Los Capiteles Altos
En medio de un griterío, los enfurecidos soldados transportaron sin contemplaciones a Riverwind y a Cazamoscas a lo largo de un pasadizo serpenteante que ascendía a través de la roca sólida en la pared de la gruta. Subieron y subieron sin importarles que los cuerpos de sus prisioneros chocaran contra los salientes de los laterales y del techo. Incrementaron la velocidad cuando el pasadizo se estrechó en una espiral progresivamente angosta. Diez soldados acarreaban a Riverwind, seis a Cazamoscas; los seguía un enjambre de elfos que gritaban enfurecidos.
El pasadizo espiral desembocó de manera brusca en una plataforma abierta, excavada en la pared de la gruta. A Riverwind se le puso el corazón en un puño cuando vio dónde se encontraban: a más de cien metros sobre la ciudad, casi en el techo de la grandiosa caverna. Por un instante lo asaltó la horrenda idea de que los hestitas se disponían a arrojarlos por el precipicio. No lo hicieron. Al pie del borde de la plataforma había un paso de piedra blanca, de un palmo de ancho. Aquel remedo de puente, cuya sola contemplación causaba vértigo, ascendía en un suave arco y desaparecía doce metros más allá entre remolinos de humo y niebla.
Los soldados los soltaron en el suelo de la plataforma.
—¡A los Capiteles! ¡A los Capiteles! —bramó uno de ellos, y al momento todos coreaban su grito.
Blandieron las espadas y los instaron a avanzar azuzándolos en la espalda con las afiladas puntas.
—Bueno, anciano, ¿qué opinas? Hay dos posibilidades: o morir luchando, o cruzar ese paso y precipitarse al vacío.
—No son las únicas alternativas, ¿sí? —dijo Cazamoscas con angustia—. ¡Aug! —Uno de los elfos lo había pinchado en la pantorrilla—. Tal vez crucemos el paso sin caernos.
Riverwind inhaló hondo.
—¡Atrás! —gritó a los soldados, quienes, todavía temerosos de su aventajada estatura, retrocedieron un paso.
El hombre de las llanuras caminó hacia el borde de la plataforma. La luz irradiada por el sol de bronce creaba sombras extrañas en el bosque de estalactitas, y el humo de las fundiciones flotaba en torno a las agujas colgantes. Riverwind tosió cuando las nocivas volutas lo envolvieron como un sudario. Sus ojos llorosos atisbaron a lo lejos una masa oscura difuminada por la espesa neblina, al otro lado del paso.
—Vamos, Cazamoscas. Demostremos a estos moradores de cavernas cómo se enfrentan al peligro los que-shu.
—A gatas —rezongó entre dientes el anciano, pegado a las espaldas de su amigo.
El angosto puente tenía quince centímetros de ancho; la superficie, redondeada, estaba cubierta por una fina capa de hollín; lo suficiente para hacerla resbaladiza, pensó el guerrero. Posó los pies en la vidriosa piedra; parecía bastante resistente. Alzó con lentitud el pie plantado delante. Esta era la manera de hacerlo: centímetro a centímetro, sin apresuramiento, sin paradas bruscas.
Cazamoscas lo imitó. Sólo en una ocasión miró el anciano abajo, y al punto se arrepintió de haberlo hecho. El vértigo lo golpeó en la boca del estómago y la cabeza le dio vueltas. También giraron las calles concéntricas de Vartoom, allá, en el distante fondo. Cazamoscas agitó los brazos…
—¡Hombre alto! —jadeó—. ¡Ayúdame!
Riverwind se volvió a tiempo de verlo tambalearse; bajo él, se abrían más de cien metros de vacío. El guerrero saltó hacia el anciano, golpeó con el pecho en el puente y el impacto le vació de aire los pulmones, pero logró aferrar a Cazamoscas por los brazos. El viejo adivino se escurría, lenta pero inexorablemente, por el redondeado borde del paso. Riverwind enlazó sus largas piernas en torno al calizo puente y atenazó los dedos en los harapos del anciano. El viejo paño raído se desgarró y soltó nubecillas de polvo.
Los hestitas, que hasta ese momento se chanceaban burlones, enmudecieron.
—¡Sube una pierna, viejo gigante! —chilló uno de ellos.
El resto se sumó a sus gritos de advertencia.
Cazamoscas intentó pasar la pierna derecha por encima del estrecho paso, pero el talón no encontraba asidero y resbalaba una y otra vez.
—No puedo hacerlo —gimió.
—¡Inténtalo de nuevo! ¡Esta vez tiraré de ti cuando levantes la pierna! —le indicó Riverwind.
Cazamoscas era viejo, pero fuerte. Repitió el intento; los músculos de los brazos del guerrero se tensaron y jalaron del cuerpo del adivino. El talón de Cazamoscas encontró apoyo, Los elfos vitorearon. Con un esfuerzo denodado, el anciano pasó la pierna por encima del paso hasta ponerse a horcajadas. Los dos amigos se quedaron tumbados, nariz con nariz, respirando entre jadeos.
—¿Estás bien agarrado? —preguntó Riverwind.
—Sí, creo que sí.
El guerrero se sentó y se dio media vuelta. Los dos amigos reanudaron el avance arrastrándose a horcajadas sobre el puente. Tanto los soldados como la pared de la gruta se sumergieron en la espesa bruma y se perdieron de vista.
De manera gradual, su punto de destino tomó forma. Un número de estalactitas particularmente gruesas se habían utilizado como soporte de una plataforma aérea. Unas barras de hierro circundaban las agujas y reforzaban el suelo, hecho de barrotes cuadrados, también de hierro. Riverwind se agarró a uno de los barrotes y se impulsó sobre la plataforma.
Del humo salió una silueta oscura.
—¿Quién está ahí? —Al no responder ninguno de los dos hombres, la figura se adelantó—. Así que también los forasteros han sido confinados a los Capiteles. Muy apropiado.
Riverwind arrastró a Cazamoscas hasta la plataforma. El anciano se aferró al suelo como un marino a una cantinera.
—Jamás imaginé que existiera un calabozo así —comentó entre jadeos.
—No se construyó para que sirviese de prisión —aclaró Karn. Sus rasgos afilados se torcieron con una mueca sarcástica—. Hubo un tiempo en que fue el refugio privado del rey de Hest. Ahora, sin embargo, es donde su alteza recluye a quienes la importunan e incurren en su enojo.
—No hay puerta ni rejas —señaló Riverwind.
—No son necesarias, gigante. Dos soldados montan guardia al final del puente, listos para despachar a quien trate de huir. —Karn emitió un sordo gruñido—. Yo, que he servido a su alteza como un esclavo, ¡y se me confina aquí, con dos bárbaros! —Miró de soslayo a los humanos—. Debí acabar con vosotros en el túnel. Y también con la chica cavadora.
—La amargura no es solución, sí —dijo Cazamoscas.
—Compartimos la misma prisión. ¿Por qué no aliarnos para ganar la libertad? —propuso Riverwind.
Karn sonrió con desdén.
—Era de esperar que vosotros, bárbaros gigantes, no comprendieseis a un soldado o su código de honor. Mi vida pertenece a la reina. Su voluntad es la mía.
—Pero te recluyó aquí —arguyó Riverwind.
—No por mucho tiempo. Su alteza me necesita; soy su brazo derecho —declaró, alzando el mentón con arrogancia.
—Por lo que he visto, hay muchos brazos derechos en Vartoom, ¿sí? Quizá no seas tan imprescindible como crees —apuntó Cazamoscas.
El guerrero elfo enrojeció y dio un paso hacia los humanos, todavía sentados en el suelo. Dedicó una mirada de odio al anciano.
—¡Tú no sabes nada sobre nosotros! —dijo con voz áspera, respirando de manera agitada—. Soporto semejantes insultos a Vvelz porque es el hermano de la reina, ¡pero no los admitiré de ti!
Se apartó del viejo adivino y este dejó escapar un suspiro de alivio.
—Vvelz es un pusilánime y un intrigante —prosiguió Karn—. La única razón por la que el Host tolera su presencia es la lealtad que debemos a su alteza.
—Parece bastante juicioso —aventuró Cazamoscas.
—Su excelencia es impopular por su ingenio. Y por utilizarlo en favor de los cavadores. ¡Subvertirá el orden natural de Hest! Ayudando siempre a los cavadores contra los de su propia clase… —La avalancha de palabras se interrumpió. Karn sacudió la cabeza—. ¡Kinthalas le arranque los ojos!
Los que-shu intercambiaron una larga mirada de entendimiento.
—¿Qué motivos tiene Vvelz para ayudar a los cavadores? —inquirió Riverwind con suavidad.
El soldado desestimó la pregunta con un brusco ademan. Se sentó en cuclillas y se pasó los dedos por el pálido cabello.
—Política, ¡puaj! No me pidáis que descifre semejantes argucias. No es asunto que incumba a un guerrero.
Karn oteó a través del precipicio, malhumorado, perdido en un sentimiento de autocompasión. Riverwind apartó a Cazamoscas del taciturno soldado.
—Aquí se está tramando algo —cuchicheó—. ¿Recuerdas que la reina responsabilizaba a otro de los robos cometidos por Di An? Afirmó que alguien le ordenaba ir a la superficie.
—Y tú crees que es Vvelz, ¿sí? —dijo Cazamoscas mientras se rascaba la barbuda mejilla.
—Tal vez.
—¿Qué cuchicheáis? —inquirió Karn a voces.
—Me preguntaba si habría algo para comer —respondió el viejo adivino.
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Acaso soy un criado? Echa un vistazo por ahí. —El elfo esbozó una sonrisa desagradable—. Pero ten cuidado con el borde del suelo; no hay barandilla que te prevenga de precipitarte al vacío. ¿Todavía estáis hambrientos, gigantes?
—Lo que estoy es cansado —contestó Riverwind con sinceridad. Examinó la superficie metálica envuelta en la bruma y suspiró—. El aire está cargado. Tal vez no haga tanto calor un poco más lejos.
—Es lo mismo por todas partes —informó el elfo.
—Lo comprobaré por mí mismo —dijo en voz alta, y agregó en un susurro a Cazamoscas—: Vayamos a alguna parte donde podamos hablar sin que nos oiga Karn.
—Y a buscar algo de comida, ¿si?
Deambularon por la plataforma. A corta distancia, envuelta en la bruma, localizaron una urna de bronce de un metro de alto. Estaba rebosante de agua salobre de la que, no obstante, bebieron con ansiedad. Riverwind empapó un pañuelo y se lo anudó sobre la nariz y la boca; Cazamoscas desgarró una tira de su camisola e hizo otro tanto.
—¿En qué piensas, hombre alto? —preguntó, mientras caminaban despacio entre los Capiteles Altos, con precaución para evitar una caída inesperada.
—En Goldmoon —fue la breve respuesta.
—Ah…
—Cazamoscas, eres lo bastante mayor como para recordar el momento en que Arrowthorn se convirtió en Chieftain, ¿verdad?
El viejo adivino asintió en silencio. El embozo deshilachado le confería aspecto de bandido.
—Se produjo un enfrentamiento entre los partidarios de Arrowthorn y los hombres que querían a Oakheart de Chieftain. Fue una mala época.
—Mi abuelo me contó algo de lo ocurrido en aquellos días. Se luchó en las calles, hubo robos, ardieron casas y cosechas, e incluso un asesinato.
—Jamás se descubrió al asesino de Oakheart. Y sólo el hecho de que Arrowthorn se encontraba reunido con mucha gente cuando ocurrió, lo salvó de ser acusado del crimen.
—Por lo tanto se casó con Tearsong y se convirtió en Chieftain.
—Ha sido un jefe firme, sí. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con Goldmoon o tu situación actual?
—Tal vez nuestro pueblo pase otra vez por un mal momento, como entonces, si alguien se opone a que yo sea Chieftain —respondió el joven, preocupado—. Goldmoon ya se enfrentó a la muerte cuando Hollow-sky intentó asesinarme. No quiero que se convierta en el blanco de una batalla. —Su mirada recorrió la bruma humeante—. Y este lugar… Si hermano y hermana conspiran para acabar el uno con el otro, entonces nuestra situación no es, precisamente, halagüeña.
Cazamoscas hizo un alto.
—Los primeros en morir, ¿sí?
—Como forasteros, nos culparán de todo.
—¿Qué podemos hacer?
Riverwind se enjugó los ojos que le lagrimeaban a causa del humo y tosió.
—De momento, intentemos descansar un poco. Cuando despertemos, veremos qué ocurre —propuso.
—Excelente idea. Estoy destrozado.
Trataron de regresar a la urna de bronce, pero el humo y la falta de señales en el terreno los desorientó. Los que-shu deambularon sin rumbo fijo un corto trecho hasta que Riverwind se detuvo.
—Un calabozo muy peculiar, pero efectivo en extremo —comentó—. Ignoramos la extensión de este sitio, por lo que cabe la posibilidad de que caminemos en círculo y no alcancemos jamás los límites.
—Entonces cualquier lugar es tan bueno como otro cualquiera —dijo Cazamoscas, dejándose caer en el suelo.
Poco después estaba dormido y roncaba con placidez, a pesar de los humos nocivos que los rodeaban. Riverwind se tumbó y cerró los párpados. Cuán extraño era que, poco tiempo atrás, hubiera partido en cumplimiento de su misión de pretendiente y ahora se encontrara en un mundo subterráneo inmerso en la maraña de una intriga política. Mas los designios de los dioses no son fáciles de discernir por los humanos. Quizás estos elfos revestían una importancia capital en su misión. Quizá terminaran por ayudarlo a lograrlo.
Un suspiro escapó de entre sus labios. En lo más hondo de su alma deseó que todo aquello tuviera un objeto. Su misión era de vital importancia. Su misión, y su futuro matrimonio con Goldmoon. Dejó que cuerpo y mente se relajaran y el sueño se apoderó de él. Aun cuando esperaba soñar con su amada, su descanso fue silencioso, profundo y vacío de ensoñaciones.
Riverwind notó un suave roce en la mejilla. Unos dedos delicados seguían la línea del mentón. Se desperezó y espantó el roce enojoso como quien espanta una mosca. Un pulgar y un índice pequeños pinzaron su nariz con delicadeza. Resopló, casi despierto, y luego volvió al duermevela. Otro dedo le hizo cosquillas en un oído hasta que la sensación de picor se hizo tan intensa que no era posible pasarla por alto. El joven se incorporó con brusquedad. El pañuelo que se había anudado en torno a la nariz y la boca le cubría ahora los ojos. Se lo quitó de un tirón y se encontró con Di An.
La muchacha le pidió por señas que guardara silencio.
—¿Qué haces aquí? —susurró.
—No hagas ruido. Nos vamos.
—¿Pero cómo…?
Di An posó el índice en los labios del guerrero.
—Quieres marcharte, ¿sí o no?
El joven despertó a Cazamoscas. El adivino carraspeó y se aclaró la garganta.
—Aaag —refunfuñó—. Ahora sé cómo se siente un jamón ahumado.
Bebieron con fruición del frasco que les ofreció la muchacha. Al encontrarse en una gruta, tan lejos del sol, Riverwind no sabía si era de noche o de día. Un orbe naranja mortecino —el sol de bronce— ardía a lo lejos, envuelto en las nubes de humo.
—¿Por qué tanto sigilo? —cuchicheó Cazamoscas—. ¿Quién oiría nuestras palabras?
—Ro Karn —respondió la chica.
—¿Nos has traído armas? Una espada me levantaría el ánimo de manera considerable —dijo Riverwind.
—Seguidme en silencio —instruyó Di An.
Agazapada, se alejó a toda carrera; sus pies descalzos apenas se escuchaban en el piso de hierro. Los dos hombres fueron tras sus pasos con precaución; no se veía a más de tres metros de distancia y tratar de alcanzar a Di An en aquella bruma era poco seguro, como muy bien sabían.
Al fin, la encontraron agachada junto a un cofre de cobre.
—Esto lo enviaron para vosotros —dijo.
Los hombres se acuclillaron a su lado. La muchacha alzó la tapa. El cofre guardaba frutas de brillantes colores, así como verduras: manzanas, peras, ciruelas, rábanos, zanahorias; dos botellas estrechas que contenían agua, y en el fondo del arca reposaban dos espadas hestitas. Riverwind metió una de las armas por su cinturón, pero Cazamoscas declinó la otra.
—No soy guerrero —objetó. Su amigo no insistió, y al punto se lanzaron sobre las provisiones.
—He olvidado cuando comí por última vez —comentó el hombre de las llanuras.
—Ha pasado mucho tiempo, sí —farfulló Cazamoscas mientras masticaba un trozo de pera—. Incluso este insípido alimento se agradece.
Las provisiones eran insípidas de verdad. A pesar de los colores brillantes, las manzanas y las peras no eran dulces, y las verduras tenían un gusto acre y metálico. De repente, el ansioso masticar de ambos hombres decreció y se detuvo. Cazamoscas se puso pálido.
—Voy a vomitar, sí.
—Yo también —musitó el guerrero—. ¿Estarán envenenados estos frutos?
—Ruego porque así sea. ¡Al menos no sufriremos mucho tiempo! —Cazamoscas se aferraba el estómago con las manos crispadas.
Di An los sacudió.
—¿Qué os ocurre? Este es el alimento de los guerreros. Es muy bueno.
—Está contaminado —jadeó Riverwind.
La muchacha elfa meneó la cabeza con manifiesta perplejidad y tomó una pera. Hundió los dientes en la pieza de fruta y la masticó con gran satisfacción.
—Vamos. Ellos nos esperan —apremió y, sin más preámbulos, echó a correr mientras devoraba la fruta.
—¿Ellos? —repitió Riverwind.
Cazamoscas, que bebía agua para librarse del sabor a rábano amargo que le había quedado en la boca, asumió una expresión de alarma.
—Si el enemigo quisiera atraparnos y matarnos, no nos habrían facilitado espadas, ¿no crees? —le dijo el joven.
—No. Lo que harían sería envenenarnos —replicó el anciano.
Riverwind aferró con firmeza el arma y fue en pos de Di An. El adivino, todavía agarrándose el estómago, se quedó inmóvil junto al cofre. El guerrero apenas había avanzado veinte metros cuando encontró a la muchacha que lo esperaba al lado de una estalactita gigantesca de unos cuatro metros de ancho. Allí donde la inmensa aguja irrumpía a través del suelo, se habían doblado varios barrotes de hierro de manera que dejaban un agujero en el piso lo bastante amplio para que los humanos pasaran por él.
Di An lo instó a acercarse con un ademán.
—¿Adónde vamos? —insistió el joven.
—¡No preguntes y ven!
La muchacha se metió por el agujero. Riverwind corrió al orificio y miró hacia abajo. Di An descendía con lentitud, flotando en el aire, los brazos pegados contra el cuerpo. «El hechizo de descenso lento», pensó el guerrero.
La densa humareda se agitó a su espalda. Se dio media vuelta y atisbó a dos figuras enzarzadas en una pelea.
—¡Socorro, hombre alto! —gritó Cazamoscas.
Riverwind corrió hacia la reyerta. Encontró al anciano enzarzado en una batalla perdida contra Karn por la posesión de la segunda espada que había traído Di An. El joven lanzó un grito de reto. El elfo propinó un puñetazo a Cazamoscas en el estómago y se apoderó del arma.
—Sabía que tramabais algo —declaró Karn con gesto triunfal—. ¡Ríndete, gigante!
—No sin lucha, bravucón.
El elfo blandió la espada sobre su cabeza y arremetió contra el humano. Riverwind frenó el golpe sin dificultad y contraatacó rápidamente con estocadas dirigidas al rostro y el cuello de su enemigo. Sabía por experiencia que los luchadores acostumbrados a llevar armadura retrocedían al amenazarlos en aquellas zonas vulnerables.
Como era de esperar, Karn reculó.
—¡Muévete, anciano! —lo instó el hombre de las llanuras. Cazamoscas gateó debilitado hasta situarse a sus espaldas—. Por ahí —señaló Riverwind con la cabeza.
El adivino se puso de pie con movimientos tambaleantes, se agarró el estómago, y se acercó a la estalactita a trompicones.
—¡No escaparéis! —aulló Karn.
Riverwind retrocedió poco a poco, siempre con la espada dirigida hacia el elfo. Encontró al viejo adivino recostado en la estalactita, jadeante.
—¿A qué esperas? ¡Salta! —gritó el joven.
—¿Que salte? ¿Te has vuelto loco? —replicó Cazamoscas.
—El hechizo de descenso lento, ¿recuerdas?
Un brillo de comprensión iluminó las pupilas del anciano.
—Ah, ¿eso? ¡Sé valiente, Cazamoscas! —se amonestó—. ¡Allá voy, sí!
El anciano se situó junto al agujero abierto entre la estalactita y el suelo. Con los párpados apretados, se soltó de la aguja y se zambulló unos metros antes de que una red invisible lo frenara y lo sustentara entre sus pliegues. La sensación causada por este hechizo era diferente de la experimentada en el pozo interminable que los había llevado a Hest; un extraño cosquilleo le recorrió la piel, como si la rozaran los hilos de una enorme tela de araña. El conjuro tenía otra variante, ya que Cazamoscas advirtió que caía rápido y se frenaba de manera alternativa mientras descendía. Rogó en voz alta a Majere para que fortaleciese la mano de quienquiera que realizara el hechizo.
Riverwind vio desaparecer a su amigo. Un momento después, Karn se le había echado encima y blandía la espada como un poseso a un lado y a otro. El salvaje ataque del elfo lo hizo retroceder hasta que su espalda chocó contra la estalactita gigante. No le era posible bajar la guardia el tiempo necesario para meterse por el agujero del suelo; si lograra distraer a Karn aunque fuera sólo un momento…
El joven soltó la empuñadura del arma y se la lanzó al elfo. De inmediato giró para saltar al agujero, pero algo sólido lo golpeó de lleno en la cabeza; el impacto lo lanzó adelante, chocó contra la pétrea aguja y se desplomó en el suelo.
Riverwind sacudió la cabeza para alejar el aturdimiento. Seguía en los Capiteles Altos. Cuando se disponía a incorporarse, sintió el filo del frío acero contra su garganta.
—Dame un motivo para hundirla en tu carne —dijo Karn.
El guerrero vio, a menos de quince centímetros de su mano extendida, la espada del elfo caída en el suelo. Karn lo había alcanzado en la cabeza lanzando su propia arma y había recogido la de Riverwind, con la que ahora lo amenazaba, mientras este yacía aturdido.
—Preferiría que fuera su alteza en persona quien decidiese tu suerte, pero no muevas esa mano o morirás —advirtió con voz ronca.
Las oscuras pupilas del elfo brillaban con un fulgor salvaje. Riverwind apartó el brazo del arma caída.
El panorama de la grandiosa caverna giraba en remolinos bajo los pies de Cazamoscas. El vertiginoso movimiento, combinado con el regusto dejado por los alimentos hestitas, le revolvieron el estómago. Vomitó todo cuanto había comido, pero después se sintió mejor.
Cazamoscas no alcanzaba a ver adónde iba a caer. Tenía la impresión de que descendía lateral y verticalmente al mismo tiempo. Sobre su cabeza, los Capiteles Altos parecían hallarse muy lejos. El humo se espesó de tal modo que incluso aquella referencia desapareció. Estaba perdido en un vacío de remolinos humeantes.
Entonces sus pies tocaron tierra firme. Las rodillas se le doblaron por el imprevisto contacto. Un grupo apiñado de figuras lo rodeaba.
—¡Me alegra haber llegado abajo! —declaró—. Graci…
Antes de que tuviera tiempo de finalizar la frase, un pesado lienzo de malla de cobre le cubrió la cabeza.
Una docena de hestitas silenciosos auparon a Cazamoscas sobre sus hombros. El anciano protestó a voz en grito, pero la red amortiguaba sus aullidos. Trató de patear a sus porteadores, pero lo sujetaban demasiadas manos y lo oprimía el peso de la malla. Se lo llevaron de allí antes de que el anciano cayera en la cuenta de que Riverwind no lo había seguido en la huida de los Capiteles Altos.