(Sábado 14 de julio, de las 2 de la madrugada a las 10 de la noche)
Heath nos dejó en el cruce de la calle Diecinueve con la Cuarta Avenida, y Vance, Markham y yo tomamos un taxi que nos llevó a casa de Philo, pues, aunque eran cerca de las dos, no soñaba el fiscal con retirarse a descansar. Siguió a Vance escaleras arriba, y una vez llegado a la biblioteca, fue a abrir de par en par el ventanal y asomó la cabeza para contemplar la noche, pesada y nebulosa. Los acontecimientos del día no se habían desarrollado conforme a sus deseos; sin embargo, comprendí que su incertidumbre era muy profunda y que no daría un paso decisivo mientras no se esclarecieran los factores antagónicos de la situación.
En un principio, el caso había parecido sencillo y limitado el número de posibles conjeturas. Mas aparte de estos dos hechos, desprendíase del affaire algo sutil y misterioso que impedía adoptar medidas extremas. Sus elementos eran excesivamente fluidos; sus datos fundamentales, contradictorios. Vance fue el primero que adivinó sus complicaciones, el primero en indicar sus invisibles paradojas; y con seguridad puso el dedo en los puntos vitales de la intriga, previendo con tanto acierto determinadas fases de su desarrollo, que Markham abandonó el caso en sus manos y se mantuvo, real y aparentemente, en segundo término.
No obstante, estaba impaciente y poco satisfecho del giro que tomaban las cosas. En definitiva, hasta el momento presente, nada que se relacionara con la personalidad del criminal había sido aclarado por el proceso de investigación seguido por Vance con tan poco interés y de modo tan contrario a las normas establecidas.
—No avanzamos, Philo —dijo con sombría inquietud, mientras volvía la espalda a la ventana—. Me he mantenido alejado todo el día de la cuestión. Te he dejado tratar a esa gente a tu gusto, porque sé que los conoces a casi todos y, además, porque tus estudios egiptológicos te capacitan para dirigir un interrogatorio diferente del modo impersonal empleado por nosotros. Y también adivinaba que tratabas de comprobar una hipótesis plausible. Mas el misterio en que permanece envuelto el asesinato de Kyle está ahora tan lejos de aclararse como cuando entramos por vez primera en el Museo.
—Eres un pesimista incorregible, John —replicó Vance al tiempo que se ponía una bata de foulard estampado—. Sólo hace quince horas que encontramos a Sakhmet atravesada sobre el cráneo de Kyle; y por penoso que sea para el fiscal del distrito reconocerlo, convendrás conmigo en que los trámites de una investigación oficial apenas si suelen estar comenzados en tan breve tiempo.
—Pero, por lo menos —observó Markham agriamente—, en ese tiempo suele hallarse un cabo o dos de la madeja y trazarse un plan rutinario, pero lógico. Si hubiéramos abandonado a Heath las riendas del poder, habría hecho ya a estas horas una detención…, con mayores probabilidades de éxito en un campo de operaciones tan poco extenso como el que nos ocupa.
—Es posible, en efecto, que Heath los hubiera metido a todos en la cárcel, incluso a Brush, Dingle… y al conservador del Metropolitan Museum. Es una táctica usual, empleada contra personas inocentes para favorecer a la Prensa. Mas no me atrae esa técnica. Soy demasiado humano, conservo todavía muchas ilusiones para eso. ¡Ay! ¡El sentimentalismo será mi perdición!
Markham dejó oír un gruñido desdeñoso y fue a sentarse a un extremo de la mesa, donde estuvo tamborileando con los dedos las cubiertas de pergamino de un gran ejemplar del Malleus maleficarum.
—Tú mismo dijiste que cuando se desarrollase el segundo episodio de la acción, y ya se ha desarrollado con el atentado contra Bliss, comprenderías todas las fases del complot y quizá podrías también presentar alguna prueba tangible contra el asesino de Kyle. Sin embargo, me parece que el suceso de anoche nos ha sumido más aún en la incertidumbre.
Vance mostró su disconformidad con un grave movimiento negativo de cabeza.
—Por el contrario, el lanzamiento de la daga y la pérdida y el hallazgo de su funda han aclarado el único punto oscuro de la intriga —afirmó.
Markham levantó vivamente los ojos.
—¿Sabes ya en qué consiste?
Vance introdujo un Regie en una boquilla de ámbar, operación realizada con cuidado, mientras contemplaba un Picasso que había junto a la chimenea.
—Sí, Markham —dijo al fin—. Creo saberlo, ahora. Y si ocurre lo que espero, te convenceré del acierto de mi diagnóstico. Por desgracia, el lanzamiento de la daga era una parte solamente del episodio; el cuadro no está terminado, como dije antes. Algo intervino. Y el toque final, el redondeamiento del episodio, está aún por venir.
Hablaba con una solemnidad impresionante y pude ver que Markham se dejaba influir por su actitud.
—¿Te has formado una idea definida de lo que va a ser? —inquirió.
—¡Oh, sí! Sólo que no puedo decir cómo. Es probable que lo ignore el mismo culpable, ya que debe aguardar una ocasión favorable. Pero consistirá en algo específico o mejor en una prueba. Una prueba segura, irrefutable, John. Esperemos a que surja y entonces te convenceré de la verdad, de toda la honrosa verdad.
—¿Y cuándo crees que aparecerá?
—De un momento a otro. Algo evitó que tomara cuerpo, anoche, porque has de saber que lo que va a pasar es el corolario del episodio de la daga. Tomándolo en serio y permitiendo al propio tiempo que hallara Hani la vaina, hemos provocado la presentación inmediata de una prueba final. Una vez más, hemos evitado caer en la trampa dispuesta por el criminal…, aunque esa trampa no estaba cebada del todo.
—Estoy contento de recibir una explicación, más o menos satisfactoria, de tu indiferente actitud de anoche —observó Markham. A pesar del acento de sarcasmo empleado en la frase, era evidente que en el fondo no se permitía aún censurar la conducta de Vance. Pero estaba sumido en un mar de confusiones y predispuesto, por consiguiente, a la excitación—. Por lo visto, no te ha interesado conocer cómo se fraguó el atentado contra la vida de Bliss.
—Lo sé perfectamente, querido John —Vance hizo un ligero ademán de impaciencia—. Pero sólo me preocupaban los móviles del crimen, como dicen los reporteros.
Comprendiendo Markham que de nada le servía preguntar a Vance, que blandía la daga distraídamente, el fiscal dedicóse a comentar las recientes actividades de su amigo.
—Pudiste obtener alguna idea provechosa de tu conversación con Scarlett, quien, evidentemente, pasó la noche en el Museo.
—Sí; mas no olvides, John, que entre las habitaciones de Bliss y el Museo media una doble pared y que las puertas de acero amortiguan el sonido. Podían haber estallado tres bombas en la habitación del doctor sin que nadie en el Museo las oyera.
—Tal vez tengas razón —Markham se había enderezado y contemplaba fijamente a Vance—. Confío en ti, abominable amateur, y precisamente por eso voy contra todos mis principios, retardando los procedimientos oficiales y actuando fuera de mi despacho. Pero si me engañaras, ¡que Dios se apiade de tu alma!… Bueno, ¿cuál es el programa de hoy?
Vance le dio las gracias con una afectuosa mirada de agradecimiento, seguida instantáneamente de una cínica sonrisa.
—De modo que soy algo así como una tabla a la que se agarra el fiscal cuando corre peligro de ahogarse, ¿eh? No es una posición muy halagüeña —observó.
Siempre sucedía lo mismo con los dos amigos; en cuanto hacía uno de ellos una concesión generosa, ya estaba el otro atenuando su efecto, para no dejarse llevar de la emoción.
—¿El programa para hoy? —repitió siguiendo el interrumpido hilo de la conversación—. Pues, francamente, no lo he trazado aún. En el Wildenstein exhibe una colección de trajes la casa Gauguin, otra de colores armónicos en el gran Pont-Avenois, quizá entre un instante para recrear la vista; hay una audición musical del Septimino de Beethoven, en el Carnegie Hall; una exposición de pinturas naturales egipcias, procedentes de las tumbas de Nakte, Mene-na y Re-mi-Ra…
—… y otra de orquídeas en el gran Central Palace —concluyó Markham, interrumpiéndole—. Oye, Pililo: si dejamos transcurrir otro día sin una acción inmediata, expondremos la vida de cualquier ocupante de la casa a un atentado parecido al perpetrado contra el doctor. Si el asesino de Kyle es tan implacable como dices y no ha concluido su tarea…
—Es que yo no creo que llegue a ese extremo —el rostro de Vance se había nublado—. La intriga no encierra otro nuevo acto de violencia. Por el contrario, me parece que ha entrado en una fase más sutil, más reposada y… más peligrosa, por lo mismo —fumó reflexivamente un momento, agregando después—: Las cosas no han sucedido como pensaba el criminal, cuyas dos principales jugadas deshicimos, pero tiene en reserva más de una combinación y confío en que la expondrá.
Le falló aquí la voz; entonces se enderezó y marchó hacia la ventana.
—En fin, nos ocuparemos de la situación más adelante —dijo, volviendo lentamente a nuestro lado—, procurando guardarnos de cualquier peligrosa tentativa, y entre tanto aceleraré la presentación de la última prueba.
—Bueno, ¿cuánto va a durar esta situación? —Markham estaba turbado y muy nervioso—, porque no quiero aguardar indefinidamente a que ocurran apocalípticos sucesos.
—Concédeme un plazo de veinticuatro horas —replicó Vance—, y si entonces no ha tirado de los hilos el caballero que nos mueve como las marionetas, te permitiré que dejes actuar a Heath.
Pero el suceso culminante ocurrió antes de haber transcurrido las horas pedidas. Jamás olvidaré el catorce de julio, día terrible y el más excitante de mi existencia; y aun al escribir este relato, años después, apenas puedo reprimir un escalofrío. No quiero pensar lo que habría sucedido, la injusticia tremenda que se habría cometido, de buena fe, de no haber asistido Vance al desarrollo del diabólico plan iniciado con el asesinato de Kyle, negándose a consentir el arresto de Bliss, con que le amenazaban Heath y Markham.
Muchos meses después del fatal acontecimiento, me confió Vance que jamás se había visto, como entonces, frente a la ardua tarea de aplacar a Markham y convencerle de que el único medio posible de saber la verdad era una espera pasiva. Porque desde el momento en que entró en el Museo, como respuesta al llamamiento de Scarlett, se dio cuenta de las dificultades que tenía delante, ya que todo estaba dispuesto de modo que obligara a Markham y la Policía a dar el paso contra el cual luchó él tan persistentemente.
Aunque Markham no había abandonado la casa de Vance hasta las dos y media de la madrugada, Philo saltó de la cama antes de las ocho de la mañana. El día prometía ser tan sofocante como el anterior, y por eso Vance tomó su café en el roof-garden. Había enviado a Currie por todos los diarios de la mañana, y pasó cosa de media hora leyendo el relato del crimen.
Discretamente se había abstenido Heath de dar el informe detallado del hecho a la Prensa, permitiendo tan sólo que los periódicos narraran escuetamente lo ocurrido. Sin embargo, el crimen causó gran sensación, dada la posición elevada de Kyle y la fama de Bliss. Apareció en la primera plana de todos los periódicos de la metrópoli, junto con largas reseñas referentes a los trabajos egiptológicos del doctor y del interés pecuniario demostrado por el filántropo difunto. En general corría la hipótesis (y en esto vi la mano del sargento) de que alguien había entrado en el Museo y en venganza o por enemistad había matado a Kyle con la primera arma que se le vino a mano.
Heath había contado a los periodistas el hallazgo del escarabajo sagrado junto al muerto, pero sin darles más informes, y en torno a tan pequeño objeto, única prueba mencionada, y ávidos como siempre de títulos sensacionales, encabezaron con su nombre la tragedia. Así, aun aquellas personas que olvidaron el nombre de Benjamín H. Kyle, recuerdan hoy la sensación producida por su muerte como resultado del descubrimiento del escarabajo de lapislázuli, originario del 1650 a. C., como pudo verse por el nombre del Faraón que llevaba el grabado.
Vance leyó con cínica sonrisa la información, murmurando:
—¡Pobre John! Heath ha descubierto que va a encargarse del caso, a menos que no suceda algo decisivo, y pronto veré descender sobre él una nube de moscones antigubernamentales.
Estuvo meditando y fumando durante algún tiempo, y telefoneó luego a Salveter, rogándole que acudiera en seguida.
—Quiero evitar un desastre —me explicó, una vez que hubo colgado el receptor—. Por más que estoy seguro de que antes» de apelar a recursos extremos, se procurará vendarnos nuevamente los ojos.
Cerró los suyos y permaneció perezosamente tendido por espacio de unos quince minutos. Creí que se había dormido; sin embargo, al abrir Currie suavemente la puerta para anunciar a Salveter, le ordenó que pasara antes que el pobre hombre tuviera tiempo de explicarse.
Salveter apareció ansioso y perplejo.
—Siéntese, mister Salveter —insinuó Vance, mostrándole una silla con un movimiento indolente de su mano—. He estado pensando en Hetep-heres y en el museo de Boston. ¿Tiene algo que hacer allí esta noche?
Aumentó la perplejidad de Salveter.
—Siempre trabajo más de lo que puedo —replicó con el ceño fruncido—, especialmente desde las excavaciones de la expedición Harvard, de Boston, en las pirámides de Gizeh. Y precisamente a causa de ellas tuve que ir ayer al Metropolitan Museum. ¿Responde esto satisfactoriamente a su pregunta?
—Del todo satisfactoriamente. Respecto a esas reproducciones del mobiliario de la tumba de Hetep-heres, ¿verdad que podría ordenarlas más fácilmente si viera personalmente al doctor Reisner?
—Ciertamente. De todos modos, tendré que ir al Norte un día u otro para terminar el asunto… Ayer estaba sólo sobre la pista de una información preliminar.
—¿Le detendría el hecho de ser mañana domingo?
—Muy al contrario, ya que probablemente veré al doctor en su casa y podremos charlar con mayor tranquilidad.
—En tal caso, supongamos que toma el tren esta noche, después de cenar, para estar de vuelta… mañana por la noche. ¿Tiene alguna objeción que hacer?
La perplejidad de Salveter fue sustituida por un mayor asombro.
—¡Oh, no! —balbució—. Ninguna, pero…
—¿Le parecería extraño al doctor?
—No puedo decirlo; quizá no. El Museo no es lugar agradable ahora.
—Bueno, pues… deseo que se vaya mister Salveter —Vance abandonó su aire perezoso y se irguió—. Y quiero que se vaya sin discusión ni interrogatorios. Supongo que no le prohibirá el doctor que parta, ¿eh?
—No; a lo sumo, puede extrañarse de mi comportamiento en semejantes circunstancias, pero jamás se ha inmiscuido en mi método de trabajo.
Vance observó:
—Bueno. Esto es todo. A las nueve y media de la noche sale el tren para Boston; procure tomarlo. Y telefonee desde la estación, a modo de justificación. Estaré aquí entre nueve y nueve y treinta. Mañana puede volver a la hora que guste, siempre que haya pasado el mediodía.
Salveter hizo una mueca.
—¿Me lo ordena usted?
—Sí, y muy seriamente, mister Salveter —replicó Vance, con expresiva calma—. No se preocupe por mistress Bliss. Hani vela por ella.
Salveter quiso replicar; cambió de idea y girando bruscamente en redondo, salió con paso rápido.
Vance bostezó.
—Me parece que voy a tomarme ahora dos horitas más de sueño —declaró.
Después de comer en el Marguèry, asistió Vance a la exposición de Gauguin, y más tarde a la audición musical del Carnegie Hall. Era muy tarde al acabarse el concierto para ir a ver las pinturas egipcias del Metropolitan, por lo que, en lugar de ello, pidió a Markham que le trajera el coche y cenamos los tres en el Claremont.
Vance le dio una breve explicación de la medida tomada con relación a Salveter, .pero apenas si Markham hizo comentarios. Tenía aspecto satisfactorio y la tirantez de su actitud me hizo comprender lo mucho que confiaba en la predicción de Vance, de que algo concreto, relacionado con el caso Kyle, iba a suceder.
Después de cenar volvimos al roof-garden de Vance. Duraba todavía el calor enervante del día y apenas si corría un soplo de aire.
—He dicho a Heath que le telefonearía —comenzó a decir el fiscal, hundiéndose en un cómodo sillón de mimbres.
—¡Es casual! También iba yo a sugerir que nos pusiéramos en contacto con él —replicó Philo—. Me agradaría poder recurrir a él; es siempre un consuelo.
Tocó el timbre para ordenar a Currie que le trajese el aparato telefónico, y ya en su poder, rogó a Heath que se reuniera a nosotros.
—Tengo el presentimiento —dijo Vance, con forzada ligereza— de que de un momento a otro vamos a ser llamados para dar fe de una prueba irrefutable de la culpabilidad del criminal. Y si esta prueba es la que me figuro…
De pronto, Markham adelantó el busto.
—¡Ahora comprendo —exclamó— qué es lo que has estado insinuando misteriosamente! Se trata de la carta jeroglífica que hallaste en el estudio.
Vance vaciló, pero sólo momentáneamente.
—Sí, John —confesó—. Aún no ha sido explicado, y creo, sin poder quitarme la idea de la cabeza, que ha de encajar perfectamente en el plan criminal del asesino.
—Pero tú tienes esa carta…
—Sí, y la aprecio lo indecible.
—¿Crees que es la misma que escribió Salveter?
—Sin duda alguna.
—¿Y crees que él ignora que fue rota en pedazos y arrojada a la papelera del doctor?
—Desde luego. Todavía se pregunta qué ha sido de ella…, y su desaparición le disgusta.
Markham observó a Vance con marcada curiosidad.
—Hablaste de alguna misión para la cual debía servir la misiva antes de ser desechada, ¿verdad? —insinuó.
—Y ello es precisamente lo que estoy deseando comprobar. Francamente, John, yo esperaba que formase parte del misterio creado por el lanzamiento de la daga, y confieso que me decepcionó en extremo dejar a la familia instalada cómodamente en sus respectivos lechos sin haber tropezado con un solo jeroglífico —alargó el brazo y tomó un cigarrillo—. Ahora bien: para esto hay un motivo, y creo saber cuál es. Por esto me afirmo en la creencia de que algo va a suceder de un momento a otro.
Sonó el timbre del teléfono, y el propio Vance se puso al aparato. Era Salveter, que llamaba desde la estación Central; y tras un breve intercambio de palabras, tomó Vance a colocar el aparato sobre la mesa, con aire satisfecho.
—Por lo visto, el doctor puede prescindir algunas horas de su ayudante —explicó—. Así, la pequeña estrategia se ha llevado a cabo sin dificultad.
Media hora después fue introducido el sargento en el roof-garden. Venía malhumorado y deprimido y nos saludó con un gruñido.
—¡Animo, sargento! —le dijo Vance, con alegre acento—. Hoy se conmemora la toma de la Bastilla. ¿No le llama la atención la coincidencia? No es del todo imposible que pueda encarcelar al asesino de Kyle antes de medianoche.
—¿De verdad? —Heath se sentía escéptico—. ¿Va a venir aquí quizá con todas las pruebas necesarias? ¡Qué buen muchacho…, y qué acomodaticio!
—No sucederá precisamente así, sargento. Pero verá cómo nos llama. Es tan generoso, que le creo capaz de delatarse él mismo.
—¿Generoso? ¡Cuco, diría yo! En fin, mister Vance, si hiciera eso, ningún tribunal querría condenarle. Le declararían loco y tendría derecho, de por vida, a manutención, alojamiento y asistencia médica gratuitos —sacó el reloj—. Son las diez en punto. ¿A qué hora llegará el aviso?
—¿Las diez? —Vance comprobó la hora—. ¡Diantre! ¡Es más tarde de lo que yo imaginaba! —ansiosa expresión alteró su semblante—. ¿Habré calculado mal?
Dejó el cigarrillo y comenzó a pasear, parándose a poco ante Markham, que le miraba intranquilo.
—Al enviar fuera de la ciudad a Salveter —explicó pausadamente— confiaba en que sucediera en el acto el ansiado acontecimiento. Pero temo que haya pasado algo malo. Por eso voy a trazarte un plan general del caso —hizo una pausa y frunció el ceño—. Mas para esto convendría que estuviera Scarlett presente —añadió—. El podría llenar algunos claros.
—¿Qué sabe Scarlett del caso?
—Muchísimas cosas —fue la respuesta de Vance. Hizo ademán de coger el aparato telefónico y de repente vaciló—. No tiene teléfono particular e ignoro el número del de su casa —observó.
—Ahora mismo lo sabremos.
Heath tomó el aparato y se puso al habla con cierto oficial de Policía amigo suyo que hacía el turno de noche. Le explicó en pocas palabras el motivo de su llamada, colgó y pidió luego otro número.
Aguardó largo rato a que le contestaran, y por fin se oyó una voz desde el otro lado. Por las preguntas del sargento, dedujimos que Scarlett no estaba en la casa.
—Era su patrona la que hablaba —nos explicó Heath, disgustado, después de colgar el receptor—. Dice que Scarlett salió a las ocho dejando recado de que iba un ratito al Museo, pero que estaría de vuelta a las nueve. A esta hora tenía citado a un amigo en casa, y este aún le aguarda.
—En este caso, llamemos al Museo —Vance pidió el número de Bliss, y una vez obtenido dijo a Brush que llamase a Scarlett al aparato—. Tampoco está en el Museo —dijo después de unos minutos de conversación con el mayordomo—. Llegó, según dice Brush, a las ocho, pero salió sin que nadie le viera, según parece. Probablemente estará ahora ya camino de su casa. Aguardemos un poco y volveremos a telefonear.
—¿Es indispensable su presencia aquí?
—Necesario…, quizá no —replicó, evasivamente, Vance—, pero sí es deseable. Recuerda que sabe muchas cosas relacionadas con el asesinato, según dijo…
Se interrumpió bruscamente, y con deliberada lentitud escogió y encendió otro cigarrillo. Tenía los ojos entornados y miraba obstinadamente al suelo.
—Sargento —insinuó con voz contenida—, usted dijo que Scarlett tenía una cita a las nueve y que dejó recado de que estaría de vuelta a dicha hora, ¿no es eso?
—Así lo ha manifestado su patrona.
—Haga el favor de enterarse de si ha comparecido.
Heath tomó el aparato y pidió comunicación. Un minuto después volvía para decir a Vance:
—No ha aparecido.
—¡Qué raro! —murmuró nuestro amigo—. No me gusta esto, Markham.
Se abstrajo en una honda meditación y me pareció que su semblante palidecía.
—Voy entrando en aprensión —continuó diciendo con apagado acento—. A estas horas debíamos saber una cosa u otra de esa carta. Quizá ha sucedido algo imprevisto…
Dirigió a Markham una grave y apremiante mirada de angustia, y de pronto exclamó:
—No demoremos nuestra marcha por más tiempo, o será demasiado tarde. ¡Partamos al instante! —dirigiéndose a la puerta—: Ven, John…, y usted también, sargento. Vamos al Museo; quizá lleguemos a tiempo.
Markham y Heath se habían puesto en pie mientras Vance hablaba con extraña insistencia y evidente expresión de espanto en la mirada; así, cuando desapareció rápidamente en el interior de la casa, le seguimos, acuciados por su mal reprimida agitación. El coche aguardaba fuera, subimos a él, y unos minutos después doblábamos a escape el ángulo formado por la calle Treinta y Ocho y la Park Avenue, camino del Museo.