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Tres bellotas

Los que-shu acudieron al toque sostenido de los tambores. Un centenar de hombres, enhiestos y circunspectos, se alinearon en dos filas y fueron entrando en la Casa de la Hermandad. Habían dejado los rebaños al cuidado de sus hijos menores que aún eran demasiado jóvenes para presenciar la solemne ceremonia próxima a celebrarse. Los campos y las forjas estarían abandonados a lo largo de la duración del rito. Las mujeres y los niños se mantenían apartados, ocupados en sus quehaceres. Actuaban del modo que se esperaba de ellos, sin mostrar curiosidad en un asunto que no les concernía.

No obstante, era imposible que el resonar de los tambores pasara inadvertido para nadie. Sobre todo para Goldmoon, gran sacerdotisa de la tribu, e hija del Chieftain, Arrowthorn. Se quedó a la puerta de la casa, lo bastante retirada del umbral para que las sombras ocultaran su presencia. Su bello rostro brillaba por la transpiración y se mordía el labio inferior con tanta fuerza que casi sangraba. La ceremonia que daría comienzo en cualquier momento se llamaba la Unción del Aspirante y el hombre sometido a la prueba era Riverwind, su bienamado.

«Velad por él vosotros, oh dioses verdaderos. ¡Libradlo de todo mal!», rogó en silencio.

Goldmoon no osó articular en voz alta su plegaria, ya que no apelaba a los dioses de la tribu, sino a las deidades adoradas en épocas remotas, anteriores al Cataclismo.

La Casa de la Hermandad se hallaba abarrotada y en el interior del recinto, carente de ventanas y alumbrado por antorchas humeantes, hacía un calor bochornoso. Los que-shu cerraron filas en torno al estrado central; sus pies, calzados con suave cuero, se arrastraron sobre el piso de arcilla prensada. En el estrado, sentado en cuclillas con la cabeza agachada y los brazos en torno a las rodillas, se encontraba Riverwind. El retumbar de los tambores prosiguió; desde su comienzo, el guerrero había permanecido inmóvil. Tanto era así que, a juzgar por las señales de vida perceptibles, su cuerpo habría podido ser una figura tallada en roble. Mas, por dentro, Riverwind era un hervidero de ideas, zozobra, incertidumbre. Él había solicitado este rito como preparación para su Misión de Pretendiente. Goldmoon y él se habían comprometido, pero faltaba que su unión la ratificaran las leyes de la tribu. Un hombre no podía aspirar a la mano de la hija del Chieftain a menos que probara ser merecedor de tan alto rango.

Las puertas de la estancia se cerraron y se atrancaron con unas enormes traviesas de madera. Varios guerreros se situaron frente a las puertas, con las espadas desnudas. El omnipresente redoblar de tambores cesó.

Arrowthorn, ataviado con su mejor traje de piel de gamo adornado con sartas de abalorios, dio un paso al frente y contempló a la asamblea.

—¡Hermanos! —declamó—. Nos hemos reunido a fin de ungir al que tal vez sea Chieftain cuando yo me haya ido. Alguien que pide la mano de mi hija, vuestra sacerdotisa. Pero aquel que puede llegar a ser un dios en la próxima vida, ha de probar su valía en la presente.

Un murmullo sordo de aprobación se alzó de las gargantas de los presentes.

—Riverwind, nieto de Wanderer, ponte en pie.

El nombrado se incorporó con ágil prontitud. Acababa de cumplir los veinte años, pero con sus dos metros de estatura aventajaba en mucho al resto de los guerreros de una raza de complexión alta. Su cabello, oscuro y largo, le caía suelto sobre los hombros. No llevaba puesto más que un taparrabos de paño rojo y su figura, gallarda y vigorosa, aparecía embadurnada con pintura igualmente roja. Dirigió la mirada más allá de Arrowthorn y divisó a uno de los ancianos de la tribu, Loreman, sentado en un banco. Los ojos del viejo curandero brillaron con un destello de odio. La muerte de su primogénito había frustrado su ambición desmedida de que un miembro de su familia alcanzase el rango de Chieftain. Ahora, Loreman tenía que limitarse a esperar, observar y escuchar.

Riverwind sabía que el anciano curandero lo culpaba por la muerte de su hijo. Ni siquiera el juramento prestado por Goldmoon, testigo de la pelea, logró aplacar su enconado rencor contra el joven.

El Chieftain, entretanto, describía los atributos inherentes a un verdadero guerrero. Riverwind apartó mirada y pensamientos de Loreman justo a tiempo de escuchar la siguiente frase de Arrowthorn dirigida a él.

—El sendero marcado a un dirigente es a menudo agrio como el acíbar. ¿Estás preparado para la amargura?

El joven asintió en silencio. Todavía le estaba prohibido hablar.

Arrowthorn alargó las manos. Far-runner, otro de los ancianos, le entregó una gruesa copa de arcilla, que el Chieftain, a su vez, ofreció a Riverwind. El tazón estaba lleno a rebosar de un líquido rojo y espeso; la mortecina luz de las antorchas le confería apariencia de sangre. El joven aceptó la copa, se a llevó a los labios y bebió.

El brebaje estaba hecho con unas bayas llamadas neptas, un fruto de sabor tan repulsivo que ni siquiera un goblin se lo comería. El joven guerrero sintió que la garganta se le cerraba y el estómago amenazaba con rebelarse. Aun así, se tragó el acre brebaje y entregó el recipiente vacío a Arrowthorn. Apretó los dientes y aspiró por la nariz de manera acelerada. El estómago, vacío hacía horas, se le revolvió con la náusea, pero logró domeñar el vómito.

—Un jefe ha de ser imparcial y equilibrado en sus juicios —agregó Arrowthorn con gravedad—. Aun en el caso en que su decisión le resulte dolorosa. ¿Estás preparado para sufrir por amor a la justicia?

Riverwind inclinó la cabeza en un breve y conciso gesto de asentimiento. Era de agradecer la circunstancia de que no le estuviese permitido hablar; en caso contrario, dudaba mucho que su garganta, constreñida por el jugo de las acres bayas, hubiese sido capaz de articular una sola palabra.

Uno de los ancianos quitó la capa echada sobre los hombros del Chieftain. Otro hombre colocó cuatro cestos sobre el suelo; un par para Arrowthorn, el otro para Riverwind. Las canastas eran de color rojo oscuro, del tipo empleado por las mujeres de la tribu para recoger huevos. Arrowthorn cogió sus cestos y los sostuvo con los brazos extendidos. El guerrero hizo otro tanto con los suyos; al levantarlos, le sorprendió su peso. Cada uno de los cestos contenía sólo diez huevos; ¿entonces por qué eran tan pesados?

Loreman sonreía. Por un breve instante, el joven se preguntó qué provocaba aquella mueca astuta e insidiosa, mas al punto se concentró en la prueba. Tenía que sostener las canastas en alto en tanto el Chieftain no soltara las suyas. Si flaqueaba, si bajaba los brazos o le temblaban de manera que se rompiese alguno de los huevos, la prueba habría terminado para él. Y no tendría una segunda oportunidad.

Arrowthorn contaba treinta años más que Riverwind; sin embargo, la edad no le había doblegado los hombros, que se conservaban erguidos y rectos, y los músculos de los brazos seguían siendo firmes y elásticos.

El tiempo transcurrió, lento pero inexorable, en la Casa de la Hermandad. Los que-shu, solemnes e impávidos por naturaleza, empezaron a dar muestras de agitación. Se produjeron carraspeos y crujidos en los bancos de madera. El jefe mantenía los brazos rectos como barras de hierro, estables como la quieta superficie del lago Crystalmir. La misma firmeza mostraba Riverwind, a pesar de las dolorosas punzadas ardientes que le torturaban los hombros y articulaciones; por si fuera poco, el repugnante jugo de neptas persistía en escapar del estómago. La transpiración le empapó el torso desnudo. ¡Cuanto pesaban los cestos! No creyó ser capaz de sostenerlos durante mucho más tiempo. No aguantaría…

El joven inhaló hondo. La postura forzada de estar erguido, con los pies clavados en tierra y las rodillas rígidas, le producía agotamiento y una ligera inestabilidad; así pues, alzó primero un pie y pateó el suelo, luego el otro, y una vez más, y otra, y otra. Una cadencia rítmica, semejante al retumbar de los tambores, se enseñoreó del guerrero.

Poco después estaba bailando sobre el mismo punto, con los ojos fijos en Arrowthorn, al compás de la música que su corazón interpretaba para él.

El Chieftain quedó desconcertado cuando Riverwind inició la danza. Nadie hasta ahora se había movido durante la Carga. Le dolían los brazos, y en los músculos, tensos y temblorosos, sentía un espantoso hormigueo cual si miles de insectos le corrieran por la piel. La sangre le martilleaba en las sienes y el zumbido se agudizó con el rítmico pataleo del joven guerrero. Demasiado… Era demasiado.

El brazo izquierdo de Arrowthorn vaciló al sacudirse todo su cuerpo con un estremecimiento. Uno de los huevos apilados en el cesto rodó y se estrelló contra el suelo.

—¡Cumplido! —gritó Far-runner, el mayor de los ancianos.

Los dos hombres bajaron los brazos, en tanto exhalaban un gemido de alivio. El Chieftain se echó la capa sobre los hombros entumecidos.

—Te has ganado la voz —dijo entre jadeos—. Habla, nieto de Wanderer.

—Eres un hombre fuerte, Chieftain —declaró Riverwind, mientras se frotaba los bíceps.

Unos murmullos, procedentes de los bancos situados a espaldas de Arrowthorn, se trocaron de súbito en gritos destemplados. Loreman protestaba la decisión de Far-runner.

—La prueba no es válida. Riverwind se movió —objetaba el curandero.

—No dobló los brazos, ni dejó caer un solo huevo —replicó el otro anciano—. La ley no dice que los pies no se pueden mover.

—¡Riverwind hizo mofa de la ceremonia!

El joven se había arrodillado y examinaba los cestos de huevos que había sostenido durante la prueba. Entretanto, Far-runner exclamaba:

—¡Ridículo! No sólo demostró una gran perseverancia, sino también su buena fe.

Loreman se disponía a reiterar su protesta cuando el joven guerrero, sin despegar los labios, vació el contenido de sus cestos en el piso del estrado. Cada una de las canastas guardaba, no diez, sino cinco huevos y, debajo, cinco cantos pulidos pintados de blanco. A fin de demostrar su dureza, Riverwind alzó una de las piedras y la dejó caer sobre el estrado. El golpe, seco y contundente, fue revelador. Los que-shu murmuraron entre sí, encolerizados por la treta empleada contra el joven guerrero. Muy pronto todos los ojos convergieron en Loreman. Inclusive Arrowthorn dedicó al curandero una mirada cargada de sospecha, pero atajó cualquier posible acusación con una sentencia.

—Una irregularidad anula la otra. La prueba es válida. Riverwind se ha hecho merecedor de continuar el rito.

Tras aquella declaración, nadie osó alzar la voz. Arrowthorn tomó asiento, apartando la capa de manera que los brazos quedaran libres, y se enfrentó al joven.

—Queda un último requisito. El hombre que aspire a ser Chieftain ha de saber domeñar el temor. ¿Aceptas la unción final, Riverwind?

—La acepto.

Arrowthorn hizo una señal a otro de los ancianos, Stonebreaker, famoso en su juventud por poseer una fuerza extraordinaria. Se había ganado su nombre de guerrero (quebrantador de rocas) por su capacidad para partir en dos las piedras con un golpe de espada. Ahora, viejo y encorvado, Stonebreaker subió renqueante al estrado y situó una olla alta frente a Riverwind.

—Este es el Oleo del Aspirante —anunció Arrowthorn. Un profundo silencio se adueñó de la sala—. Cógelo e impregna con él tu piel. Pero, tenlo presente: este óleo posee una gran magia y, una vez en contacto con tu cuerpo, se te presentarán espíritus horribles.

—No tengo miedo —declaró el joven, a pesar de estar aterrado.

Alzó la tapa de la olla. El aceite, marrón oscuro, carecía de olor. Extendió el óleo por el pecho y la nuca. Estaba templado y, tras retirar la mano, notó un calor creciente a medida que la piel absorbía el viscoso fluido. Los tambores arremetieron una cadencia lenta. El joven empapó las manos y, agachándose, se frotó los muslos, las rodillas y las pantorrillas.

La vibración de los tambores resonó en su cabeza. Alguno de los presentes en la sala cantaba. Riverwind se irguió y, al hacerlo, se le fue la cabeza y dio unos pasos vacilantes hacia atrás; se frenó al borde del estrado. Otras voces varoniles se habían sumado al canto, mas, cuando Riverwind giró sobre sí mismo, comprobó que todos los que-shu presentes en la sala guardaban silencio.

Entonces reconoció la salmodia. Era el canto fúnebre entonado en los funerales. ¿Quién había muerto? Riverwind bajó la vista y se contempló a sí mismo. Unos regueros rojos se deslizaban por su pecho y por sus piernas. Parecía sangre.

—¡Estoy herido! —gritó, mientras intentaba detener la hemorragia.

El golpeteo de los tambores se hizo ensordecedor, acompasado con el pálpito desbocado de su corazón.

Se sintió desfallecer. Las piernas le flaquearon, se dobló en dos y cayó de rodillas, acurrucado. Estaba en medio de un charco de sangre; su vida, su fuerza, escapaba de sus venas en un río incontenible y él no podía hacer nada por detenerlo.

—Goldmoon…, Goldmoon…

Pronunciar el nombre de su amada no le sirvió de ayuda. Escuchó una risa. Al alzar la cabeza se encontró con Hollow-sky, el hijo de Loreman, erguido a las puertas de la sala. Con los brazos cruzados sobre el pecho, el recién llegado esbozó una sonrisa arrogante.

—Hollow-sky…, ¡estás muerto! —protestó Riverwind.

—¡También tú! —replicó el fantasma—. Te debilitas por momentos, hereje. ¿Cómo pudiste siquiera imaginar que un necio cobarde como tú gobernaría a los que-shu, o conquistaría el corazón de Goldmoon? —El muerto rompió a reír de nuevo.

Riverwind sintió que su propio corazón se encogía estremecido en el pecho. Ninguno de los presentes daba muestras de advertir la presencia del fantasma. Loreman no gritaba a la vista del hijo perdido para siempre.

—Acuéstate y muere —urgió Hollow-sky—. No te resistas, deja de luchar. Es muy fácil.

—No. Tú estás muerto. Yo no.

—No puedes desafiar a la muerte, hereje.

El batir de los tambores —¿o era su corazón?— decreció más y más. La cabeza del guerrero se inclinó hacia el suelo. Se sentía tan débil, tan cansado… No tenía más que acostarse. Los párpados le pesaban. Dormir, descansar, era su mayor anhelo. Así de sencillo. Sin dolor. El bello rostro de Goldmoon se tornó borroso en su recuerdo.

—¡Hijo mío! ¿Es este el comportamiento propio de un guerrero?

Riverwind abrió los ojos. Junto al sonriente Hollow-sky aparecía otro fantasma, más difuminado y más lejano pero, aun así, presente. Era su abuelo, muerto mucho tiempo atrás.

—Me estoy desangrando —dijo el joven con un hilo de voz, alzando apenas la cabeza.

—Es pintura. —La figura de Wanderer se hizo más nítida—. Ponte en pie. Actúa como un hombre, no como un niño.

—No es un que-shu —intervino Hollow-sky—, sino un despreciable hereje, como su abuelo.

—¡Arriba, hijo mío! ¡La que te espera, así lo ordena! —Un halo brillante rodeó a Wanderer.

—¿Goldmoon? —farfulló Riverwind.

Bajó la vista al suelo y reparó en que el charco de sangre no era más que unas cuantas gotas de pintura. Sus manos también estaban embadurnadas del rojizo tinte.

—¡Levántate, Riverwind!

—Abuelo…

El joven se sacudió el frío letargo que lo dominaba. Apoyó las palmas en el suelo y se impulsó. Se incorporó sobre las piernas tambaleantes. En la sombría sala, la figura de Wanderer resplandecía. Los hombres cercanos a la deslumbrante aparición no le prestaban atención alguna.

—Ya es demasiado tarde —se mofó Hollow-sky—. ¡Has fracasado!

—Márchate. Regresa al agitado desasosiego de tu tumba —conminó el espíritu de Wanderer.

El fantasmal hijo de Loreman se desvaneció con una última risotada burlona.

—Abuelo, ¿cómo es posible que te vea y hable contigo?

—El óleo con que te has ungido contiene hierbas y raíces de poder que potencian los sentidos. A lo largo de centurias nuestro pueblo utilizó estas hierbas mágicas para entrar en contacto con los muertos. Con el transcurso del tiempo, la gente confundió a esos espíritus, con los verdaderos dioses. De esa confusión nació la veneración de los antepasados, y el elevar a categoría de dioses a nuestros líderes muertos.

Riverwind dio un paso hacia el borde del estrado.

—¿Es cierto entonces que las verdaderas deidades existen?

—Desde el principio de los tiempos, hijo mío.

—¿Por qué no se manifiestan a los hombres?

La figura resplandeciente de Wanderer fluctuó.

—Desconozco los designios del Excelso. —Su voz se había reducido a un susurro—. Pero la hora está próxima. Percibirás las señales, hijo mío…

—¿Qué señales, abuelo? ¿Qué señales?

Mas el tiempo concedido al espíritu había llegado a su fin, y Wanderer se desvaneció en el aire.

El guerrero miró a su alrededor. La atmósfera de la Casa de la Hermandad estaba cargada de humo. Los hombres de la tribu habían abandonado el recinto y las puertas, antes atrancadas y vigiladas, estaban ahora abiertas de par en par. El día llegaba a su ocaso. Una bocanada de aire penetró en la sombría sala; su soplo desapacible heló la sudorosa piel de Riverwind.

El joven se estremeció y entonces reparó en que Arrowthorn y los ancianos lo rodeaban. Se pasó el dorso de la mano por la frente y los labios mientras descendía del estrado. Estaba exhausto.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al Chieftain.

—Has superado con éxito la unción.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Todo el día. Los ancianos y yo nos hemos quedado a fin de deliberar sobre tu problema.

Lo único que deseaba Riverwind en aquel momento era un trago de agua fresca que arrastrase de su garganta el repulsivo sabor dejado por las neptas, pero inquirió:

—¿Qué problema?

—Dominaste tu miedo a la muerte; mas, en tanto departías con los dioses, nuestros antepasados, proferiste un sinnúmero de blasfemias.

El guerrero enderezó los hombros y alzó el mentón.

—¿A qué te refieres?

—Renegaste de nuestros dioses, los padres creadores. Sé que hace tiempo que compartes la fe hereje de tu abuelo. Los jóvenes no pueden evitar asimilar las ideas de sus mayores, por muy falsas que estas sean. Sin embargo, jamás imaginé que la herejía de Wanderer acabaría por ser proclamada en el transcurso de un rito sagrado.

—La blasfemia se castiga con la muerte —intervino Loreman.

El viejo curandero tenía los puños apretados. Había oído a Riverwind hablar con su hijo muerto. Sus ojos rebosaban odio cuando añadió:

—La ley prescribe que el reo sea lapidado en el Muro de los Lamentos.

—No te excedas, Loreman —atajó Far-runner—. Riverwind no era consciente de lo que decía cuando habló así. El espíritu de su abuelo influía en sus palabras.

Stonebreaker y los otros se hicieron eco del razonamiento del anciano.

—¿Habéis tomado ya alguna decisión? —inquirió el guerrero.

En el transcurso del enfrentamiento verbal entre los ancianos, Arrowthorn había permanecido callado, sumido en hondas reflexiones. No le gustaba Riverwind como esposo de su adorada hija, pero la actuación del joven en el rito había despertado su admiración. En conciencia no podía denegar al guerrero el derecho a solicitar la mano de Goldmoon, ganado en buena lid; no obstante, se le presentaba la oportunidad de enseñarle la lección disciplinaria que, en su opinión, se merecía. Se encaró con el joven.

—Tendrás tu Misión de Pretendiente. Te encomendaré una tarea con la que espero se abran tus ojos y comprendas tu grave herejía.

Los ancianos olvidaron su disputa para atender a las palabras del Chieftain, se acercaron a los dos hombres y los rodearon.

—¿Cómo será eso posible? —se interesó Far-runner, contemplando con manifiesta curiosidad a Arrowthorn.

—Sin más provisiones en su bolsa que las precisas para una jornada, el pretendiente se pondrá en camino a fin de encontrar las pruebas que demuestren la existencia de los antiguos dioses.

—Sabia decisión —opinó Loreman con una sonrisa ladina.

—¡No lo logrará! —clamó Stonebreaker—. Lo envías a una misión imposible. ¡Los viejos dioses están muertos!

—Siempre le queda la opción de regresar y admitir su fracaso —se mofó el curandero.

—Ningún guerrero honorable lo…

—¡Basta! ¡Soy vuestro Chieftain y como tal he hablado! Riverwind ha demostrado que posee un gran valor y una fuerza extraordinaria, mas ¿acaso deseáis tener por Chieftain a un hereje? La maldición de los dioses caería sobre nosotros si los traicionásemos. No. Ha de aprender la magnitud de su falta. —Arrowthorn señaló al joven con el dedo—. Te conmino, bajo juramento sagrado, a que aceptes esta misión o que admitas la falsía de tu fe en presencia de todo el pueblo que-shu. ¿Qué respondes?

El joven cruzó los brazos sobre el pecho. No cabía más que una posible respuesta.

—Acepto la misión.

Goldmoon recibió con gozo la noticia de que su amado había superado la unción. Mas, cuando supo la misión encomendada por su padre al guerrero, la alegría se tornó en consternación.

—¿Probar la existencia de los dioses? ¿Cómo? ¡Yo vislumbré su poder en la Morada de los Espíritus Durmientes y, aun así, ni mi testimonio convencería a los escépticos!

Riverwind entretanto guardaba tiras de carne seca de venado y lonchas de tasajo en su mochila.

—No tuve más remedio que aceptar. De haberme negado, te habría perdido para siempre —dijo en un susurro.

Ella lo aferró por el brazo. Los ojos del guerrero se encontraron con los de su amada, anegados de lágrimas. Se fundieron en un abrazo.

—No llores, amor mío. La misión no es imposible. Regresaré victorioso, ya lo verás; y entonces nadie podrá oponerse a nuestro amor; ni tu padre, ni los ancianos, ni siquiera el conspirador Loreman.

La joven se tragó las lágrimas.

—¿Adónde irás? ¿Qué vas a hacer? —le preguntó cuando fue capaz de hablar sin que le temblara la voz.

Riverwind se apartó un poco para mirarla a la cara. Sus hermosos ojos azules brillaban por el llanto. Enjugó con el pulgar una lágrima que se deslizaba por la mejilla.

—Iré a donde el sol y el viento me lleven. Los dioses no están limitados por las barreras mortales. Los buscaré en parajes solitarios, tranquilos; por las montañas, los desiertos, los bosques. Los encontraré y luego regresaré a ti.

Una sonrisa iluminó la faz de Goldmoon. Cobijada entre los brazos protectores de Riverwind, las dudas y temores se desvanecieron. Sus labios se fundieron en un beso prolongado.

En el exterior de la tienda del joven guerrero, Arrowthorn golpeó impaciente con los nudillos en el poste de la entrada. Riverwind acarició la mejilla de Goldmoon y pasó los dedos por la radiante cabellera.

—Es hora de partir —dijo con voz queda.

La tienda del guerrero se alzaba fuera del perímetro de las murallas del poblado, junto a la calzada que conducía por el oeste hacia la tierra de los que-kiri. Arrowthorn y los ancianos aguardaban al joven. Se aseguraron de que su mochila sólo guardaba las magras raciones para una jornada y le permitieron llevar consigo su arco y su antiguo sable. Llevaba puesto el peto de cuero, viejo pero bien impregnado de grasa, y las polainas de piel de gamo con flecos. Estaba dispuesto.

Goldmoon se había secado las lágrimas y aparecía serena, pero por dentro su corazón estaba roto en pedazos. Durante las últimas tres centurias, desde que el Cataclismo había hendido la tierra alterando continentes y océanos, los dioses habían permanecido dormidos. Su ausencia en las vidas de las gentes de Krynn había sido tan absoluta que la mayoría los había olvidado o los había relegado al reino de los sueños. ¿Qué podía hacer un hombre solo, incluso su fiel y voluntarioso Riverwind, para tener éxito donde generaciones enteras no habían obtenido resultado alguno?

Riverwind se despidió respetuosamente de los ancianos y dedicó una mirada secreta, plena de amor, a Goldmoon. Luego se cargó al hombro la mochila y se alejó a zancadas; sus largas piernas cubrieron veloces el terreno y lo distanciaron pronto.

—¡Riverwind! —llamó Goldmoon.

Él volvió la cabeza y dijo adiós con la mano, pero no detuvo la marcha. Arrowthorn dedicó una mirada de reconvención a su hija por un comportamiento tan poco acorde con su rango, pero la joven no lo advirtió. Sus ojos estaban fijos en Riverwind, que marchaba por la calzada de tierra, hasta que lo perdió de vista tras la muralla circular del poblado. Se llevó la mano a la garganta; oculto bajo la túnica, sus dedos percibieron el amuleto que le había entregado Riverwind durante el viaje a la Morada de los Espíritus Durmientes. Era una pieza de acero, metal poco conocido entre los hombres de las llanuras, y estaba tallado a semejanza de dos lágrimas unidas por los extremos. El amuleto los había protegido de las aviesas intenciones de Hollow-sky. La joven rogó para que su beneficiosa influencia guiara ahora a su amado hasta un final feliz y rápido en su misión.

La iracunda mirada de Arrowthorn se suavizó, conmovido por la aflicción reflejada en el rostro de su única hija, ese rostro tan semejante al de su madre. Pero él era Chieftain. Debía anteponer los intereses de la tribu a todo lo demás, incluso a la felicidad del ser que más amaba.

—Vamos, hija mía —dijo con voz ronca, a la vez que le ofrecía el brazo.

Goldmoon enlazó el suyo con el de su padre y precedieron a los ancianos de regreso al interior del poblado.

Riverwind no tenía planeado nada en concreto. Era casi mediodía y el ardiente sol de finales de verano caía con fuerza sobre la tierra. Al perder de vista a Goldmoon y a los ancianos, aflojó la marcha y consideró su curso de acción.

Un repiqueteo lo sacó de sus reflexiones. El joven volvió la vista hacia la muralla del poblado. Apoyada contra el muro se alzaba una cabaña desvencijada, poco mayor que un cobertizo, construida con cortezas de árbol y retales de pieles multicolores. En cuclillas a la entrada del cobertizo se hallaba la figura andrajosa de un anciano vestido con harapos de tonos abigarrados. Tenía el cabello largo, enmarañado. En contraste con una tribu de hombres con las mejillas pulcramente afeitadas, él lucía una luenga barba, entre amarillenta y canosa, en la que se ensartaban abalorios y minúsculos cascabeles de latón.

—Hola, Cazamoscas —saludó Riverwind al excéntrico personaje.

El anciano no alzó la vista. Su verdadero nombre era Cazador de Estrellas, pues en su juventud había rastreado las colinas a lo largo y a lo ancho en busca de fragmentos de estrellas que caían del cielo. Cuando llegó a la madurez, momento de acometer otras empresas más acordes con su edad, Cazador de Estrellas no abandonó su peculiar dedicación. No tomaba parte en los asuntos de los que-shu. Condenado al ostracismo y objeto de un manifiesto desprecio por el resto de la tribu a causa de su actitud extravagante, se volvió cada vez más distraído, ajeno a cuanto lo rodeaba. Sus hábitos impropios de un guerrero y su apariencia desaliñada le granjearon la expulsión del poblado, al igual que las creencias heréticas de la familia de Riverwind los hizo merecedores del mismo destino. Los chiquillos de la tribu, con la cruel franqueza de la infancia, trocaron el nombre del anciano por el apodo «Cazamoscas» y, con el tiempo, sólo atendió a ese apelativo. La similitud de su estrato social había propiciado que el excéntrico anciano y el joven guerrero se convirtieran en aliados naturales, y a menudo Riverwind había salido en defensa del perseguido Cazamoscas.

—¿Sales de viaje, sí? —preguntó el anciano, mientras agitaba una calabaza seca con expresión ausente. En el interior repicaba algo—. ¿Un viaje largo, largo?

—Muy largo —admitió Riverwind, que se preguntó quién sería el paladín del anciano ahora que él se marchaba—. Tal vez esté ausente meses, puede que años. —La idea no resultaba placentera.

—Te echaré de menos. Sólo tú me traes conejos.

Cuando el guerrero obtenía una buena caza, la compartía siempre con el antiguo cazador de estrellas. En cierta medida, el viejo era como Wanderer, su abuelo: dos soñadores en una tribu de hombres para quienes la abstracción y los pensadores carecían de valor.

—Si te marchas, Cazamoscas tiene un regalo para ti, ¿sí?

—¿Qué es, amigo mío?

El anciano se rascó la nariz aguileña. Los abalorios y cascabeles trenzados en la barba tintinearon.

—Algo que te ayudará, sí.

Acto seguido trazó un amplio círculo con la calabaza amarilla, a la que se le había cortado la parte superior. Riverwind atisbó unos objetos pequeños y marrones que rebotaban y giraban en el interior. Cazamoscas, con una voz sorprendentemente armoniosa, entonó:

Todo cuanto viene y todo cuanto va

Gira en un círculo sin fin.

Contad los días y contad las estrellas

empezando entonces y terminando ahora.

Para el joven guerrero aquellas frases no tenían sentido. Después de cantar dos veces las mismas estrofas, Cazamoscas arrojó el contenido de la calabaza sobre la tierra dura y seca.

—¡Ja! —exclamó, a la vez que contemplaba las tres bellotas que habían caído en el polvoriento camino de manera que formaban un triángulo irregular, uno de cuyos vértices apuntaba directamente a Riverwind—. Aquí está tu viaje, en una cáscara seca. ¡En tres cáscaras secas! —El anciano soltó una breve carcajada, acompañada por el tenue tintineo de los cascabeles de la barba—. Esta dice que irás muy lejos y estarás ausente mucho tiempo —explicó, apuntando a la bellota más cercana al guerrero—. Esta significa que entrarás en una gran oscuridad —prosiguió, mientras golpeaba con la uña, rota y sucia, la segunda bellota.

—¿El mal? —se interesó Riverwind, que tomó asiento frente al anciano.

—«Oscuridad», es lo que he dicho, ¿sí? —Cazamoscas sonrió al posar la mirada en la última bellota—. Y de la oscuridad surgirá la semilla renovadora, que es la misma del pasado.

—¿Qué significa eso?

—¿Lo nuevo es lo viejo? Lógico, sí. Es todo cuanto te puedo decir.

El anciano recogió las bellotas y las introdujo en la calabaza, que al punto sacudió y giró con su mano, nudosa y arrugada.

Riverwind había oído rumorear que el viejo conversaba con espíritus que le revelaban el futuro; de hecho, eran innumerables los aciertos en sus predicciones hechas a las mujeres que-shu encintas acerca del sexo del bebé que darían a luz. Por consiguiente, el guerrero no podía desestimar las advertencias de Cazamoscas tildándolas de charlatanería sin sentido.

—¿Qué dirección he de tomar? —preguntó.

—¡Ja! —En esta ocasión, las bellotas cayeron en fila—. Al este —sentenció el anciano.

Riverwind arqueó las cejas en un gesto de perplejidad.

Las cáscaras no apuntaban en aquella dirección.

—¿Cómo sabes lo que dicen? —inquirió.

—¿Cómo sabes respirar, y cuando es la hora de levantarte o de acostarte?

El joven se encogió de hombros.

—Lo sé, simplemente. Son cosas que se hacen de forma mecánica. Mi ser lo advierte, eso es todo.

—Así es exactamente, sí.

Riverwind se puso de pie en tanto el anciano recogía las bellotas. Al este. Hacia las Montañas Desoladas, una estribación al sur de la cordillera de la Muralla del Este. Al menos, en esta época del año los pasos altos no estaban cerrados por la nieve…

Las bellotas repicaron en la calabaza hueca. Por tercera vez, Cazamoscas las tiró mientras reiteraba la acostumbrada exclamación:

—¡Ja!

El guerrero salió de su ensimismamiento.

—¿Qué ves ahora, anciano?

Cazamoscas miró de reojo al espigado joven.

—He de ir contigo. —El habitual timbre distraído de su voz había desaparecido.

Riverwind se puso tenso. Al cabo, sugirió en un susurro:

—Quizá las interpretes mal.

—Sólo hay una interpretación: «Ir detrás y descender». Es lo que dicen.

—¿Descender?

El tintinear de los cascabeles acompañó la brusca sacudida de cabeza del anciano.

—He de hacerlo. Los augurios no se dan para luego hacer caso omiso de ellos.

—No puedes acompañarme —se opuso el joven con suavidad, a fin de no herir la susceptibilidad del anciano—. Voy lejos, y sólo dispongo de las raciones de un día para una persona. Además, eres muy mayor para emprender una expedición tan larga.

—He de ir, sí. —Cazamoscas se puso de pie. Sus articulaciones crujieron como ramitas secas al pisarlas—. No representaré una carga para ti, Riverwind. No tendrás que cuidarme. Yo me las arreglaré por mí mismo, ¿sí?

El joven posó la mano sobre su hombro.

—No vienes, lo siento.

Las oscuras pupilas de Cazamoscas se clavaron penetrantes en las del guerrero.

—No es sólo mi destino el que tratas de manipular, sino también el tuyo. Los dioses ordenan que abandonemos el poblado juntos. Oponerse a su voluntad es provocar el desastre.

—¿A qué dioses adoras, amigo?

Cazamoscas no respondió, aunque se agachó y trazó en el polvo del camino una figura en forma de dos lágrimas unidas por las puntas. El guerrero conocía el símbolo de la diosa Mishakal; era el mismo emblema forjado en acero que él le había entregado a Goldmoon y que desde entonces colgaba, en secreto, del cuello de su amada. Estrechó los ojos y dedicó una mirada suspicaz al anciano.

—¿Cómo conoces este signo?

—Hubo un tiempo en que todos lo conocían, sí. Mas, ahora, se vislumbra sólo en el cielo, conformado por las joyas relucientes de las estrellas.

Riverwind se encontraba en un dilema. Cazamoscas no estaba capacitado para recorrer bosques y montañas; sin embargo, sus dotes de adivino eran innegables y no creía acertado desestimar su advertencia. Quizá la solución estaba en aceptar que lo acompañara durante un trecho y después dejarlo en un lugar seguro y cómodo.

—No seré una carga —insistió el anciano. Riverwind suspiró resignado.

—De acuerdo. ¿Cuánto tardarás en prepararte?

Cazamoscas se agachó y recogió la calabaza y las bellotas.

—Estoy listo. Esto es todo cuanto preciso.

En el interior del cobertizo no había más que el montón de paja donde dormía el anciano, unos cuantos harapos, y un viejo odre medio podrido. Cazamoscas guardó las bellotas entre los pliegues de la camisola llena de remiendos y ató la calabaza al cinturón con una tira de tela.

—Ningún que-shu lamentará mi ausencia, ¿sí?

Su conjetura era tristemente cierta; nadie lo echaría en falta. Riverwind volvió la mirada hacia el este. Al otro lado de la soleada llanura se dibujaba el lejano perfil de las Montañas Desoladas, apenas un borrón azulado en el horizonte. Aun cuando no cabía esperar un frío desapacible en esta época del año, ni los riscos de la cordillera eran muy escarpados, en las áridas laderas apenas crecía vegetación y las piezas de caza escaseaban.

El guerrero había contado con que tendría que cazar a diario a fin de aprovisionarse, pero ahora la situación se agravaba al tener otra boca que alimentar. Sospechaba que Cazamoscas no sería una gran ayuda en medio de un territorio tan montaraz y desolado.

El destino parecía confabularse contra él. Sin caballo, con escasas provisiones, y además con un pobre anciano algo chiflado a su cuidado… La misión encomendada por Arrowthorn pondría a prueba todos sus recursos con una rigurosidad desmedida. Como contrapartida tenía a favor su ingenio, su pericia y una voluntad inquebrantable. Los antiguos dioses existían. Por ellos; y por Goldmoon, estaba dispuesto a enfrentarse a toda clase de obstáculos.