(Sábado 14 de julio, a la 1:15 de la madrugada)
Hani se nos reunió en la sala. Estaba tranquilo, y sus ojos de esfinge se posaron en Vance con la impasibilidad del sacerdote egipcio que medita ante el ara de Osiris.
—¿Cómo está levantado a estas horas? —le preguntó Vance—. ¿Otro ataque de gastritis?
—No, effendi —Hani se expresaba en tono mesurado y lento—. Me levanté de la cama cuando le oí hablar con Brush. Duermo con la puerta siempre abierta.
—Entonces, ¿quizá oyó volver a Sakhmet?
—Pero ¿ha vuelto?
El egipcio demostró cierto interés.
—Digamos que sí…, pero es una deidad muy poco agradable. Otra vez ha vuelto a enredarlo todo.
—Quizá lo haya hecho con intención.
No obstante la zumbadora característica de la voz de Hani, hubo en ella una nota significativa.
Vance le estuvo mirando un instante, después inquirió:
—¿Oyó pasos en la escalera o en el pasillo después de medianoche?
El egipcio movió lentamente la cabeza de derecha a izquierda.
—No oí nada. Al llegar usted, hacía aproximadamente una hora que dormía; y el ruido apagado de los pasos sobre el entarimado no hubiera conseguido despertarme.
—El doctor en persona bajó a telefonearme; ¿tampoco le oyó?
—El primer ruido que advertí fue el que produjeron ustedes, al entrar en la casa y hablar a Brush. Sus voces, o quizá el ruido producido al abrirse la puerta, me despertaron. Más tarde oí sus voces apagadas en la habitación del doctor Bliss, situada debajo de la mía; pero no pude entender lo que decían.
—¿Y, naturalmente, tampoco estará enterado de que hacia las doce apagaron la luz del vestíbulo, en el segundo piso?
—Si no hubiera estado dormido, lo hubiera notado, porque su resplandor llega confusamente hasta mi habitación. Pero cuando desperté estaba ya encendida como de ordinario —Hani frunció ligeramente el ceño—. ¿Quién la apagaría a semejantes horas?
—Eso me pregunto yo —Vance no separaba los ojos del egipcio—. Según acaba de manifestarnos el doctor, ha sido una persona que atentaba contra su vida.
—¡Ah! —esta exclamación equivalía a un suspiro de alivio—. Pero espero que no habrá tenido éxito, ¿verdad?
—No. Ha sido un fracaso. Su técnica era estúpida y aventurada.
—Entonces no ha sido Sakhmet.
Hani hizo esta declaración con voz sepulcral.
Vance sonrió levemente.
—¡Claro que no! —dijo—. Está aún reclinada en los cielos, junto al gran viento del Oeste [30]. Me alegro muchísimo de su ausencia, y puesto que no hemos de contender con fuerzas ocultas, veamos si sabe decirme el nombre de la persona que ha querido degollar al doctor. ¿Quién puede tener motivo para ello?
—Sé de algunas personas que no llorarían si él abandonara este mundo; pero no conozco ninguna que apelara a tales extremos.
Vance encendió un Regie y tomó asiento.
—¿Por qué ha imaginado, Hani, que podía sernos útil?
—Como usted, effendi, yo esperaba que esta noche sucediera algo triste, quizá violento, en esta casa. Y cuando les oí entrar en la habitación del doctor, creí que ya había pasado; por eso he aguardado en el descansillo a que usted saliera.
—Muy amable por su parte —murmuró Vance, dando repetidas chupadas al cigarrillo. Pasado un momento, preguntó—: ¿Si mister Salveter hubiera salido esta noche de su cuarto, después de haberse usted acostado, se hubiera dado cuenta del hecho?
El egipcio vaciló y se le dilataron las pupilas.
—¡Oh! Me parece que sí. Su cuarto está frente al mío…
—Conozco el plano de la casa.
—… por consiguiente, no parece probable que abriera él la puerta, cerrada con llave, como de costumbre, sin que yo me diera cuenta.
—Mas es posible, ¿verdad? —insistió Vance—. Si estaba dormido, y mister Salveter tenía sus razones para no despertarle, pudo salir cautelosamente al pasillo, y usted no advertirlo.
—Quizá —confesó a la fuerza Hani—; pero estoy completamente seguro de que no dejó su habitación después de haberse retirado a descansar.
—Su deseo le engaña —dijo Vance, suspirando—. De todos modos, no quiero insistir más.
Hani le miraba, angustiado.
—¿Cree el effendi Bliss que mister Salveter haya salido esta noche de su cuarto?
—Por el contrario, ha dicho enfáticamente que sería grave error tratar de identificarle con el autor de los pasos apagados.
—Effendi Bliss tiene razón.
—Sin embargo, Hani, insistió en que el asesino vaga por la casa. ¿Quién sería?
—No sé —repuso Hani con indiferencia.
—¿Quizá mistress Bliss?…
—¡Oh, no! —súbitamente cobró animación el acento del egipcio—. No tenía por qué salir al vestíbulo. Ella puede entrar en la habitación de su esposo por una puerta de comunicación…
—En la que reparamos no hace mucho, cuando se unió a nuestro pourparler —interrumpió Vance—. En honor a la verdad, confieso, Hani, que mostró vivos deseos de que encontráramos al autor del atentado.
—Sí; está ansiosa… y triste, effendi. No comprende todavía lo que ha sucedido, pero… cuando comprenda…
—Bueno; dejemos la cuestión —interrumpió bruscamente Philo. Buscó en su bolsillo y sacó de él la daga—. ¿Conoce usted esto? —inquirió, mostrándosela.
El egipcio miró la brillante joya y abrió mucho los ojos. En un principio pareció fascinado, pero su rostro se nubló al instante, y contrajo los músculos de su cara. Le invadía una ira terrible.
—¿De dónde procede esta daga faraónica? —dijo, tratando de reprimir su emoción.
—Fue traída de Egipto por el doctor Bliss —replicó Vance.
Hani la tomó y la expuso con ademán reverente a la luz de la lámpara.
—Debe de proceder de la tumba de Ai. Aquí, en el pomo de cristal, está esculpido el nombre del rey. Mire: Kefer-Feferu-Ra Iri-Maet.
—Sí; fue el último faraón de la decimoctava dinastía. El doctor halló la daga durante el período de sus excavaciones en el Valle de los Reyes —Vance le examinaba atentamente—. ¿Está seguro de no haberla visto hasta hoy?
Hani se irguió orgullosamente.
—De haberla visto —declaró—, hubiera puesto el hecho en conocimiento del Gobierno egipcio, y no estaría hoy en poder de un extraño profanador de tumbas, sino en El Cairo, cuidada por manos amantes. El doctor ha hecho bien en tenerla escondida.
Sus palabras respiraban odio; de pronto varió de acento.
—Me permito preguntarle, ¿cuándo vio usted esta daga por primera vez?
—Hace unos minutos. Estaba clavada en la cabecera de la cama del doctor, detrás mismo del lugar donde él tuvo echada la cabeza un segundo antes.
Hani asumió una actitud pensativa, y sus ojos se posaron en un punto lejano.
—¿No tiene funda? —inquirió.
—Sí —llamearon los ojos de Vance—, y es también de oro labrado, aunque no la he visto. Nos interesa mucho, Hani, porque ha desaparecido. Está perdida en algún lado, y hay que buscarla en seguida.
Hani aprobó con un ademán.
—Y si la encuentra, ¿le parece que sabrá más que ahora?
—Por lo menos, comprobaré mis sospechas.
—Quizá esté muy escondida…
—Pues no preveo dificultad alguna en hallarla —Vance se puso en pie y se plantó frente a Hani—. ¿Por dónde le parece que podemos iniciar la búsqueda?
—No sé, effendi —replicó Hani, después de vacilar perceptiblemente un instante—. No puedo decírselo en este momento. Necesito tiempo para pensarlo.
—Bien. Entonces vaya a su habitación y concentre su pensamiento. Su ayuda nos será muy valiosa.
Hani le entregó la daga y se volvió en dirección al vestíbulo.
—Y de paso haga el favor de llamar a la puerta de mister Salveter. Dígale que quisiéramos tenerle aquí en seguida.
Hani saludó y se fue.
—No me gusta ese pájaro —gruñó Heath, apenas hubo desaparecido el egipcio—. Es muy escurridizo, y sabe algo que no quiere decir. Me gustaría verle frente a mis muchachos, y a estos con una manguera en la mano. Vería cómo ellos le obligaban a buscar. Y no me sorprendería, mister Vance, que él mismo hubiera arrojado la daga. ¿Vio cómo la apoyaba en la palma de la mano con la punta vuelta en dirección de los dedos, al modo de esos lanzadores de armas que se exhiben en las ferias?
—Acaso pensaba con cariño en la tráquea del doctor —concedió Vance—. De todos modos, más que el episodio de la daga, me preocupa lo que no ha sucedido esta noche.
—Pues a mí no me parece poco —replicó Heath.
Markham miró inquisitivamente a Vance.
—¿Qué hay en tu pensamiento? —preguntó.
—Creo que no está concluido aún el cuadro ofrecido esta noche a nuestro examen. Su pintura es deficiente: carece de vernissage. Además, necesitaba otra forma.
En aquel preciso instante oímos ruido de pasos en la escalera, y apareció Salveter, parpadeando al recibir de lleno las luces de la sala. Sobre el pijama traía puesta una arrugada bata de Shantung. No parecía hallarse muy despierto; sin embargo, una vez que acostumbró sus pupilas al resplandor, nos miró vivamente, de uno en uno, y después echó una ojeada al reloj de bronce que había sobre la chimenea.
—¿Qué hay? —preguntó—. ¿Qué ha sucedido?
Parecía aturdido y ansioso.
—El doctor me ha telefoneado que habían tratado de matarle, y esto le explicará nuestra presencia aquí —respondió Vance por todos nosotros—. ¿Sabe usted algo?
—¡Por Dios, no! —Salveter se sentó pesadamente en una silla colocada junto a la puerta—. ¿Han tratado de matar al doctor? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Palpó los bolsillos de su bata, e interpretando exactamente el ademán, Vance le alargó su pitillera. Salveter encendió nerviosamente un Regie y aspiró algunas bocanadas de humo.
—¿Cuándo? Poco después de medianoche. Pero fracasó lamentablemente en la tentativa —replicó Vance. Echó la daga en el regazo de Salveter y le preguntó—: ¿Conoce esta chuchería?
El otro estudió el arma sin tocarla por espacio de unos segundos, al tiempo que asomaba a su semblante una expresión de creciente asombro. Por fin la tomó con cuidado y estuvo observándola.
—Jamás la he visto —dijo, atemorizado—. Es un ejemplar arqueológico muy valioso; una rara pieza de museo. ¿De dónde, en nombre del cielo, la han desenterrado? Porque no pertenece a la colección Bliss.
—Sí, por cierto. Como si dijéramos, en calidad de propiedad particular, sólo que está siempre guardada, lejos de las miradas profanas.
—Pues me sorprende, y apostaría cualquier cosa a que el Gobierno egipcio ignora su existencia. ¿Tiene algo que ver con el atentado contra la vida del doctor? —preguntó de repente, levantando la vista.
—Así parece —repuso, con aire negligente, Vance—. La encontramos clavada en la cabecera del lecho del doctor, evidentemente arrojada con fuerza en el lugar que debió ocupar su garganta.
Salveter arrugó la frente y apretó los labios.
—Oiga, mister Vance —declaró al fin—: en la casa no hay prestidigitadores malayos. A menos —agregó, tras pensarlo mejor— que lo sea Hani. Estos orientales están llenos de inesperados conocimientos y ejercicios.
—Es que, según mis noticias, no fue representada por profesionales la función de esta noche. Tuvo algo de amateur. Por esto es seguro que lo hubiera hecho mejor un malayo con su kris. En primer lugar, el doctor oyó claramente los pasos del intruso, y advirtió cómo abría la puerta; después hubo espacio suficiente entre la proyección de la luz y el lanzamiento de la daga para que pudiera el doctor apartar su cabeza de la línea de propulsión.
En aquel momento apareció en la puerta Hani, llevando un pequeño objeto en la mano. Adelantóse hasta llegar junto a la mesa y lo puso sobre ella.
—Ete aquí, effendi —dijo en voz baja—, la funda de la daga real. La he hallado en el segundo piso, junto al zócalo de madera del vestíbulo.
Vance la miró por encima.
—Un millón de gracias —dijo con su acento peculiar—. Sabía que daría con ella, pero… no en el vestíbulo.
—Le aseguro que…
—Basta —Vance miró a Hani a los ojos, y una sonrisa leve, suave, asomó a su mirada—. ¿Verdad, Hani, que encontró la funda en el lugar donde usted y yo presumíamos que debía estar?
El egipcio no replicó en el acto.
—Yo he contado mi cuento, effendi —dijo luego—. Saque de ello la conclusión que guste.
Vance pareció satisfecho y le indicó la puerta con un movimiento de su mano.
Volviéndose hacia Salveter. Vance le preguntó:
—Oiga, mister Salveter: ¿a qué hora se retiró usted a descansar?
—A las diez y treinta —replicó el joven agresivamente—. Y no me he despertado hasta el momento en que he sido llamado por Hani.
—Entonces se fue usted a dormir inmediatamente después de haberle llevado la agenda al doctor.
—¡Ah! ¿Se lo ha contado? Pues sí; le di el libro y subí a mi habitación.
—Está en su mesa, según tengo entendido, ¿verdad?
—Justo. Pero ¿por qué me interroga tanto acerca de un simple memorándum?
—Porque la daga estaba también guardada en uno de los cajones de la mesa escritorio.
Salveter se puso en pie de un salto.
—¡Comprendo! —exclamó. Tenía el rostro lívido.
—No lo crea —afirmó Vance dulcemente—. Ea, procure tranquilizarse. Su energía me agobia. Dígame, ¿cerró la puerta con llave esta noche?
—Siempre lo hago.
—¿Y durante el día?
—La dejo abierta para que se airee el cuarto.
—¿Oyó anoche algún ruido sospechoso?
—Ninguno. Me dormí en seguida, debido seguramente a una reacción.
Vance dejó su asiento.
—Otra pregunta, ¿dónde cenaron anoche usted y la familia Bliss?
—En el comedor del sótano, aunque no sé si llamar cena a aquello. Nadie tenía apetito; fue como un piscolabis. Por eso cenamos abajo. Era menos molesto para todos.
—¿Y qué hicieron después de cenar los habitantes de la casa?
—Hani subió en seguida a su cuarto, según creo; el doctor, mistress Bliss y yo estuvimos aquí, en el salón, por espacio de una hora, sobre poco más o menos, y después, tras excusarse, el doctor se fue. Poco después le siguió mistress Bliss, y yo estuve leyendo o, mejor, tratando de leer, hasta las diez y media.
—Gracias, mister Salveter. Esto es todo —Vance se encaminó al vestíbulo—. Únicamente deseo que comunique al doctor y a mistress Bliss que no voy a molestarlos más por esta noche. Mañana hablaré, probablemente, con ellos… Vamos, Markham. Ya no hay nada que hacer aquí.
—Mucho más haría yo —objetó Heath con acritud—. Pero se maneja este caso como una rosa de té. Un habitante de esta casa arrojó la daga contra Bliss, y si estuviera en mi mano, les arrancaría la verdad a todos.
Markham trató diplomáticamente de aplacar sus irritados nervios, pero sin resultado.
Estábamos parados frente a la puerta de la calle, dispuestos a salir, y Vance se detuvo para encender un cigarrillo. Estaba frente a la gran puerta de acero que daba acceso al Museo, y de pronto vi que se alteraba.
—¡Un momento, mister Salveter! —exclamó; y el joven, que había alcanzado ya el primer descansillo de la escalera, se volvió, al sonido de la voz, sobre sus pasos—. ¿Qué hace la luz encendida en el Museo?
Miré a la parte baja de la puerta contemplada por Vance en aquel instante, y por primera vez vi una raya luminosa. También miró Salveter con el ceño fruncido.
—No sé —dijo con acento perplejo—. La última persona que abandona el Museo tiene obligación de apagar las luces; pero hoy no ha estado ahí nadie, que yo sepa. Voy a ver.
Hizo un movimiento como para echar a andar, pero Vance se le puso delante.
—No se moleste —dijo con voz perentoria—. Iré yo. Buenas noches.
Salveter tomó a disgusto la despedida; sin embargo, no dijo nada y subió la escalera.
Cuando hubo doblado el rellano del segundo piso, Vance hizo girar el pomo suavemente y abrió la puerta del Museo. A nuestros pies, al lado opuesto del salón, y sentado ante la mesita próxima al obelisco estaba Scarlett, rodeado de cajas, fotografías y plegaderas de cartón. Su chaqueta pendía del respaldo de la silla; una visera de celuloide resguardaba su vista, y su mano sostenía una pluma, suspendida entonces sobre un gran libro de notas.
Levantó la vista al abrirse la puerta.
—¡Hola! —dijo alegremente—. Pensé que habías concluido por hoy con el asunto Bliss.
—¿Hoy? Querrás decir ayer —replicó Vance, bajando la escalera y cruzando la sala.
—¿Qué? —Scarlett alargó el brazo y tomó su reloj—. ¡Diantre! Pues es verdad. No tenía idea de la hora… Estoy trabajando aquí desde las ocho.
Vance echó una ojeada a las fotografías, vueltas muchas de ellas hacia arriba. Después dijo:
—Son muy interesantes. Y, a propósito, ¿quién te franqueó la entrada?
—Brush, naturalmente —a Scarlett pareció sorprenderle la pregunta—. Me dijo que los señores estaban cenando; le supliqué que no los molestara…, y entré aquí para concluir un pequeño trabajo que traigo entre manos.
—Pues no nos ha dicho nada de tu visita.
Aparentemente, Vance estaba absorto en la contemplación de una fotografía de cuatro brazaletes amuletos.
—¿Para qué, Philo? —Scarlett se ponía la chaqueta—. Por regla general, vengo todas las tardes a trabajar, y entro y salgo de la casa constantemente. Por las noches soy el que apaga casi siempre las luces del Museo, y el que se asegura de que se ha cerrado bien la puerta. Así, no es nada insólita mi visita nocturna.
—Y, probablemente, este es el motivo de que Brush no la haya mencionado —Vance tiró la fotografía sobre la mesa—. Pero esta noche ha sucedido aquí algo extraordinario —agregó, poniendo ante Scarlett la daga envainada—. ¿Qué sabes de esta arma?
—¡Oh!, muchas cosas —replicó, sonriendo, Donald—. ¿Cómo ha llegado a tus manos? Porque constituye uno de los secretos siniestros del doctor.
—¿De veras? —Vance arqueó las cejas con simulada sorpresa—. Así, ¿te es familiar?
—Sí, por cierto. Presencié cómo, al topar con su hallazgo, el doctor la ocultaba en su blusa caqui; pero yo…, ¡mutis! ¿Qué me importaba a mí? Más tarde, cuando estábamos ya en Nueva York, me contó que la había hecho pasar de contrabando y me confió que la tenía secuestrada en su estudio. A menudo le asaltaba el temor de que fuera encontrada por Hani, y me hacía jurar que le guardaría el secreto. ¿Qué es una daga más o menos? El Museo de El Cairo guarda lo mejorcito de todos los objetos excavados.
—Por lo visto, la tenía escondida bajo unos papeles, en uno de los cajones de su mesa.
—Sí, ya lo sé. Es un sitio seguro, porque Hani rara vez entra en el estudio. Mas despierta mi curiosidad…
—Todos la tenemos despierta. Es un estado angustioso, ¿eh? —Vance no le dio tiempo de reflexionar—. ¿Quién más conocía su existencia?
—Que yo sepa, nadie más, pues el doctor no ha hablado de ello a Hani, y dudo seriamente que lo haya comunicado a mistress Bliss. Ella es singularmente leal con su país de origen, y el doctor la respeta. ¿Qué sabemos cómo reaccionaría si conociera el robo de tan valioso tesoro?
—¿Y Salveter?
—Tampoco. Es muy impulsivo, e inmediatamente iría con el cuento a Meryt-Amen.
—Pues alguien más debe conocerla —observó Vance—. Poco después de medianoche, el doctor me comunicó por teléfono que había escapado a una muerte violenta por el proverbial filo de un cabello; entonces vinimos a escape, y descubrimos ese puñal clavado por la punta en la cabecera de su cama.
—¡Por Dios! ¿Qué estás diciendo? —Scarlett pareció conmovido y perplejo—. Alguien descubrió la daga… Sin embargo… —se interrumpió bruscamente y dirigió a Vance una mirada fugaz—. ¿Tú qué opinas?
—No sé. Es un suceso misterioso. Y lo que es más chocante: Hani encontró luego la vaina en el vestíbulo, cerca de la habitación de Bliss.
—¡Qué raro! —Scarlett hizo una pausa, como si reflexionara. Y a continuación dispuso los papeles y fotografías en montoncitos y guardó las cajas—. ¿Obtuviste alguna pista entre los habitantes de la casa? —inquirió.
—Un sinfín; todas ellas, antagónicas; y tontas, la mayoría. Por esto vuelvo a casa. Al pasar, vi luz bajo la puerta del Museo y, francamente, me devoró la curiosidad. ¿Te marchas ahora?
—Sí —Scarlett cogió su sombrero—. Lo hubiera hecho hace rato de saber lo tarde que era.
Salimos juntos de la casa. Un pesado silencio había caído sobre nosotros, y nadie habló hasta que se detuvo Scarlett delante de la puerta. Entonces dijo Vance:
—Buenas noches. Que no turbe tu reposo el episodio de la daga.
Scarlett se despidió con ademán distraído.
—Gracias, amigo —replicó—. Trataré de seguir tu consejo.
Vance había dado algunos pasos, cuando se volvió súbitamente.
—Oye, Scarlett: en tu lugar —advirtió—, no volvería por ahora a ver a los Bliss.