7

Lágrimas de sangre

Karn condujo a Riverwind a punta de espada de regreso al puente de los Capiteles Altos.

—¿Qué propósito tienes? —preguntó el hombre de las llanuras.

—He de informar a su alteza de lo ocurrido. El viejo gigante no llegará muy lejos.

—Cazamoscas es más avispado de lo que aparenta. —Riverwind esperaba que el viejo adivino se encontrara a salvo, dondequiera que Di An lo hubiese llevado.

—Mi señora dará con él, se esconda donde se esconda —alardeó el soldado.

El angosto paso calizo emergió entre el humo. El humano no alcanzaba a comprender cómo Karn y Di An eran capaces de orientarse en la espesa bruma. Quizá los elfos gozaban de una visión más aguda que los humanos.

—¡Holaaa! —llamó el oficial a los soldados del otro lado—. ¡Soy yo, Karn!

Unos segundos después se escuchó una voz amortiguada.

—¡Nos está prohibido conversar con vos, mi capitán!

El elfo escudriñó la cortina de humo arremolinado.

—Nah, ¿eres tú? Atiéndeme: ve y comunica a su alteza que los gigantes intentaron escapar. Uno de ellos se escabulló, pero he logrado retener al más joven de los dos. Díselo, Nah. Nos recompensará a ambos.

—¡Es una historia difícil de creer, mi capitán! —respondió el guardia—. ¿Adónde iban a escapar los gigantes?

—¿Cómo voy a saberlo? Está involucrada la magia, estúpido, y si no se lo comunicas a su alteza, ¿cuál crees que será su reacción?

En esta ocasión la respuesta se demoró más, aunque por fin les llegó la voz de Nah.

—Lo haré, Ro Karn. ¡Qué proeza, capturar al gigante dos veces…!

—Sí, sí. ¡Apresúrate, Nah!

Transcurrieron varios minutos de completo silencio.

—¡Una compañía de soldados! —exclamó Karn, sorprendido.

El hombre de las llanuras escudriñó la penumbra, pero no vio más que humo y vapores nocivos. Sin embargo, no dudaba de la penetrante visión del elfo.

—¡Cruzad el puente con el prisionero, Ro Karn! —gritó Nah.

—¡Allá vamos!

Riverwind se puso a horcajadas sobre el paso y lo atravesó centímetro a centímetro. El elfo fue tras él plantando los pies con segura tranquilidad en la resbaladiza piedra.

Una veintena de lanzas se alzaron amenazantes ante el humano cuando alcanzó la plataforma. Karn había estado acertado respecto al número de soldados. Uno de los oficiales se cuadró y saludó.

—Ro Karn, su alteza requiere vuestra presencia inmediata.

El oficial, con una actitud jactanciosa y triunfal, enfundó en la vaina que pendía de su cinturón la espada que Di An había llevado a los Capiteles Altos. Otro de los elfos dio un paso adelante y alargó a Karn su yelmo.

—Os lo guardé, señor —informó.

El oficial se colocó el casco metálico y suspiró satisfecho.

—Gracias, Sard. —Alzó la mirada hacia Riverwind—. Ya ves, gigante, cuán tornadiza es la fortuna.

El humano lo contempló con desdén.

—Sí, y cabe la posibilidad de que cambie de nuevo; y no a tu entera satisfacción.

Karn rompió a reír. Superada la hilaridad, ordenó a los soldados que se pusieran en formación y se situó a la cabeza. Descendieron por el túnel espiral hasta el salón del trono de Li El.

La escolta se detuvo ante las cortinas doradas. La sala abovedada estaba saturada del picante olor a incienso y la luminosidad anterior se había reducido a un mortecino crepúsculo. Karn y Riverwind cruzaron los cortinajes.

Dentro del círculo dorado, la habitación había sufrido un cambio. El sillón había desaparecido, reemplazado por una alfombra de intrincado diseño tejida con hilos de plata y cobre. Li El se hallaba sentada en el centro del círculo. Se había despojado de la capucha dorada y sobre los hombros se desparramaba una cascada de cabello castaño rojizo. Hasta ahora, Riverwind no había visto a ningún otro morador de Hest con aquel hermoso cabello oscuro.

Ante la soberana, sobre el suelo, reposaba una jofaina caldeada por las llamas vacilantes de un pequeño brasero. La elfa tenía inclinada la cabeza y contemplaba absorta el fondo del recipiente. Mientras Riverwind la observaba, la reina de Hest esparció un polvo azul en el líquido de la jofaina. Se produjo un sonoro siseo y unas volutas de vapor rebosaron por los bordes. El vaho azul claro era el causante del peculiar aroma a incienso. Karn carraspeó.

—Mi reina, os traigo nuevas de…

—Lo sé —interrumpió Li El en voz baja, sin alzar la vista—. Lo sé todo.

El soldado, cogido por sorpresa, enmudeció momentáneamente.

—El gigante de más edad escapó antes de que me fuera posible detenerlo —prosiguió, cuando recobró el habla—. Alguien lo ayudó con una cadena o una escala de mano.

—Fue la muchacha —dijo Li El con una voz carente de inflexiones. Metió la mano entre los pliegues de la túnica y extrajo un fragmento de cristal rojo, opaco y con irregularidades en la superficie, que dejó caer con cuidado en la jofaina—. La misma chica cavadora que capturaste en el túnel —agregó.

—Pero… ¿cómo es posible, alteza? Se la llevaron para interrogarla…

—Mi hermano. —El elfo miró a Riverwind con manifiesto desconcierto—. ¿No te das cuenta, necio Karn? —El oficial se encogió atemorizado pero Li El prosiguió con inexorable crudeza—. ¡Mi hermano es quien ha estado realizando los hechizos a fin de crear accesos a la superficie, y quien ayudó a los cavadores que han huido de Vartoom!

La sangre se agolpó en el rostro afilado de Karn.

—¡Traidor! ¡Lo sabía!

—No es cierto —replicó la soberana con un soplo de voz apenas audible—. Incluso yo lo ignoraba.

—Alteza, una palabra vuestra ¡y Vvelz morirá hoy mismo! —se apresuró a ofrecer Karn.

—Vvelz se ha puesto fuera del alcance de tu espada.

Li El sopló con suavidad el vapor que se había acumulado en la superficie del líquido. De la jofaina emergió un fulgor rojizo. La soberana hechicera guardó un largo silencio. Karn se removió con impaciencia y por último se aclaró la garganta.

—Habla —dijo Li El.

—¿Qué hago con este gigante?

La elfa alzo el rostro hacia ellos. Tanto el guerrero hestita como el hombre de las llanuras retrocedieron. Las oscuras pupilas de la soberana se habían tornado rojas y unas lágrimas del color de la sangre se desbordaban por los párpados dejando tras de sí unos trazos bermejos que se deslizaban por sus mejillas.

—Me esfuerzo desde hace mucho por gobernar Hest con firmeza a fin de hacerlo próspero y poderoso. Depuse al último y decadente hijo de Hest y me autoproclamé reina con el propósito de salvar a los cavadores de la mano de hierro de aquel tirano. Y como agradecimiento a mis desvelos recibo deserción, traición y sabotaje.

Las lágrimas de sangre fluyeron más copiosas. Riverwind sintió que el corazón se le helaba. La voz de Li El era reposada y fría. De algún modo, el guerrero comprendió que no era la tristeza lo que causaba el llanto de la soberana, sino una cólera honda e implacable.

Li El se puso de pie y caminó hacia el elfo y el humano, paralizados por un temor reverente. Las lágrimas resbalaban sobre la túnica dorada.

—¿Cuál es tu opinión, gigante llamado Riverwind? ¿He de mostrarme compasiva con quienes llevarían mi reino a la destrucción? ¿He de ser magnánima con quien, siendo mi propia carne y sangre, me ha traicionado? —Se volvió hacia Karn, a pesar de que sus palabras iban dirigidas a Riverwind—. ¿O por el contrario habrán de lavar con sangre sus transgresiones hasta que no quede rastro de ellas? ¿Hasta que desaparezca el último vestigio de su traición? ¿Qué opinas tú, gigante?

Riverwind no respondió. Sentía un nudo en la garganta. La ira de Li El impregnaba el aire cual un perfume vil y perverso que lo paralizaba como si fuera un árbol enraizado en la tierra y lo dejaba incapacitado para articular una sola palabra. Karn parecía atravesar las mismas dificultades. Por encima del hombro de la soberana, Riverwind vio que la jofaina en la que había realizado el hechizo estaba hirviendo. En el líquido borboteaban unas burbujas enormes de las que se desprendían gotas sangrientas que caían al suelo.

—¿Cómo osan conspirar contra mí? —exclamó Li El, con un tono más alto—. Yo, que soy quien hace que madure la fruta y que alumbre la luz de la caverna. Mi pueblo no conoce el hambre ni la oscuridad y todo cuanto pido a cambio es obediencia y trabajo duro. Pero ni siquiera son capaces de darme esas pequeñas cosas. Por lo tanto, mi castigo caerá sobre todos ellos, sectarios del Cielo Azul, desde la raíz del mal hasta la última derivación de las ramas.

Miró una vez más a Karn. Al guerrero lo sacudía un ligero temblor, pero su semblante mostraba una expresión decidida.

—Eres una herramienta poco eficaz para este trabajo —le dijo la soberana—. Eres leal y valeroso, pero careces de ingenio para vencer a ese montón de chacales a los que sirve mi hermano.

Li El miró a Riverwind. El halo malevolente que emanaba de la reina le atravesaba el corazón y el alma. Sintió un temblor en las manos y procuró dominarlo apretando los puños. El entrenamiento como guerrero que-shu lo ayudó a mantener una expresión impasible al mirar el rostro de la soberana surcado de regueros sanguinolentos.

—Ah, gigante, eres un verdadero luchador. Con las armas y la motivación adecuadas, serías capaz de acabar con mis enemigos tú solo.

La expresión calmada de Karn se tornó en conmoción. Sus labios se movieron, pero no articularon el menor sonido. Sin reparar en el malestar del soldado, Riverwind se debatió en su propia lucha interna y al cabo logró pronunciar, aunque en un susurro, una única palabra.

—No.

Li El esbozó una sonrisa.

—¿No? No seas tan impulsivo, mi encantador gigante. Todavía no te he explicado cuáles serían mis condiciones. Deberías reconsiderar tu respuesta. —Los ojos del guerrero dijeron con claridad diáfana lo que su lengua era incapaz de articular—. ¿Aún te niegas? No me dejas otra alternativa. Tendré que persuadirte.

Riverwind quería correr, o luchar, o hacer cualquier cosa que rompiera la espantosa inmovilidad a la que lo tenía sometido Li El; Karn no estaba en condiciones de detenerlo, pero todo cuanto fue capaz de hacer fue mover las piernas un poco. Con lentitud, arrastró los pies para darse media vuelta y se esforzó en dar un paso; realizar aquel mínimo movimiento le causó una convulsión. Li El ni siquiera se apresuró. Fue tras él con pasos lánguidos y actitud altiva; parecía un horrendo espectro ensangrentado que persiguiera a un hombre acosado por la culpa.

Riverwind trastabilló y cayó de bruces. Rodó sobre sí mismo e intentó incorporarse. Li El se detuvo junto a él.

—¿Por qué te resistes, amigo mío? Al final, el resultado será el mismo —dijo con voz susurrante.

Acto seguido se llevó los dedos a las mejillas y manchó las yemas con las lágrimas rojas. Se inclinó poco a poco y alargó las manos hacia el rostro del guerrero. En el momento en que los dedos teñidos de sangre rozaron sus mejillas, Riverwind exhaló un alarido.

—¡Goldmoon!

El semblante de Karn era un reflejo de la tortura interna que sufría. Sus brazos y sus piernas se retorcían con sacudidas espasmódicas causadas por el denodado intento de moverse. Cuando su soberana tocó al gigante bárbaro, ambos desaparecieron en medio de un estallido silencioso de luz blanca. El letargo mágico que lo tenía paralizado acabó del mismo modo súbito y Karn llegó de un salto al lugar donde la reina y el extranjero se encontraban un segundo antes.

—¡No! —aulló, al tiempo que desenvainaba la espada—. Yo debía ser el elegido. ¡Yo, Karn! ¡No podéis elegir a ese forastero en mi lugar! —Karn hendió el aire con violentas pero inofensivas arremetidas—. ¡A mí! ¡Es a mí! ¡Me corresponde por derecho de sangre y méritos!

Se volvió hacia la jofaina mágica utilizada por la reina. El líquido contenido aparecía ahora transparente y liso como el cristal. En un acceso de furia, el elfo corrió hacia el recipiente y le propinó una patada. Apenas había rozado con la puntera de su calzado metálico el borde broncíneo, cuando la jofaina se desvaneció en una voluta de vapor blanco.

Karn maldijo y gritó y pateó, cegado por la frustración y la ira.

Los silenciosos hestitas transportaron a Cazamoscas un largo trecho. El adivino ignoraba cuán lejos, pero transcurrió bastante tiempo antes de que lo pusieran de pie. Habían recorrido cierta distancia a nivel del suelo y posteriormente habían remontado una cuesta pronunciada. Al anciano le resultaba ridículo que lo llevaran en hombros cuando era capaz de caminar sin dificultad alguna.

Ya no sentía el pánico que lo había asaltado en el primer momento, cuando los elfos lo agarraron. Cazamoscas era lo bastante astuto como para comprender que la mejor manera de mantenerse ileso y sano era no presentar resistencia. Al fin y al cabo, después de correr tanto riesgo para rescatarlo de los Capiteles Altos, no lo iban a maltratar, ¿verdad? Di An no lo conduciría a una trampa, ¿cierto?

Los elfos lo dejaron en el suelo y le quitaron la pesada malla. Hacía frío y estaba oscuro dondequiera que fuera el lugar al que lo habían llevado; el anciano se frotó los ojos y se sentó.

Se hallaba en una especie de edificio antiguo. Unas columnas, talladas con delicadeza, se encumbraban en la oscuridad. Algunas estaban agrietadas, otras yacían desplomadas en el suelo. El piso era de baldosas de piedra blanca, deterioradas y cubiertas de una gruesa capa de polvo. Un movimiento a su espalda lo puso sobre aviso de que no se encontraba solo. Cuando sus pupilas se ajustaron a la falta de luz, descubrió que la habitación estaba repleta de hestitas y que todas las miradas se centraban en él.

Cazamoscas se puso de pie. Los murmullos flotaron entre las columnas como luciérnagas en una noche de verano. Percibió el sonido de unos pasos suaves. Di An apareció y el adivino se alegró de verla; al menos, había una cara conocida.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde estamos? —le preguntó.

—Poco impresionante para ser un gigante —opinó una voz profunda de timbre hueco.

—¿Quién ha hablado? —Cazamoscas escrutó el mar de rostros que lo rodeaba.

—El otro es mucho más alto —dijo Di An.

El adivino se enfrentó una vez más a la muchacha.

—¿Y Riverwind? ¿Dónde está?

—No llegó a saltar —respondió con un hilo de voz. Se movió con nerviosismo, plantando el peso en un pie y en otro de manera alternativa, al tiempo que echaba ojeadas inquietas por encima del hombro.

—Entonces está en poder de Li El —intervino de nuevo la voz de timbre grave.

Cazamoscas se adelantó hacia la elfa en un par de zancadas.

—¡Tenéis que ayudarlo! ¡Karn pedirá su cabeza! —exclamó. Alargó las manos hacia la muchacha—. ¿Regresamos a buscarlo?

—Ro Karn no es la peor amenaza a la que se enfrenta tu amigo —tronó la voz de antes—. No; no está en nuestras manos salvarlo.

—¿Quién eres?

Di An tomó a Cazamoscas de la mano y lo condujo hasta la zona envuelta en la oscuridad. Cientos de pequeños pies elfos se arrastraron en las sombras, siguiéndoles los pasos. El anciano hombre de las llanuras miró con inquietud por encima del hombro al advertir que la casi invisible multitud iba tras él.

Al frente había un espacio abierto entre las apretadas filas de las columnas, iluminado por más de veinte globos azules. La peculiar luminosidad proyectaba sombras inquietantes sobre lo que Di An quería mostrarle.

Se trataba de una sección de bloques gruesos de piedra que se erguía libre de paredes o columnas. En la cara frontal aparecía tallado el rostro de un elfo. Los ojos se habían esculpido entrecerrados, apenas una rendija, y la boca era un enorme agujero, negro y vacío. La extensión total del relieve igualaba a la altura del viejo adivino. Bajo la luz espectral Cazamoscas era incapaz de descifrar si la expresión del pétreo rostro era alegre, colérica o angustiada.

—No vales mucho como gigante —repitió la voz atronadora, que provenía del semblante de piedra.

—Ese es un atributo que nos ha dado vuestra gente. Entre los míos, se me considera un hombre de talla pequeña, sí. —Cazamoscas no se sentía muy impresionado por este ídolo, fuera lo que fuese. Sabía muy bien que algún hestita mortal se encontraba al otro lado.

—En cualquier caso, el humano puede sernos útil —intervino otra voz más culta, de timbre más alto. El anciano reconoció en aquella segunda voz a Vvelz.

Cazamoscas decidió mostrarse audaz.

—Me complace que pienses de ese modo, hermano de Li El.

El constante murmullo mantenido a sus espaldas cesó. La boca de piedra guardó silencio. El fulgor de una llama irrumpió entre dos columnas cercanas e iluminó la figura de Vvelz, quien se aproximó a Cazamoscas y a Di An. Sobre la palma de su mano derecha titilaba una llama pequeña; no provenía de una antorcha, sino que brotaba directamente de su mano.

—Mors tiene razón —dijo el hechicero—. No puedes ayudar a Riverwind. Más vale que te quedes con nosotros y te unas a nuestra causa.

—¿Cuál es esa causa?

—Somos el Pueblo del Cielo Azul —respondió la voz profunda, a la que Vvelz se había referido como Mors—. Nuestro ferviente deseo, nuestro sagrado cometido, es abandonar estas cavernas oscuras y morar de nuevo bajo el sol y el firmamento, vivir como seres libres, sin estar sometidos a ningún tirano. Romperemos las cadenas y saldremos a la luz y nada ni nadie nos obligará a regresar a estos subterráneos.

—Un propósito encomiable, ¿sí? —replicó Cazamoscas con tono desabrido—. ¿Pero quién eres tú?

—Sí, sal de ahí —intervino Vvelz.

El hechicero alzó la ardiente palma de su mano y golpeó la llama con la otra mano. Unos chorros diminutos de fuego se desprendieron de entre sus dedos, surcaron el aire en todas direcciones, y prendieron unos hacheros repartidos por toda la sala. Los extraños artilugios semejaban árboles jóvenes, forjados en hierro con gran pericia. En las puntas de las ramas metálicas surgieron pequeñas llamas azules. A medida que se encendían, el suave siseo que emitían fue inundando la estancia.

La sala era de gran tamaño y una abultada multitud de cavadores se alineaba a lo largo de las paredes. Lejos, a la izquierda de Cazamoscas, se abría una puerta de medio arco de la que partía una escalera que descendía en la oscuridad.

El viejo adivino escuchó un golpeteo, como el repicar de metal sobre piedra. Un bastón, dorado y fino, apareció tras el rostro pétreo. El extremo tanteó a ciegas el muro y el piso y al momento apareció un elfo que manejaba la vara. Vvelz hizo un gesto a Cazamoscas con la cabeza y este se adelantó.

Al aproximarse al cabecilla del Pueblo del Cielo Azul, constató que su estatura no sobrepasaba a la media de los otros elfos, pero era ancho de hombros y muy bien musculado. Lo que más llamaba la atención eran sus ojos, velados tras una membrana de tejido blanco cicatrizado. Cazamoscas comprendió el tantear del bastón: el líder del Cielo Azul estaba ciego.

—Estás mirando mis ojos —adivinó el elfo, con un tono seco—. Son un presente de su alteza. Cuando fui expulsado de Vartoom, ordenó que me arrancaran los ojos, como advertencia a otros posibles herejes.

—¿Quién eres? —preguntó Cazamoscas con voz queda.

—Me llamo Mors; en otros tiempos, Ro Mors, comandante del Host. ¿Tú eres a quien An Di llama Cazamoscas?

—¿An Di? —repitió el adivino con desconcierto.

—Lo olvidaba. Al ser un bárbaro ignoras los matices de nuestro lenguaje. —El ciego alargó una mano y Di An corrió hacia él. La muchacha se acurrucó contra su costado—. Di An, An Di; invertir el nombre indica señal de afecto.

—Te agradezco tu ayuda —dijo Cazamoscas, sonriendo a la muchacha, pero ella se mostró cariacontecida.

—Riverwind no logró escapar.

La mano nudosa y sucia del anciano le acarició la mejilla.

—No se rinde tan fácilmente. Lo volveremos a ver.

El viejo hombre de las llanuras reparó en que el número de hestitas se había incrementado poco a poco y ocupaba los sitios libres de la sala. Estaba sorprendido; como mínimo habría seiscientos o setecientos elfos apiñados en las ruinas. Preguntó a Vvelz quiénes eran.

—Todos los cavadores que han huido de Vartoom —respondió el hechicero—. Abandonaron picos y arados y se unieron al Pueblo del Cielo Azul. Vinieron a nosotros porque estaban cansados y hambrientos y ya no soportaban por más tiempo el tiránico yugo de Li El. Un día, no muy lejano, Mors los conducirá fuera de las cavernas, a la luz del sol.

—¡Son muy numerosos! —se maravilló Cazamoscas—. ¿Por qué no se ponen en marcha? Sin duda Li El no sería capaz de detener a semejante multitud.

Di An guio a Mors hasta donde se encontraban el anciano y el hechicero.

—Puede hacerlo —lo contradijo el ciego; su voz grave tenía un ribete de amargura—. Huir de ella no es la solución. ¡Tenemos que librar la batalla en la misma Vartoom, vencer a la tirana, y conducir a todo el pueblo de Hest a la libertad de un cielo abierto!

Varios cavadores vitorearon las palabras de Mors. El ciego volvió la cabeza hacia ellos, con el entrecejo fruncido.

—¡Guardad silencio, necios!

—Li El no puede escucharlos —intervino Vvelz, a la vez que esbozaba una sonrisa maliciosa, tranquilizadora.

—¿Por qué no? —quiso saber Cazamoscas.

—Hace mucho tiempo, esto era el templo de uno de los dioses, ahora olvidados —informó el hechicero—. En épocas remotas, el pueblo de Vartoom venía aquí a rendir culto. Los sacerdotes inhalaban los vapores del incienso sagrado y formulaban profecías mientras contemplaban la imagen del rostro del dios. Ahora, sin embargo, nadie se atreve a aproximarse a este lugar.

—¿Nadie viene al templo a adorar al dios?

—Incluso su nombre se ha olvidado.

—Si existen los dioses, son ellos quienes se han olvidado de Hest —intervino Mors con amargura—. No los necesitamos. Confiaremos nuestro destino a nuestras propias manos.

—El templo tiene fama de ser un lugar embrujado —prosiguió Vvelz—. Durante el reinado del tercer hijo del gran Hest, Drev el Loco, los sacerdotes fueron masacrados y el fuego sagrado se extinguió por orden del rey. Se dice que los sacerdotes moribundos maldijeron el linaje de Hest y que sus espíritus vagan por el templo, clamando venganza.

Cazamoscas abrió los ojos como platos.

—¿De veras?

Vvelz miró a derecha e izquierda antes de responder.

—Yo he oído ruidos…, he visto vagos resplandores en los santuarios más recónditos —susurró.

Una vez que el Pueblo del Cielo Azul asimiló como algo natural la presencia de Cazamoscas, sus gentes reanudaron la rutina diaria como si el viejo adivino no existiera. Se repartieron vituallas, se remendaron las ropas desgarradas de malla de cobre, y varios equipos distribuyeron los artículos sustraídos en la superficie. Para el adivino resultaba tan divertido como conmovedor ver a los hestitas probar la resistencia del cuero de viejos zapatos o acariciar sombreros como si el paño fuera seda o satén, o comer con desgastadas cucharas y platos de madera cual si estuviesen realizados con la más delicada porcelana.

Con Di An de lazarillo, Mors se dirigió al tocón de una columna rota y tomó asiento. Le llevaron pan y agua en una copa de madera tallada de un pedazo de roble. A Cazamoscas le proporcionaron los mismos víveres sencillos, con la diferencia que su copa era de latón hestita.

—Maese Mors —dijo, mientras masticaba el pan, insípido y seco—. ¿Por qué tomasteis la determinación de conducir a estas gentes fuera de las cavernas? Después de todo, fue gracias al hecho de descender bajo tierra por lo que los hestitas lograron sobrevivir.

El ciego rezongó por lo bajo.

—Fue la obstinación de Hestantafalas la que nos condenó a vivir como lombrices en la oscuridad y bajo tierra. De haber obedecido a su soberano, se habría evitado todo este sufrimiento y desdicha.

—Pero vos no fuisteis cavador, ¿sí? ¿Cómo es que se despertó vuestra compasión por ellos?

—Permíteme que se lo explique —intervino Vvelz. Mors bebió un sorbo de agua y accedió con un gruñido.

—Habré de remontarme a un remoto pasado —comenzó el elfo, tras aclararse la garganta con un carraspeo—. Cuando el gran Hest y su archimago, Vedvedsica, murieron, sus hijos heredaron los cargos de sus progenitores, como es natural. El primer hijo de Hest se convirtió en rey y los de Vedvedsica formaron el consejo mágico, del reino. Poco tiempo después surgieron las primeras rivalidades entre la casa real y los hechiceros. Con el propósito de fortalecer sus posiciones, ambas facciones reclutaron de entre el pueblo llano a aquellos con cualidades sobresalientes. Los que entraron al servicio de la casa real formaron la Hermandad de las Armas, un gremio de guerreros; a los seguidores de la familia Vedvedsica se los conoció por la Hermandad de la Luz. A partir de entonces, se estableció un sistema mediante el cual se sometía a los niños a ciertas pruebas con el propósito de determinar si estaban dotados para una u otra hermandad. Quienes no mostraban cualidades para integrarse a ninguna de ellas, como ya sabes, trabajaban de cavadores. Se logró un equilibrio y, durante centurias, el pueblo de Hest prosperó.

»Posteriormente, en el reinado del segundo hijo de Hest, Jaen el Constructor, las cosas empezaron a ir mal. Las cosechas se perdían con frecuencia y los cavadores pasaban hambre. Varias minas se derrumbaron y muchos perdieron la vida. Lo más extraño, sin embargo, es que el número de nacimientos decreció más y más. Muchos de los nacidos eran improductivos, estériles, y jamás se convertían en adultos.

Cazamoscas miró a Di An. La muchacha elfa estaba sentada a los pies de Mors, con las piernas encogidas y la barbilla apoyada en las rodillas. Miraba al frente, sin pestañear, y su expresión no se turbó cuando Vvelz mencionó a los niños estériles.

—La Hermandad de la Luz acusó a los guerreros de ser, por su codicia, los culpables de los desastres —prosiguió Vvelz—. Argumentaban que se empleaba demasiado tiempo en cavar para obtener hierro y oro, y, en cambio, apenas se prestaba atención a la plantación de cosechas. La Hermandad de las Armas, por su parte, culpaba a los hechiceros. Afirmaban que los magos no proporcionaban luz suficiente a la caverna, con lo que las cosechas se debilitaban y disminuían.

—¿Quién tenía razón? —inquirió Cazamoscas.

—Todos —dijo Mors, interviniendo en la conversación de forma inesperada. Tras un largo silencio, se hizo patente que no tenía intención de agregar nada más; por consiguiente, Vvelz reanudó la reseña.

—Jaen murió de apoplejía y su hermano pequeño, Drev, subió al trono. Drev estaba resentido y propagó el rumor de que la muerte de su hermano se debía a una conspiración de los magos. Cuando estuvo seguro de la lealtad de los guerreros, trató de aplastar a la Hermandad de la Luz. Se cerraron los templos y los sacerdotes fueron asesinados. Muchos de los hechiceros fueron encarcelados y posteriormente ejecutados, incluida Ri Om, la hija de Vedvedsica. Por aquel entonces, yo no era más que un joven aprendiz, y mi hermana una discípula al servicio de un mago.

—¿Sois descendientes de Vedvedsica?

—Era hermano de mi abuelo —dijo Vvelz con orgullo—. Con aquello, el conflicto parecía resuelto y los guerreros ser los vencedores; pero no contaban con la ambición de Li El. Sus poderes, incluso cuando no era más que una niña sin estudios mágicos, eran extraordinarios. Realizó con éxito la gran levitación a los diez años y a los catorce era capaz de leer las mentes con toda efectividad. —Mors carraspeó y dio unos golpecitos con la punta del bastón en el suelo. La voz de Vvelz se redujo a un susurro—. Mors no quiere que los cavadores sepan cuán poderosa es mi hermana en realidad. Dice que los desmoralizaría.

—A mí también, sí —admitió Cazamoscas con un escalofrío.

—Li El ascendió de rango con gran rapidez en las filas mermadas de la Hermandad de la Luz —continuó Vvelz—. Por lo general, a un discípulo de hechicero le cuesta un siglo o más acceder a la primera categoría, pero ella lo logró en treinta años. Sólo mucho después descubrí cómo lo había conseguido; Li El retaba en secreto a otros magos de rango superior a competir en duelos mágicos. —El elfo sacudió la cabeza. Su voz sonó tensa—. Era una muchacha de belleza extraordinaria, y la mayoría de hechiceros eran varones y muy, muy estúpidos. Los superó a todos y confinó sus almas en esferas de cristal.

—¡Los globos azules! —exclamó Cazamoscas. Vvelz asintió en silencio. El viejo adivino recordó la risa sarcástica de Karn cuando le preguntó si los orbes eran lámparas. ¡Li El debió de pensar cuán irónico resultaría alumbrar los rincones de su reino con las almas cautivas de sus rivales!

—Cuando mi hermana alcanzó el título de Luz Prístina de la Hermandad, apenas quedaba una docena de hechiceros. Todos eran muy ancianos e incompetentes.

—¿Y no sospechaste en ningún momento? ¿No te extrañó tan veloz ascensión? —inquirió con incredulidad el adivino.

Mors estalló en carcajadas.

—¡Lo sabía, viejo gigante! Durante mucho tiempo, nuestro maese Vvelz creyó que la ambición de su hermana contribuiría a que él alcanzase la suya propia. Sólo más tarde comprendió que tampoco respetaría su vida si llegaba a sospechar que constituía alguna amenaza para sus planes. Para salvar el cuello, se comportó como un ser perezoso y débil. Li Él no lo consideró peligro… y, en verdad, no lo era; por consiguiente, le respeto la vida.

La expresión de tristeza plasmada en el semblante de Vvelz se trocó en otra de cólera. Cazamoscas se apresuró a tomar la palabra y relató su propia posición entre los que-shu y cómo se había visto forzado a adoptar una actitud similar a la del hechicero. Vvelz se mostró mucho más amistoso con el viejo adivino después de escuchar su historia.

—¿Te das cuenta, Mors? La prudencia y el buen juicio existen en el Mundo Vacío al igual que en Hest.

El ciego resopló con desprecio. A Cazamoscas no le pasó inadvertida la creciente tensión entre el hechicero y Mors, por lo que se apresuró a instar a Vvelz que retomara su relato.

—Es decir, Li El se impuso sobre sus compañeros magos. ¿Cómo logró vencer a Drev y al Host?

El hechicero miró de soslayo a Mors, pero el ciego volvió la atención a Di An, que permanecía sentada a sus pies. Su rostro era una mascara impenetrable. Vvelz se encogió de hombros y resumió la historia.

—En cuanto a esa parte, mi hermana se valió de métodos tan antiguos como el mundo. Convenció al comandante de la guardia de palacio de que estaba enamorada de él, y lo ganó para su causa. Él, por su parte, hizo las averiguaciones oportunas a fin de descubrir quiénes eran los descontentos entre las filas de los guerreros para que se sumaran a la conspiración. No fue una tarea difícil. Tras suprimir la oposición de la Hermandad de la Luz, Drev había creído tener seguro el trono. Pagaba una miseria a sus soldados e incluso puso a muchos de ellos a trabajar en las minas junto a los cavadores. Su sed de oro era insaciable.

»Llegó el día en que Li El y su comandante sitiaron el palacio. Apenas hubo derramamiento de sangre. Unos cuantos guardias desconcertados opusieron resistencia a los conjurados y fueron masacrados. Drev huyó a los pisos altos, perseguido por Li El y un centenar de soldados. Lo acorralaron en la sala de audiencias, junto a la ventana desde la cual todos los regentes de Hest tenían por costumbre arrojar monedas o gemas a los cavadores en los días festivos. El pobre y demente Drev gritó a Li El y exhortó a su guardia a que lo salvara. Al no obtener la ayuda requerida, le rogó que le perdonara la vida. —Vvelz apretó los labios—. Aquello complació en extremo a Li El. Por último, antes de enfrentarse a las espadas o los hechizos de mi hermana, Drev prefirió arrojarse por la ventana; murió aplastado contra los escalones de acceso a palacio.

El viejo templo se sumió en el silencio, salvo el rumor de las gentes del Pueblo del Cielo Azul que deambulaban por los alrededores. Di An se incorporó para traer otra copa de agua a Mors. Mientras estaba ausente, el elfo ciego habló.

—Cuéntale todo al gigante, Vvelz. —El hechicero se removió inquieto y guardó silencio—. ¡Díselo! —bramó Mors—. Por favor, no me evites el dolor de escuchar toda mi parte de culpabilidad.

—Creo que lo sé —intervino Cazamoscas en un susurro—. Vos sois el comandante que ayudó a Li El, ¿sí? La amabais.

—Cierto —respondió Mors con acritud. Di An regresó con el agua—. Traicioné a mi rey y a mis deberes de soldado por su amor. Todo cuanto conseguí fue incrementar las penalidades de mi pueblo. Y, por último, también yo sufrí la traición más amarga.

Cazamoscas frunció el entrecejo con gesto pensativo.

—Karn es ahora su brazo derecho. ¿Fue él? —Al asentir Vvelz en silencio a su pregunta, el adivino agrego—: ¿Por qué la traición de ese soldado fue tan terrible?

El cuerpo de Mors temblaba por la furia. La copa de arcilla se hizo añicos entre sus dedos crispados.

—Ro Karn es mi hijo. Li El es su madre.