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La Quebrada del Rayo

Gracias al cálido sol de la tarde, que reanimó sus miembros entumecidos, el viejo adivino fue capaz de mantenerse al paso de las largas zancadas de Riverwind. La necesidad de abastecerse de comida los apartó de la calzada principal, conocida por el Camino de la Salvia.

—Al pie de las montañas existen parajes boscosos —anunció el guerrero—. Si tomamos esa ruta, tal vez tengamos la suerte de topamos con algún venado o muflón que haya bajado a pastar.

Para sus adentros, el joven pensó que, de no acompañarlo el anciano, habría tenido suficientes provisiones para dos días con la carne seca y el pan que guardaba en la mochila. En ese tiempo, se habría internado un buen trecho en las montañas, camino de su destino… La voz del anciano lo sacó de sus reflexiones.

—… supeditado a tus dotes de cazador —decía en ese momento—. Han pasado muchos años desde la última ocasión en que manejé un arco, y más aún desde que utilicé un cuchillo para desollar una pieza.

Marchaban a través de la llanura a un ritmo vivo; Cazamoscas se movía en medio de un tintineo tan escandaloso que semejaba el carromato de un buhonero camino del mercado. Riverwind procuró no hacer caso del molesto ruido, pero al cabo de unos centenares de metros hizo una parada brusca y se encaró con el adivino.

—Cuando lleguemos al bosque tendrás que buscar un sitio donde te sentarás y guardarás silencio. ¡Esos cascabeles espantarán a todos los animales que vaguen por los alrededores!

Cazamoscas se agarró la barba y comentó a la defensiva:

—Creí que era un sonido agradable.

—Lo es. Y también muy melodioso. Pero ahuyentaría a la caza.

—Me quedaré tan quieto como una roca, sí.

Reanudaron la marcha, el anciano sin soltar la barba a fin de silenciar el repiqueteo de abalorios y cascabeles.

Un poco más adelante, los árboles crecían apiñados en el linde de la herbosa llanura. El paisaje no cambiaba escalonadamente, sino que pasaba del espacio abierto de la pradera a la frondosa vegetación del bosque de manera repentina. Antes de internarse en la espesura, Riverwind hizo un alto para tensar la cuerda de su arco, así como para sujetar el sable de modo que no traqueteara y espantara a la presa, para lo que enrolló una tira de piel de gamo en torno a la empuñadura que posteriormente ató a la boca metálica de la vaina.

—Si tienes algo que decir, habla ahora, o sujeta tu lengua hasta que tengamos un trozo de carne sobre las ascuas de una hoguera —instó el guerrero en un susurro contenido.

—Buena suerte —le deseó Cazamoscas.

Riverwind encajó una flecha en el arco y acto seguido se deslizó como una sombra entre los árboles. Con mucho menos sigilo, el anciano fue tras sus pasos. A pesar de mantener en silencio los cascabeles, no estaba habituado a desplazarse con la cautela propia de un cazador. Tropezaba cada dos por tres, pisoteaba las ramas secas que se quebraban con sonoros chasquidos, y en más de una ocasión chocó contra la espalda del joven. Sin pronunciar una palabra, por medio de gestos, Riverwind le fue señalando dónde debía posar los pies para no hacer tanto ruido. A partir de entonces el progreso del anciano mejoró considerablemente, si bien no tenía punto de comparación con el del guerrero.

La mayoría de los árboles del bosque eran pinos y enebros, y crecían tan juntos que el avance resultaba lento y tortuoso. El suelo estaba alfombrado por una gruesa capa de pinocha y bayas de enebro que no eran comestibles. No obstante, a los venados les gustaban, y Riverwind no tardó en descubrir marcas en los troncos producto de los topetazos propinados por los machos a fin de sacudir las ramas y desprender las bayas.

Se detuvo al pie de un gigantesco pino cuyas ramas inferiores eran gruesas y sólidas. Tras unos segundos de reflexión se encaramó a una de ellas. Las criaturas salvajes contaban con una visión penetrante y un olfato fino; con Cazamoscas pegado a sus talones, lo mejor que podía hacer era situarse fuera del alcance de los aguzados sentidos de los animales y aguardar a que la presa pasara bajo su puesto de observación. Alzó a pulso al anciano hasta la rama a la que se había encaramado, trepó un poco más alto y repitió la operación. Después de dejar instalado al viejo en la segura horquilla central del tronco, Riverwind gateó hasta otra rama más alta se sentó a horcajadas, con el arco apoyado sobre las rodillas.

El rumor del viento al mover las copas perennes de las coníferas semejaba al de una cascada lejana. El viejo adivino se adormeció al arrullo de la grata sensación de la brisa y la quietud reinante en el bosque. La rama en que se sentaba Riverwind se mecía suave y rítmicamente. Sus pensamientos volaron hacia Goldmoon, mas no por ello descuidó el acecho. Su vigilia, sin embargo, se vio interrumpida de manera inesperada por una serie de ronquidos descomunales.

—¡Ssssh! —chistó a Cazamoscas.

El viejo no lo escuchó y siguió roncando con placidez.

Encrespado, el guerrero soltó del cinturón un saquillo de piel donde guardaba la resina y la cera con que mantenía tensa la cuerda del arco y se la arrojó al adivino. La bolsa rebotó en la cabeza inclinada del viejo y cayó sobre su regazo. Los ronquidos no cesaron.

Riverwind alzó el pie, dispuesto a despertarlo con un punterazo. Entonces vio al muflón. El magnífico animal estaba apostado tras unos retoños de pino; los cuernos inmensos se enroscaban sobre sí mismos hasta alcanzar el negro y húmedo hocico. El guerrero habría dado cualquier cosa por colgar aquella cornamenta sobre la entrada de su tienda, pero ahora no podía permitirse el lujo de cargar con los diez kilos que debía de pesar. Además, un muflón tan viejo no resultaría un buen bocado; demasiado dura la carne.

No obstante, donde está el carnero, cerca anda la hembra, se dijo Riverwind, e insertó la cuerda del arco en la ranura de la flecha. En aquel momento, Cazamoscas soltó un ronquido aún más sonoro que los anteriores; el muflón respondió con un balido grave, hondo, y se adelantó entre los retoños de pino con la testa baja, en actitud agresiva. Al punto, pisándole los talones, apareció una tímida hembra y, tras ella, un par de crías añales. El guerrero tensó el arco con rapidez y disparó al pequeño cabrito. El añojo soltó un lastimero balido cuando la flecha lo alcanzó; de inmediato los cuatro animales salieron de estampida.

—¡Despierta, Cazamoscas!

El viejo adivino dio tal respingo que perdió el equilibrio y rodó de la rama; por fortuna, la reacción refleja de Riverwind al aferrarlo por la pechera de su remendada camisola, lo salvó de precipitarse los cinco metros que los separaban del suelo.

—¡He acertado a un cabrito! —exclamó el guerrero.

—¡Espero que también aciertes a sujetarme!

El joven alzó a Cazamoscas hasta una posición estable y advirtió:

—Quédate aquí mientras voy a cobrar la pieza.

Riverwind se deslizó con agilidad por el tronco; cerca de los pinos jóvenes localizó rastros de sangre. El cabrito estaba gravemente herido, mas aún podría desplazarse varios kilómetros. No quedaba otra salida que seguirle el rastro; por consiguiente, ató más prietos los cordones de las flexibles botas de gamo e inició la persecución a largas y veloces zancadas.

La sangre del animal marcaba un rastro claro de su paso. Las huellas impresas en el suelo indicaban que el muflón había huido en una dirección y la hembra en otra. Las dos crías acompañaban a la madre.

Su presa se encaminaba hacia el risco que se erguía en el extremo norte del terreno boscoso, un picacho hendido al que los que-shu llamaban la Quebrada del Rayo. Se decía que las tormentas procedentes del Nuevo Mar «rompían» en las Montañas Desoladas y descargaban sobre las llanuras la turbonada de truenos, relámpagos y aguacero. Las últimas luces del día anunciaban el inminente ocaso cuando Riverwind alcanzó los primeros peñascos al pie de la Quebrada del Rayo. O el pequeño muflón era extraordinariamente resistente, o la diana del guerrero no había sido tan acertada como había imaginado en un principio.

Solinari, la luna plateada, mostraba un henchido cuarto creciente, casi en fase llena; los brillantes rayos penetraban por las grietas de las rocas y permitían avistar el rastro de sangre dejado por el cabrito herido. Las manchas rojizas eran cada vez más abundantes. El desenlace no tardaría en llegar.

Riverwind se colgó al hombro el arco a fin de tener libertad de movimientos para escalar. Acababa de remontar un peñasco del tamaño de una casa, cuando escuchó un aullido que le heló la sangre. ¡Lobos!

Se agachó en lo alto de la roca y divisó una docena de figuras grisáceas que pasaban en tropel bajo su puesto de observación. La manada había olfateado el efluvio del animal moribundo y venía dispuesta a apropiarse del botín. Riverwind tomó el arco y sacó una flecha de la aljaba; se arrastró por lo alto del peñasco hasta alcanzar una hondonada angosta, cerrada. Los lobos habían rematado al pequeño carnero herido y se afanaban en descuartizarlo a dentelladas.

En lugar de aprovechar el momento para llevar a cabo una retirada sigilosa, el enfurecido Riverwind disparó a uno de los lobos situado junto a la res muerta. La bestia se desplomó sin vida, con el astil de madera clavado en el corazón. El resto de la manada no advirtió lo ocurrido. El guerrero apuntó con cuidado a otro de los animales y disparó. En esta ocasión, el lobo más robusto del grupo se acercó al compañero abatido y lo olisqueó. La peluda testa se alzó poco a poco hacia la peña en la que estaba encaramado Riverwind. A la luz plateada de Solinari, las pupilas de la fiera despidieron un ardiente fulgor carmesí.

El guerrero tenía preparada la tercera flecha, apuntada hacia el corpulento lobo, mas algo en la actitud del animal frenó su mano. El líder de la manada echó la maciza cabeza hacia atrás y emitió un aullido tan espeluznante como desgarrador. Las otras fieras dejaron de masticar los despojos del carnero muerto y se arracimaron en un grupo compacto a un lado de la hondonada.

El jefe de la manada corrió hacia él. Riverwind reparó en que la bestia era lo bastante grande como para alcanzar de un salto la repisa rocosa donde se encontraba. En un único movimiento reflejo, apuntó y disparó la flecha.

El descomunal lobo hizo un quiebro, una voltereta, y ¡esquivó el proyectil! El rígido astil de madera se incrustó en la tierra. El guerrero tomó otra flecha de sus cada vez más mermadas reservas de proyectiles, mientras la bestia se impulsaba en el aire con un salto poderoso. Riverwind retrocedió precipitadamente y dejó caer la flecha; antes de que tuviera tiempo de alcanzar otra, el lobo había remontado el borde de la repisa y se situaba a la altura del hombre de las llanuras.

—¡No… más… flechas!

Las tres palabras, claramente pronunciadas, salieron de las fauces del animal. Riverwind reculó a trompicones, tan pasmado que casi soltó el arco. Por un instante pensó en desenvainar el sable…, pero recordó que lo había atado a la funda.

—Bestia, o lo que quiera que seas —dijo con deliberada lentitud, a la vez que colocaba una flecha en el arco—, aléjate, o acabaré contigo como hice con los otros.

El joven apretó el astil de madera con todas sus fuerzas a fin de evitar que la mano le temblara. El descomunal lobo se sentó sobre los cuartos traseros. A pesar de la precaria luz que alumbraba la escena, Riverwind advirtió que las patas del animal no terminaban en garras ni estaban cubiertas de pelo, sino que eran unas extremidades semejantes a manos —manos humanas—, de piel correosa y uñas negras. Las pupilas de la criatura relucían con un fulgor interno, rojo como la sangre. Una lengua negra, larga, humedeció las crueles fauces. Las orejas, enhiestas y picudas, sobresalían de la peluda testa; sin embargo, el animal carecía de cola.

El engendro de lobo movió las mandíbulas.

—No más flechas.

Como respuesta, el hombre tensó aún más el arco.

—Entonces, guarda las distancias —replicó.

Los extraños dedos de apariencia humana se flexionaron, aferrándose a las irregularidades del peñasco. El joven comprendía ahora cómo se las había arreglado el animal para trepar hasta su posición.

La voz chirriante del animal se escuchó de nuevo.

—Has matado a los míos. —De lo más hondo del grisáceo pecho, surgió un gruñido ronco—. ¡Uno era mi hijo!

Al guerrero le sudaban las manos profusamente y le costaba trabajo mantener el arco tan tirante; aflojó un poco la tensión.

—Yo cacé el cabrito, y la manada me lo arrebató. Defendía lo que era mío. En cualquier caso, ¿quién eres tú, que hablas como un hombre?

—Soy Kyanor, cabecilla de los Merodeadores de la Noche. Hemos venido a las montañas y reivindicamos la propiedad de estos bosques, ¡Sólo nosotros tenemos derecho a cazar en ellos!

—Eso es discutible. No obstante, mi intención no era matar lobos, pero el cabrito me pertenecía.

Kyanor encogió el hocico y enseñó los afilados dientes al tiempo que gruñía con fiereza.

—No permitiremos que nadie irrumpa en nuestros dominios. Se nos ha acosado, perseguido, y expulsado de infinidad de sitios, pero eso se acabó. Todo aquel que ose cazar en nuestro territorio, morirá.

El hombre de las llanuras apuntó la flecha justo en el centro de la cabeza del animal.

—Desconozco vuestra historia, pero ya que os habéis apoderado del muflón, quedaos con él y marchad en paz.

—¿Y qué pasa con mi hijo? Su sangre tiñe tus manos.

—Todo cazador arriesga la vida cuando entra en pugna con la naturaleza.

—¡Vana filosofía humana! ¡Morirás por tu crimen!

Kyanor se abalanzó sobre el guerrero, quien, a pesar de tener el arco tensado a medias, disparó la flecha. Acertó a la bestia en el pecho, pero no logró contener el salvaje ataque. Kyanor cayó con toda la fuerza de su peso encima del guerrero y ambos rodaron por la pétrea cima del peñasco. Los dedos de la bestia lo aferraron y en el forcejeo que siguió Riverwind perdió su arco. Las largas manos del guerrero rodearon la garganta del lobo en un desesperado intento de eludir las mortíferas fauces.

Kyanor era fuerte y lo tenía casi inmovilizado, con la espalda presionada contra la roca. El hombre de las llanuras tuvo que mover de un lado a otro la cabeza para esquivar las dentelladas asesinas.

El resto de la manada contemplaba la contienda con silenciosa expectación desde la base del peñasco; las pupilas relucientes siguieron atentas cada lance.

Las negras uñas abrieron surcos en el cuello de Riverwind, que sintió el cálido flujo de la sangre deslizándose por la piel. El joven apretó los dedos contra el gaznate del lobo, que boqueó y empezó a toser; la oscura lengua, de la que goteaba una saliva maloliente, le colgó entre las fauces. Riverwind lo golpeó con la rodilla en las costillas; el impacto menguó las fuerzas de la bestia, momento que aprovechó el guerrero para quitárselo de encima de un empellón. Kyanor rodó por el suelo, medio asfixiado; sin darle tiempo a recobrarse, Riverwind lo empujó por el borde de la peña.

Los lobos de abajo lanzaron una serie de aullidos espeluznantes cuando su líder se precipitó en medio de la manada. El guerrero recogió el arco y lo examinó; la cuerda se había roto, pero, por lo demás, estaba intacto. Tampoco es que importara mucho, ya que no tenía flechas suficientes para enfrentarse con casi una docena de lobos enfurecidos. La única salida que le quedaba para tratar de salvar la situación era engañarlos.

Se situó al borde de la repisa y lanzó un grito desafiante en tanto sostenía una flecha, aparentemente tensa, en el arco carente de cuerda. La ululante manada enmudeció y nueve pares de pupilas hambrientas se alzaron y contemplaron con fijeza al hombre de las llanuras. Entretanto, Kyanor se incorporaba tambaleante.

—Ignoro si me entendéis o no, pero os advierto que el primero que intente algo contra mí, morirá.

Las fieras se quedaron inmóviles, con las orejas aplastadas contra el cráneo, y los hocicos retraídos sobre los dientes afilados como cuchillos.

Riverwind descendió del peñasco con movimientos lentos y cautelosos y retrocedió de espaldas, paso a paso, poniendo distancia entre él y la manada. Los lobos avanzaron en grupo, silenciosos como la noche. Unas sombras alargadas difuminaron sus siluetas; el guerrero apenas los distinguía. Lo último que percibió de sus enemigos fueron las pupilas relucientes. Muy pronto, no quedó nada visible a lo que amenazar con su inofensivo arco.

A la derecha sonó un aullido que al punto tuvo su respuesta a la izquierda. Los lobos estaban rodeándolo. Con la espalda cubierta por un grueso tronco, Riverwind desanudó la tira de gamo que sujetaba el sable a la vaina.

—¡Kyanor! ¿A cuantos más de tus hermanos estás dispuesto a sacrificar por cogerme? ¡Dispongo de flechas y acero para enfrentarme a todos vosotros! ¿Merece la pena? Responde, Kyanor, ¿merece la pena?

Por fin había logrado soltar el sable y lo desenvainó en silencio. La luz de la luna centelleó en la hoja, larga y pulida.

De la oscuridad surgió un chillido tan espeluznante que le erizó el vello de la nuca. Imaginó a las bestias, ágiles y resistentes, deslizándose entre los enebros con la precisión que les daba su visión nocturna, cautelosas a pesar de resultar imperceptibles a sus ojos inquisitivos.

Riverwind se apartó del árbol y corrió los pocos metros que lo separaban del otro; aplastó la espalda contra la fragante corteza rugosa del tronco. Unas ramas cercanas se agitaron. ¿Era el viento lo que las había movido?

El bosque se sumió en un silencio ominoso.

—¡Hombre de las llanuras! ¿Me escuchas? —gritó el lobo.

—¡Te escucho, Kyanor!

—¡Te recordaré, hombre de las llanuras! ¡Reconoceré tu olor si nuestros caminos se vuelven a cruzar!

—¡En mi aljaba habrá una flecha reservada para ti!

El aullido del invisible lobo se alzó en la noche convocando a sus huestes. La respuesta, un coro de ladridos y gañidos propios de cada individuo, no se hizo esperar. Después, el silencio reinó de nuevo en el bosque. Riverwind se quedó con la espalda contra el árbol un buen rato, escuchando.

Al cabo, los grillos reanudaron su canto monótono entre los matorrales. El guerrero dejó escapar un suspiro de alivio y envainó el sable. Aquella era una buena señal; de seguir los lobos merodeando por los alrededores, el bosque estaría sumido en un mutismo atemorizado.

El joven echó a correr, sorteando pinos y enebros. A medida que avanzaba, lo acosó una idea espantosa: si la manada había vuelto sobre sus pasos, cabía la posibilidad de que encontraran su rastro y llegaran al lugar donde esperaba Cazamoscas…

Cuando por fin avistó el gigantesco pino, no percibió muestras de violencia. De hecho, las únicas señales de vida detectables eran los suaves ronquidos procedentes de las ramas altas. Trepó por el tronco hasta donde este se bifurcaba y encontró al viejo adivino instalado en la horquilla, plácidamente dormido.

Riverwind se acomodó en el lado opuesto, soltó el cinturón del sable y lo pasó por la rama a fin de quedar sujeto al árbol. Tras clavar el sable en el tronco, procuró descargar en el sueño la tensión y la fatiga del día, pero cada susurro del viento, cada ulular o grito de las criaturas nocturnas, lo sacaban del intranquilo letargo y lo desvelaban. Fue una noche muy larga.

Los rayos de sol se filtraron entre las verdes frondas y proyectaron su juego de luz y sombras en el rostro de Riverwind. El olor de madera resinosa quemándose interrumpió su duermevela. La súbita memoria del enfrentamiento nocturno lo despertó con una sacudida. Unos metros más abajo, Cazamoscas trasteaba junto a una pequeña hoguera. El joven soltó el cinturón que lo sujetaba a la rama y se deslizó al suelo. Tenía los músculos doloridos y agarrotados como consecuencia de la lucha y la posterior huida; los profundos arañazos del cuello se habían cerrado con unas costras sanguinolentas y pegajosas.

—¿Tienes hambre? —le preguntó el anciano, sin volverse para mirarlo—. Hay algo de comida, sí.

—¿Qué comida? —se interesó el joven, que estaba famélico.

—Caldo de setas, raíces, té y vainas de topa.

El guerrero se acercó se asomó perplejo por encima del hombro del anciano. Cazamoscas se había despertado al amanecer y había recorrido el bosque recolectando vituallas. En el cazo de latón de Riverwind había puesto a cocer setas y hojas de amargón, había preparado una infusión de salvia y menta que crecían en un claro cercano, y, lo más sorprendente, había encontrado un matorral de topa, unas plantas de cuyas vainas, antes de granar, se obtenía una pulpa de sabor delicioso.

El anciano alargó a Riverwind una taza de infusión con una hojita de menta flotando en la superficie. Cazamoscas se sentó con las piernas cruzadas frente a la hoguera de pinocha y empezó a sorber el caldo de setas y a mordisquear las vainas verdes. Riverwind se acercó al fuego se puso en cuclillas frente al anciano.

Este abrió los ojos de par en par al advertir los arañazos marcados en el cuello de su joven compañero, pero no hizo comentario alguno y se limitó a decir:

—Come, come.

—Me has engañado, anciano.

—¿Yo?

—Sí. Has fingido ser un adivino chiflado, cuando en realidad eres más astuto que un zorro.

El joven tomó un sorbo de infusión. Sabía bien y el calorcillo lo reanimó.

—Nadie llega a mi edad siendo un necio. Con cautela y astucia, sí, pero no si eres un insensato. Especialmente cuando se tiene el don de vislumbrar el futuro. —Masticó otra vaina de topa antes de agregar—: ¿Qué te ha ocurrido en el cuello? ¿Has sufrido una caída?

Riverwind le relató lo acaecido con los lobos, su enfrentamiento con Kyanor, y cómo había perdido el cabrito.

La faz de Cazamoscas palideció bajo la barba.

—¿Lobos? —susurró—. ¿Con dedos? ¡Jamás me habías hablado de semejantes bestias!

—En terrenos agrestes puede ocurrir lo más inesperado, amigo mío. Y hay cosas peores que lobos, con o sin dedos.

El guerrero terminó la infusión y llenó la taza de sopa. Las setas marrones tenían un fuerte sabor leñoso, muy tonificante.

—Lo que quisiera saber —agregó el joven— es la verdadera naturaleza de Kyanor; si es una bestia que habla como un hombre, o un hombre confinado en el cuerpo de una bestia.

—Un hombre. Tiene que serlo, ¿sí?

Riverwind acabó de masticar una de las correosas setas antes de preguntar:

—¿Y eso por qué?

—Sólo los hombres buscan el conocimiento a través de la magia. Los humanos y las otras razas superiores. Los animales carecen de entendimiento para formular hechizos.

—¿Entonces, Kyanor es un hombre que toma la apariencia de lobo? ¿Por qué haría tal cosa?

El anciano se encogió de hombros.

—Hace siglos, cuando dominaba el reino de Istar, la magia era muy poderosa. Muchos seres y cosas extrañas huyeron de aquellas tierras cuando el Cataclismo las hundió en las profundidades del mar. Este engendro con apariencia de lobo podría ser el descendiente de un hechicero de Istar. —Cazamoscas se limpió los labios con la manga, aun cuando la tela estaba más sucia que su rostro—. O, tal vez, Kyanor es un hombre como nosotros al que echaron una maldición.

—No se mostró quejoso por estar al mando de la manada —comentó Riverwind.

Los dos compañeros se dirigieron a un arroyo cercano, que había encontrado Cazamoscas, a fin de limpiar las heridas superficiales del guerrero. Mientras caminaban, el joven preguntó:

—¿Qué ha ocurrido con los cascabeles? Tu barba está muy silenciosa.

—Me los quité —respondió el anciano enrojeciendo—. Llegué a la conclusión de que no encajaban bien con mi nuevo personaje de explorador de bosques, sí.

Riverwind esbozó una sonrisa. El viejo adivino se reclinó en la orilla del arroyuelo, tapizada de pinocha, y observó a su compañero mientras este se lavaba los arañazos del cuello.

—¿Te duelen?

—No —dijo Riverwind, aunque dio un respingo cuando presionó los cortes con un pedazo de tela mojado.

—Quizá se infecten. Puedo preparar una cataplasma de sanícula.

—No hace falta. Ya están limpios.

—¿Y un ungüento para aliviar el dolor? Creo que vi cerca de aquí adormideras. O también podría utilizar el caucho de las flechas, o tal vez…

—Tranquilízate, ¿quieres? —atajó Riverwind con impaciencia. Cazamoscas asumió una expresión dolida.

—Sólo quería ayudar.

El joven no respondió. Estaba avergonzado por el hecho de que, después de tantas reprimendas al anciano por su falta de sigilo y tanto alardear de sus habilidades de cazador, había sido el viejo adivino quien les había procurado el alimento. Su turbación era la causa de un comportamiento tan brusco.

Los dos hombres se pusieron en camino para cruzar las Montañas Desoladas antes de que cayera la noche. Riverwind eludió la senda donde se había encontrado con los Merodeadores de la Noche, y en su lugar optó por ascender la pétrea ladera de la Quebrada del Rayo. Cazamoscas no puso la menor objeción; muy por el contrario, mantuvo el ritmo marcado por el guerrero mucho mejor en aquel terreno irregular y quebrado de lo que lo había hecho en el llano. No era fuerte, pero si ágil.

Las cumbres gemelas de la Quebrada del Rayo asomaron gradualmente frente a los dos amigos a medida que ascendían por la vertiente occidental. Pudieron hacer la mayor parte del recorrido erguidos, cuidando de evitar los salientes sueltos de esquisto y los estratos de arenisca desmenuzada; a veces, sin embargo, se veían forzados a avanzar a gatas, aferrados a la quebradiza pendiente de la montaña con manos y pies.

Poco después del mediodía, entraron en la Quebrada. Las Llanuras de Abanasinia se extendían a sus pies. Riverwind se sintió más animado.

—¡Hasta la vista, Abanasinia! —gritó al viento.

—¡Hasta la vista, Que-shu! —coreó Cazamoscas.

«Hasta que volvamos a reunirnos, Goldmoon», se despidió el joven para sus adentros.

Unas nubes hinchadas y blancas pasaban veloces sobre la Quebrada cual una panoplia silenciosa avanzando apresurada hacia el oeste.

Cazamoscas se arrodilló en una roca lisa, sacó las bellotas de entre los pliegues de la camisola y las metió en la calabaza; seguidamente empezó a remover esta.

El guerrero se recostó contra la pared vertical del pico norte y lo observó interesado.

—¿Qué intentas averiguar, anciano?

—Nuestro nuevo rumbo, sí. —Recitó los versos en un susurro, con un hilo de voz, y acto seguido lanzó la exclamación ritual—: ¡Ja!

Las cáscaras rodaron por la piedra. Riverwind no habría sido capaz de encontrar significado alguno en el dibujo conformado por las bellotas aunque en ello le hubiese ido la vida. Cazamoscas las observó con ojos escudriñadores; él veía el futuro en su trazado.

—¿Qué dicen? —inquirió el joven.

—Irás lejos, y estarás ausente muchos años; te enfrentarás a una gran oscuridad, y… lo nuevo es lo viejo —musitó el adivino.

—Lo mismo de antes.

—Mmmm, sí.

Cazamoscas recogió las bellotas y repitió la tirada. El resultado fue el mismo que el obtenido en Que-shu: «ir al este» y «descender».

Riverwind perdió todo interés en algo que escapaba a su comprensión y se acercó al borde occidental de la Quebrada; su mirada recorrió el mar de cumbres y riscos, todos más bajos que la prominente posición en la que se encontraba.

Recogió la aljaba y la mochila y se volvió hacia Cazamoscas.

—Aprovechemos la luz que nos queda.

El anciano guardó la calabaza y se aprestó a seguirlo. Dejaron atrás la Quebrada y se internaron en uno de los cañones cuyo trazado los alejaba de la cumbre. La senda, ni muy inclinada ni angosta en exceso, no presentaba dificultades y la siguieron el resto del día. Una hora antes del crepúsculo, la vereda se ensanchó y desembocó en un claro de suave pendiente y perímetro hexagonal bordeado por peñascos desprendidos. Riverwind se encaminó al lado más empinado y soltó los bártulos junto a una enorme piedra blanquecina.

—No es mal sitio para acampar —comentó.

El viejo adivino recorrió con la mirada la extensa formación pétrea.

—Un lugar muy yermo, sí. Por eso se las llama las Montañas Desoladas. —Riverwind se mostró de acuerdo—. No tendremos fuego esta noche —apuntó el anciano, al constatar que no había yesca por los alrededores.

—Será un campamento poco acogedor, sin duda. Me queda un poco de tasajo.

Se instalaron de espaldas al calizo pináculo de greda y comieron en silencio las tiras de carne salada que ayudaron a pasar con tragos de agua del odre de Riverwind. La tonalidad lavanda del cielo se tornó púrpura oscuro; poco después aparecían las primeras estrellas. El aire se hizo desapacible y el viejo adivino empezó a tiritar tan violentamente que el castañeteo de los dientes semejaba el repiqueteo de las bellotas en la calabaza. El guerrero desató el petate y desenrolló la manta de crin de caballo; su madre había tejido la prenda, de un tamaño mayor del normal, para su padre. No es que él lo recordara, pero se lo había contado el abuelo cuando se la dio. A pesar de que los dibujos en zigzag habían pasado del tono rojo original a un anaranjado cálido y los bordes empezaban a deshilacharse, Riverwind siempre la llevaba consigo en sus incursiones a territorios despoblados.

Echó la manta sobre los hombros de Cazamoscas.

—Pero te hará falta a ti, ¿sí? —objetó el anciano, a pesar del agradecimiento plasmado en su semblante.

—Mis ropas de gamo me darán calor.

—Gracias, hombre alto. —Cazamoscas se echó la manta sobre la cabeza y poco después dejó de tiritar.

Los dos amigos alzaron la vista y contemplaron los puntos rutilantes que tachonaban la bóveda celeste. El anciano explicó cuanto sabía sobre astrología. Mientras hablaba, el rastro flameante de una estrella fugaz hendió el oscuro firmamento; trazó una senda ardiente y prolongada y luego se extinguió. El resplandor quedó grabado en las retinas de Riverwind largo rato.

—Dime, anciano: ¿por qué buscabas fragmentos de estrellas en tu juventud?

Cazamoscas se removió inquieto sobre sus escuálidas nalgas.

—Deseaba hallar alguna prueba de los dioses, nuestros antepasados. Me decía: si las deidades viven en el cielo, entonces cualquier cosa que venga de allí llevará la impronta evidente de su presencia.

Al joven lo sobrecogió la lógica implícita en tan extraña premisa.

—¿Qué esperabas encontrar? —preguntó, cuando salió de su estupor.

—Cualquier cosa. Algún indicio de que unos seres superiores a nosotros vivían en el cielo. —Cazamoscas suspiró—. Recogí cuatro fragmentos de estrellas y todos eran iguales: unos pedazos de piedra abrasada, ¿sí? Fue entonces cuando llegué a la conclusión de que las deidades veneradas por nuestro pueblo eran falsas y las sacerdotisas que-shu vivían una ilusión engañosa.

—Yo creo en los antiguos dioses —confesó Riverwind con llana franqueza.

Las pupilas del anciano, veladas por los pliegues de la manta, buscaron los ojos de su compañero.

—Eso es herejía, según algunos.

—Quizá.

—¿Alguna vez te han hablado los antiguos dioses?

—No, pero veo la mano creadora de Paladine, Majere y Mishakal en todo cuanto nos rodea. ¿De dónde crees que procede tu don de profetizar?

—¿Cómo voy a saberlo? Soy Cazamoscas el Chiflado, Cazamoscas el Necio. —El viejo esbozó una sonrisa desabrida.

—No me tomes el pelo. Yo te llamaría Cazamoscas el Zorro. —El joven se recostó y dejó que sus ojos se colmaran con el espectáculo maravilloso de miríadas de estrellas—. ¿Cuando obtuviste el poder de adivinación?

—Acababa de cumplir veinte años. Regresaba de mi cuarta y última expedición en busca de estrellas caídas, que me había llevado hasta los recónditos bosques cercanos a Qualinost. Había perdido toda esperanza de descubrir la verdad. Nuestras creencias, las creencias de los que-shu, no eran válidas, ¿sí? Sentí que mi vida no tenía objeto, así que trepé a la copa de un roble gigantesco y me dispuse a arrojarme al vacío.

—¿Qué te hizo cambiar de idea?

—El amor a la vida estaba muy arraigado en mi ser. Me quedé allí suspendido; entre la muerte y yo, sólo las puntas de mis dedos y mi indecisión. Aún ansiaba conocer la verdad. Entonces, el dios Majere apareció. No con forma humana —se apresuró a añadir al advertir la sorpresa de Riverwind—. Escuché una voz poderosa y sentí… una presencia, ¿sí? Majere me dijo que no desesperara, que los dioses no eran meras leyendas, y que mi vida tenía un propósito. «¿Cuál es?», pregunté. «No podemos hablar claramente a los mortales», dijo Majere, cuya voz henchía el cielo a mi alrededor. «Pero estamos vivos. Debes esforzarte en recuperar lo que el mundo ha rehusado. Debes luchar porque prevalezca la verdad. La verdad es el episodio final en una larga pugna entre el bien y el mal; y esa batalla está por librarse todavía». —Cazamoscas asintió en silencio—. Han pasado cuarenta años, pero recuerdo cada palabra pronunciada por el dios.

Riverwind estudió a su compañero. El relato de Cazamoscas no era propio de un viejo chiflado y desaliñado, ni en las palabras utilizadas, ni en el fondo de su historia.

—Se te ha concedido un gran honor. No conozco a nadie que haya tenido el privilegio de hablar con un dios.

El anciano asintió en silencio y reanudó la reseña.

—Bajé del árbol, con infinito cuidado, y grité al aire: «¿Cómo lucharé por la verdad, gran Majere?». Tres bellotas se desprendieron del roble y cayeron a mis pies. «Guarda estas cáscaras y ellas te mostrarán el camino», respondió.

»Para cuando llegué al poblado, sabía ya que el futuro se revelaba al tirar las bellotas. También comprendí lo mortalmente peligroso que podía ser tal don. Los ancianos no consentirían dejarme con vida si proclamaba la verdad para conocimiento de todos.

—Por consiguiente, fingiste haber perdido la razón.

Cazamoscas asintió con un vigoroso cabeceo.

—Fue fácil. La mayoría ya me consideraba un loco soñador, ¿si? Me dejé crecer el cabello y me vestí con harapos ridículos. Los niños empezaron a llamarme Cazamoscas, un insulto que soporto en favor de la verdad.

—También yo te llamo así. Lo siento.

Riverwind posó la mano sobre el hombro del anciano. En aquel momento se arrepentía de muchas cosas, en especial de las duras palabras al viejo adivino aquella misma mañana, mientras se limpiaba las heridas junto al arroyo.

—No te lo reproches. Soy Cazamoscas. —En prueba de su aserto, se rascó la barba con expresión bobalicona a la vez que soltaba su habitual risita rechinante. Luego inquirió—: ¿Qué me dices de Goldmoon? ¿Sabe que ama a un hereje?

—De hecho, ella misma lo es. El fantasma de su propia madre se le apareció en la Morada de los Espíritus Durmientes y le confesó la falsedad de la religión que-shu.

Una gran sorpresa se plasmó en el semblante del adivino.

—¿La sacerdotisa del pueblo, una hereje? ¿Lo sabe el Chieftain? —farfulló perplejo.

—Arrowthorn ve y escucha sólo lo que le interesa. Presta oídos a las venenosas murmuraciones de Loreman con la misma buena disposición con que atiende los sabios consejos de su propia hija. Al menos, el amor que le profesa lo indujo a admitir mi requerimiento de casarme con ella. En caso contrario, hace tiempo que me habrían lapidado o expulsado de la comunidad —agregó sombrío.

—¿Expulsado? Quieres decir, como lo has sido ahora, ¿sí? —apuntó con suavidad Cazamoscas.

—El Chieftain cree haberse librado de mí al encomendarme una misión imposible, mas yo saldré con bien. —Riverwind tomó la mano del anciano y la apretó—. ¿Sabes? Estoy convencido de que es voluntad de los dioses el que me acompañes en mi búsqueda. Has oído la voz de Majere, quien te concedió la gracia de ver el futuro. Juntos, amigo mío, hallaremos las pruebas requeridas.

Aflojó los dedos y soltó la mano de Cazamoscas, quien se la frotó con manifiesto alivio.

—En cuanto se refiere a Goldmoon, nuestro amor no está sujeto a tradición o ley tribal alguna —prosiguió el joven en un susurro—. Yo le pertenezco, y ella me pertenece a mí.