3

Ir detrás y descender

Riverwind se encontraba de pie al borde de un abismo. Abajo, velado por remolinos de humo, acechaba algo mortífero. Escuchó una voz dulce que lo llamaba.

—¡Goldmoon!

Al otro lado de la sima, esperaba su amada; el viento agitaba su suave cabellera brillante y su blanca vestimenta. Lo llamaba con voz quejumbrosa y él se sentía impotente, desesperado por alcanzarla. No existía modo de salvar el vacío; ni puente, ni cuerda, ni siquiera una liana de la que colgarse.

Unas figuras altas surgieron a espaldas de Goldmoon. Una era de Loreman, la otra de su padre, Arrowthorn. La tomaron por los brazos y la arrastraron hacia atrás. Ella se debatió, pero los hombres eran demasiado fuertes para presentarles resistencia. El corazón de Riverwind palpitó desbocado. ¡Tenía que cruzar! Volvería sobre sus pasos y buscaría otra ruta.

Giró veloz sobre sus talones y se encontró cara a cara con Hollow-sky, que esbozaba una mueca feroz. Su semblante tenía la palidez de un cadáver y sus ropas aparecían manchadas con el moho de la tumba. Sin intercambiar una sola palabra, se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo. Riverwind era más corpulento, pero el muerto poseía una fuerza inexorable y lo empujaba sin descanso. El guerrero clavó los pies en el suelo, dobló las rodillas e intentó asir a Hollow-sky por el pecho a fin de obtener cierta ventaja, pero no funcionó. Sus talones asomaron al vacio. Con un empujón poderoso, el muerto lo arrojó al abismo.

Se desplomó en el fondo casi de inmediato. Aturdido por el impacto, apenas podía moverse; el humo se le introducía por la nariz y la boca. El roce de un movimiento se abrió paso entre la bruma de su mente. La sangre se le heló en las venas cuando un aullido hendió la densa humareda.

¡Los lobos! Lo tenían rodeado. Se esforzó por incorporarse, por arrodillarse, pero al instante se habían abalanzado sobre él en un ataque silencioso y veloz. Riverwind les rompió los huesos con sus manos desnudas, mas los afilados colmillos le desgarraban los brazos y las piernas. Las fieras lo tiraron boca arriba y lo inmovilizaron. El lobo más robusto del grupo se acercó lentamente hacia el indefenso guerrero, tendido con brazos y piernas en cruz. ¡Kyanor! La bestia agachó la cabeza, con las pupilas clavadas en las de Riverwind. Los colmillos, afilados como navajas, se hincaron en la garganta del joven…

Riverwind se incorporó con tanta brusquedad que se golpeó el codo contra el peñasco calizo que se alzaba a su espalda. No había sido más que una pesadilla. Respiraba de manera trabajosa y entrecortada y el aliento formaba tenues nubecillas de vapor en el frío aire de la montaña. A corta distancia, Cazamoscas roncaba plácidamente.

«Tranquilízate —se exhortó en silencio—, no era real».

¿O sí?

En alguna parte del oscuro escarpado, el guerrero percibió un roce susurrante, seguido de un desprendimiento de guijarros. El horror de la pesadilla se apoderó de él, mas, tras un ímprobo esfuerzo, logró domeñarlo. En el sueño estaba indefenso, pero no era ese el caso en la presente vigilia.

—¡Shhh, Cazamoscas! —susurró, a la vez que alargaba la mano hacia el sable. El rítmico roncar del anciano se alteró por un breve momento, pero al punto reanudó la armoniosa cadencia—. ¡Despierta! —repitió Riverwind, haciendo hincapié con un empujón. Cazamoscas dio un respingo y abrió los ojos de par en par.

—¿Eh…? ¡Qué amanecer tan oscuro!, ¿sí?

—¡Chitón! ¡Hay alguien rondando por ahí!

—¿Quién podrá ser? La mayoría de los viajeros elude las montañas.

—Los Merodeadores de la Noche —dijo el guerrero, frunciendo el entrecejo.

—¿Los lobos? ¿Qué vamos a hacer?

—Tú, nada. ¡Quédate aquí!

Desenvainando el sable con presteza, Riverwind rodó por el suelo y se quedó agazapado. A pesar de poner en alerta sus sentidos agudizados y su instinto de cazador, no captó nada. La noche estaba sumida en un silencio profundo, ominoso.

A esta hora ninguna de las lunas alumbraba en el firmamento y las estrellas apenas lucían poco más que débiles candiles. Riverwind escudriñó la suave pendiente de terreno pedregoso; quizás el ruido lo hubiese producido un zorro o un ave carroñera. O tal vez era fruto de su imaginación, exacerbada por la horrenda pesadilla.

Casi estaba convencido de que no había nada ni nadie por los alrededores, cuando escuchó un nuevo ruido: un conciso repicar metálico, tal vez una cadena, o… ¿una espada al chocar contra una armadura?

El sonido procedía del frente, un poco a la izquierda. El guerrero gateó hacia el perímetro marcado por la formación rocosa y avanzó hacia el ruido.

Algo arañó el peñasco justo a su espalda: se giró a la vez que blandía el sable en un golpe de revés. La hoja se estrelló contra la roca, a dos centímetros de la nariz de Cazamoscas.

—¡Te advertí que no te movieras! —lo reconvino el joven con un susurro furioso.

—¡He visto algo! —siseó el anciano.

—¿Qué?

—Una lucecita azul, como un fuego fatuo.

—¿Dónde?

—Por allí —señaló, extendiendo el brazo derecho.

—Daré un rodeo por la izquierda. Quédate aquí, a menos que tengas ganas de que te afeite la barba de una manera poco delicada.

Riverwind se había alejado unos doce metros del viejo adivino cuando atisbó la extraña luz azul. Era un fulgor tenue, pequeño y redondo, suspendido a medio metro del suelo. Se mecía ligeramente adelante y atrás, pero no se distanciaba. El guerrero se aproximó agazapado; al encontrarse más cerca, vislumbró una vaga silueta cernida sobre la luz azul. Su constitución era muy menuda para que se tratara de Kyanor o alguno de los suyos.

De súbito, el silencio de la persecución llegó a su fin cuando el desconocido vigilado por Riverwind tropezó y cayó en medio de un tintineo escandaloso. «Lleva cota de malla», conjeturó el joven. Aferró la empuñadura del sable con más fuerza y echó a correr en dirección a la luz. El esquisto suelto casi le hizo perder el equilibrio y resbaló, aunque recobró al punto la estabilidad.

En el suelo encontró el origen de la mortecina luz: un globo del tamaño de su cabeza. Con toda clase de precauciones, lo tanteó con la punta del sable. El curioso objeto tenía un asa de bronce y el joven llegó a la conclusión de que se trataba de una especie de fanal o lamparilla. Lo recogió del suelo; el globo era muy liviano. El fulgor azulado borboteó y rebulló cuando giró el peculiar objeto entre sus manos. Al rozar el asa, una sensación de hormigueo se propagó por su mano y le recorrió el brazo; receloso, tiro el globo al suelo. No era el mejor momento para tontear con ingenios mágicos.

Una sombra cruzó fugaz un claro, a pocos metros de distancia. Riverwind renunció a todo sigilo y salió en persecución del evasivo intruso. La borrosa silueta lo condujo de regreso al campamento. Allí, el desconocido se frenó justo el tiempo preciso para apoderarse de un tirón de la mochila de Riverwind, caída en el suelo, y escapar con ella.

—¡Alto! ¡Deja eso! —gritó el hombre de las llanuras.

—¡Viene hacia mí! —clamó el adivino.

—¡Agáchate, Cazamoscas!

El guerrero cogió una pesada piedra y la arrojó en la dirección donde se oían los pasos apresurados del fugitivo. Se produjo un golpe sordo seguido por una ahogada exclamación de dolor. Riverwind lanzó un grito de triunfo y cargó contra el intruso. Sólo había avanzado unas cuantas zancadas, cuando los pies se le enredaron en la figura agachada de Cazamoscas.

—¡Aug! ¡Cuidado!

—¡Mira dónde pones los pies…! ¡Ay, ojo con la espada…!

El guerrero logró zafarse de la maraña de piernas y brazos a tiempo de ver la silueta del ladrón que se incorporaba y se escabullía entre los peñascos alineados en el borde oriental del claro. Las formas del escurridizo individuo eran normales: cabeza, brazos, piernas; pero no era apreciable si se trataba de un humano, enano, o kender. El intruso hizo un breve alto; luego trepó por las piedras, y al momento se había perdido de vista.

—¡Vuelve aquí con mi bolsa! —gritó Riverwind. Casi todas sus escasas posesiones se hallaban en aquella mochila.

Los dos amigos se incorporaron de un salto.

—Recoge la manta y sígueme —apremió el joven a su compañero.

Envainó el sable y corrió hacia las peñas por donde había desaparecido el ladrón. Las piedras tenían aristas cortantes, pero el joven hizo caso omiso de ellas en su afán por salvar la rugosa pared. Al llegar a la cima, se puso en cuclillas y escudriñó la sombría oscuridad de la hondonada que se abría a sus pies. Fue como intentar vislumbrar el interior de un pozo de tinieblas.

Una piedra salió disparada de las sombras y lo alcanzó en la barbilla. El doloroso golpe le hizo perder el equilibrio, cayó sentado, y comenzó a resbalarse. Frenó el descenso clavando los talones en el suelo, aunque después decidió que aquel era un método tan bueno como cualquier otro para descender a la hondonada.

La pendiente terminó, mas, en lugar de un terreno firme, los pies del guerrero encontraron vacío. Al sentir que las piernas pateaban sólo aire, trató de asirse para detener la inminente zambullida de cabeza en la nada, pero sus manos aferraron sólo cantos sueltos y arenisca. Arrastrando tras de sí un río de grava, Riverwind se precipitó al vacío en una caída interminable.

—¡Cazamoscas, cuidado! —fue todo cuanto tuvo tiempo de gritar.

Los segundos transcurrieron lentos, agonizantes, mientras el joven se hundía, con los pies por delante, en la negrura. En cualquier momento el sólido fondo le saldría al encuentro y su vida llegaría a un final tan brusco como violento.

Agitó brazos y piernas; todavía seguía cayendo. Una corriente de aire fluía hacia lo alto y a su paso las mangas de la chaqueta ondeaban y los flecos de las polainas se sacudían como látigos contra sus piernas. De repente, Riverwind reparó en otro detalle: caía despacio…, demasiado despacio. La velocidad con que descendía era más o menos igual a la que llevaría si bajara a la carrera una suave pendiente. ¿O acaso se debía a la densidad del aire, que se adhería a su cuerpo como almíbar espeso y retardaba la brutal caída? En cualquier caso, algo lo frenaba. Algo antinatural. Mágico.

La deducción fue lo bastante atemorizante como para que el sudor le perlara el rostro. Sin embargo, mientras proseguía la inacabable caída, Riverwind logró vencer el miedo. Alzó la vista. No distinguía el agujero por el que se había precipitado. A su alrededor se percibían vagas sugerencias de paredes en continuo movimiento a su paso, pero, cuando alargó el brazo con el propósito de tocarlas, el estable equilibrio mantenido hasta entonces sufrió un brusco cambio y se volteó cabeza abajo. Tras un frenético manoteo, el joven recuperó la posición anterior. A partir de entonces mantuvo los brazos pegados al cuerpo.

No tenía idea de cuánto hacía que estaba cayendo, ya que había perdido la noción del tiempo. El mundo se había reducido a un viento silbante y la vaga imagen de unas paredes oscuras.

—¿Adónde estoy precipitándome? —inquirió en voz alta.

—¿Y cómo vamos a subir después? —agregó una voz distante, encima de él.

—¿Eres tú, Cazamoscas? —llamó Riverwind.

—El mismo, sí.

—¿Dónde estás?

—Diría que a unos diez metros por encima de ti.

El joven trató de divisarlo, pero la oscuridad era impenetrable.

—¿Te caíste también en el agujero?

—No, salté detrás de ti.

—¡¿Cómo?!

—Ir detrás y descender, fue lo que me dijeron las bellotas, ¿sí?

—¿Haces todo cuanto te dicen esas cáscaras de roble?

—Todo, hombre alto.

Riverwind sacudió la cabeza tristemente, aunque, en cierto modo, la circunstancia de no encontrarse solo en esta insólita caída lo reconfortaba.

La amortiguada voz de Cazamoscas se escuchó una vez más.

—¿Cómo regresaremos allá arriba?

Un fulgor azulado surgió en el fondo. Con infinitas precauciones, el guerrero se dobló por la cintura a fin de tener una perspectiva mejor. El resplandor emitía la misma tonalidad que el peculiar globo luminoso que había encontrado en la superficie. El fulgor estaba cada vez más cerca. Luego, la fuente de luz —o, más bien, él— pasó veloz a su lado. Era otro globo, igual al primero, con la diferencia de que este último estaba instalado en la pared del pozo.

La prolongada caída estaba acabando con la paciencia de Riverwind. El globo azul se perdió en la distancia sobre su cabeza, aunque tuvo ocasión de vislumbrar fugazmente la figura de Cazamoscas perfilada en su tenue halo. Cuando un nuevo punto azul surgió en el fondo, el joven decidió intentar soltarlo de un golpe y apoderarse de él a fin de proveerse de luz. Calculó su posición; sólo debía rozar la esfera con las puntas de los dedos.

El precario equilibrio en que se mantenía, se rompió al alargar el brazo. Chocó contra la pared y rebotó; su mano propinó un golpe rápido al globo, pero no logró hacerse con él. La esfera luminosa se soltó de lo que fuera que la sujetara y, en lugar de caer con él, flotó en el aire y ascendió. Faltó poco para que golpeara al anciano, que lo seguía a unos metros sobre su cabeza.

—¿Qué era eso? —gritó alarmado Cazamoscas. Cuando Riverwind se lo explicó, el adivino lo reconvino a voces—: ¡No se te ocurra tocarlos! ¡Podrías romper el hechizo que amortigua la caída!

La corriente de aire, que durante todo el descenso había sido desapaciblemente fría, se tornó más cálida y pesada de manera gradual. En una rápida sucesión, Riverwind pasó varias franjas de roca al rojo vivo que irradiaban un calor ardiente en el hueco del pozo. Gracias al pasajero resplandor rojizo que emitían, el guerrero descubrió que en aquel punto el túnel vertical tenía unos dos metros y medio de diámetro y la superficie de las paredes era tersa y pulida.

Escuchó la exclamación de Cazamoscas al pasar a través de los anillos ardientes. Tras dedicar unas palabras animosas al anciano, Riverwind decidió llevar a cabo un último intento para detener la caída. Sacó el cuchillo y procuró clavarlo en la dura pared de piedra. La punta de la hoja, templada a fuego, hizo saltar chispas, pero ni siquiera arañó la oscura roca. La fuerza de la fricción debilitó la presión de su mano y el cuchillo se le escurrió de entre los dedos. El arma se precipitó por el pozo a mucha más velocidad que el joven. Pocos segundos después, se escuchó un sonoro golpe metálico allá abajo. El cuchillo había chocado contra algo, pero ¿qué? ¿El fondo, quizá?

De repente el pozo, como si fuese un embudo, se redujo a un estrecho gollete. La extraña fuerza que amortiguaba la caída frenó casi en seco a Riverwind. El joven enlazó los brazos en torno al pecho y se deslizó por el angosto orificio, aunque, antes de aterrizar en la cámara donde desembocaba, recibió un fuerte golpe en el hombro y la cadera del costado izquierdo. Cayó con las piernas dobladas bajo el cuerpo; el doloroso impacto le nubló la visión y durante varios segundos unos puntitos luminosos bailaron en sus ojos.

Atontado, se quedó tumbado el tiempo suficiente como para que se le echara encima algo blando. Por el olor supo que se trataba de su manta de crin de caballo. Con los pies por delante, Cazamoscas asomó por la boca del túnel, se quedó un segundo colgado de las puntas de los dedos, y al momento se soltó. El viejo adivino aterrizó con un golpe sordo sobre el torso de Riverwind.

—¡Cuánto lo siento! No estás herido, ¿sí? —jadeó.

El joven, a quien el encontronazo lo había dejado sin aliento, sufrió un acceso de tos. Cuando por fin reaccionó, alzó al anciano que todavía estaba despatarrado sobre él.

—Al menos no tengo roto ningún hueso. Considerando la altura desde la que hemos caído, podemos dar gracias a los dioses por ello.

Intentó incorporarse, pero estaba tan mareado que se desplomó de nuevo.

—La cabeza me da vueltas como una calabaza seca en un día ventoso —dijo, llevándose las manos a las sienes.

—También yo me siento mareado —balbuceó Cazamoscas. El anciano, tumbado de espaldas en el suelo, alzó un brazo y señaló el techo—. Ahí está el agujero por el que hemos pasado, sí. ¿Crees que podremos alcanzarlo?

Riverwind giró sobre sí mismo a fin de ponerse boca arriba y divisar el orificio.

—Está a más de seis metros de altura. Aunque te aupara sobre mis hombros no llegarías a él.

En ese momento, el guerrero cayó en la cuenta de que veía sin ninguna dificultad. La cámara en la que se encontraban estaba iluminada por globos azules. Los fanales, iguales a los instalados en el pozo, jalonaban las paredes a intervalos irregulares. Una docena, más o menos, lucía, pero muchos otros estaban apagados.

La cámara, circular, tenía doce metros de diámetro. Las paredes y el suelo eran de basalto, compacto y pulido, moteado de mica reflectante. A espaldas de Cazamoscas se divisaba un acceso abierto, iluminado por un globo azul.

Por fin desapareció la sensación de que el suelo subía y bajaba y Riverwind notó las rodillas firmes de nuevo. Trató una vez más de incorporarse y, en esta ocasión, aunque vacilante, logró sostenerse en pie. Tendió la mano a Cazamoscas y ayudó al viejo adivino a levantarse.

—¿Qué es este sitio? —preguntó el viejo.

—Lo ignoro. Pero, en cualquier caso, no me gusta.

—¿Oh? Estamos vivos, ¿sí?

—Sí, mas ¿por cuánto tiempo? ¿Y cómo saldremos de aquí? —refunfuñó en voz baja.

El joven se aproximó renqueante hacia la pared y tocó con las yemas de los dedos una de las esferas relucientes. La luz estable, confinada en el interior del globo, se agitó al sentir su roce y se movió de un lado a otro como si tratara de eludir su contacto.

—¿Qué serán estas cosas? —se preguntó en voz alta.

Cazamoscas, que se había acercado a otra de las esferas, la alzó del soporte tallado en la roca a modo de copa y la sostuvo con el brazo extendido.

—Al menos dispondremos de luz —sentenció el anciano—. ¿Vamos?

Riverwind apartó los dedos de la bullente luminiscencia y al momento la agitación cesó.

—¿Adónde?

—A buscar una salida, sí.

Sin más preámbulos, Cazamoscas recogió la manta del guerrero, la enrolló y se echó el bulto al hombro. El joven desenvainó el sable y se encaminó al acceso abierto en a pared.

—¿No quieres una lámpara? —le preguntó el anciano.

—No. Hay algo en esas cosas que me inquieta.

Riverwind se detuvo a la entrada del túnel. El pasadizo se prolongaba hasta perderse en la distancia. En el techo, a intervalos irregulares, se distinguía el fulgor de más globos y, al igual que en la cámara, había otros apagados. Escudriñó el techo y las paredes en busca de alguna pista que denunciara al autor de semejante emplazamiento. ¿Qué clase de seres podían vivir en este lugar subterráneo, deprimente?

El suelo descendía en una suave pendiente. Riverwind se llevó la mano a la boca, dispuesto a emitir un grito de llamada, pero Cazamoscas lo atajó y le hizo comprender que era más prudente guardar silencio.

—He oído toda clase de historias acerca de criaturas malignas que moran bajo tierra; goblins, orcos, trolls. Aquellos que irrumpen en sus dominios, rara vez sobreviven para contarlo.

El guerrero miró por encima del hombro. El semblante del viejo adivino tenía un tinte macilento, exangüe, al fulgor azulado de la peculiar lámpara. Por su expresión circunspecta era evidente que el viejo no bromeaba. Riverwind avanzó con más cautela, sin apartar la espalda del frío y sólido muro.

Aparte de los globos luminosos, el pasadizo tenía poco más que ver. El techo era abovedado y quienquiera que hubiese excavado el túnel, era bastante más bajo que el hombre de las llanuras, ya que el joven se veía forzado a agacharse para no chocar contra los globos. Una ligera capa de polvo cubría el suelo y Riverwind divisó sus propias huellas cuando se volvió para hablar con Cazamoscas.

—Acerca la luz al suelo, anciano —apremió con un dejo de ansiedad—. Quiero ver algo.

Los dos compañeros se pusieron en cuclillas.

—Mira, aquí están las marcas de mis mocasines —dijo Riverwind apuntando a las huellas grandes y lisas impresas en el polvo grisáceo—. Y aquí están las tuyas. —El calzado andrajoso de Cazamoscas, reforzado con tiras de cuero y tela, dejaba unas marcas inequívocas—. Y, allí, se ve una tercera serie de marcas diferentes —apuntó el joven, en un susurro apenas perceptible.

No cabía duda; alguien más había pasado por allí. Las huellas tenían un aspecto normal, aunque pequeñas y estrechas. ¿Algún chiquillo, quizás? El tercer rastro precedía a los dos hombres y marchaba por el centro del pasadizo. A toda carrera, por cierto. Las punteras, muy marcadas, se distanciaban bastante entre sí, mientras que las impresiones de los talones apenas se percibían.

—El ladrón, ¿sí? —cuchicheó Cazamoscas.

Riverwind asintió en silencio. El intruso había saltado deliberadamente al agujero, sabedor de que descendería a este lugar sano y salvo gracias al conjuro mágico. Cazamoscas y él se movían ahora en su terreno; por consiguiente, toda precaución era poca.

El joven hizo ondear el sable apuntando al frente con gesto preocupado y los dos compañeros reanudaron la marcha.

Más allá, el túnel formaba un brusco recodo a la derecha. En este tramo todos los globos estaban apagados, con lo que Riverwind y Cazamoscas avanzaron envueltos en la oscuridad. A despecho de la temperatura reinante, templada y agradable, el guerrero sudaba profusamente. Los cerrados confines del pasadizo le resultaban opresivos, en especial si consideraba la mole ingente de rocas suspendida sobre su cabeza, densa, impenetrable, aplastante. Enderezó ligeramente la forzada postura agazapada y la cabeza toco el techo. Sólido. Rígido.

—¿No es el túnel más pequeño ahora? —preguntó con voz tensa.

—Que yo sepa, no.

Riverwind se sentía agarrotado, incómodo, al tener que caminar agachado.

—Los hombres de las llanuras no estamos hechos para vivir como topos —rezongó. Se volvió hacia Cazamoscas—. Quiero salir de aquí. Ansío contemplar el cielo, sentir el soplo del viento en mi rostro. ¡Quiero enderezar la espalda, erguirme!

—¿Cómo subirás a la superficie, hombre alto? Ascenderás volando por el pozo, ¿sí?

El joven abrió la boca para articular una contestación desabrida, pero se contuvo ante la tierna sonrisa del anciano.

—Tu miedo es ficticio, amigo mío. Ningún peligro nos amenaza en este momento —susurró Cazamoscas.

—Me siento… ¡enclaustrado!

—Lo estás, al igual que yo. No le prestes atención. Yo he dominado el temor. Si yo puedo hacerlo, también tú, sí.

Riverwind inhaló hondo varias veces. El viejo adivino tenía razón. El túnel era sólido; el peligro de derrumbe inexistente. No había motivo para estar asustado.

—No hay motivo para estar asustado —repitió en voz alta.

En aquel momento se escucharon unas pisadas livianas un poco más adelante. Cazamoscas agarró al joven por el brazo, con los ojos desorbitados por la alarma. Riverwind asintió en silencio. El ladrón se encontraba muy cerca. Si aquel desconocido era capaz de orientarse en este agujero tenebroso, el nieto de Wanderer no iba a ser menos.

—¡Tú, ladrón! ¡Quédate donde estás! —bramó el guerrero.

Su grito sonó ensordecedor en el hueco pasadizo. El rumor de las pisadas cesó por un breve instante y luego se reanudó con celeridad. El extraño repiqueteo metálico se hizo más ruidoso que antes.

—Adelante —instó Riverwind al anciano.

El joven corrió túnel adelante, con el sable en la mano. Aquí el declive del pasadizo era más pronunciado y el guerrero refrenó la carrera. No estaba dispuesto a caer otra vez en la trampa de que lo guiaran a otro agujero.

El túnel se curvó a la izquierda. Una sombra informe se deslizó veloz a lo largo de la pared y, cuando desapareció, también las pisadas del ladrón se desvanecieron. Riverwind dobló la esquina del pasadizo con la espalda pegada a la pared. Una luz brillante lo deslumbró y alzó la mano para resguardar los ojos.

—¿Qué ocurre? —siseó Cazamoscas, desde el otro lado del recodo.

—Hay una habitación. ¡La luz es cegadora!

Sus pupilas se ajustaron de manera gradual a la iluminación y el guerrero bajó la mano.

—Vamos, Cazamoscas. Y no hagas ruido.

Los dos amigos se deslizaron como sombras en el interior de una vasta cámara de techo alto. La luz provenía de una lámpara enorme, con forma de disco, suspendida de la pétrea bóveda por unas cadenas de bronce. En el interior del inmenso fanal ardía un fuego resplandeciente que inundaba de luz el recinto. Riverwind avanzó centímetro a centímetro a lo largo de la pared mientras escudriñaba a derecha e izquierda.

La forma de la sala era irregular; por todas partes se apilaban montones de mercancías y objetos variopintos. Aparentemente, los artículos estaban clasificados según el material con que se habían fabricado. En un lado se acumulaba un lote de madera: postes, mangos de herramientas, tablas de chilla de las utilizadas en el revestimiento de fachadas, listones, vigas de considerable grosor en las que se advertían las ranuras practicadas para encajar espiguillas. Detrás de estas mercancías se amontonaban artículos de cuero: zapatos viejos, botas enmohecidas, cinturones, guantes, polainas, carcajes, gorros puntiagudos del tipo utilizado por los moradores de los bosques, correas, cordones… Una mezcolanza de artículos de piel con una gama de calidad que abarcaba desde lo muy decrépito hasta lo prístino.

Y había más. Cestos de mimbre y cerámica vidriada. Tarros de brea, cera y jabón. En su conjunto, la sala semejaba el almacén de un comerciante.

Riverwind y Cazamoscas deambularon entre los montones de objetos, cuestionando la sagacidad y el sentido común de unos ladrones que robaban zapatos viejos en lugar de oro. A fin de cubrir más terreno, los dos compañeros se separaron al llegar a un estrecho pasillo entre los montones; el guerrero se encaminó hacia la derecha en tanto el viejo adivino recorría el lado opuesto. Unos pasos más adelante, tirada entre tres rollos de tejido basto, se encontraba la mochila de Riverwind. El cordón estaba anudado y el contenido intacto.

—¡Por aquí! ¡La he encontrado! —gritó Cazamoscas.

Gracias a su aventajada estatura. Riverwind podía otear por encima de la mayor parte de los montones y no le costó mucho localizar al anciano. Se reunió con él y, con expresión complacida, se colgó al hombro la mochila.

—Aquí hay madera en abundancia. Tal vez podríamos construir una especie de escalera —sugirió el adivino, quien acto seguido cogió la calabaza y las bellotas guardadas bajo la andrajosa camisola y se arrodilló en el suelo.

—¿Qué haces?

—Trato de averiguar lo que debemos hacer.

Acometió la invocación habitual a las bellotas, pero en ese preciso momento un sonido —el rumor monótono de unas voces— llegó hasta ellos.

—Alguien se aproxima —susurró Riverwind, en tanto desenvainaba el sable—. Ahora no hay tiempo para eso.

El fluir de las voces, resonando en el túnel, creció de intensidad. Al parecer, quienesquiera que fuesen, no se inquietaban porque se los oyera ya que hablaban en tono alto y violento.

Riverwind indicó con un ademán a Cazamoscas que permaneciera en su posición y luego rodeó de puntillas una pila de tablas aserradas. Trepó por un costado, se tumbó en lo alto de los tablones, y se asomó por el borde. Por el pasillo inmediato aparecieron seis figuras. Cinco se cubrían el pecho y las piernas con brillantes armaduras de acero; el diseño de los yelmos era curioso, en forma de conos altos, divididos. El sexto personaje era más pequeño y vestía una túnica corta realizada con una clase de tejido negro y reluciente. Bajo la túnica, el cuello de la camisola se ampliaba en una capucha que le ocultaba el rostro. Una de las figuras más altas lo mantenía inmovilizado con una firme presa. Su voz sonó trémula al articular unas palabras.

El guerrero no comprendía lo que decían. Estos tipos hablaban un lenguaje diferente de cuantos había escuchado.

Uno de los soldados, el cabecilla a juzgar por su actitud, recorrió con la mirada la sala y articuló una pregunta seca y corta al individuo bajo, vestido de negro. Al no obtener respuesta, el soldado lo golpeó con un bastón corto metálico. Riverwind frunció el entrecejo; detestaba la crueldad, bajo cualquier faceta.

El tipo pequeño habló despacio a la vez que señalaba la colección de mercancías que los rodeaba. El cabecilla, con palabras atropelladas y furiosas, apuntó hacia la dirección por donde Riverwind y Cazamoscas habían llegado. El pequeño farfulló unos sonidos quejumbrosos y el líder lo aferró por la túnica y lo lanzó contra los brazos de los otros soldados, que arrastraron al infeliz tras ellos sin prestar oídos a sus protestas.

El guerrero descendió de la pila de tablones y se reunió con Cazamoscas que aguardaba escondido bajo los rollos de tela. Por medio de gestos le indicó que lo siguiera en silencio, sin hablar.

Se deslizaron sigilosos por un pasillo paralelo al tomado por los soldados y su cautivo, cuidando de mantenerse en todo momento a cubierto tras las pilas de objetos saqueados. En el centro de la cámara se abría un espacio despejado y, una vez que llegaron allí, los soldados obligaron al prisionero a hincarse de rodillas. El jefe de la patrulla se situó a su costado y alzó la espada.

Riverwind entró en acción sin tardanza: sabía reconocer los prolegómenos de una ejecución en cuanto los veía.

Irrumpió como una tromba en el espacio abierto a la vez que lanzaba un grito de desafío. Su inesperada aparición cogió desprevenidos a los soldados, que recularon con gran sobresalto. Eran bastante más bajos que el hombre de las llanuras, cuya aventajada estatura pareció intimidarlos.

Con todo, desenvainaron sus cortas espadas de hoja ancha y cerraron filas, hombro con hombro. Los yelmos iban cerrados con unos visores metálicos forjados a semejanza de rostros con rasgos estilizados, el visaje repujado en una mueca torva y el arco de las cejas cincelado. El reo, cuyo semblante seguía oculto bajo los pliegues del embozo, señaló a Riverwind con ademanes excitados a la vez que articulaba unas palabras atropelladas. El guerrero no precisaba de intérprete para comprender un triunfante: «¡Os lo dije!».

El cabecilla de la patrulla dio un paso al frente y enarboló su arma.

—Muy bien, fanfarrón —lo retó el guerrero—. Eres muy valiente con chiquillos desarmados. Demuestra ahora tu arrojo conmigo.

Riverwind los aventajaba en más de sesenta centímetros de altura y la longitud del sable duplicaba la de las espadas; sin embargo eran cinco contra uno. El líder voceó una orden a sus subordinados que, al punto, se desplegaron en abanico y rodearon al guerrero.

—Amigo, te he salvado la cabeza, pero tal vez pague con la mía —dijo al protagonista de una ejecución momentáneamente suspendida. El aludido, todavía de rodillas, contempló a su defensor con curiosidad manifiesta—. Espero que seas una buena persona. Odiaría morir por causa de un bribón.

El cabecilla se lanzó al ataque dirigiendo una estocada al pecho del guerrero. Este desvió la acometida con su sable en tanto retrocedía un paso. Los otros soldados se sumaron a la contienda con escaso entusiasmo; Riverwind los miró con gesto torvo y les dedicó un alarido tan agresivo que les hizo dar un respingo. A partir de ese momento, se mantuvieron a una distancia prudencial.

El líder reanudó el ataque y los dos contendientes intercambiaron una serie de golpes; los aceros entrechocaron y, en determinado momento, el sable del guerrero alcanzó de refilón el peculiar yelmo de su enemigo. El soldado se tambaleó y retrocedió unos pasos a la vez que sacudía la cabeza. Riverwind enarboló el sable y arremetió contra su enemigo lanzando el grito de guerra que-shu que retumbó en la cámara.

Entonces recorrieron en una veloz secuencia dos acontecimientos sorprendentes que cambiaron el curso del combate. El pequeño e indefenso desconocido se levantó de un salto y se apartó del camino de los contendientes, que se le echaban encima. Al hacerlo, la capucha que hasta entonces le había ocultado el rostro se deslizó hacia atrás y le cayó sobre los hombros. Riverwind desvió la vista hacia él y se quedó paralizado por la sorpresa. ¡«Él» era ella!

Libre del confinamiento de la capucha negra, apareció una mata de pelo corto y encrespado, unos oscuros ojos inmensos y un cutis marfileño enmarcado por unas orejas puntiagudas.

Riverwind nunca había visto a un elfo, pero lo que sabía acerca de ellos le bastó para identificar a la chiquilla que tenía delante como un miembro de esa raza.

Justo en ese preciso momento, Cazamoscas entró en escena con un palo en la mano. El anciano había escuchado el grito de guerra lanzado por su joven amigo y corría a sumarse a la batalla.

—¡Cuenta conmigo, hombre alto! —gritó envalentonado.

Desafortunadamente, entre él y su amigo se interponían los cuatro soldados quienes, tras una rápida ojeada, decidieron que aquel viejo mentecato no era peligroso y se abalanzaron en grupo sobre él. En un visto y no visto, Cazamoscas quedó desarmado y reducido.

Por su parte, Riverwind había perdido unos segundos preciosos contemplando boquiabierto a la muchacha elfa, y el cabecilla de la patrulla aprovechó su descuido para golpearlo por detrás con el bastón. El guerrero se desplomó con estrépito sobre una pila de vasijas de arcilla que se vinieron al suelo y se hicieron añicos. Antes de que tuviera tiempo de incorporarse, el soldado llegó junto a él y lo golpeó de nuevo, esta vez en la cabeza.

El fulgor del enorme fanal suspendido del techo centelleó hiriente en sus pupilas durante un breve segundo; después, todo fue oscuridad.