Los campos dorados
Riverwind paseaba junto a Goldmoon por un campo bañado por los rayos de sol. Unas nubes blancas se desplazaban veloces por el horizonte. Los envolvía el armonioso tañido de campanillas agitadas por el viento.
—¿Eres feliz? —le preguntó Goldmoon, con una sonrisa tan radiante como el día.
—Mucho —respondió él.
El guerrero veía a su amada, la verde pradera, el cielo azul. Sus ojos estaban ciegos a la verdad.
La pequeña y morena Li El alzó la mirada hacia el hombre de las llanuras.
—Tu regreso me hace muy feliz —dijo, manteniendo el espejismo de la imagen de Goldmoon para el guerrero—. Creí que nunca volverías.
Riverwind hizo un alto y se frotó los párpados.
—No…, no recuerdo cómo regresé. O por qué lo hice. —Se giró con brusquedad hacia la imagen ficticia de Goldmoon—. Todo cuanto sé es que te amo.
—Han surgido problemas —dijo Li El con voz calma. Su pequeña mano se perdía en la enorme del guerrero, pero la apretó como si quisiera infundirle ánimo—. Los conspiradores intentan destituirme.
Riverwind se tensó.
—Loreman —susurró con voz ronca.
—Sí, el mismo. —Li El aprovechaba hasta la más mínima información facilitada por el embaucado guerrero—. Quiere matarme, amor mío.
El hombre de las llanuras abrazó a la hechicera.
—Nadie te lastimará mientras yo tenga un soplo de vida.
Li El sonrió. Su mejilla reposaba contra el pecho del guerrero y percibía el apresurado palpitar de su corazón. Le pidió que repitiera sus palabras.
—Nadie te lastimará mientras yo tenga un soplo de vida —reiteró el joven con vehemencia.
Reanudaron el paseo. El poblado Que-shu se hizo visible cuando remontaron una colina. El asentamiento era apenas una silueta borrosa, ya que Li El no había captado todavía sus detalles para lograr una ilusión precisa. Necesitaba aprehender más recuerdos de Riverwind a fin de fortalecer el hechizo para hacerlo verosímil.
—¿Regresamos? —le preguntó.
—He perdido mi sable —dijo él, al posar la mano en la vaina vacía. Li El le acarició los dedos.
—Tengo una espada para ti. Vamos, hay mucho que hacer.
La escena se desvaneció y el guerrero se encontró en un edificio sombrío. Supuso que se trataba de la Casa de la Hermandad; al perfilarse la imagen de la sala en su mente, la ilusión creada por Li El hizo otro tanto. No se preguntó cómo habían llegado allí de una manera tan repentina; Riverwind era como una persona dormida para quien cualquier acontecimiento surgido en el sueño le parece lógico, por extraño que sea.
Goldmoon le ofreció una espada, larga y pesada. Él aceptó el arma.
—Este no es mi sable —señaló con indecisión.
—No, valiente Riverwind, pero es la mejor espada que pude encontrar.
Aquel aserto era la única verdad dicha por Li El. De hecho, el arma había pertenecido a Hest, veinte siglos atrás. En vida, Hestantafalas estaba considerado como un gigante entre los de su raza; en consecuencia, la espada tenía casi la medida apropiada para Riverwind.
Las antorchas se encendieron en la estancia y, a su luz, el guerrero se encontró amenazado por tres oponentes, todos ellos con los rasgos de su antiguo enemigo, Hollow-sky. El joven blandió su nueva espada.
—¡No es posible! Estás muerto…, ¡los tres lo estáis! —gritó.
—Son siervos del mal —intervino con premura Li El—. ¡Tienes que salvarme de ellos!
Las tres imágenes de Hollow-sky se lanzaron al ataque. El guerrero se enfrentó al del centro, detuvo su embestida, y blandió el arma a derecha e izquierda para mantener alejados a los otros dos. El semblante de Hollow-sky central se desfiguró con una expresión de odio profundo y arremetió con una estocada dirigida al pecho del hombre de las llanuras. Riverwind desvió el acero agresor, aferró la empuñadura de la espada de Hest con ambas manos, y asestó un golpe de revés. La afilada punta del acero alcanzó a Hollow-sky en el pecho. El atacante lanzó un alarido y soltó su arma; retrocedió tambaleante y Riverwind lo atravesó de parte a parte.
El enemigo situado a su izquierda fue el siguiente en atacar; al hombre de las llanuras le pareció que Hollow-sky era ahora más bajo de lo que él recordaba. No era el momento para reflexiones, ya que su oponente había aprovechado su pasajero descuido para atacar y le había hecho un corte en la mejilla por el que empezó a sangrar. Por si fuera poco, el sudor le había entrado en los ojos y le molestaba el escozor. La talla de este segundo Hollow-sky se redujo aún más y ahora tenía unas orejas puntiagudas.
Riverwind estaba confuso, aturdido. Este no era su enemigo muerto de Que-shu. Con todo, prosiguió la lucha, impelido por una fuerza irresistible que lo obligó a cargar contra el hombre pequeño y derribarlo del empellón. El guerrero blandió la afilada espada sobre su cabeza; el caído levantó las manos vacías en una muda súplica de perdón. Riverwind apartó el arma.
—¡Mátalo! —gritó Goldmoon—. ¡Él me habría asesinado si hubiese tenido la ocasión!
El guerrero la miró de hito en hito. Goldmoon era voluntariosa y poseía un carácter fuerte, mas también sabía lo que era la gracia del perdón y era magnánima. Su amada jamás le habría pedido tal cosa. Por un breve instante, Goldmoon, al igual que Hollow-sky, se le antojó más baja de lo que recordaba. Enseguida, sin embargo, volvió a ser la misma mujer maravillosa de siempre. Un halo dorado la rodeaba y el áureo fulgor se extendió hasta él y lo rozó.
Los escrúpulos que le impedían matar a un hombre indefenso se desvanecieron. Goldmoon no le pediría que hiciese algo que no fuese justo. Si para salvarla tenía que matar, lo haría.
El tercer Hollow-sky, al ver morir al segundo, mostró escaso entusiasmo por la lucha. Su espada se cruzó sólo dos veces con la de Riverwind antes de dejarla caer y huir. El guerrero, que jadeaba por el esfuerzo, preguntó a Goldmoon si debía perseguir al huido Hollow-sky para acabar con él.
—No. Ya no es peligroso —respondió ella con frialdad, en tanto examinaba la sala ensangrentada—. Lo has hecho muy bien. Serás un excelente paladín.
—¿Cómo?
—Olvídalo. Retírate ahora y descansa. Más tarde encontraremos a los conjurados y los exterminaremos. Habrás de ser fuerte e inclemente, mi valeroso Riverwind. Sólo así, estaré a salvo.
Él se acercó a la mujer e intentó cogerla de la mano. Sus dedos estaban manchados de sangre y ella rehusó tocarlos. Riverwind asumió una expresión preocupada al mirarse las manos; no deseaba mancillar la blanca piel de su amada.
—Discúlpame —susurró.
—No tiene importancia —respondió Li El, aunque dirigió una mirada de desagrado a los dedos del hombre, todavía tendidos hacia ella—. Me reuniré contigo más tarde. Ve y descansa.
Con la espada de Hest aún aferrada, Riverwind se alejó sin rumbo fijo, sumido en un profundo aturdimiento. Cruzó una especie de cortinajes dorados y vislumbró un diván de piedra. En la Casa de la Hermandad no había semejantes cortinas doradas ni divanes, pero aun así no se cuestionó la incongruencia de la ilusión que vivía. La espada resbaló de entre sus dedos; exhausto, se tumbó en el diván.
Li El examinó una vez más la escena ofrecida en la cámara de la chimenea del palacio; una expresión de satisfacción se plasmó en su semblante. Riverwind se había enfrentado y vencido a tres de sus mejores guardias personales. El espejismo ilusorio precisaba unos ligeros toques que lo mejoraran; cuando llegara el momento en que luchara contra la chusma dirigida por Mors, el guerrero tendría que ser tan efectivo e implacable como una guadaña.
—Lucha bien, ¿no es cierto?
Li El salió de su ensimismamiento y vio aparecer a Karn entre las estatuas de los héroes muertos de Hest.
—¿Qué haces ahí medio escondido? ¡Sal de inmediato!
El oficial obedeció al punto.
—El gigante es justo el arma que necesitas para aplastar a Mors. Yo no era lo bastante bueno para ese cometido —dijo, con un dejo de amargura.
La elfa volvió la mirada hacia los cortinajes dorados.
—Sí, será perfecto para mis propósitos —susurró.
Karn se acercó al primer soldado hestita, muerto a manos de Riverwind.
—Rjen. Un buen espadachín. ¿Era preciso que los matara el gigante? —inquirió en voz baja.
—Esto no es un juego, Karn.
El oficial llegó junto al cadáver del segundo soldado.
—Mesk. Fuimos compañeros; hicimos las prácticas de entrenamiento al mismo tiempo.
La soberana se frotó las manos, esbeltas y blancas.
—Deja de comportarte como un chiquillo —dijo, con sucinta elegancia—. Tenía que probar la efectividad del espejismo que creé para Riverwind. Y lo hice.
Los hombros de Karn se hundieron como si soportara un peso desmesurado.
—¿Cuál es pues el siguiente paso, alteza?
—Cuando el bárbaro despierte, quiero que reúnas a dos legiones del Host. Las conducirás fuera de Vartoom y registraréis la caverna hasta dar con el escondrijo de Mors. —Li El arregló los pliegues de su túnica dorada y se cubrió el oscuro cabello con la capucha—. Oh, y encuentra al soldado que huyó hace un momento. ¿Cómo se llama?
—Prem. Se llama Prem.
—Sí. Encuentra a Prem y arréstalo. No quiero tener cobardes a mi servicio. ¿Queda claro?
—Sí, alteza.
Li El abandonó la sala. Karn la siguió con la mirada. La cólera porque Riverwind usurpara su puesto había remitido. La había enterrado como lo había hecho con otras muchas heridas que le infligiera la ambiciosa y despiadada reina de Hest. Li El se limitaba a utilizar al forastero para alcanzar la meta que perseguían. Una vez que lo hubiesen logrado, el bárbaro ya no les sería de utilidad y se desharían de él. No era más que un instrumento a su servicio. Él, Karn, seguía siendo el comandante del Host. El hijo de Li El. Su paladín elegido.
Vvelz obtuvo permiso de Mors para mostrar a Cazamoscas la colección de objetos traídos de la superficie para el Pueblo del Cielo Azul. El hechicero creía que entre tanto desperdicio algunas cosas podrían ser aprovechables para utilizarlas en contra de Li El. Esperaba que Cazamoscas revisara los montones de basura e identificase artefactos de lucha del Mundo Vacío.
El viejo adivino y Vvelz subieron por una antigua escalera en la que se apilaban piedras desprendidas, y que los condujo hasta una hendidura abierta en la pared de la caverna. La grieta era apenas perceptible; los salientes de roca se habían machacado de tal manera que proyectaban sombras sobre la abertura. Vvelz se introdujo a través del orificio e indicó con un gesto a Cazamoscas que lo siguiera.
Accedieron a una cámara cuadrada, tallada en la roca. A lo largo de los muros se habían abierto unos nichos en los que reposaban más globos azules. El anciano posó con delicadeza la mano sobre uno de ellos; el fulgor azulado encerrado en el interior titiló y se removió de un lado a otro. Una profunda tristeza hizo presa en el viejo adivino. Esta débil lucecilla había sido una vez un hestita, un ser en el que alentaba el sagrado soplo de la vida. Se preguntó si habría sido varón o hembra, amable, bueno, perezoso, hogareño. ¿Viviría todavía enclaustrado en esta esfera? ¿Ansiaría la libertad o el descanso de la muerte?
—Vamos —lo urgió Vvelz. Cazamoscas apartó la mano del globo.
Al fondo de la cámara estaban apilados infinidad de objetos variopintos. El anciano descubrió un arsenal de arcos largos con unos pedazos restantes de cuerda.
—Esto podría ser muy útil —dijo, señalando los arcos—. Si disponéis de cuerdas… y flechas que disparar.
—¿Qué son flechas? —inquirió Vvelz. Cazamoscas parpadeó. A continuación explicó al elfo, acompañando las palabras con mucha gesticulación, las diferentes piezas y la práctica del tiro con arco. El hechicero estaba sorprendido.
—En las crónicas antiguas se relataba que los guerreros podían matar a los enemigos a doscientos pasos de distancia, ¡pero siempre imaginé que se arrojaban lanzas o dagas los unos a los otros! —Tomó uno de los arcos, hecho con madera de tejo curada—. ¿Cómo podemos hacer cuerdas para estos instrumentos? —preguntó después.
—Bien, yo no soy arquero, pero he visto a los hombres tejer las cuerdas de arco con un bramante fuerte que posteriormente frotaban con cera de abeja.
—¿Bramante? ¿Cera de abeja?
Cazamoscas se enjugó el sudor de la frente. Esto no iba a serle fácil.
—Bramante es una especie de cordel que se consigue cardando fibras como el algodón o el lino. —Vvelz no comprendía una palabra de lo que le decía. Cazamoscas empujó con el pie la mercancía amontonada hasta dar con un rollo de cuerda y se lo mostró al elfo—. El bramante es cuerda, pero más fino.
—¿Serías capaz de hacer bramante con cuerda? —se interesó el hechicero.
—Sí, tal vez, aunque no soy un artesano.
Un poco más allá encontraron unos cuantos carcajes repletos de flechas, aunque en la mayoría de ellas los penachos de plumas estaban podridos. Cazamoscas le entregó al hechicero las aljabas y reanudaron el recorrido entre los montones de mercancías del mundo exterior.
La mayor parte no era más que desechos carentes de valor: zapatos y cinturones de cuero tan viejos que se habían acartonado y enroscado sobre sí mismos hasta formar unos prietos rollos; una serie de herrumbrosas herramientas para trabajar madera que los hestitas habían tomado por armas exóticas.
—¿Que es esto? —Vvelz alzó un objeto de aspecto ominoso.
—Un berbiquí con barrena. Abre agujeros, sí.
—¡Puaj, qué espantoso!
—En la madera, Vvelz; sólo en la madera —aseguró el anciano.
Llegaron a una enorme selección de tarros y ollas. Cazamoscas se acuclilló y levantó una tapa tras otra. Especias. Frutos secos, algunos enmohecidos. Botones de madera.
—Por lo que veo, tus exploradores han debido de acechar y escamotear las mercancías de todos los viajeros de Ansalon para llegar a reunir esta variedad —susurró el adivino, que no salía de su asombro.
—Tienen órdenes estrictas. No apropiarse jamás de objetos muy grandes y de aquellas cosas consideradas muy valiosas allá arriba. En Hest hay oro y gemas de sobra.
El anciano encontró un tarro lleno de castañas. Se habían secado y las cáscaras estaban rajadas. Peló una y la probó. Le supo tan bien que tomó un puñado y se las comió mientras revisaba tarros y ollas.
—Dime Vvelz, ¿quién es Di An? Parece existir una estrecha relación entre ella y Mors.
—Sólo es una cavadora; uno de los muchos niños estériles. Es muy experta en merodear por los túneles y escamotear pequeños objetos. En cuanto se refiere al afecto que le profesa Mors, tengo entendido que se conocen hace mucho tiempo. Corre el rumor de que fue Di An quien lo encontró después de que lo dejaran ciego y lo expulsaran de Vartoom. Cuidó de él hasta que recobró las fuerzas.
—Y tú, ¿cuándo te uniste a Mors? —preguntó Cazamoscas, mientras escupía la cáscara de una castaña.
Vvelz metió el dedo en una olla de pimienta molida. Probó el polvillo negro y sufrió un violento ataque de tos.
—¡Veneno! —gimió entre jadeos.
—No. Pimienta. —El anciano cogió un pellizco y se lo llevó a la boca. Picaba, pero no en exceso—. Se utiliza para sazonar las comidas.
Los ojos del hechicero estaban llorosos.
—¡Los moradores del Mundo Vacío debéis de tener estómagos de hierro!
Cazamoscas masticó y se tragó la última castaña antes de formular la siguiente pregunta.
—Vvelz, ¿te importaría decirme el motivo por el que decidiste trabajar en contra de tu hermana?
—¡Aaat… aaat… chiiist! —estornudó el hechicero, y se restregó la nariz—. ¿Importa acaso? ¿No te parece bastante que arriesgue mi vida en favor de la causa de Mors?
—Importa, sí. Se me ocurre que si Li El quisiera tener un espía cerca de Mors, tú serías la persona idónea para ese cometido. —El anciano se cruzó de brazos—. Un espía, o, inclusive, un asesino.
Vvelz alzó la mano izquierda, con la palma hacia arriba. Abrió mucho los ojos y articuló un conjuro breve, arcaico. Cazamoscas retrocedió un paso con premura. En la palma del hechicero brilló una chispa luminosa que creció hasta formar una llama.
—Quieres saberlo, ¿verdad? ¿Serás capaz de comprenderlo si te lo explico? He pasado toda mi vida bajo el dominio de mi ambiciosa y despiadada hermana, para quien siempre he sido más un criado que un pariente. —Vvelz hablaba despacio, en voz queda—. Aniquiló a muchos hechiceros, sabios y buenos, cuyo único fallo fue ignorar el poder desmesurado de su oponente. Utilizó el amor de un valiente guerrero y concibió un hijo suyo para después inculcar en ese hijo un odio enconado hacia su padre. Su mayor éxito fue valerse de Karn para traicionar a Mors. Concedió a los cavadores medio día de descanso a fin de que asistieran a la ceremonia que preparó para dejarlo ciego. Aquel día fue… Aquella ceremonia fue…
A Vvelz le faltaban las palabras; sus dedos se cerraron con furia y aplastó la llama que ardía en su palma. Unas chispas ardientes cayeron al suelo.
—Me avergüenza de que me llame su hermano. Me uniré a quien haga falta con tal de ver el final de Li El.
Ambos hombres guardaron silencio, Vvelz absorto en sombrías reflexiones sobre su hermana y Cazamoscas turbado por el triste relato. Los ojos del anciano se detuvieron en las ollas apiladas a espaldas del elfo. ¡Cuántas había! Tinajas y tinajas de…
—¡Pimienta! —gritó el viejo adivino.
—¿Cómo? ¿Te encuentras mal?
Cazamoscas corrió junto a las ollas.
—¡No! ¡La pimienta es la clave! Por lo menos hay veinticinco kilos de pimienta almacenada —dijo, señalando con el brazo en derredor—. Si todos los hestitas son tan sensibles a sus efectos como tú…
El rostro del hechicero se iluminó con la comprensión.
—¡Ya entiendo! Te refieres a poner este picante en la comida de los soldados, ¿verdad?
—¡No, algo mejor! ¡Arrojárselo a la cara! Estarán tan ocupados estornudando y lloriqueando que el Pueblo del Cielo Azul tendrá oportunidad de desarmarlos con facilidad. También podremos rescatar a Riverwind con el mismo procedimiento.
—¿Cómo evitaremos que nuestra gente estornude?
La pregunta del elfo cogió por sorpresa al adivino, y su expresión de satisfacción se tornó en consternación. Después, sin embargo, su rostro se iluminó de nuevo.
—¿Cómo va a ser? ¡Proporcionándoles pañuelos para que se cubran la nariz y la boca! ¡Funcionará! ¡Vayamos ahora mismo a informar a Mors!
Pero el ciego no acogió la idea con entusiasmo.
—Prefiero que te dediques a reparar esas armas que habéis encontrado, arcos o comoquiera que se llamen —dijo con enojo—. También prefiero atacar al Host desde lejos que conducir cerca de los soldados a gentes carentes de experiencia en la lucha, para que les arrojen polvo a la cara.
—Maese Mors, incluso en el caso de que yo sea capaz de reparar todos los arcos, no serían suficientes para hacer frente a todo el Host. Por otro lado, el tiro con arco no es una disciplina fácil; precisa de mucha práctica, sí.
—¿Cuánto tiempo?
—En Que-shu, los niños inician el aprendizaje cuando apenas saben andar. Toda una vida de adiestramiento es lo que hace de ellos unos arqueros sin par.
—La diana a la que tendrá que acertar mi gente son filas apretadas de soldados. No será fácil que fallen —insistió Mors.
—Tal vez debamos adoptar ambos planes —intervino Vvelz—. Las flechas causarán un gran daño en la moral de los guerreros, y la pimienta los derrotará de manera definitiva.
—No me gusta —rezongó el ciego—. Un guerrero que se precie de tal no arroja polvo a los ojos de su enemigo. Tal acción carece de honor.
—¿Acaso es honorable dejar ciego a su comandante y desterrarlo de la ciudad como si fuese un despreciable pordiosero? —gritó el hechicero, al tiempo que le arrancaba de un tirón el bastón. El elfo ciego se puso de pie.
—¡Cortesano pusilánime sin agallas! Estoy ciego, pero todavía soy capaz de romperte el cuello con una mano…
Di An, que había seguido en silencio toda la conversación, sujetó a Mors por la pierna.
—No lo lastimes, buen Mors. La intención de maese Vvelz es aconsejarte.
La chica recogió el bastón y se lo entregó al elfo. Las toscas manos del guerrero ciego se cerraron sobre las de ella. El contacto actuó como un sedante.
—¿Qué propones? —preguntó a Vvelz.
—No le debes a Li El un combate honorable. No se lo merece. Y es a ella a quien te enfrentas. El Host es una mera herramienta en sus manos.
Los párpados llagados se volvieron hacia la voz del hechicero.
—¿Qué me dices de Karn? ¿Qué se merece él? ¿Polvo picante? ¿Dardos lanzados desde doscientos pasos?
—O el perdón —intervino Cazamoscas en voz baja—. Ha servido a Li El a lo largo de todos estos años y eso es castigo suficiente.
—Fue su elección —musitó Mors, a la vez que se sentaba—. Traed los arcos y la pimienta del almacén. Hostigaremos a Li El con flores si con ello la vencemos. En cuanto a mi hijo, si nos sigue al mundo del cielo azul y luz del sol, procuraré perdonarlo.
—¿Y si rehúsa? —inquirió Vvelz.
—En ese caso, yacerá en una tumba junto a la de su madre.
Dos legiones, casi mil soldados, marchaban en columnas desplegadas por la gran caverna. Karn las había dividido en cuatro unidades llamadas Diamante, Rubí, Esmeralda y Granate. Él iba al mando de la División Rubí y Riverwind lo acompañaba, sometido al influjo de otro espejismo recreado por Li El. El hombre de las llanuras estaba convencido de que perseguía a Loreman y a Hollow-sky tras el frustrado intento de asesinar a Goldmoon.
—Nunca había estado en estas montañas —comentó.
Cruzaban un extenso trigal; las espigas crecían altas pero muy esparcidas. El viento no era habitual en Hest, aunque sí soplaba una ligera brisa y los remolinos agitaban la raquítica cosecha.
—Esos miserables se ocultan hace años —dijo Karn, mirando con inquietud al hombre de las llanuras.
Hablar con el hombre embrujado era como hacerlo con un sonámbulo. El elfo ignoraba lo que el forastero veía u oía en su estado actual. La vergüenza y la cólera bullían en lo más hondo de su corazón por tener que admitir el concurso de este necio y rudo grandullón. Karn estaba convencido de que él se bastaba para aplastar a los rebeldes; no necesitaba la ayuda de un gigante atontado por la magia.
Riverwind sentía el soplo de la brisa y olía el omnipresente humo de las fundiciones. Con todo, sus ojos contemplaban las llanuras de su país, acariciadas por los dorados rayos de sol. El corazón le latía de manera acelerada. Goldmoon sólo estaría a salvo si lograba capturar y aplastar a los malvados que ansiaban la muerte de su amada. Sus largas piernas cubrían el terreno a grandes zancadas y la escolta se estiraba en una larga fila que intentaba sin éxito mantener su paso.
—Ve más despacio —le indicó Karn con irritación, para añadir en un susurro inaudible—: Gigante infernal.
El hombre de las llanuras no sólo refrenó la marcha, sino que se paró en seco. Sus ojos penetrantes, de cazador avezado, habían captado un destello de acero en la falda de la montaña que se alzaba al frente.
—Allí —indicó, señalando con el dedo.
—¿Qué? —preguntó Karn, cubriéndose con la mano los ojos para resguardarlos del deslumbrante sol de bronce.
—Hay alguien allá arriba. Lleva una espada. Tienen que ser ellos. —Riverwind sintió que el pulso se le aceleraba.
Karn veía, no el espejismo de una montaña, sino el templo abandonado al que acudían en el pasado sus antepasados para rendir culto a los dioses.
—Estás equivocado. Ya hemos explorado esa zona. Los cavadores estarán dispersos en pequeñas bandas repartidas por las grutas.
—Están allí —insistió Riverwind, al tiempo que se ponía en marcha hacia la ladera de la montaña.
—¡Espera! ¡Deténte! ¡Yo doy las órdenes! —gritó el elfo. El guerrero se frenó. Goldmoon le había dicho que obedeciese a este tipo bajito. Karn se apresuró a reunirse con él—. Sigue mis instrucciones, ¡no lo olvides! —bramó con voz ronca—. Esa… mmm… montaña está infestada de espíritus malignos. Nuestra presa no se refugiaría en semejante lugar.
—¿Por qué no? Si yo quisiera esconderme, me dirigiría a un paraje donde se rumorea que hay fantasmas. Nadie se acercaría a un sitio embrujado.
Varios soldados los habían alcanzado y escuchaban con interés. El razonamiento del gigante tenía sentido.
—Goldmoon ordenó registrar los túneles del muro sur… Quiero decir, la cordillera. Es donde cabe la posibilidad de que se oculte el ejército de rebeldes.
En efecto, aquellas habían sido las órdenes de Goldmoon. Por otro lado, se dijo Karn, ningún hestita se atrevería a esconderse en el viejo templo. Riverwind no avanzó hacia las ruinas, bien que tampoco retrocedió. El resto de la División Rubí se reunió con el grupo e hizo un alto tras el hombre de las llanuras.
—El enemigo está allí —insistió, a la par que alzaba el largo brazo y señalaba al templo distante.
Karn estaba harto de la arrogancia del extranjero.
—¡Formad en columna de marcha! —bramó. Maldijo e insultó a los soldados hestitas hasta que estos formaron en dos columnas paralelas—. ¡Quedaos ahí hasta nueva orden! —Se volvió hacia Riverwind—. Obedecerás cuanto yo ordene, ¿comprendido? Su alteza… mmm… Goldmoon espera que sigas mis instrucciones.
—Sí, comandante. —El guerrero bajó la mirada hacia el elfo.
La División Rubí reanudó la marcha en dirección al muro sur. Riverwind caminaba despacio junto a las columnas de soldados, con los ojos prendidos en el templo abandonado que para él era una montaña. Había percibido el centelleo de acero en la ladera. No le cabía duda alguna.