plantío e intentaremos ponernos en contacto con la División Granate.

—¿Y luego? —inquirió el cabo de los Esmeraldas, entre estornudo y estornudo.

—Luego… consideraré el siguiente paso cuando llegue el momento —replicó con arrogancia.

Alrededor de un centenar de soldados de la División Esmeralda se sumó a la tropa de Karn. Los hestitas reanudaron la marcha, con el plantío a su izquierda y la lejana ciudad a la derecha. El miedo se extendió como una plaga por las filas, y creció de intensidad a medida que los supervivientes de los Esmeraldas relataban lo ocurrido a sus compañeros de la División Rubí.

—¡Nubes asfixiantes…!

—¡Jabalinas que surcaban el aire…!

—¡Cientos de cavadores armados que no estaban atemorizados!

Esto último, más que cualquier otra cosa, aterrorizaba a los guerreros.

Cazamoscas inspeccionó la multitud de prisioneros capturados por el Pueblo del Cielo Azul en los dos primeros enfrentamientos. Casi trescientos soldados se hallaban de rodillas en un apretado círculo, desarmados y desprovistos de armaduras, y vigilados por los sonrientes cavadores. El éxito obtenido con la niebla de pimienta había excedido en mucho a los resultados previstos por el adivino. Dos cavadores, uno de ellos molinero en el pasado y el otro un experto forjador, idearon un artilugio semejante a un fuelle que rociaba la pimienta sobre el enemigo. Instalado sobre una carreta, la máquina creadora de la peculiar nube irritante consolidó las recientes victorias, tan vertiginosas como apabullantes.

Los arcos, sin embargo, tuvieron menos efectividad. Cierto que los aprendices de arquero del Cielo Azul abatieron a varios de los guerreros Diamantes en los primeros momentos del asalto, pero, antes de que la batalla finalizase, todos los arcos, a excepción de uno, se habían roto. Enardecidos por la contienda, los cavadores blandieron las valiosas armas como si se trataran de cachiporras y las quebraron al golpear las armaduras de los soldados.

Mors se sentía exultante. Di An lo condujo hasta los prisioneros. Vvelz, silencioso, fue en pos del elfo ciego.

—¿Qué aspecto tienen? —preguntó Mors.

—Lloroso —respondió Cazamoscas—. Por la vergüenza y la pimienta en los ojos, sí.

—Has probado tu valía, viejo gigante —proclamó el elfo, en tanto palmeaba a Cazamoscas en la espalda—. ¿Te das cuenta de lo que, juntos, lograremos en el futuro?

Al adivino no le gustó el tono ni el contenido de aquellas palabras. Contemplar los rostros enrojecidos y llorosos de los soldados lo entristecía; pensar en los muertos de ambos bandos lo hacía sentirse culpable. Hacía sólo cinco días que convivía con el Pueblo del Cielo Azul. De seguir ayudando a Mors, ¿cuáles serían las consecuencias? El recuerdo de Riverwind acudió a su mente y se preguntó dónde estaría su amigo y cuál sería su suerte.

Vvelz también se sentía insatisfecho. Hasta entonces, él había sido el principal consejero de Mors y ahora se encontraba desplazado, sustituido en tales menesteres por Cazamoscas. Mors había empezado a solicitar el asesoramiento del viejo adivino en otros asuntos que nada tenían que ver con el mundo del exterior; como, por ejemplo, el modo de gobernar Vartoom una vez que Li El fuese destituida. Cazamoscas procuraba soslayar el tema, ya que, en su opinión, la soberana distaba mucho de estar derrotada. No obstante, Mors insistía, y se interesó por el sistema político de Que-shu. El anciano hizo un somero resumen del método seguido para elegir al Chieftain.

—Un procedimiento muy peculiar —opinó el elfo ciego—. Alcanzo a comprender el que se elija a un guerrero valeroso y perspicaz para dirigiros, mas ¿qué significa lo de desposar a la hija del anterior Chieftain? ¿Qué tiene eso que ver con encontrar a un gobernante enérgico?

—Consideramos importante el hecho de tener un jefe que esté cercano a los dioses. La hija del Chieftain es la dirigente espiritual de nuestro pueblo…, nuestra sacerdotisa.

—¿Vuestras sacerdotisas son diestras en la magia?

—Casi nunca.

Los ojos claros del hechicero denotaron sorpresa.

—¿No?

—Los que-shu no son partidarios de las artes mágicas, salvo la curación y la comunicación con los espíritus de nuestros antepasados.

Vvelz asumió una expresión de profunda reflexión.

—Entonces, según vuestras costumbres, lo mejor que podría hacer Mors, una vez que hayamos derrotado al Host, es casarse con Li El y compartir el gobierno con ella.

El guerrero ciego se movió con sorprendente rapidez e incrustó el extremo de su bastón en el estómago de Vvelz. El esbelto hechicero se dobló en dos a causa del dolor y la conmoción.

—¿Por qué… me has golpeado? —jadeó.

—Esa clase de observaciones están de más —replicó Mors con voz tensa—. Y considérate afortunado de que maneje un bastón y no una espada.

Vvelz retrocedió unos pasos a la par que dirigía una mirada enconada al ciego. Se enderezó poco a poco mientras se frotaba el dolorido estómago. Cazamoscas le ofreció ayuda, pero el hechicero declinó con frialdad la mano que el anciano le tendía. El ambiente estaba cargado de tensión y el adivino conjeturó con desasosiego las consecuencias de lo ocurrido.

La súbita aparición en escena de una cavadora alivió la violenta situación. La elfa corría como alma que lleva el diablo y cayó de bruces a los pies de Mors. Cazamoscas agarró a la chica por la túnica de cobre negro y la levantó. Era Di An.

—¡Se acercan los guerreros! —dijo entre jadeos. El ciego se puso de pie como impulsado por un resorte.

—¿Por dónde y cuántos son?

—Muchos. Superan a los que nos enfrentamos con anterioridad. Vienen por allí —señaló con el dedo.

Mors no veía su gesto, pero frunció el entrecejo. Vvelz se aproximó, aunque guardando una distancia prudencial del bastón del ciego.

—Karn no ha actuado de acuerdo con tus previsiones. No se ha retirado a la ciudad.

—No. Alguien lo ha puesto firme —musitó Mors, sombrío.

—El otro gigante lo acompaña —informó Di An.

—¿Riverwind está con Karn? —inquirió Cazamoscas. La elfa miró al anciano y asintió en silencio—. Él jamás ayudaría a Li El voluntariamente. Lo tienen sometido a un embrujo —insistió.

—El por qué está con ellos carece de importancia —replicó Mors con sequedad—. Si lucha en favor de Li El, morirá como cualquier otro guerrero del Host.

—¡No!

—No tengo tiempo para discutir; se avecina una batalla.

—Si deseas que te ayude, habrás de concederme este favor —argumentó Cazamoscas—. Riverwind es mi amigo y no quiero que se le lastime.

—¿Tratas de coaccionarme? —Mors plantó los puños en las angostas caderas.

El viejo adivino calculó la distancia que los separaba, con la esperanza de estar lo bastante apartado para que el ciego no alcanzara a golpearlo con el bastón.

—Es el precio por mi ayuda —declaró luego con voz calma.

Mors alzó el mentón en un gesto decidido.

—Tu asistencia ha resultado decisiva para nuestra causa. Ordenaré a mi gente que capture vivo al gigante si les es posible.

Acto seguido, el ciego se apartó del grupo y convocó a voces a sus seguidores. Del plantío y los campos adyacentes surgieron las figuras de agotados elfos; las túnicas estaban henchidas con la fruta robada. Era casi un millar de cavadores a los que se les había proporcionado toda clase de armas, desde las espadas de los soldados hestitas muertos, hasta aperos de labranza o herramientas de minería. La carreta equipada con el artilugio para esparcir la pimienta rodó en medio de chirridos en dirección a Mors. Pocos minutos después de que Di An trajese la noticia de la llegada de Karn y sus tropas, el ejército rebelde se hallaba reunido en torno a su general ciego.

—Pueblo del Cielo Azul —anunció Mors—. La tirana Li El no ha aprendido aún la lección. Mientras me dirijo a vosotros, un gran contingente de guerreros cruza el valle que se extiende al otro lado del plantío. Habremos de combatir hoy una vez más. —Un murmullo sonoro se alzó sobre la multitud congregada—. ¡Lo sé! Estáis cansados, pero esta grandiosa misión requiere esfuerzo constante y entrega sin reservas. Tenemos que aplastar a los soldados cuando y dondequiera que los encontremos. Sólo así alcanzaremos la victoria.

Vvelz se situó junto a Cazamoscas y a Di An.

—¿Crees en la victoria final, anciano? —musitó, en un tono apenas audible.

—Más de lo que creí en principio, sí. Hemos derrotado a las fuerzas de Li El en dos ocasiones.

—Grupos reducidos a los que superábamos con creces. Sorprendidos y asustados por armas que les eran desconocidas. Los que vienen, saben a lo que se enfrentan. Y tu amigo está con ellos. ¿Sigues creyendo ahora que tenemos la oportunidad de vencer?

El anciano rodeó los hombros de Di An con su brazo y sostuvo la mirada de Vvelz sin vacilación.

—Los dioses decidirán nuestra suerte, sí. Como siempre lo han hecho.

El hechicero apretó los labios y se dio media vuelta. Se alejó a zancadas entre los tocones esparcidos y poco después se había perdido de vista.

—¿Qué le ocurre? —se preguntó Cazamoscas en voz alta.

—Está asustado —dijo Di An—. Si su alteza lo captura, su muerte será espantosa.

El viejo adivino revolvió los cabellos cortos y enmarañados de la muchacha.

—¿Y tú, tienes miedo? —le preguntó con cariño.

—Sí. —Un estremecimiento sacudió su cuerpo menudo—. Pero no por mí misma.

—¿Oh? Temes por Mors, ¿sí?

El ejército del Cielo Azul rompió filas al concluir la arenga del general ciego. Los agotados cavadores se situaron en formación, listos para enfrentarse al enemigo tan pronto como apareciera tras el plantío. Di An se agachó y se escabulló del protector brazo del anciano.

—No sólo por Mors —dijo en un susurro.