22. EL JUICIO DE ANUBIS

(Sábado 14 de julio, a las 11 de la noche)

—¡Eh, sargento! ¡No sea impulsivo! —a pesar del acento pausado de Vance, Heath se detuvo bruscamente—. En su lugar yo oiría las advertencias de mister Markham antes de proceder a la detención de Bliss.

—¡Vaya enhoramala!

—En principio, opino como usted, pero no hay que precipitarse tratándose de casos como el presente. El ser precavido no está nunca de más.

Markham, que se había plantado junto a Vance, levantó entonces la cabeza.

—Siéntese, sargento —ordenó—. No se puede arrestar a un hombre basándose en una hipótesis —anduvo hasta la chimenea y de esta vino a nosotros—. Hay que meditarlo bien. No hay pruebas materiales contra Bliss y cualquier abogado un poco hábil que se encargase de su defensa conseguiría su libertad al poco tiempo de haberle detenido nosotros.

—Y Bliss lo sabe —agregó Vance.

—Pero ¡él ha matado a Kyle!

—Concedido —Markham se sentó junto a la mesa y descansó la barbilla entre las manos—. Pero no tengo nada tangible que presentar ante un jurado. Y como dice mister Vance, aun cuando Scarlett se restablezca, sólo podríamos acusar a Bliss de una tentativa de asesinato.

—Lo que más me indigna, señores —gimió Heath—, es que un caballerete cometa un asesinato debajo mismo de nuestras narices y que pueda escapar al castigo. No es razonable.

—Pocas cosas lo son en este pícaro mundo, sargento —observó, sentenciosamente, Philo Vance.

—Bueno, pues salga lo que saliere, yo le arrestaría y después tomaría bien mis medidas, para que prevaleciera la acusación.

—También yo lo haría, sargento, y de muy buena gana —replicó Markham—. Sin embargo, por muy convencidos que estemos de la verdad, debemos procurar, ante todo, apoyarla con pruebas convincentes. Y este bribón las ha puesto a cubierto de tal suerte, que ningún jurado dejaría de absolverle, aunque le sometiéramos a juicio…, cosa muy improbable.

Vance suspiró y se puso en pie.

—¡La ley! —exclamó con inusitado calor—. Y pensar que las salas donde está públicamente expuesta son llamadas «de justicia…» ¡Justicia! ¡Oh, mamma mía querida! Sumus jus: summa injuria. ¿Cómo puede ser esto justicia, ni inteligencia siquiera? Aquí estamos tres personas: un fiscal, un sargento de Policía y un aficionado a la música de Brahms, separados del criminal por unos cincuenta pasos… ¡y sin poder hacer nada! ¿Por qué? Porque esta complicada ley, invento de dos docenas de imbéciles, no ha previsto el caso por el cual un ser despreciable y peligroso, que no sólo asesinó a sangre fría a su bienhechor, sino que trató también de matar a un hombre honrado, trata de cargar con la responsabilidad de ambos crímenes a un inocente… ¡con tal de seguir desenterrando cadáveres! Hani le detesta, pero no me sorprende, porque el egipcio es inteligente y digno; y Bliss es un vampiro.

—Admito que la ley es imperfecta —dijo el fiscal, interrumpiéndole agriamente—, pero con tus disertaciones no conseguiremos nada. Estamos frente a un terrible problema y debernos pensar en la manera de resolverlo.

Vance estaba de pie ante la mesa, y tenía los ojos fijos en la puerta.

—Tu ley jamás lo resolverá —dijo—. Tú no puedes probar la culpabilidad de Bliss; ni siquiera arrestarlo, o te convertirás en el hazmerreír de la comarca. Y él se hará pasar por una especie de héroe perseguido por un policía incompetente, que a fin de salvar sus más o menos clásicas facciones, le ha saltado desesperadamente al cuello.

Vance aspiró una gran bocanada de humo.

—Querido John, me inclino a creer que los antiguos dioses de Egipto eran más inteligentes que Solón, Justiniano y todos los legisladores de peso. Hani nos habló de la venganza de Sakhmet. Pues bien: después de todo, más que tus leyes puede ser eficaz la dama del disco solar. En general, quizá sean disparatadas las ideas mitológicas; pero ¿acaso tienen más sentido común los absurdos de la ley moderna?

—¡Por Dios, haz el favor de callar!

Markham se irritaba fácilmente.

Vance le dirigió una mirada afectuosa.

—Tienes atadas las manos por la técnica de un sistema legal; y como resultado, va a dejarse en libertad de hacer daño a un ser como Bliss. Además, un muchacho inofensivo, Salveter, se hará sospechoso a todo el mundo, quedando hecha trizas su reputación. En cuanto a Meryt-Amen, mujer valerosa…

—Comprendo todo esto —Markham hizo un gesto de agonía—. Y, sin embargo, Philo, no hay ni una sola prueba convincente de la que poder echar mano para detener a Bliss.

—Es una lástima. Nuestra sola esperanza se cifrará, entonces, en que el eminente doctor sea víctima de un súbito y fatal accidente. Estas cosas suceden a veces.

Vance fumó largo rato en silencio.

—¡Si los dioses de Hani poseyeran el poder sobrenatural que se les atribuye! —suspiró—. ¡Qué simple sería acabar con el asunto a satisfacción de todos! La verdad es que Anubis no ha quedado muy lucido que digamos en este caso. ¡Buen perezoso está! Como señor del mundo de los muertos…

—¡Basta! —Markham se irguió—. Careces del sentido de oportunidad; eres un chiflado sin responsabilidad alguna. Sin duda es delicioso ser como tú…, pero hay que continuar trabajando.

—Y sin descansar —Vance pareció acoger con indiferencia la explosión de su amigo—. Oye, ¿por qué no presentas a la legislatura un nuevo proyecto de ley que modifique las reglas existentes en materia de pruebas? Su único inconveniente sería que mientras se discutía y se nombraban comités, tú, yo, el sargento y Bliss habríamos pasado para siempre por los oscuros corredores del tiempo.

Markham se volvió lentamente a mirarle. Tenía las pupilas contraídas.

—Oye, ¿qué ocultas en esa palabrería infantil? ¿Has pensado algo? —dijo.

Vance se apoyó en el borde de la mesa y dejó el cigarrillo en esta, hundiendo luego ambas manos en los bolsillos del pantalón.

—John —dijo, con deliberado aire de gravedad—, sabes tan bien como yo que Bliss queda al margen de la ley, y que no hay medio humano de poder demostrar su culpabilidad. Únicamente se me ocurre apelar a un ardid.

—¿Un ardid? —repitió Markham, indignado.

—¡Oh!, no se trata de nada imposible —repuso ligeramente Vance, tomando un nuevo cigarrillo—. Considera, John…

Y se metió en una detallada descripción del caso. Yo no podía comprender el motivo de tal verbosidad, que a mi parecer tenía poquísima relación con la apurada situación a que habíamos llegado, y también Markham estaba perplejo. Varias veces trató de interrumpir a Philo, pero este levantaba imperiosamente la mano y continuaba con su exposición.

Llevaba hablando diez minutos seguidos, cuando Markham decidió reducirle al silencio.

—Al grano, Philo, al grano —dijo, un tanto enfadado—. Ya nos has explicado todo eso. ¿Se te ha ocurrido acaso una idea?

—Sí —replicó seriamente—. He pensado en someter a Bliss a un sencillo experimento psicológico que quizá dé resultado. Se trata de arrancarle, por sorpresa, una confesión, para la cual usaríamos de un ardid. El no sabe que hayamos encontrado a Scarlett dentro del sarcófago. Así, podríamos decirle, por ejemplo, que ha prestado declaración y que esta no le favorece, añadiendo que estamos enterados de todo y que hemos puesto a mistress Bliss al corriente de la situación. Si ve que ha fracasado la intriga y que no puede albergar ya la esperanza de continuar las excavaciones, cantará de plano, porque es un gran egoísta. Y si le apuramos, no sólo se franqueará, sino que se alabará también de su astucia para combinar planes. De una confesión de ese loco depende que podamos entregarle a la justicia. Ea, Markham, confiésalo.

—Pero ¿no podríamos arrestarlo basándonos en las pruebas que fraguó contra sí mismo? —preguntó, irritado, Heath—. Tenemos la del alfiler de corbata, la de las huellas de sangre y las impresiones dactilares…

—No, no, sargento —Markham estaba nervioso—. Se ha cubierto de tal suerte, que en cuanto le detuviéramos, envolvería a Salveter. Y sólo conseguiremos la ruina de un inocente y la desgracia de mistress Bliss.

Heath capituló.

—Sí, lo comprendo —dijo pasado un instante—. Pero esta situación me destroza. He conocido pillos en mi vida, pero ninguno como este pájaro de Bliss. ¿Por qué no seguir la indicación de mister Vance?

Markham había estado paseando con impaciencia, mas al oír esto, se detuvo, apretando los dientes.

—Sí, será lo mejor —fijó en Vance la mirada—. Pero no le trates con mano blanda —advirtió.

—¡Oh, no!

Se aproximó a la puerta y la abrió de par en par.

Hani estaba junto a ella, de centinela, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Ha dejado el doctor su estudio? —le preguntó.

—No, effendi.

Los ojos de Hani estaban fijos en un punto lejano.

—Bueno —Vance emprendió la marcha vestíbulo abajo—. Vamos, John. Veamos qué efecto le hace nuestra persuasión.

Markham, Heath y yo echamos a andar detrás de él. Al llegar junto a la puerta del estudio, no llamó previamente con un discreto golpecito, sino que la abrió sin andarse con cumplidos.

—¡Oh! ¡Aquí falta algo! —exclamó, aun antes de comprobar que estaba vacío—. ¡Qué raro! —se llegó a la puerta de acceso al Museo y la abrió también, observando—: Quizá el doctor esté examinando sus tesoros.

Franqueó el umbral y bajó la escalera, seguido siempre por nosotros. Pero al llegar al pie, se detuvo, de pronto, llevándose una mano a los ojos.

—Ya no interrogaremos más al doctor Bliss —dijo en voz baja.

No necesitamos que nos explicara el motivo. En el ángulo opuesto de la sala, y casi en el sitio preciso en que habíamos hallado el día anterior el cuerpo de Kyle, en mitad de un gran charco de sangre, vimos a Bliss caído de bruces y con los miembros extendidos. Atravesada sobre su cráneo destrozado estaba la gran estatua de Anubis. Por lo visto, la pesada efigie del dios de ultratumba había caído sobre él mientras se inclinaba a contemplar los objetos encerrados en el estante ante el cual había matado a Kyle. La coincidencia era tan aterradora que en unos instantes nadie pudo pronunciar palabra. Inmóviles, como paralizados por una especie de horror mudo, contemplamos el cuerpo del gran egiptólogo.

Fue Markham el primero en romper el silencio.

—¡Es increíble! —su voz sonaba forzada y poco natural—. Parece un justo castigo.

—Sin duda —Vance se llegó a los pies de la estatua y se inclinó aparentemente para contemplarlo—. Mas no soy dado al misticismo, sino al empirismo, como dice Weininger que les sucede a todos los ingleses[35] —dijo, poniéndose el monóculo—. Lamento tener que causarles una desilusión, pero no hay nada sobrenatural en la muerte del doctor. Repara, John, en los tobillos rotos de Anubis. La situación es clara. Mientras se inclinaba el doctor sobre su tesoro, tropezó, no sabemos cómo, con la estatua, y esta se le vino encima.

Todos nos inclinamos para ver mejor. La pesada base de la estatua continuaba en el lugar que ocupaba cuando la vimos por primera vez; pero la figura se había quebrado por los tobillos.

—Son excesivamente delgados —decía Vance, señalándolos— y hechos, lo mismo que toda la figura, de una frágil materia, como es la piedra caliza. Se cascarían durante el viaje y luego el tremendo peso del tronco aumentó resquebrajaduras.

Heath la inspeccionaba de cerca.

—Sí; esto es lo que ha sucedido —declaró, enderezándose al fin—. En mi vida he presenciado muchas bajas, jefe —agregó, dirigiéndose a Markham, con simulada viveza—, pero ninguna me ha satisfecho tanto como esta. Mister Varee deseaba arrancar una confesión al doctor…, pero quizá debía fracasar en su intento, mientras que ahora todo queda resuelto.

—Es mucha verdad —Markham hizo un gesto distraído de aprobación. Se hallaba todavía bajo la influencia del asombroso cambio de la situación—. Le dejo encargado, sargento, de llamar a la ambulancia y al forense. Apenas haya llenado dichas formalidades, telefonee a casa. Yo me cuidaré mañana de atender a los periodistas. ¡A Dios gracias, tenemos el caso resuelto!

Permaneció algún rato con los ojos clavados en el cadáver. Tenía el rostro macilento, pero comprendí que la muerte inesperada de Bliss le aliviaba de un gran peso.

—Pierda usted cuidado, que yo atenderé a todo —aseguróle Heath—. Pero ¿quién se encargará de participar a mistress Bliss la triste nueva?

—Hani, sin duda alguna —replicó Vance—. Vamos, viejo amigo —añadió, cogiendo a Markham por un brazo—. Te está haciendo falta descanso. Acompáñame a mi pobre morada y te daré un vaso de soda con coñac. Aún me queda una botella de Napoleón.

—¡Gracias!

Markham exhaló un profundo suspiro.

Al salir del vestíbulo, Vance llamó con una seña a Hani.

—Su amado patrón se ha unido, en el Amentet, con las sombras de los faraones —le comunicó—. ¿No es conmovedor?

—¿Ha muerto?

El egipcio arqueó levemente las cejas.

—Sí, Hani. Anubis le cayó encima mientras estaba inclinado sobre el último estante. Ha sido una muerte teatral, pero justa, porque el doctor Bliss era el culpable del asesinato de Kyle.

—Usted y yo nos dimos cuenta de ello desde un principio, effendi —replicó el egipcio, sonriendo melancólicamente—. Pero temo que la muerte del doctor haya sido obra mía, ya que al desempaquetar ayer a Anubis, reparé en la resquebrajadura de sus tobillos. Si no dije nada al doctor, fue por temor a que me acusara de descuido, o creyera que la había estropeado voluntariamente.

—Nadie piensa en culparle de su muerte —respondió Vance, indiferentemente—. ¡Ah!, le dejamos encargado de enterar a mistress Bliss de la tragedia. Mister Salveter volverá mañana por la mañana. Es-salámu alei-kum.

—Wu alei-kum es-salámu wa rahmat Ulláh wu-Essalámu alei-kum.

Vance, Markham y yo salimos a respirar el aire cálido de la noche.

—Vayamos a pie —sugirió Philo—. De aquí a mi casa hay poco más de una milla y siento necesidad de hacer un poco de ejercicio.

Accedió Markham a su petición y, en silencio, dirigimos nuestros pasos hacia la Quinta Avenida. Después de haber cruzado Madison Square y en el momento de pasar por delante del Stuyvesant Club, dijo Markham:

—Es increíble, Philo. Me siento inclinado a la superstición. He aquí que se nos presenta un problema insoluble: sabemos que Bliss es culpable y, sin embargo, no hay manera de probarlo. Y mientras estamos discutiendo el caso, baja al Museo y se mata accidentalmente, cayendo en el lugar mismo en que mató a Kyle. ¡Vamos, que cosas como esta no pasan en el curso de los acontecimientos de este mundo! Pero lo que me parece todavía más fantástico es tu sugestión respecto a la posibilidad de que sufriera un percance…

—Sí, sí. Interesante coincidencia.

Vance no parecía dispuesto a hablar del caso.

—En cuanto al egipcio —continuó razonando el fiscal—, se asombró muy poco cuando le informaste de la muerte de Bliss. Obró como si hubiera estado esperando la noticia.

De pronto se quedó parado. Vance y yo nos detuvimos también y le miramos. Sus ojos echaban lumbre.

—¡Hani mató a Bliss! —exclamó.

Vance se encogió de hombros y replicó, suspirando:

—Naturalmente, John. Creí que tú te habías dado cuenta de ello antes.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—Es muy sencillo: comprendiendo como tú que no había manera de probar la culpabilidad del doctor, sugerí a Hani cómo debía terminar el affaire

—¿Tú? ¿Sugeriste, tú, a Hani?…

—Sí. Durante nuestra conversación en la sala. Yo no soy aficionado, querido John, a malgastar tiempo en conversaciones mitológicas, siempre y cuando no tenga un motivo para ello. Y simplemente di a entender a Hani que no se podía entregar a Bliss a la justicia, y le indiqué lo que había de hacer para vencer tal dificultad, y sacándole, de paso, de un trance apurado.

—Pero Hani estaba en el vestíbulo, con la puerta cerrada.

La indignación del fiscal iba en aumento.

—Es verdad. Yo mismo le ordené que se colocara allí… para que pudiera oírme.

—Entonces deliberadamente tú…

—Eso es. Yo… deliberadamente —concluyó Vance, abarcando el espacio con un amplio gesto de abandono—. Mientras hablaba contigo y te parecía tonto, sin duda, me dirigía realmente a Hani. Claro que yo no sabía si él quería aprovecharse o no de la oportunidad que se le brindaba; pero ¡la aprovechó! En el Museo se proveyó de una maza, ¡ojalá fuera la misma con que mataron a Kyle!, y con ella asestó un golpe en la cabeza de Bliss. Luego bajó su cuerpo por la escalera de caracol y lo depositó a los pies de Anubis. Se valió de la maza para romper los tobillos calizos de la estatua y esta cayó sobre el cráneo de Bliss. No puede ser más sencillo.

—Sí. ¿Aquella explicación del caso con que nos mareaste en la sala…?

—Tenía por objeto distraeros a ti y al sargento, en caso de que Hani se decidiera a actuar.

A Markham se le contrajeron las pupilas.

—No puedo permitir cosas como esta, Philo. Haré detener a Hani. Sus huellas dactilares habrán quedado impresas…

—No, John. ¿No reparaste en aquel par de guantes que colgaban del perchero? Pues como no es tonto, Hani se los puso antes de entrar en el estudio. ¡Trabajo te doy para demostrar su culpabilidad! Casi le admiro. Es un fellah muy animoso.

Markham estuvo algún tiempo sin decir nada. Estaba furioso. Sin embargo, acabó por lanzar una exclamación:

—¡Es indignante!

—Sí, por cierto —convino amablemente Vance—. Pero ¿no lo fue también el asesino de Kyle? —encendió un cigarrillo y le dio alegremente varias chupadas—. Vosotros, los abogados, estáis sedientos de sangre; sois unos envidiosos. Tú querías enviar a Bliss a la silla eléctrica, pero no has podido; Hani ha simplificado la situación poniéndose en tu lugar. Y ya veo que te decepciona que se te haya adelantado en la tarea de quitarle la vida. ¡La verdad, John, eres un egoistón!

Me parece que no estaría de más un breve epílogo. Recordará el lector, sin duda, que a Markham le costó poco trabajo convencer a la Prensa de que Bliss era culpable del crimen cometido en la persona de Benjamín H. Kyle, así como de que su trágico «accidente» se debía en gran parte a lo que solemos llamar justicia divina.

Scarlett recobró la salud, contra el parecer de los médicos, pero transcurrieron unas cuantas semanas antes que pudiera coordinar sus ideas, A finales de agosto fuimos Vance y yo a visitarle al hospital y allí corroboró la teoría de este último respecto a lo sucedido aquella noche fatal en el Museo; por el fallecimiento de su padre, fue llamado, en septiembre, a Inglaterra, y allí recibió la embrollada herencia de una propiedad en Bedfordshire.

Mistress Bliss y Salveter se casaron en Niza al final de la primavera siguiente; y por los boletines de la Institución arqueológica, veo que continúan las excavaciones en la tumba de Intef. Salveter se ha puesto al frente de ellas y observé con placer que el perito técnico de la expedición es Scarlett.

Por una carta reciente de Salveter, dirigida a Vance, sabemos que Hani se ha reconciliado ya con la «profanación de las tumbas de sus antepasados». Continúa al lado de Meryt-Amen y de su esposo, y me inclino a creer que todavía más fuerte que sus prejuicios es el amor que profesa a la feliz pareja.

Fin de «El Escarabajo Sagrado»