La ciudad de humo y fuego
Cruzaron una espaciosa zona llana, más ancha que la caverna anterior y con el techo mucho más elevado. De hecho, en la parte alta se formaban nubes que amortiguaban la luz emitida por una esfera inmensa que relumbraba en el centro del abovedado techo de la gruta. El llano estaba cubierto por un polvillo harinoso de color gris en el que, cosa sorprendente, crecían flores y hierba. Estas plantas no guardaban parecido alguno con las que los hombres que-shu conocían. Los tallos y las hojas eran de un insulso gris verdoso, y los pétalos de las flores, por el contrario, exhibían brillantes matices anaranjados, rosas y amarillos. Tras acceder Vvelz con un gesto a la petición de Cazamoscas, el viejo adivino arrancó un llamativo capullo rosa lo acercó a su nariz.
—No huele —dijo.
—Ni siquiera parece real —acotó el guerrero, que frotó los pétalos entre sus dedos—. ¡Juraría que está pintada!
El camino estaba trazado con esmero por medio de bloques de granito gris ensamblados entre sí; era tan antiguo y gastado que las ruedas de la carreta encajaban a la perfección en los surcos abiertos en la piedra por las incontables ruedas que lo habían recorrido en el transcurso de siglos. El olor a humo era más intenso en este llano, tanto que Riverwind notó escozor en la nariz.
—¿Qué es ese tufo? —inquirió, volviendo la vista hacia los viajeros de la carreta.
—¿Es que huele a algo? —preguntó a su vez Vvelz.
—El gigante percibe el olor de las fundiciones. Su delicada nariz no lo soporta —comentó Karn con desdén.
—¿Tenéis fundiciones?
—Sí, por supuesto. Fabricamos con metal y minerales todo cuanto necesitamos —informó el hechicero.
Dejaron atrás el terreno herboso. A ambos lados del camino, empequeñeciendo tanto a la carreta como a elfos y humanos, se alzaban unos enormes montones cónicos de piedra desmenuzada y carbonilla. Vvelz aclaró que eran los residuos de las minas; los restos inaprovechables que quedaban después de prender fuego a los filones a fin de extraer el metal.
—Hay una gran cantidad —se maravilló Cazamoscas.
Los residuos alcanzaban una altura de más de treinta metros, y en la base se duplicaba esa cifra. Los montones se apilaban por cientos a lo largo de la calzada, e incluso en algunas zonas se desparramaban sobre las losas de granito. Los cavadores continuaban la marcha, a pesar de que la afilada grava cristalizada atravesaba las endebles suelas de cobre de sus sandalias. Riverwind advirtió las huellas ensangrentadas que dejaban a su paso, mas no dijo una palabra. Sentía el impulso apremiante de volcar la carreta con todos sus ocupantes; apretó los puños. No. Cazamoscas tenía razón. La prudencia exigía que sofocara la cólera que amenazaba con dominarlo.
Los montones de residuos se sucedieron kilómetros y kilómetros. Las horas transcurrieron y el viaje no llegaba a su fin. Riverwind se sentía oprimido por el desolado paisaje, tan emponzoñado, tan carente de vida. Tanto los soldados como Vvelz bebían de vez en cuando de unas botellas plateadas. Los pies de los cavadores levantaban nubes de polvillo gris que se adhería a sus negras vestiduras. Allí donde el sudor resbalaba por su piel, arrastraba con él el pegajoso polvo y dejaba churretes sucios de la ponzoñosa pringue en sus rostros y brazos. Al guerrero le dolían las piernas por la larga caminata; el anhelo por el cielo abierto y la fresca brisa del mundo exterior se hizo casi insoportable.
Tras un recodo del camino pasaron junto a un grupo de cavadores que echaban a los montones más residuos de las minas. Una docena de elfos volcaba una tolva, equipada con ruedas de hierro, por medio de largas barras metálicas, con las que empujaban el reborde superior del contenedor. Al fin este se balanceó en medio del rechinar de los ejes, y una rociada de escoria negruzca se derramó sobre el montón de residuos que ya alcanzaba una altura de quince metros. Otros elfos treparon por el contenedor medio vacío. Riverwind y Cazamoscas observaron a los mugrientos trabajadores mientras pasaban frente a ellos. Los cavadores les devolvieron la mirada; sus rostros serios carecían de expresión. Con gran consternación, el guerrero advirtió que había al menos otras doce tolvas, rebosantes de polvorienta carbonilla, alineadas tras la primera. Los infelices cavadores tenían por delante muchas horas de trabajo agotador.
La zona de residuos terminaba de manera abrupta junto a un muro alto de piedra. En la pared se abría un amplio acceso, carente de puerta. El muro tenía unos dieciocho metros de altura y al menos tres de ancho en su base. Para su construcción se había utilizado toda clase de piedras.
—Extraña muralla. ¿Qué es lo que defiende? —preguntó Riverwind.
—Nada. —Fue Karn quien respondió—. La Hermandad de las Armas protege Hest con espadas, no con muros de piedra.
Vvelz carraspeó para aclararse la garganta.
—El gigante ha hecho una pregunta justa. Respóndele para qué sirve la muralla.
—No veo por qué he de dar explicaciones acerca de nuestros asuntos a un forastero grandullón —replicó desabridamente el soldado.
—No es un secreto de estado. —Por primera vez, la voz del hechicero adquirió un timbre seco y cortante.
—Sirve para contener la grava y los residuos de las fundiciones, ¿sí? —se apresuró a intervenir Cazamoscas.
—En efecto —asintió Vvelz—. En el pasado, los residuos llegaban muy cerca de la ciudad. Los arroyos se contaminaron y las cosechas corrieron peligro. Fue entonces cuando el sabio maestro de la Hermandad de la Luz, el venerado Kosti, decretó que se construyera la muralla a fin de impedir el avance de los desechos.
—¿Cuándo se adoptó tal medida? —inquirió el guerrero, volviendo la mirada hacia los montones de residuos.
—Hace mil seiscientos cuarenta y dos años.
El viejo adivino quedó tan perplejo con esta información, que se tropezó en el surco abierto en el camino por las ruedas y su joven compañero tuvo que sujetarlo para que no se cayera de bruces.
—No imaginé que la fundación de este asentamiento se remontara a fechas tan lejanas —dijo Cazamoscas cuando se recobró de la sorpresa.
—Ah, somos un pueblo muy antiguo —repuso el hechicero. Por su parte, Karn se cruzó de brazos y rezongó en voz baja.
El paisaje no era tan deprimente al otro lado de la muralla. El grupo pasó bajo la gran linterna de bronce que iluminaba la totalidad de la caverna. Más adelante surgía otro muro, este menos alto y grueso que el precedente; sin embargo, la parte superior estaba jalonada a todo lo largo con estacas afiladas. Cuando la carreta llegó al acceso abierto en la segunda muralla, Vvelz ordenó a los cavadores que se detuvieran. Los agotados elfos pararon y se reclinaron jadeantes sobre los asideros de tiro.
—Vartoom —señaló el hechicero.
Aunque la ciudad se fundía con la encumbrada pared izquierda de la gruta, el panorama que contemplaban Riverwind y Cazamoscas era tan imponente que los dos amigos contuvieron el aliento. En la pronunciada pendiente se habían esculpido amplias terrazas; sobre dichas plataformas niveladas estaban construidas las viviendas de los hestitas. La terraza inferior era una atestada madriguera de tosca piedra caliza y basalto, con ventanucos redondos y chimeneas humeantes manchadas de hollín. Los niveles intermedios —de los que Riverwind contó siete— eran construcciones más ordenadas, de granito con vetas blancas. En la pared exterior de estas casas se habían esculpido elegantes estrías, espirales y bajorrelieves. Las puertas eran de reluciente cobre bruñido.
Pero lo que causaba el asombro de los que-shu eran las terrazas superiores. Sesenta metros por encima de las casas del primer nivel, se erguían capiteles de mármol y alabastro transparente. Las esbeltas torretas se unían entre sí por fachadas esculpidas con dibujos complejos, diseñados de modo que semejaran cuerdas anudadas o las raíces de un árbol gigantesco. Las inmensas columnas se encumbraban decenas y decenas de metros hacia el techo de la gruta, donde se unían a las sinuosas estalactitas arcaicas.
—Fascinante —balbuceó por fin Cazamoscas.
—Es una ciudad sin parangón —dijo Vvelz con orgullo manifiesto—. Al igual que los diamantes y los metales preciosos se encuentran bajo tierra, la joya de la corona de Krynn se halla en esta caverna.
Acto seguido, se volvió hacia los jadeantes cavadores y de nuevo los exhortó de modo telepático: «¡Atended y estad prestos! ¡Empujad!». Aun cuando Riverwind escuchó también en esta ocasión la orden del hechicero, no resultó tan imperiosa como la primera vez. Quizá se debía a que se estaba acostumbrando a oírla. La carreta avanzó entre chirridos con los hombres de las llanuras caminando a su costado.
Unas rampas conducían desde el suelo de la gruta hasta la terraza del primer nivel. Los agotados cavadores flaquearon en la cuesta, pero ninguno de los soldados descendió del carro para aligerar el peso.
—¿No puedes hacerlo mejor? —increpó Karn a Vvelz con impaciencia—. Estimúlalos a que se esfuercen.
El hechicero alzó los brazos y apretó los puños.
«¡Empujad! Olvidad la fatiga… El dulce descanso os aguarda en la ciudad. ¡Empujad! ¡Empujad!», los flageló con el látigo psíquico de sus palabras.
Los cavadores hincaron sus pies cortados y sangrantes en la capa de reseca carbonilla de la calzada. Se retorcieron con afán en los asideros de tiro, pero la pendiente era muy pronunciada para sus fuerzas menguadas. Por último, Vvelz se compadeció y convocó a otros cavadores para que los ayudasen:
Escuchad mi llamada.
Acercaos y en esta tarea,
doblad vuestra espalda.
De sus siervos su alteza reclama
comparecencia inmediata.
Treinta elfos, todos vestidos con las ropas negras de los cavadores, bajaron por la rampa. Varios se situaron en la parte trasera de la carreta para empujarla y otros se reunieron en torno a los ya abarrotados asideros de tiro.
Riverwind dio un codazo a Cazamoscas.
—Voy a echarles una mano —advirtió.
El anciano siguió al alto guerrero sin vacilar. Se colocaron detrás de los cavadores, cuya estatura más corta les permitía inclinarse sobre ellos, y plantaron las manos en la parte trasera del carro. Los cavadores hicieron caso omiso de su presencia, o tal vez ni siquiera la advirtieron; por el contrario, los soldados prorrumpieron en carcajadas e intercambiaron comentarios groseros.
—¡Aaag! No les hagas caso. ¡Uuuf! —aconsejó Cazamoscas entre resuellos.
Riverwind estrechó los ojos al dirigir la mirada hacia los soldados.
—Ningún guerrero que se precie de tal rehúsa el trabajo duro —jadeó—. La labor realizada por las propias manos de un hombre, vale más que el hombre en sí.
Por fin alcanzaron el final de la cuesta y la carreta rodó con más facilidad. Vvelz dispersó a los cavadores y bajó del carro, seguido por Karn y sus subordinados.
—¿Por qué nos hemos detenido aquí? —inquirió el jefe de la patrulla.
—Pensé que sería muy instructivo para los gigantes recorrer la ciudad de un modo más tranquilo, sin prisas. Si es necesario, llamaremos a otros obreros en cualquier momento —contestó el hechicero con suavidad.
La amplia calzada que cruzaba la terraza estaba abarrotada de cavadores. Apenas prestaron atención a los dos forasteros y prosiguieron con sus tareas, las cabezas gachas y los hombros encorvados.
Cazamoscas los observaba con gran interés; una expresión, mezcla de piedad y profunda reflexión, se plasmó en su semblante marchito.
—Carecen de voluntad propia —le susurró Riverwind y, dirigiéndose a Vvelz, agregó en voz alta—: ¿Es la magia lo que los hace tan dóciles?
—¡Por supuesto que no! El pueblo de Hest es diligente y leal para con sus señores. Es innecesario el uso de la magia. Claro que recurrimos a la Llamada y al Emplazamiento para convocarlos, pero sólo para darles una directriz y un propósito. Los cavadores son dóciles porque están satisfechos.
El guerrero no lo creía así. Recordaba la ansiedad demostrada por Di An para regresar a su puesto en la lanza de la carreta. La gente actúa de ese modo inducida por el miedo, no por la lealtad.
—Basta ya de tonterías —interrumpió Karn, a la vez que desenfundaba su espada un par de centímetros y volvía a envainarla con un golpe seco—. ¡Su alteza nos espera!
Los soldados formaron alrededor de los que-shu, dos a su espalda y los otros dos a los flancos. Vvelz y Karn se pusieron a la cabeza. Apenas habían dado una docena de pasos, cuando uno de los soldados de retaguardia llamó a su jefe.
—¿Qué hacemos con esta, señor?
Riverwind y Cazamoscas volvieron la cabeza. Di An todavía rondaba cerca de la carreta. La muchacha se apoyaba en el asidero del tiro; respiraba de manera entrecortada a causa de la fatiga, pero sus pupilas, clavadas en el grupo, tenían un brillo de interés.
—Acércate, chica —ordenó Karn.
Di An obedeció con premura, pero se detuvo a una distancia prudencial del cabecilla, fuera de su alcance.
—Puesto que tú eres la responsable de que los extranjeros hayan llegado hasta aquí, habrás de arrostrar la sentencia de su alteza.
La muchacha palideció.
—¡Fue un error involuntario, noble guerrero! Yo… ¡no los traje a propósito! Me perseguían y…
—No repliques, cavadora. Ponte ahí —indicó con un ademán a Riverwind—. ¡No pierdas más tiempo! —bramó encolerizado.
Karn y Vvelz reanudaron la marcha. Los soldados empujaron a los hombres de las llanuras y a Di An con las puntas de las espadas para que siguieran a los dos dignatarios.
Riverwind posó la mano en el hombro de la muchacha elfa, que se sacudía con violentos temblores.
—¿Quién es esa «alteza»? —le preguntó en voz baja.
Di An alzó la mirada hacia el guerrero; una mirada rebosante de terror.
—Li El, Luz Prístina de Hest. ¡Un ama despiadada! ¡Me cortará la cabeza!
—No se lo permitiremos —intervino apaciguador Cazamoscas—. Después de todo, Riverwind ya te la ha salvado una vez; es todo un experto.
La muchacha bajo los párpados.
—Gracias, gigante.
El guerrero levantó la puntiaguda barbilla de la elfa hasta que sus pupilas se encontraron una vez más.
—Me llamo Riverwind.
—¿Por qué ese empeño de Karn en acortar tu estatura? —inquirió el viejo adivino con sorna—. ¿Cuál es tu crimen?
—Los soldados no precisan justificación para matar a los cavadores —contestó ella con expresión sombría—. Pero mi culpa fue quebrantar la ley más antigua de Hest: no ir al Mundo Vacío de la superficie.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Riverwind.
Di An miró de reojo a Karn y Vvelz, quienes caminaban delante, absortos en una conversación. Los soldados, por su parte, se habían quedado algo rezagados. Aun así, la joven habló en voz baja:
—Es mi cometido. Por mi edad, soy todavía improductiva e infecunda; por consiguiente, mi vida carece de valor. Me envían por el pasadizo lento al Mundo Vacío con el propósito de buscar objetos que no tenemos en Hest.
La luz del entendimiento se abrió paso en el cerebro de Riverwind.
—Comprendo. Recoges todas esas mercancías amontonadas en la cámara…, madera, cuero, paño, porque carecéis de tales materiales aquí abajo, ¿verdad?
—No soy la única que realiza esta labor. Hay otros pequeños improductivos.
—Si está prohibido ascender al exterior, ¿quién os envía? —inquirió el anciano.
La chica no tuvo ocasión de responderle, ya que en ese momento habló Vvelz.
—Mirad, gigantes: las fundiciones y talleres en donde se producen cuantas maravillas contempláis en Vartoom —señaló, henchido de orgullo.
El lado izquierdo de la calzada estaba jalonado de pequeñas puertas ovales y ventanucos redondos; tanto los umbrales como los alféizares estaban embadurnados de hollín. En el interior, alumbrado por el fulgor de las fraguas, saltaban al aire enjambres de chispas ardientes en torno a los cavadores afanados en la manipulación de crisoles y metales fundidos. Vvelz concedió permiso a los dos humanos para que echaran un vistazo más de cerca. Riverwind y Cazamoscas se agacharon y miraron por una de las ventanas.
La temperatura en el interior era sofocante. Recortadas contra un fondo de lenguas de fuego y acre humareda, se divisaban unas figuras borrosas cuyos movimientos rígidos semejaban los de unos muñecos mecánicos. Dos elfos, que manejaban unas tenazas, extrajeron de una forja una barra de metal al rojo vivo; se les unió un grupo de cuatro cavadores que empezaron a golpearla con martillos. Las chispas ardientes saltaron por el aire y se esparcieron cual gotas de lluvia errabundas por todo el recinto abarrotado de figuras.
Cazamoscas reculó con premura. Tenía el rostro arrebolado y el sudor le corría por las mejillas y empapaba la barba.
—Por todos los dioses, ¡estoy asado! —exclamó.
Riverwind se enjugó el sudor de la frente con las muñequeras.
—Ni siquiera los enanos herreros de Thorbardin trabajan en semejante infierno.
Vvelz enlazó los delicados dedos de sus manos y observó a los que-shu con afable condescendencia.
—En Hest extraemos de las entrañas de la tierra los metales más nobles y en estas fundiciones fabricamos cuanto nos es preciso.
Tramos alternos de rampas y escaleras conducían desde la avenida de los Fundidores, como la llamó el hechicero, a la terraza del siguiente nivel: la avenida de los Artesanos. Como en la anterior, esta también estaba abarrotada de cavadores, si bien en lugar de humo y fuego, la avenida resonaba con el estruendo de martillazos y el golpeteo de maquinaria. De nuevo, el hechicero invitó a los dos humanos a que se asomaran por cualquier ventana; en esta ocasión, los que-shu contemplaron a elfos absortos en la manufactura de cadenas, manipulación de alambres y moldeo de planchas de bronce y cobre.
—¿Has reparado en que apenas hay niños? —susurró Cazamoscas en un murmullo casi inaudible.
—Está Di An.
—Ella no lo es, diga lo que diga. Me refiero a pequeñines de verdad.
Riverwind sabía que el anciano tenía razón; por consiguiente preguntó a Vvelz la razón por la que no había chiquillos.
—No ha habido muchos nacimientos en los últimos años —respondió el hechicero con expresión meditabunda—. Creo que se debe a…
—Sujeta tu lengua —atajó Karn con brusquedad—. Su alteza informará a los extranjeros de lo que considere oportuno.
La tercera terraza era la avenida de los Tejedores. En ella, por medio de finísimos alambres, se urdían «tejidos» de cobre o estaño. Con un tratamiento de ciertos productos químicos, se lograba tintar el tejido metálico. Riverwind divisó montones de cobre teñido de negro, el atuendo específico de los cavadores.
A medida que ascendían a los niveles superiores, aumentó el número de tropas que deambulaban por las calles. Los soldados rasos mostraban gran respeto y deferencia hacia los oficiales. No cabía duda de que Karn ostentaba un alto rango, ya que las tropas se apartaban y se ponían firmes a su paso.
La sexta terraza se llamaba el Palacio de Espadas. Allí no había ni un solo cavador; sólo soldados ataviados de reluciente acero o bronce bruñido. Vvelz explicó que la diferencia que advertían tanto en armaduras como en yelmos señalaba los distintos regimientos del ejército, o Host.
—Esto no me gusta —susurró Riverwind—. Un sinnúmero de espadas y nosotros con las manos vacías.
—No te inquietes, hombre alto. Por el momento no existe una amenaza obvia.
—Dile eso mismo a Di An; a ver qué opina.
La chica temblaba de una manera tan violenta que Riverwind tuvo que rodearla con su brazo para sostenerla.
Vvelz y Karn condujeron al reducido grupo hasta la mitad de la avenida del sexto nivel. Unos soldados con las espadas desenvainadas montaban guardia a ambos lados de la monumental puerta, cuyas columnas de soporte eran unas formaciones naturales de gigantescos cristales de cuarzo. Los guardias alzaron las espadas de hoja corta en un gesto de saludo al aproximarse a ellos Karn.
—Informad a su alteza de mi regreso. Traigo prisioneros —anunció.
—Invitados —corrigió Vvelz.
Karn lo miró de soslayo.
—Eso lo veremos.
Uno de los guardias se alejó para llevar el mensaje del oficial; regresó pocos minutos después con una sola palabra como respuesta.
—Entrad.
—¡Tengo miedo! —confesó Di An, tratando de recular.
Cazamoscas le acarició el cabello, corto y revuelto, con el propósito de tranquilizarla.
—Los dioses son misericordiosos —proclamó, mirando en el fondo de las aterrorizadas pupilas de la muchacha.
—Eso dicen los hombres —adujo Riverwind—. Espero que sea verdad.
A través de la puerta se accedía a una columnata de cristal de cuarzo que se extendía un extenso trecho a cielo raso. El camino estaba flanqueado por la guardia de honor; los visores de los yelmos remedaban cabezas de leones. El calzado de los elfos, con suelas metálicas, resonaba sobre el brillante suelo de mosaico realizado con millones de minúsculos granates, peridotos y amatistas. Una segunda puerta de seis metros de alto, hecha de planchas remachadas de hierro, se abrió hacia adentro al acercarse el grupo.
El interior del palacio estaba en penumbra, ya que lo cubría un pétreo techo abovedado que impedía el paso de la luz del «sol» de bronce. El vestíbulo principal estaba repleto de estatuas de guerreros hestitas, todas hechas de tamaño superior al natural y ataviadas con armaduras completas. En cada una de ellas se indicaba el nombre del guerrero muerto: Ro Drest, Teln el Grande, Karz el Terrible, Ro Welx. La apariencia de todos era severa y castrense; ninguno de sus rasgos denotaba comprensión o piedad.
El Vestíbulo principal terminaba en un corredor abovedado que conducía a la sala contigua. Una chimenea encendida, de tres metros de diámetro, dominaba el lado opuesto de la estancia. Decenas de globos azules estaban instalados sobre pedestales de piedra tallada que se alzaban diseminados a ambos lados de un corredor central. Los más altos se hallaban cerca de las paredes; los más bajos, contiguos al pasillo. El efecto de tal despliegue era llamativo y solemne.
—¿Qué son? Imaginaba que se trataba de lámparas —comentó Riverwind.
—Tal vez lo sean y nos encontremos en una especie de sepulcro o santuario —aventuró Cazamoscas.
Di An estaba demasiado aterrada para hablar.
—¿Qué estáis murmurando? —inquirió Karn.
—Estos globos son lámparas, ¿sí?
El oficial soltó una risa desagradable, despectiva.
—No son más que un montón de viejas reliquias —dijo con desdén.
—Sí que son luces —comentó Vvelz sin mirar a Karn. El hechicero tenía el entrecejo fruncido—. Y algunas de ellas, muy antiguas.
—¿Por qué están algunas apagadas? —se interesó el hombre de las llanuras.
Vvelz lo miró de reojo.
—Con el tiempo, todas se extinguirán —fue cuanto respondió.
Riverwind reparó en que, aun cuando las llamas se alzaban a la altura de su pecho, el fuego de la chimenea no chisporroteaba, ni crepitaba, ni centelleaba como cualquier hoguera. Al aproximarse un poco más, comprobó que tampoco daba calor. En medio de las llamas se apilaban relucientes brasas de carbón.
—¿Qué clase de fuego es este, que arde sin proporcionar calor ni hacer humo? —preguntó el joven guerrero.
—Estamos en la Cámara de la Hermandad de la Luz —explicó Vvelz—. Los hechiceros de Hest crearon este fuego mágico hace centurias y en todo ese tiempo no ha perdido intensidad.
—¿Qué lo hará arder? —se preguntó Cazamoscas en voz alta.
—Lo ignoro —confesó el elfo—. Los rollos de pergamino en los que se dejó constancia de su secreto se descompusieron hace mucho tiempo. Sólo perdura el fuego, silencioso y frío.
Una expresión peculiar, de tristeza o pesar, cruzó fugaz por el semblante del elfo, mas se desvaneció en el instante en que Karn se volvió hacia ellos y los llamó.
—Apresuraos —urgió el oficial con impaciencia—. No hagamos esperar más a su alteza.
Rodearon la chimenea, detrás de la cual había otra puerta inmensa. Los guardias con yelmos tallados a semejanza de leones, les franquearon el paso. Divisaron una estancia circular, de unos treinta pasos de diámetro, con el techo abovedado. La superficie de la cúpula era un vasto mosaico en el que se representaba la figura de un héroe que conducía a un grupo de elfos demacrados desde una ciudad en ruinas hasta un orificio abierto en la tierra.
—¿Eres tú, Karn? Acércate. —La límpida voz femenina no llegó desde ningún punto específico, mas colmó toda la estancia abovedada. El oficial respondió con deferente cortesía y entró en el recinto precediendo al grupo.
Al acceder al interior, los rodeó un sonido de campanillas y agua cantarina, si bien no se veía ni lo uno ni lo otro. Un aroma delicado impregnaba el aire, no como el perfume de flores, sino más bien como el frescor que otorga el sol naciente al aire del amanecer. El centro de la sala estaba oculto tras una barrera circular de cortinajes dorados que colgaba de unos postes de bronce enlazados entre sí. La aventajada estatura de Riverwind le permitía ver por encima de las cortinas; algo dorado y reluciente se movía dentro del área restringida.
Karn apartó a un lado una de las colgaduras. Vvelz, Riverwind, Cazamoscas y Di An entraron. La muchacha elfa se arrojó de inmediato al suelo pulido, con el rostro pegado al frío mosaico. El hombre de las llanuras miró de frente a la figura que se encontraba ante ellos, pero tardó unos segundos en asimilar lo que sus ojos contemplaban.
Sentada en un sillón esculpido en piedra, se hallaba una mujer elfa bellísima. Su cutis, blanco como la leche, estaba enmarcado por una capucha dorada cuyos pliegues le caían sobre los hombros y le cubrían los cabellos. En el tocado se habían practicado unas aberturas con el propósito específico de dejar al descubierto sus orejas, altas y afiladas. Ambos apéndices, desde los puntiagudos extremos a los lóbulos, aparecían adornados con infinidad de cuentas doradas de tamaño decreciente. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso. El resto de su figura se perdía entre los elaborados pliegues de la dorada indumentaria, una amplia túnica clerical, tejida con hilos de oro, finos como cabellos.
Karn hincó la rodilla en el suelo.
—Graciosa alteza —dijo con entusiasmo—, os traigo a estos prisioneros, a quienes capturé en las apartadas cuevas meridionales.
—Forasteros extraviados —intercedió Vvelz con suavidad—. Viajeros inocentes que sufrieron el percance de precipitarse en tu reino, Li El.
Unos ojos vacíos por completo de emociones dedicaron una breve mirada a los que-shu.
—¿Qué son pues? ¿Intrusos o víctimas?
Karn abrió la boca a fin de dar su opinión, mas Li El lo dejó paralizado con el mero gesto de alzar un dedo. Sus ojos se clavaron en Riverwind.
—Habla, gigante. Sólo tú.
El interpelado tragó saliva; de manera tan súbita como inexplicable, el articular las palabras se le antojaba una tarea difícil en extremo. ¿Era el miedo la causa, o la belleza de aquellos ojos de mirada resuelta, firme?
—Alteza —comenzó—, soy Riverwind, nieto de Wanderer, y este es mi amigo, Cazamoscas. Sólo a una jugarreta del destino se debe el que nos encontremos aquí.
Li El se recostó en el sillón. El aroma a amanecer radiante se intensificó.
—¿Cómo ocurrió el percance? —preguntó.
—Habíamos acampado en las montañas cuando, al caer la noche, nos robaron. Escuchamos los movimientos del ladrón y nos dispusimos a darle caza. En la persecución, nos precipitamos por un túnel vertical e inacabable; unas manos invisibles nos sostuvieron y llegamos a vuestros dominios ilesos, sin recibir el impacto de la caída.
Con movimientos lentos, Li El apretó los puños.
—Karn, ¿has localizado ese pozo? —inquirió con voz gélida.
—No, mi señora…
—¿Por qué no?
Bajo el yelmo, el semblante del oficial palideció.
—Yo… nosotros… capturamos a esta ladrona —señaló a la sollozante Di An, tendida a sus pies—. Poco después prendimos a los gigantes extranjeros. Creí que lo mejor era regresar a palacio cuanto antes.
La soberana de los Hest se puso de pie de manera brusca. La sensación placentera que reinaba en la estancia abovedada se desvaneció: el tintineo de campanillas y el agua cantarina enmudeció.
—El pozo, necio Karn, es mucho más importante que una simple chica cavadora o un par de bárbaros gigantes. Se supone que todos los antiguos pasajes quedaron clausurados hace medio siglo. ¿Cómo es posible que este haya escapado a nuestro conocimiento?
La voz de la soberana no alcanzó en ningún momento un tono más alto que el nivel normal de conversación, pero Karn se encogió estremecido como el esclavo se retuerce bajo el látigo.
—¡Regresaré allí de inmediato, alteza! Me acompañarán veinte guerreros y encontraré ese maldito pozo, y…
—No osarás mover ni un dedo en tanto no recibas mi venia para abandonar esta sala —declaró Li El.
A Riverwind se le erizó el vello de la nuca y un nuevo aroma inundó sus fosas nasales: el olor acre y penetrante de incienso. Dedujo que, tanto los sonidos como los olores, debían de estar controlados por la magia de Li El.
—¿Qué sabes del asunto, hermano? —preguntó la soberana a Vvelz.
El hechicero agitó la mano con gesto despreocupado.
—No mucho. Esperaba el regreso de la patrulla comandada por Karn, de acuerdo con tus órdenes, cuando me topé con esta cavadora que corría por el túnel. Me contó entre balbuceos una fantástica historia sobre gigantes. Me reuní con Karn en la gruta del nivel superior y proporcioné unos amuletos a los forasteros a fin de comprendernos y poder entablar una conversación.
—Una decisión muy oportuna —rezongó el oficial.
—En cuanto se refiere al pozo, como muy bien has dicho, querida hermana, todos fueron clausurados hace medio siglo, conforme a tu edicto.
Li El tomó asiento; el tejido de oro crujió.
—¿Lo fueron, hermano? Abrigo mis dudas.
—Nadie es capaz de crear uno nuevo —apuntó Vvelz—. Nadie, excepto tú.
—Alteza, ¿qué se hace con los forasteros? —intervino Karn, incapaz de controlar su impaciencia por más tiempo.
—¿Hacer? ¿Por qué habríamos de hacer algo? Esta pequeña improductiva no actuaba por propia voluntad, sino bajo las órdenes de alguien. Y descubriremos quién es esa persona. —El respingo de Di An fue audible—. Condujo a estos humanos hasta aquí. ¿Acaso propones que los ejecute por intentar recuperar sus pertenencias, o por tropezar en la oscuridad y precipitarse en un agujero?
—No, alteza; es decir, sí…
—Sujeta la lengua, Karn. Eres un guerrero resuelto y valeroso, pero un mediocre líder. Como sanción por no comprender cuál era tu cometido más importante, dispongo tu confinamiento en los Capiteles Altos durante tres días, a lo largo de los cuales meditarás sobre tu falta de perspicacia.
—¡No es justo! Vuestra alteza sabe con cuánto denuedo me esfuerzo en serviros y…
La mirada impasible de Li El lo hizo enmudecer.
—¿Discutes mi decisión?
El oficial enrojeció y se cuadró.
—La orden de vuestra alteza será obedecida.
Dio media vuelta y se encaminó a los dorados cortinajes que apartó a un lado. El ruido de sus pisadas se alejó mudo y a poco se perdió en la distancia.
Li El se levantó del sillón. Los sonidos placenteros, relajantes, volvieron a la sala; el rumor cantarín del agua se reanudó y las campanillas tintinearon una vez más. El picante olor a incienso fue reemplazado por el aroma refrescante del aire limpio por la lluvia.
—Acercaos, extranjeros —ordenó la soberana—. Quiero saber más sobre vosotros.
De manera mecánica, sin tener intención de obedecer, los dos hombres de las llanuras se adelantaron un paso.
Al hacerlo, dejaron al descubierto a Di An, todavía tirada sobre el suelo. La muchacha gateó tras las piernas de Riverwind en un intento de ocultarse a los penetrantes ojos de la soberana, pero su esfuerzo fue en vano.
Li El trazó un arco en el aire con la mano y se produjo un claro tañido de campana. Al punto, aparecieron dos soldados.
—Llevaos a la cavadora —ordenó.
Los guardias se acercaron al grupo, pero Riverwind se interpuso en su camino.
—Esta chiquilla no representa un peligro para nadie.
Li El contempló con interés el enfrentamiento del hombre de las llanuras con los guerreros hestitas.
—Tiene que confesar cuanto sabe. Deja de preocuparte por esa cavadora, gigante. Después de todo, es una ladrona —dijo la soberana.
Los soldados se adelantaron vacilantes hacia la muchacha. Riverwind se puso tenso. Cazamoscas tiró de la camisa del guerrero para advertirle que se tranquilizara.
—Hermana, si con ello se evita un derramamiento de sangre, me ofrezco a responsabilizarme de la muchacha e interrogarla yo mismo —intervino Vvelz con voz calma. Tanto Riverwind como los soldados se volvieron hacia la soberana en espera de su respuesta.
—Eres demasiado compasivo, hermano —dijo, tras una larga y tensa pausa—. ¿Estás seguro de poder sacarle la verdad?
—Si fracaso, llamaré a tus expertos —prometió el elfo.
Li El cedió. El hechicero de cabello plateado levantó a la muchacha del suelo y la condujo fuera de la sala. Los guardias se quedaron a la espera de nuevas órdenes.
Riverwind siguió con la mirada al hechicero y a Di An; sus largas manos estaban crispadas y apretó los puños.
—No le ocurrirá nada. Lo sé —lo confortó Cazamoscas con voz suave.
El joven lanzó al adivino una mirada escéptica.
—¿Te lo han revelado tus bellotas?
—No. Pero creo que Vvelz no le hará daño alguno —repuso con absoluta seriedad.
—Venid, venid —pidió la soberana, en medio de un tañido de campanas—. Quiero saber más sobre vuestro mundo y costumbres. Cuéntame cosas de vuestro país y sus gentes, anciano gigante.
Cazamoscas acometió un extenso discurso acerca de Que-shu, sus habitantes y sus costumbres. A lo largo de la parrafada, Riverwind se encontró con que era incapaz de apartar los ojos de Li El, aun cuando la mujer elfa no lo miró ni una sola vez. El sudor perló su frente por el denodado esfuerzo de dirigir la mirada hacia las cortinas doradas, el techo, cualquier cosa. Todo cuanto consiguió fue desviar los ojos a las manos de Li El; la derecha reposaba relajada, pero los dedos de la izquierda se movían con lentitud sobre el brazo del sillón, cual si trazaran un complicado dibujo en la piedra. De improviso, el movimiento cesó.
—Y así fue, alteza, como llegamos hasta aquí —finalizó Cazamoscas, a la vez que hacia una reverencia—. ¿Puedo preguntaros qué llevó a vuestro pueblo a instalarse en estos profundos subterráneos?
Las arqueadas cejas de Li El se fruncieron sobre sus ojos, negros como el azabache.
—¿Cómo? ¿Tan pronto ha olvidado el Mundo Vacío el gran Hest y su gente?
—Pertenecemos a otra raza, poco versada en historia —respondió el adivino con diplomacia.
Li El se levantó del sillón y bajó de la plataforma. Al descender del estrado, se hizo patente su reducida estatura. La cabeza apenas alcanzaba el pecho de Riverwind. A pesar de ello, su presencia era tan imponente que ninguno de los dos hombres fue capaz de apartar la mirada de ella.
—En el año dos mil ciento noventa y dos, en la Era del Poder, se declaró una guerra entre los habitantes de Silvanesti y los humanos de Ergoth. Durante cincuenta y dos años se sucedieron las batallas, las emboscadas y las masacres, hasta que, por último, las llanuras y los linderos de los bosques de Silvan se convirtieron en regiones desoladas, yermas. Kith-Kanan, el señor de la guerra, contuvo a las hordas de Ergoth gracias a sus habilidades como estratega, pero las disensiones desatadas en la capital le impidieron imponerse a los humanos en la guerra y alcanzar la victoria definitiva. Por lo tanto, la Guerra de Kinslayer culminó con una tregua, sin llegar a una resolución concluyente.
»Nuestro gran antepasado, Hest, o Hestantafalas en la antigua lengua, era un general del Host de Silvanesti. Quería proseguir con la lucha y llevarla a la misma ciudad de Caergoth, a fin de exterminar a las masas bárbaras de raza humana de las llanuras occidentales… —Hizo una pausa al recordar con quién hablaba—. Las pasiones de un pasado arcaico aún laten en nosotros. No os deis por ofendidos.
—Lo comprendemos —dijo Riverwind.
De repente, la barrera de cortinajes dorados se le antojó mucho más amenazante que en un principio. En la sala abovedada no se veía salida alguna, ni siquiera era perceptible la puerta por la que habían accedido a la estancia. Tampoco había guardias, y ello le causaba aún más zozobra. La voz de la elfa captó de nuevo su atención.
—… un serio enfrentamiento en la corte —decía Li El—. El gran Hest rehusó respaldar la tregua. La guardia del rey Sithas lo prendió y lo arrojó a los calabozos.
»Cuando el hermano del rey, Kith-Kanan, se enteró de lo ocurrido con su lugarteniente, regresó a Silvanost con el propósito de obtener su libertad. El rey Sithas no accedió a ello, alegando que Hest era demasiado peligroso; había incurrido en delito de alta traición y pagaría con la vida por su insolencia.
»Se levantó un cadalso, pero la cabeza de Hest no rodó en el cesto de Sithas. Nueve soldados irrumpieron en los calabozos y pusieron en libertad al héroe. Lucharon como leones, codo con codo, para salir de la ciudad. ¡Qué grandiosa contienda! —Li El blandió una espada imaginaria. La estancia retumbó con el estruendo de gritos y entrechocar de armas; su voz levantó ecos en la cúpula del techo—. Entre los diez acabaron con sesenta y tres soldados de la guardia personal del rey. ¡Sesenta y tres! Hest se dirigió a la ciudad fortificada de Bordon-Hest y se preparó para el asedio. Como era de esperar, Sithas destacó a su más leal general, el temido Kencathedrus, con la misión de capturar y destruir a Hest y a su pueblo.
Li El bajó el brazo. El estruendo del combate se desvaneció poco a poco. Cazamoscas temblaba y Riverwind miraba con nerviosismo por encima del hombro. Percibía el olor a sangre recién derramada. Sin embargo, la sala estaba tan impoluta y vacía como lo estaba minutos atrás.
La soberana se arrebujó en sus ropajes como si estuviese aterida de frío y regresó al sillón. Se hundió en el asiento, con la mirada velada por los párpados entrecerrados.
—La situación se tornó desesperada. Hest no estaba equipado para hacer frente a un largo asedio de tropas bien entrenadas. En Bordon-Hest había miles de mujeres y niños, y sólo cuatrocientos guerreros. Por los indicios, en cuestión de días se produciría una matanza espantosa.
La soberana alzó la cabeza. Una sonrisa abierta le iluminaba el semblante, y sus ojos brillaban con un destello de triunfo.
—En la hora más crítica, Hest se reunió con su archimago, el gran Vedvedsica. «Hay un modo de escapar, mi señor», le dijo a Hest. Este le preguntó cómo era eso posible, ya que ni él ni su gente tenían alas con las que volar fuera del alcance del Host de Kencathedrus. «No son alas lo que precisamos, gran señor, sino lámparas». «¿Por qué lámparas?», quiso saber Hest. «Porque está muy oscuro en el mundo subterráneo», respondió Vedvedsica.
»El hechicero expuso su plan, que Hest aprobó. Se alertó a todos los habitantes de Bordon-Hest y Vedvedsica llevó a cabo todos los preparativos. En el vigesimocuarto día de asedio, en el año dos mil ciento cuarenta, un fuerte terremoto sacudió Silvanesti. El centro del seísmo estaba localizado en Bordon-Hest, y la destrucción de la ciudad fue completa. Edificios y murallas se derrumbaron sobre sí mismos enterrando bajo los escombros a toda la población. O, al menos, es lo que pareció que ocurría. Lo que Vedvedsica hizo fue abrir una grieta en la tierra a través de la cual toda la gente de Hest, desde el más alto dignatario hasta el más mísero de sus súbditos, escapó. Luego la magia de Vedvedsica provocó el derrumbamiento de la ciudad que cubrió la grieta e impidió que nadie descubriera lo que había sido del gran señor y sus seguidores. —Li El apoyó la afilada barbilla en la palma de la mano—. Hasta ahora.
El vasto salón circular se sumió en el silencio. Riverwind trató de discurrir el mejor modo de responder a Li El. La historia de aquel imprudente señor que con tanto empeño ansiaba el exterminio de los humanos, despertaba escasa compasión en su corazón, pero eso no podía decírselo a la soberana de los hestitas.
—Han tenido lugar muchos acontecimientos desde que vuestros antepasados se metieron bajo tierra —comenzó, dubitativo—. Krynn ha cambiado desde entonces.
—¿Las verdes mansiones de Silvanost siguen en pie?
—Eso dicen.
—¿Y los descendientes de Sithas todavía reinan allí?
—Lo ignoro…
—La sentencia de muerte por traición pende sobre nosotros, sobre todas y cada una de las generaciones nacidas desde que Hest nos condujo aquí. Al morir el gran señor, sus últimas palabras fueron: «Guardaos del Mundo Vacío del exterior». Su voluntad expresada en el lecho de muerte se ha convertido en nuestra ley más sagrada.
—Algunos han subido a la superficie, ¿sí? Como la muchacha a la que seguimos —intervino Cazamoscas.
La orgullosa serenidad impresa en el rostro de Li El se desvaneció, reemplazada por la ira; una furia tan tangible que golpeó a los dos hombres como un puñetazo.
—¡Existen necios que lo intentan! He sido indulgente con ellos demasiado tiempo. Ahora veo que he de erradicarlos de una vez por todas. Cuando los capture, morirán. —De nuevo ejecutó un movimiento con la mano y resonó un gong invisible a cuya llamada acudieron más soldados—. Reunid una legión completa del Host —ordenó Li El—. Haced que la patrulla de Karn os muestre el lugar donde la chica cavadora y los gigantes fueron apresados. Quiero la localización del pasaje lento y todo el contrabando obtenido en la superficie.
—¿Y nosotros? —inquirió Riverwind.
—Os quedaréis en los Capiteles Altos hasta que decida qué hacer con vosotros —declaró.
Media docena de guerreros hestitas se acercaron a los dos hombres, pero se detuvieron cuando Riverwind se volvió hacia ellos con brusquedad, atemorizados por su imponente manera instintiva.
En lugar de exhortarlo a seguir a los soldados pacíficamente, Li El se recostó en el sillón y guardó silencio, con una ligera sonrisa apenas esbozada.
Los guardias hicieron acopio de valor y adelantaron unos pasos.
—¡No tenéis derecho a hacernos prisioneros! —gritó el guerrero.
Uno de los elfos lo golpeó en la espalda con el escudo; la furia, largo tiempo contenida, se desbordó como un río de lava ardiente. El joven agarró el escudo por los bordes y lanzó por el aire al guerrero hestita, que aterrizó despatarrado sobre el mosaico del suelo.
—¿A qué aguardáis? —los instó con suavidad Li El—. Sacadlos de aquí.
—Somos gente pacífica —suplicó Cazamoscas—. ¡E inocentes, sí!
Como respuesta a sus palabras, un escudo se estrelló contra su cabeza. Riverwind agarró por el cuello a los dos elfos más cercanos y entrechocó los yelmos. Los guardias que amenazaban al viejo adivino se apartaron de él a la vez que desenvainaban las espadas; Riverwind se agachó veloz sobre los desmayados elfos y se apoderó de una de sus armas.
—Ponte detrás de mí, anciano —gritó.
Los dos elfos atacaron. El hombre de las llanuras detuvo los golpes de las cortas espadas sin excesiva dificultad y contraatacó. Con sus arremetidas, directamente a los rostros de los elfos, los obligó a retroceder. «¡Ojalá tuviera mi sable!», pensó. Las armas hestitas eran demasiado pequeñas para él; tanto, que tenía la impresión de manejar una espada infantil.
Por fortuna, la longitud de sus brazos le permitía hacer frente a los dos soldados aun cuando estos se habían separado con el propósito de atacarlo por ambos flancos. Una de las espadas chocó con fuerza contra la cruz de guarnición de su arma. La gruesa pieza de bronce resistió, por lo que, con un golpe de muñeca, logró desviar el acero de su oponente y situar el suyo en una posición de ataque. La roma espada resbaló contra el escudo del elfo y Riverwind aprovechó el movimiento para asestar un golpe brusco a la izquierda a fin de rechazar a su otro oponente. Este retrocedió para esquivar la embestida, pero tropezó con el cuerpo caído de uno de sus compañeros.
Cazamoscas se escabulló a gatas de la refriega. Li El ondeó el brazo e hizo sonar de nuevo el invisible gong. Una avalancha de soldados penetró en el salón del trono.
—¡Veinte más a tu espalda! —advirtió el viejo adivino.
—¿Te limitas a ser heraldo de malas noticias? —gritó con enojo—. ¡Haz algo!
Cazamoscas no era un luchador y, con una espada en la mano, lo más probable era que se hiriese a sí mismo antes de acertar a un oponente. Todo cuanto sabía manejar eran su calabaza y sus bellotas.
—¡Bellotas!
Extrajo de entre los pliegues de su andrajosa vestimenta la calabaza y las cáscaras secas y las blandió sobre la cabeza.
—¡Deteneos! —gritó—. ¡Estas pequeñas bellotas contienen el poder devastador del trueno! Retroceded, sí; y no os interpongáis en nuestro camino, ¡u os las arrojaré!
Los soldados se quedaron inmóviles como estatuas. El oponente de Riverwind se había frenado en seco al escuchar la diatriba de Cazamoscas, momento que aprovechó el joven para propinarle un golpe contundente en la cabeza con la parte plana de la espada. El elfo se desplomó inconsciente y Riverwind se acercó al adivino.
—Una idea muy inspirada —susurró.
—Poseo grandes poderes —prosiguió Cazamoscas—. ¡Un solo movimiento, y os reduciré a cenizas!
Li El no estaba impresionada por su bravata.
—¿A qué esperáis? Reducidlos —ordenó con voz calma.
Los guardias mostraban una manifiesta falta de entusiasmo en realizar su cometido.
—No podéis escapar —razonó la soberana, dirigiéndose a los humanos—. Ni del palacio ni, mucho menos, de Vartoom.
Riverwind sabía que tenía razón, pero no estaba dispuesto a admitirlo.
—Regresaremos por donde vinimos. Y más vale que nadie trate de interponerse en nuestro camino —advirtió con descarada arrogancia.
Li El suspiró. Se escuchó una nota vibrante. La tropa armada con espadas se apartó y dejó un paso por el que avanzaron cuatro soldados vestidos con armaduras ligeras y que manejaban unos artefactos extraños (dos bolas de metal unidas por un trozo de cadena). Los hicieron girar sobre sus cabezas y no se dejaron embaucar por el gesto amenazante de Cazamoscas. Dos de los elfos arrojaron las boleadoras al viejo adivino; unas se enroscaron en torno a sus piernas, las otras en los brazos. La calabaza se estrelló en el suelo de mosaico, y los guardias dieron un respingo. Cuando no se produjo la explosión esperada, lanzaron al unísono un grito encolerizado y se abalanzaron contra los hombres de las llanuras.
Al punto Riverwind estaba desarmado. Los dos humanos fueron sacados en volandas del salón del trono.
Li El descendió con movimientos gráciles del sillón y recogió la calabaza de Cazamoscas. Las bellotas tintinearon en el interior. La soberana volcó la calabaza y las tres cáscaras secas, una tras otra, cayeron sobre la palma de su mano. Su rostro, impasible y bello, no denotó la más mínima emoción.