4

Di An

Los soldados arrastraron a Riverwind y Cazamoscas desde el interior de la cámara hasta un corredor y allí los tiraron de un empellón contra la pared. La muchacha elfa de ojos oscuros se arrodilló junto al guerrero y le llevó a los labios una botella de bronce. El joven tosió y abrió los ojos.

—¡Por todos los dioses! —barbotó—. ¿Qué es eso, agua o salmuera?

La chica le puso de nuevo el gollete de la botella en la boca y lo mantuvo firme a pesar de su intento por evitarlo. Lo habían maniatado con cadenas y tuvo que apartar el recipiente empujándolo con la cabeza.

—¡Basta ya! —gritó exasperado.

La muchacha se retiró. Tras incorporar a Cazamoscas por medio de esforzados tirones, le dio también un poco de aquella agua salobre. El viejo adivino se atragantó y sacudió la cabeza.

—¿Tratas de envenenarme? —protestó, todavía medio atontado por los golpes recibidos.

—Cálmate, Cazamoscas —intervino el guerrero—. Sólo intenta ser amable.

—¡Oh, mi cabeza! ¿Qué ocurrió?

—Te abatieron estos elfos subterráneos.

—¡Elfos!

—Sí, eso parece. ¿No te has fijado en los rasgos de la chica?

Cazamoscas estrechó los ojos y observó con atención a la criatura de cabello encrespado que se había retirado a la pared opuesta del túnel.

—¡Branchala me asista! Tienes razón, hombre alto.

El rudo cabecilla del grupo entró en el pasadizo y se aproximó a los compañeros a la vez que alzaba el artificioso visor del yelmo. Sus rasgos eran como los de la muchacha: tez pálida, ojos enormes, barbilla afilada y nariz fina y larga. Cuando la chica le dirigió unas palabras levantó el bastón como si fuera a golpearla.

—Eres un salvaje —dictaminó Riverwind—. Un salvaje bravucón que golpea a chiquillos indefensos. —El aludido olvidó a la chica y le dirigió al guerrero una frase interrogante, en su cháchara atropellada. Riverwind sacudió la cabeza—. No te entiendo.

El inútil intercambio de preguntas y respuestas prosiguió hasta que el soldado, malhumorado, se dio por vencido.

Sus subordinados, más audaces ahora que el hombre de las llanuras estaba encadenado, instaron a los dos compañeros a ponerse de pie con bruscos empujones. El techo de este túnel era aún más bajo que por el que habían llegado a la cámara y, al incorporarse, Riverwind se golpeó a cabeza en la negra roca. Sufrió un momentáneo ataque de claustrofobia, pero lo superó enseguida. No quería mostrar la menor debilidad frente a sus captores.

La muchacha y el líder los precedían por el pasillo. El guerrero los siguió a trompicones, debido a la forzada postura inclinada y las manos encadenadas. Cazamoscas estaba también maniatado. Los globos azules alumbraban el camino, pero abundaban tanto los apagados como los encendidos; el guerrero se preguntó que clase de combustible alimentaba las extrañas esferas y qué motivaba el que hubiese tantas sin lucir.

—¿Adónde crees que nos conducen? —preguntó el anciano.

—A la superficie, espero —respondió Riverwind.

—En Silvanesti, ¿sí?

—Quién sabe.

Entonces, a uno de los soldados que marchaban detrás de Cazamoscas se le ocurrió la idea de ponerle la zancadilla. El viejo adivino se fue de bruces al suelo y se golpeó de lleno en la nariz. La sangre manó a borbotones y se escurrió por la barba enmarañada.

Riverwind giró veloz sobre sus talones. Los cuatro elfos llevaban el visor del yelmo alzado y uno de ellos esbozaba una sonrisa ufana. El guerrero levantó una de sus largas piernas y lanzó una patada fulminante que alcanzó al sonriente soldado en el plexo solar. Impulsado por el potente golpe, el elfo voló por los aires y aterrizó en las sombras con un estruendo metálico. Sus compinches rieron alborozados, e incluso el cabecilla esbozó una sonrisa.

—Por lo menos tienen cierta noción de lo que es el juego limpio —opinó Riverwind.

—Y un sentido del humor rudo, sí —dijo con acritud el anciano, mientras se incorporaba estremecido.

La muchacha, que hasta ese momento caminaba pegada a los talones del líder, se rezagó un poco y se situó casi a la altura de Riverwind.

—Me pregunto por qué razón una chiquilla como esta merodea por los túneles —comentó el guerrero.

—Quizá no sea una chiquilla. La vida de los elfos es mucho más larga que la nuestra.

—¿Cómo?

—Esta muchacha posiblemente tenga cien años o más —conjeturó el viejo entre toses.

Mientras los dos amigos hablaban, la chica los estudiaba a ambos sin pestañear, si bien era a Riverwind al que prestaba más atención. Él procuró mantener un tono de voz tranquilo, carente de amenaza.

—Gracias por el agua —le dijo—. Si es que lo era. En cualquier caso; no sabía tan mal como el jugo de neptas que me dio Arrowthorn.

La muchacha se frotó la punta de la nariz y el guerrero deseó que no lo hubiese hecho; ahora le picaba a él y no podía rascarse.

—¿Cómo te llamas? Yo soy Riverwind, nieto de Wanderer. Y este es Cazador de Estrell…

—Cazamoscas —corrigió el anciano.

—Somos que-shu. ¿Quién eres tú?

Ella bostezó, con lo que dejó al descubierto unos dientes pequeños y blancos y una lengua del color de las zanahorias.

—Estoy malgastando tiempo y saliva, ¿no es cierto?

—Sí, en efecto. —Fue Cazamoscas quien respondió.

—Al menos aún conservo la cabeza sobre los hombros. Y tú también —agregó, dedicando a la muchacha una leve sonrisa.

El pasadizo proseguía zigzagueando en las entrañas de Krynn. Caminaron durante tanto tiempo que a Riverwind lo asaltó la fugaz idea de que podrían acabar regresando a Que-shu, sólo que a kilómetros bajo tierra. Por supuesto, no tenía idea de la dirección en que viajaban, ni qué distancia los separaba de la superficie, ni dónde se encontraba Que-shu, a decir verdad.

El túnel se estrechaba tanto en algunos tramos que el grupo tenía que marchar en fila. Tal circunstancia resultaba molesta para Cazamoscas, y para Riverwind enojosa en extremo habida cuenta de su gran estatura y la inmovilidad forzosa de sus brazos atados. Tanto el uno como el otro se golpeaban la cabeza a menudo y en ocasiones las afiladas rocas salientes de las paredes les arañaban las piernas. Llegó un momento en que la muchacha elfa se volvió para asir la cadena de Riverwind y a partir de entonces lo guio con delicadeza entre los obstáculos; no dijo ni una palabra en todo el tiempo. Cuando por fin el pasadizo se ensanchó, dejó al guerrero con el cabecilla y volvió sobre sus pasos para traer a Cazamoscas. No fue tan cuidadosa con él, y el viejo adivino protestó en voz alta.

—Está claro quién es su favorito, ¿sí? —rezongó malhumorado. La nariz le había dejado de sangrar, pero ahora tenía las espinillas llenas de verdugones y cortes.

—Quizá se deba a la barba. Estos elfos no parecen partidarios del vello facial.

—Bárbaros —rezongó el anciano.

La atmósfera pesada del túnel refrescó. Una brisa claramente perceptible, cálida y con un olor a humo que se paladeaba, acarició el semblante del guerrero. El número de globos azules aumentó y los dos compañeros vieron que habían descendido bajo el estrato de basalto hasta una franja en la que se mezclaban distintos minerales. El cristal brillaba en las paredes, y en el suelo aparecían vetas de piedra roja y púrpura. Asimismo se advertían señales de agua; a lo largo del lado derecho del corredor la roca estaba erosionada con surcos que olían a moho.

Después de otro pronunciado viraje a la derecha, el túnel llegaba a su fin. El mortecino fulgor de los globos dio paso a un espacio más luminoso. Riverwind enderezó la espalda y se detuvo; la muchacha propinó unos suaves tirones de la cadena, pero fue en vano. El joven estaba paralizado, tratando de asimilar el espectáculo prodigioso que se desplegaba ante sus sorprendidos ojos.

—Cazamoscas… —fue todo cuanto pudo articular.

El anciano se encontraba a su lado, boquiabierto.

Habían entrado en una caverna gigantesca, de varios kilómetros de longitud y al menos uno de ancho. Del techo de la gruta, a más de ciento veinte metros sobre sus cabezas, colgaban estalactitas enormes de seis y siete metros de largo. En el distante extremo derecho de la cueva se abría un tosco acceso a otra gruta, igualmente iluminada.

El suelo era llano y en su superficie crecía un bosque de estalagmitas de abigarrados colores. Concreciones amarillas, anaranjadas, blancoazuladas, brotaban por doquier. Aún más extraordinario era el sinnúmero de globos azules que se arracimaban en las pétreas torres cónicas. Tan ingente era la cantidad de esferas que Riverwind renunció a contarlas. Muchas estaban apagadas, pero quedaban suficientes irradiando su fulgor, bullente y antinatural, para proporcionar a la gruta una luminosidad semejante a un crepúsculo en el pueblo Que-shu.

El cabecilla de los elfos soltó un enganche de su yelmo y se despojó del ostentoso tocado. Tenía el cabello largo, de un blanco reluciente, y los rasgos del rostro no proporcionaban indicio alguno acerca de su edad. Para su estatura, tenía los hombros anchos, que se alzaron cuando dejó escapar un suspiro. En tono coloquial, dirigió una parrafada larga a los dos hombres mientras gesticulaba hacia la gigantesca gruta, y después suspiró otra vez.

Se había practicado un camino entre las estalagmitas; una vez fuera de la boca del túnel, la muchacha se escabulló de los soldados y echó a correr. Dos de ellos salieron en su persecución, pero el cabecilla les ordenó regresar con un grito.

—Siento que se marche —comentó Riverwind—. Su amabilidad ha sido la única chispa de humanidad que he visto en estas gentes.

—Espero que huya lejos, sí. Así no podrán lastimarla —observó Cazamoscas.

La brisa soplaba más fuerte en la parte alta de la cueva. De cadenas finas, tendidas entre los picos de las estalagmitas, colgaban campanillas de bronce y cobre. Cazamoscas se sintió tan atraído por el sonido tintineante que se desvió hacia ellas de manera inconsciente y los soldados tuvieron que obligarlo a regresar a la formación. En esta ocasión no se mostraron tan brutales. La gruta parecía inspirar un sentimiento al que Riverwind sólo podía calificar como respeto reverente.

El olor acre era más pronunciado en la cueva. Una neblina amarillenta se cernía en el aire cerca del techo y serpenteaba entre las agujas colgantes. El olor le recordaba al guerrero la forja de un herrero: carbón encendido y metal ardiente.

El camino se ensanchaba a corta distancia del arco de acceso a la cueva contigua. El jefe de los elfos señaló hacia ella y pronunció una palabra:

—Vartoom.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Riverwind.

—Vartoom —reiteró el elfo—. Vartoom.

—Parece un nombre, sí —opinó Cazamoscas, que agregó en voz alta—: Comprendo; vuestro pueblo se llama Vartoom, ¿sí?

—Vartoom —repitió el cabecilla y reanudó la marcha.

Donde la primera gruta acababa y la segunda empezaba, había un abismo profundo; tanto, que no se podía calcular. Sobre el insondable precipicio se extendía un puente estrecho de piedra. El jefe de los elfos empezó a recorrerlo con rapidez a pesar de que no era más ancho que su propio pie.

—¡Moyun! —dijo, haciendo un gesto a Riverwind de que lo siguiera.

El hombre de las llanuras se resistió.

—¡No puedo guardar equilibrio en un paso tan estrecho! ¡Con los brazos atados, no!

El elfo gesticuló y repitió la palabra «moyun». Cazamoscas se asomó por el borde de la sima y palideció.

—¡Dioses misericordiosos! —jadeó—. ¡No podemos hacerlo!

—No comprenden que sentimos vértigo y podemos caernos —adivinó Riverwind. El soldado que estaba tras él le dio un suave empujón—. No. Me caeré —se negó, con los pies plantados firmes en el borde. El elfo lo empujó con más fuerza y el guerrero volvió la cabeza y lo miró ceñudo al tiempo que gritaba—: ¡No!

El soldado retrocedió para unirse a sus compañeros y murmuró unas palabras con patente nerviosismo. El cabecilla del grupo repetía de manera continua y cada vez con menos paciencia «moyun».

—Cruzaremos si nos libráis de las cadenas que, por otro lado, son innecesarias. ¿Adónde huiríamos?

Mientras hablaba, Riverwind se giró a fin de mostrar las cadenas al jefe de la patrulla. Al parecer, en esta ocasión su gesto salvó las barreras lingüísticas y el elfo comprendió lo que quería decirle. Regresó por el angosto paso y desató el alambre que aseguraba los extremos de la cadena. El guerrero se libró de las ataduras y se frotó los brazos entumecidos. A continuación el jefe soltó las cadenas de Cazamoscas y a una orden suya los otros elfos desenvainaron las espadas.

—Creo que no confían en nosotros —dijo el anciano.

Moyun —insistió el elfo.

El paso no sólo era estrecho, sino también suave como cristal. Las botas de piel de Riverwind resbalaban en la traicionera superficie. Cazamoscas dio un paso vacilante sobre el abismo vertiginoso y al punto retrocedió. Uno de los soldados lo pinchó con la punta de la espada; el viejo adivino gritó y se volvió hacia sus captores.

—Dejad que me quite los zapatos, ¿sí? —pidió con un timbre estridente, hijo del terror.

Los elfos lo contemplaron impasibles mientras se desanudaba los harapos que sujetaban el calzado hecho con remiendos de pieles. De regreso al puente, avanzó con más seguridad al sentir bajo los pies la fría piedra. Los soldados, calzados con sandalias de suela metálica, fueron en pos del anciano con descuidado abandono.

A despecho de algunos resbalones espeluznantes, Riverwind no detuvo su avance por el puente. Su torpeza hizo fruncir el entrecejo al jefe de la patrulla, plantado al otro lado del paso, con los puños apoyados en las caderas. Dijo algo que sonaba sarcástico y Riverwind se alegró de no comprender sus palabras mordaces. El tono era de por sí bastante insultante.

Al final del puente, el suelo descendía en unos escalones anchos y profundos. Las estalagmitas habían sido cortadas a la altura del hombro de un elfo, de modo que le llegaban al guerrero a la cintura. Unas delicadas esculturas de metal adornaban la lisa superficie truncada de las agujas. A Cazamoscas le intrigaron en particular las abstractas: espirales de alambre broncíneo, campanas de plata, barras de cobre con una pátina verdosa. Todas se balanceaban sobre las bases terminadas en punta, mecidas por la suave brisa. El anciano alargó la huesuda mano con propósito de tocar una de aquellas maravillas etéreas.

Un soldado lo golpeó en el hombro con la parte plana de su acero. Riverwind, fuera de sí, se abalanzó sobre el ofensor, lo aferró por el bruñido peto y lo alzó en vilo.

Con la armadura, el elfo pesaba alrededor de los setenta kilos; el guerrero lo levantó por encima de su cabeza y lo sostuvo en alto. El sujeto gritaba por el miedo y la furia; el jefe blandió su arma y articuló unas órdenes imperiosas.

—¿Quieres que lo baje? ¡Pues ahí lo tienes!

El joven lanzó al vociferante matón contra sus compinches. El elfo aterrizó con estruendo en el suelo, ya que los otros soldados se agacharon a tiempo de esquivarlo.

Riverwind jadeaba a causa del esfuerzo.

—¡Si queréis injuriarnos, dadnos al menos nuestras espadas para defendernos como hombres! —gritó el guerrero.

El cabecilla le replicó también a gritos. El eco de sus voces estentóreas aún resonaba en la gruta cuando la muchacha elfa apareció en escena.

Todos enmudecieron. La chica no venía sola. A su lado se encontraba un elfo de estatura aventajada. Vestía una falda larga que le llegaba a los tobillos, tejida con brillantes hilos de cobre. Su cabello era blanco, al igual que el del jefe de la patrulla. Llevaba desnudo el enteco torso y en torno al cuello pendía un collar realizado con tubos de cobre ensartados de manera que semejaban los radios de una rueda.

El jefe de los soldados se encaró con el recién llegado y articuló unas palabras enfurecidas. El otro respondió con voz calma a la vez que señalaba a la muchacha, quien se escabulló del soldado mientras hablaba con tono suplicante. Riverwind estaba fascinado por la escena, aun cuando el diálogo escapaba a su comprensión. Cazamoscas, recobrado del golpe recibido, se reunió con su amigo.

—¿Por qué hizo eso? Sólo quería tocar las campanas, ¿sí? —dijo entre toses.

—¿Quién sabe? Tal vez sea tabú tocarlas. Este tiene aspecto de sacerdote —comentó, señalando al elfo vestido con faldones.

—Parece amable —acotó el viejo adivino, coincidiendo con la opinión de Riverwind, si bien cabía la posibilidad de que los dos elfos disputaran sobre cuál de ellos los ejecutaría.

El «sacerdote» elfo sacó de un bolsillo de los faldones un par de joyas de tamaño reducido. La muchacha hizo una reverencia y tomó las dos piezas. Luego se aproximó a Riverwind y alzó una, frente a su rostro, para que la viera; era un amuleto de oro. En principio, al guerrero le pareció que estaba tallado a semejanza de una mariposa, mas, después de examinarlo con mayor atención, advirtió que representaba dos orejas elfas unidas en el centro.

—¿Quieres que me lo ponga? ¿Es un regalo? —inquirió.

El joven tuvo que inclinarse bastante para que la chica alcanzara su cabeza y colgara el amuleto. Al incorporarse, la pesada joya de oro reposó sobre su pecho.

—Gracias.

—No hay de qué —respondió ella.

—¡Te entiendo!

—Desde luego. Llevas el Signo de Audición Veraz, que otorga la comprensión de nuestra lengua. —Los ojos de la muchacha relucieron—. Me llamo Di An.

—Yo Riverwind, nieto de Wanderer, del poblado Que-shu.

Cazamoscas le tiró de la manga con impaciencia.

—¿Qué ocurre? —preguntó el joven.

Gug murga lokil la —respondió el anciano. Riverwind lo miró de hito en hito. No comprendía ni una palabra pronunciada por su amigo—. ¡Grom sust idi wock!

—Permíteme que le ponga también el Signo —intervino Di An, que colgó acto seguido otro amuleto idéntico del cuello del viejo adivino.

—¿… soportarlo sin tener alguien con quien hablar? Me volveré loco, ¿sí?

—Calma, anciano. ¿Me entiendes ahora?

Cazamoscas parpadeó perplejo.

—¡Por mis antepasados! Ya lo creo que sí.

—Esto es un desacierto —objetó el jefe de los soldados—. Nos habría sido más fácil controlar a los intrusos si no comprendiesen lo que hablamos.

—Si careces de persuasión, no conseguirás el control —apuntó el elfo alto. Se volvió hacia los hombres que-shu y sonrió—. Me llamo Vvelz. Os doy la bienvenida en nombre de la Hermandad de la Luz. —El cabecilla rezongó por lo bajo—. Y esta persona impaciente se llama Karn, comandante del Host.

—¿Quiénes sois? —le preguntó Riverwind.

—El pueblo Hest.

—¿Qué es este lugar? —se interesó Cazamoscas.

—Nos encontramos cerca de la ciudad de Vartoom, a donde nos dirigiremos todos dentro de un momento.

El guerrero tenía muchos más interrogantes que plantear, pero se le adelantó Karn.

—Mi señora aguarda nuestro regreso. —En un susurro dirigido a Vvelz agregó—: Informaré a su alteza de tu intromisión.

El interpelado indicó con un ademán displicente que tenía permiso para proceder.

—Haz lo que gustes —le dijo—. Soy yo quien se sienta a la derecha de Li El, no tú.

Karn resopló y empujó a los hombres de las llanuras para que se pusieran en marcha.

A unos cuantos metros de las gradas, en terreno llano, aguardaba una carreta sin caballos. Karn, sus soldados y los dos humanos montaron por la parte trasera abierta. Vvelz se situó junto a las vacías lanzas de tiro; tras el mudo asentimiento de Karn alzó los brazos, delgados y pálidos, sobre la cabeza. Sus labios no se movieron, pero en la mente de Riverwind resonó con claridad su voz ordenando: «Acudid, cavadores, y cumplid vuestro cometido». Al repetirse la orden, Riverwind sintió que la cabeza le daba vueltas, como si hubiese recibido un golpe.

—¿Lo has percibido? —preguntó a Cazamoscas.

—Sí, y también alguien más. ¡Mira!

Las pequeñas siluetas de unos elfos vestidos de negro aparecieron una tras otra. Di An se unió a ellos. Se acercaron a Vvelz como sonámbulos, las pupilas vidriadas, los brazos caídos a los costados. Como respuesta a otra silenciosa orden de Vvelz, se situaron junto a los asideros acoplados a las lanzas de tiro. Diez elfos de negro, entre varones y hembras, ocuparon los puestos de arrastre. Vvelz subió a la carreta.

—¿Hacia dónde, Karn? —preguntó con actitud desenfadada.

El soldado le dedicó una mirada colérica.

Vvelz se encogió de hombros y alzó las manos: «A palacio, ¡deprisa!». Los elfos encorvaron la espalda y la carreta se puso en marcha. Riverwind sintió el deseo irrefrenable de bajarse y unirse a ellos, en respuesta a las palabras del elfo que resonaban de manera persistente y autoritaria en su mente. Sólo después de que las ruedas de la carreta dejaron atrás varios kilómetros, cedió la extraña sensación apremiante.

De igual modo, Cazamoscas se aferraba con fuerza al costado del carro, como si estuviese mareado. Karn estudió las reacciones de los dos hombres con gran atención. Al reparar en la mirada escrutadora del soldado, Riverwind recobró el dominio de sí mismo y enfocó la mente en los elfos vestidos de negro que arrastraban la carreta.

—¿Son estos infelices esclavos? —inquirió—. Aborrezco la esclavitud; es una práctica cruel e infame.

—Son cavadores —respondió lacónicamente Karn.

—Eres hechicero, ¿sí? —preguntó Cazamoscas a Vvelz.

—Soy miembro de la Hermandad de la Luz —contestó el elfo—, del mismo modo que Karn lo es de la Hermandad de las Armas. Aquellos que no están cualificados para incorporarse a uno de los dos gremios, son destinados a cavadores.

Una cólera creciente embargó a Riverwind. Apartó los ojos de las arqueadas espaldas de los elfos situados en el tiro y los posó en Vvelz.

—¿Quién es el portavoz de los cavadores? ¿Quién los defiende y reclama sus derechos?

Karn rompió a reír.

—Tienen cuanto precisan —se burló.

—Nosotros cuidamos de ellos —terció Vvelz con voz tranquila—. Los consideramos muy importantes.

—¿Al igual que un granjero cuida de sus bestias de carga?

—Más bien como un granjero cuida de sus hijos. —Vvelz miró a los cavadores—. Cada hestita tiene la oportunidad de entrar a formar parte de la Hermandad de la Luz o de las Armas cuando alcanza la mayoría de edad. Aquellos que poseen fortaleza y agilidad, toman la espada; los que tienen ingenio y cualidades mágicas, se convierten en aprendices de hechiceros. Quienes no ostentan ninguna de estas aptitudes, trabajan como cavadores.

La exposición del elfo no logró aplacar la ira de Riverwind, por lo que Cazamoscas, antes de que el joven guerrero cometiera la imprudencia de insultar a sus captores, intervino.

—¿Me equivoco al suponer que sois elfos?

Vvelz giró la cabeza con una brusquedad tal que el largo cabello blanco se sacudió como un látigo sobre los hombros.

—¡No pronuncies esa palabra!

—¡Está prohibida! —agregó Karn, a la vez que su mano buscaba la empuñadura de la espada.

Los dos humanos intercambiaron una mirada.

—Disculpadme, ¿sí? —dijo el anciano—. Yo lo ignoraba.

El guerrero advirtió que la agitación de Vvelz repercutía en la fuerza y velocidad con que los cavadores empujaban la carreta. De algún modo, su voluntad era la que actuaba sobre ellos como un estímulo de avance. Algunos de los infelices elfos trastabillaban en su afán por mantener el ritmo. El hombre de las llanuras vio que a Di An, la más menuda de todos, se le resbalaban las manos del asidero ya que sus compañeros, más fuertes, aventajaban sus esfuerzos y la dejaban atrás. La muchacha se aferró en vano al mango cuando este escapó de entre sus dedos.

Se fue de bruces al suelo y los cavadores que marchaban a continuación pasaron sobre el cuerpo de la chica sin advertirlo, como autómatas.

Riverwind saltó por encima del costado del carro y corrió al frente. Se abrió camino a empujones entre los cavadores y levantó a Di An del suelo apenas un segundo antes de que la rueda delantera de la carreta, calzada con un aro metálico, le pasara por encima y partiera en dos su menudo cuerpo. Vvelz detuvo la marcha.

—¿Está herida? —inquirió.

El guerrero limpió el rostro de la muchacha, manchado de polvo y tierra.

—Solo unas magulladuras. La tumbaré en la carreta.

—No —se opuso Karn con gesto severo—. Los cavadores jamás viajan junto a los guerreros.

—En ese caso, la llevaré yo mismo.

Así lo hizo. El menudo cuerpo de la muchacha pesaba menos que una pluma en sus brazos. El resto de los cavadores retomó su puesto y se reanudó la marcha. Cazamoscas, avergonzado de ir sentado en la carreta, se bajó y se puso junto a su compañero.

—Si tú caminas, hombre alto, también yo —le dijo.

Di An gimió y se revolvió. Cuando recobró el conocimiento y se percató de su situación, se debatió entre los brazos del guerrero.

—¡Por favor, bájame! —gritó.

—Tranquilízate —dijo Riverwind con suavidad—. Estás conmigo.

—¡No! ¡He de volver con mis hermanos! —protestó, retorciéndose para soltarse de él.

—Estás herida, pequeña. Descansa un rato, ¿sí? —intervino Cazamoscas.

—¡Imposible! Los Altos Mandos ordenan que sirvamos, y tengo que… —Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas—. Me haces daño.

Riverwind aflojó los brazos y Di An saltó al suelo. Antes de que los atónitos humanos dijeran una palabra más, la muchacha elfa se encontraba de nuevo en su puesto, encorvada sobre el asidero de tiro.

—¿Lo veis? —intervino Karn—. Cada hestita sabe dónde está su sitio.

Cazamoscas agarró a Riverwind por el brazo. El guerrero estaba tenso por la furia apenas contenida.

—Sé prudente, hombre alto —cuchicheó—. Somos forasteros en un país extraño. Escuchemos dos veces antes de responder una, ¿sí?

El joven asintió con un breve cabeceo.

—Demuestras un gran sentido común para ser un loco que habla con bellotas —susurró.

El guerrero pasó el brazo por los hombros del viejo adivino y, de tal guisa, los dos amigos prosiguieron el viaje hacia Vartoom, la ciudad subterránea.