(Viernes 13 de julio, a las 5:15 de la tarde)
Hallamos al doctor Bliss en el salón, hundido en un amplio sillón y con el sombrero calado hasta los ojos. En pie, junto a él, estaba Guilfoyle, sonriendo con boba expresión de triunfo.
Pero Vance estaba enojado y no trató de disimularlo.
—Diga a este eficiente sabueso que aguarde fuera, ¿quiere, sargento?
—Está bien.
Heath miró a Guilfoyle con aire compasivo.
—Salga a la calle, Guil —ordenó—, y no haga preguntas. Ese no es un caso criminal…, es una reunión elegante dada en un lugar infecto.
El detective hizo una mueca y nos dejó.
Bliss alzó los ojos. Era la suya una triste figura. Tenía encendido el semblante y el miedo y la humillación desencajaban sus facciones.
—Ahora me arrestarán —dijo con un hilo de voz— por ese crimen odioso. ¡Oh Dios mío! Caballeros…, les aseguro…
Vance se aproximó.
—Un momento, doctor —dijo, interrumpiéndole—, no se apure; nadie piensa detenerle, aunque sí desearíamos una explicación de su extraordinaria conducta. Si es inocente, ¿por qué trataba de abandonar el país?
—¿Por qué?… ¿Por qué? —se mostraba excitado—. Porque tenía miedo…, he aquí el motivo. Todo está en contra mía. Todas las pruebas me acusan. Alguien me odia y pretende deshacerse de mí. Esto es evidente. ¿Creen que desconozco lo que significa el hallazgo de mi alfiler de corbata junto al cadáver de Kyle, la nota de gastos en su mano y aquellas terribles huellas de pasos que conducían a mi estudio? Yo debo expiar la culpa de otro, ¡yo…, yo! —golpeábase el pecho con mano débil—. Y otras cosas se hallarán, quizá; la persona que mató a Kyle no descansará hasta que me vea en la cárcel… o muerto: lo sé. Y por esto he tratado de escapar. ¿Para qué volverme a traer aquí? ¿Para que muera viviendo…, para que se cumpla mi destino, más horroroso todavía que el de mi viejo bienhechor y amigo?
Dejó caer la cabeza sobre el pecho y estremeció su cuerpo un escalofrío.
—De todos modos, era tonto tratar de escapar, doctor —observó Markham—; pudo usted confiar en nosotros. Le aseguro que se hará justicia. En el curso de la investigación se han descubierto muchas cosas; y tenemos motivos para creer que fue usted narcotizado con opio en polvo durante el período del crimen…
—¡Opio en polvo! —poco faltó para que Bliss saltara del sillón—. A eso sabía: ya decía yo que hoy tenía el café un sabor extraño. Pero creí que era culpa de Brush por no haber seguido, quizá, mis instrucciones respecto al modo de hacerlo. Luego me amodorré y lo olvidé todo… ¡Opio! Conozco su sabor, porque una vez, en Egipto, me curé con opio y pimiento una disentería…, a falta de mi anticolérico Sun, que se había agotado[28] —y agregó, dirigiéndose a Markham con aterrada mirada de súplica—: ¡Envenenado en mi propia casa!
Súbitamente iluminó su mirada siniestra luz vengativa.
—Y tiene usted razón, caballero —dijo en tono duro—. No debí tratar de fugarme. Mi puesto es este y mi deber es ayudar a ustedes.
—Sí, sí, doctor.
Vance estaba visiblemente aburrido.
—Está bien que lo lamente, pero tratamos de luchar con hechos y… hasta ahora nos ha ayudado usted muy poco… ¿Quién se encarga aquí del botiquín? —preguntó de pronto con brusquedad.
—¡Ah!, pues…, permítame…
Bliss desvió la vista, alisando nerviosamente una arruga de su pantalón.
—Dejemos eso —Vance hizo un gesto resignado—. Quizá quiera decirnos si mistress Bliss sabe descifrar la antigua escritura egipcia.
Bliss pareció sorprenderse hasta el punto de costarle unos minutos el recobrar la serenidad.
—La conoce tan bien como yo —dijo luego—. Abercrombie, su padre, le enseñó a hablarlo de niña y conmigo ha trabajado varios años en descifrar inscripciones…
—¿Y Hani?
—¡Oh! Este posee sólo un conocimiento superficial de la escritura jeroglífica…, pero no es extraño. Carece de cultura…
—Y mister Salveter, ¿sabe también el egipcio?
—A la perfección. Está flojo en los sufijos gramaticales, mas su conocimiento de ideogramas y determinativos es muy vasto. Ha estudiado griego y árabe, y creo que posee un curso o dos del sirio… y el copto. Es decir, los usuales conocimientos lingüísticos que debe poseer el arqueólogo. También Scarlett es entendido en la materia, aunque se adhiere, como muchos ingleses, al sistema de Budge. No es que yo lo desdeñe; es un sabio, sus aportaciones a la egiptología tienen gran valor, y sus notas al libro de los Muertos…
—Lo sé—-Vance asintió con impaciente ademán—. Su índice hace posible el hallazgo de casi todos los pasajes del papiro de Ani…
—Precisamente.
Bliss revelaba una animación singular: era que el sabio se manifestaba en él.
—Pero Alan Gardínez es el auténtico autor moderno. Su gramática egipcia es una obra acertada y profunda. Sin embargo, la opus más importante en egiptología es, sin duda alguna, el Worterbüch der aegyptischen Sprache (Vocabulario de la lengua egipcia), de Erman-Grapow.
De pronto pareció despertarse el interés de Vance.
—¿Usa el Worterbüch mister Salveter?
—Ciertamente. Me empeñé en ello, y envié a buscar a Leipzig tres volúmenes, que actualmente usamos Scarlett, Salveter y yo.
—Gracias, doctor.
Vance sacó su pitillera, vio que le quedaba un solo cigarrillo y la volvió al bolsillo.
—Me han dicho que antes de salir de casa, esta tarde, mister Scarlett subió al primer piso. De ello he deducido que fue a verle a usted.
—Sí.
Bliss se dejó caer hacia atrás en su sillón.
—Es un buen muchacho y muy simpático.
—¿Qué le contó?
—Nada de particular. Me deseó buena suerte y me recordó que le llamara en caso de necesitarle. Nada más.
—¿Cuánto tiempo permaneció en su compañía?
—Un minuto o poco más. Se fue en seguida a casa, según dijo.
—Todavía otra pregunta, doctor —dijo Vance, tras una pausa que duró varios minutos—. En esta casa, ¿quién tiene motivos para querer echar sobre sus espaldas la responsabilidad del crimen cometido en la persona de Kyle?
Bliss experimentó un cambio súbito. Llameó su mirada, y los rasgos de su semblante se endurecieron de modo aterrador. Sus manos oprimieron los brazos del sillón y contrajo las piernas. El odio y el temor se habían posesionado de él, y parecía dispuesto a saltar sobre su mortal enemigo. Entonces se levantó, con todos los músculos en tensión.
—¡No puedo responder a esa pregunta: me niego a contestarla! ¡No lo sé! Pero ciertamente hay alguien…, ¿verdad? —extendió la mano y cogió a Vance por un brazo—. Debió consentir mi huida —asomó a sus ojos delirante expresión y miró, asustado a la puerta, como si temiera un peligro inminente—. ¡Ordene mi detención, mister Vance! Pídame lo que quiera menos mi permanencia en esta casa.
Su voz se había tornado lastimosamente suplicante.
Vance se apartó de él.
—Repórtese, doctor —dijo en tono natural—. Nada va a sucederle. Vaya a su habitación y permanezca en ella hasta mañana. Nosotros cuidaremos de poner fin al asunto.
—Mas ustedes no tienen idea de quién realizó crimen tan espantoso.
—¡Oh, ciertamente! —la tranquila seguridad de Vance produjo el efecto de un calmante en el ánimo del doctor—. Pero es indispensable que aguardemos, porque ahora no poseemos las pruebas necesarias para ordenar un arresto. Sin embargo, habiendo fracasado el proyecto principal del asesino, es casi inevitable que arriesgue una nueva jugada, y cuando lo haga, tal vez podremos procurarnos una prueba decisiva.
—¿Y si él procediera a actuar directamente… en contra mía? Porque su fracaso puede llevarle a adoptar desesperados extremos.
—¡Bah!, no lo creo —replicó Vance—. En todo caso, he aquí el número de mi teléfono.
Escribió el número en una tarjeta y se la entregó a Bliss.
El doctor la tomó con ansiedad, le echó una ojeada y se la guardó en el bolsillo.
—Ahora me voy arriba —anunció.
Y sin más, salió del salón.
—Philo, ¿estás seguro —preguntó, turbado, Markham— de que no exponemos al doctor a correr un riesgo innecesario?
—Muy seguro —Vance se había quedado pensativo—. De todos modos, es un juego delicado, y no hay otra manera de llevarlo —se acercó a la ventana y murmuró—: No sé… —pasado un momento, ordenó—: Sargento, quisiera hablar con Salveter. Y no es necesario que continúe Hennessey arriba. Permita que se retire.
Disgustado y sin poderlo remediar, salió Heath al vestíbulo y llamó desde allí a Hennessey.
Vance no miró en dirección a Salveter cuando este entró en la sala.
—Mister Salveter —le advirtió, contemplando los árboles polvorientos del parque Gramercy—, yo, en su lugar, esta noche cerraría con llave la puerta de mi cuarto. Y no escribiría más cartas —agregó—. No se acerque al Museo.
Tales advertencias parecieron asustar a Salveter. Permaneció como estudiando un momento la espalda de Philo, y luego apretó los dientes.
—Si se realiza alguna atrocidad… —comenzó a decir con feroz acometividad.
—¡Hum! Es posible —Vance suspiró—; pero no exprese su personalidad con tal energía: me fatiga.
Salveter giró en redondo sobre sus talones, y después de vacilar un instante, abandonó a buen paso la habitación.
Entonces se acercó Vance a la mesa y pesadamente se apoyó en ella.
—Ahora, una palabra a Hani, y nos vamos —dijo.
Heath se encogió resignadamente de hombros y salió a la puerta.
—¡Eh, Snitkin, trae acá a ese Alí Babá en quimono!
Snitkin dio un salto hasta la escalera, y minutos después teníamos al egipcio a nuestro lado, magnífico y sereno como de costumbre.
—Hani —le dijo Vance con emoción poco común—, vigile esta noche a los habitantes de esta casa.
—Sí, effendi. Comprendo perfectamente. El espíritu de Sakhmet puede volver para terminar la tarea comenzada…
—Eso es. Esta mañana se dejó esa felina dama unos cabos sueltos, y probablemente querrá atarlos ahora. Vigílela…, ¿entiende?
Hani inclinó la cabeza.
—Sí, effendi. Nos entendemos muy bien.
—Entonces no hay más que hablar. Y, a propósito, Hani: ¿qué número tiene el domicilio de Scarlett en Irving Place?
—Noventa y dos.
El egipcio reveló considerable interés.
—Bueno; nada más. Ofrezca mis respetos a su diosa de la cabeza de león.
Cuando se hubo marchado, Vance miró maliciosamente a Markham.
—La escena está preparada, y va a alzarse el telón —observó—. ¡Ea, vámonos! Ya no hay nada que hacer aquí, y me estoy muriendo de hambre.
Al salir a la calle Veinte, nos condujo a Irving Place, explicándonos con negligencia:
—Me parece conveniente enterar a Scarlett del actual estado de cosas, pues él nos comunicó la triste noticia del crimen, y a estas horas estará probablemente consumiéndose de angustia y ansiedad. Vive aquí en esta esquina.
Markham le miró, inquisitivo, pero no hizo comentario alguno. Heath, por el contrario, gruñó, impaciente:
—Me parece que lo hacemos todo menos desenredar la madeja.
—Scarlett es muy listo. Quizá se haya formado ya una idea del caso —replicó Vance.
A lo que observó socarronamente el sargento:
—También a mí se me ocurren varias más, ¡para lo que sirven! Si estuviera en mi mano, habría ordenado el arresto, en celdas separadas, de todos los habitantes de la casa Bliss y los tendría allí a buen recaudo. Vería cómo, con tal procedimiento, sabría más de lo que ahora sabemos.
—Lo dudo, sargento. Mi opinión es que sabría usted mucho menos… ¡Ah! He aquí el número noventa y dos.
Vance franqueó la entrada de una vieja casa de ladrillos al estilo colonial y tocó el timbre. La vivienda de Scarlett, compuesta de dos habitaciones pequeñas, separadas por una puerta en arco, estaba en el segundo. Se hallaba amueblada conforme al estilo jacobino, severo, pero confortable, y su vista sugería el espíritu serio y reflexivo del hombre que la habitaba. Scarlett en persona acudió a abrirnos y con su rígida cordialidad característica nos invitó a entrar; parecía contento de vernos.
—Hace horas que me devano los sesos tratando de analizar el affaire —manifestó—. Y estaba tentado por correr al Museo para ver por mis propios ojos los adelantos que hacían ustedes.
—Sí; algo hemos progresado —dijo Vance—, aunque no tenemos nada tangible. Por ello se ha decidido dejar que se desarrolle el asunto libremente, en espera de que el culpable lleve adelante su intriga y nos proporcione con ello las pruebas que necesitamos.
—¡Ah! —Scarlett se quitó la pipa de la boca y miró significativamente a Vance—. Tu observación me hace creer que ambos hemos llegado a una misma conclusión. En realidad, no había motivo para matar a Kyle, a menos que con ello se quisiera obtener…
—¿Qué has imaginado? Dilo…
—¡Ojalá lo supiera! —Scarlett atacó su pipa con el dedo y le aplicó un fósforo encendido—. Pero quizá haya varias explicaciones posibles del hecho.
—¡Diantre! ¿Varias? ¡Bueno, bueno! ¿Por qué no nos das una? Me interesaría muchísimo.
—¡Oh!, no quisiera pecar de ligero. Como el viejo Harry, tampoco ocasionaría un perjuicio a nadie. Sin embargo, Hani, por ejemplo, parece no querer mucho al doctor…
—¡Un millón de gracias! Por sorprendente que parezca, también reparé en el hecho esta mañana. ¿Puedes iluminarnos con otro rayo de luz?
—Creo que Salveter está perdidamente enamorado de Meryt-Amen.
—¡Vaya, quién iba a decirlo!
Vance sacó su pitillera, y con el único Regie que le quedaba golpeó ligeramente la tapa. Después encendió sin prisa. Tras una profunda chupada, levantó la vista.
—Sí, Donald —dijo, arrastrando las palabras—; es posible que tú y yo hayamos llegado a una misma conclusión; pero, naturalmente, no podemos mover un pie hasta que algo definido venga a apoyar nuestras hipótesis. A propósito, el doctor Bliss ha tratado esta tarde de abandonar la ciudad, y a no ser por un ayudante de Heath, en este momento estaría camino de Montreal.
Yo esperaba que Scarlett manifestara sorpresa, pero se contentó con mover la cabeza.
—¡Pobre hombre! Está asustado y tiene bastante disculpa. ¡Debe de verlo todo tan negro! —Scarlett aspiró una bocanada de humo, dirigiendo al propio tiempo a Vance una furtiva mirada—. Cuanto más pienso en el caso, más me afirmo en la creencia de que, después de todo, sería posible…
Vance le atajó, diciendo:
—Aquí no queremos posibilidades; hechos es lo que necesitamos.
—¡Hum! Temo que ello cueste mucho —observó Scarlett, poniéndose pensativo—. Ha habido un exceso de habilidad…
—Precisamente. «Un exceso de astucia». Has dado en el clavo, y en ello consiste el punto flaco —agregó, sonriendo—. No soy tan poco perspicaz como parece, Donald, y mi objeto, al disimularlo, ha sido animar al criminal a nuevos esfuerzos. Tarde o temprano acabará por descubrirse.
Scarlett tardó en contestar, y finalmente dijo:
—Agradezco tu confianza, Philo. Eres muy noble y leal. Pero mi opinión es que jamás llegarás a probar la culpabilidad del asesino.
—Quizá tengas razón —admitió su amigo—; con todo, te agradecería que vigilaras la situación, pero ¡mucho cuidado! El asesino de Kyle es implacable.
—No me sorprende —Scarlett se puso en pie, aproximándose a la chimenea, en cuya repisa de mármol apoyaba la espalda—. Hablaría tiempo y tiempo y no acabaría de contarte lo que sé de él.
—Así lo creo.
Con gran asombro por mi parte, Vance había oído sin la menor demostración de sorpresa la inesperada declaración de Donald.
—Mas no hay necesidad de entrar ahora en detalles.
El también se levantó, dirigiéndose a la puerta con un gesto de despedida.
—Bueno; adiós. Ya te haré saber cómo marcha todo; y cuidadito con lo que se hace.
—Gracias, Philo. La verdad es que estoy trastornado, nervioso como un gato persa. ¡Si pudiera trabajar! Pero todos mis adminículos se hallan en el Museo. Sé que esta noche no voy a cerrar los ojos.
—¡Anímate, y hasta la vista! —Vance hizo girar el pomo de la puerta—. Oye —Scarlett adelantó vivamente un paso—, ¿por casualidad volverás hoy a casa de Bliss?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Me inquieta la situación. ¡Sabe Dios lo que puede ocurrir! Pero ocurra lo que quiera, Donald, puedes estar seguro de que mistress Bliss no corre peligro. Confiemos en Hani. El vela por ella.
—¡Ah!, ¿sí?; naturalmente —murmuró Scarlett—. Hani es un perro fiel. Además, ¿quién pretenderá hacer daño a Meryt?
—Eso es, ¿quién?
Vance estaba ya en el vestíbulo, sosteniendo la puerta abierta para que pasáramos Markham, Heath y yo.
Entonces se adelantó Donald, animado por un tardío gesto de hospitalidad.
—Siento que se vayan tan pronto —dijo en tono cortés—. Y ya saben, si puedo servir de ayuda… Así, ¿acabaron su investigación?
—Sí; por ahora, al menos —contestó Vance por todos, pues habíamos pasado ya delante y aguardábamos en la escalera—. No volveremos al Museo mientras no suceda algo nuevo.
—Bien —Scarlett aprobó con un gesto significativo—. Si supiera algo, telefonearía…
Ya en la plaza de Irving, Vance alquiló un taxi.
—Pronto; hay que alimentarse —gimió—. Veamos, ¿adónde ir? El Brevoort no está lejos.
Tomamos un té complicado en el Brevoort, de la Quinta Avenida, y a poco partió Heath para el departamento de Policía, con objeto de hacer allí una declaración tranquilizadora a los periodistas que habían de asediarle en cuanto se conociera el crimen.
—No se aleje mucho —le suplicó Philo—. Preveo complicaciones, y sin usted no podemos seguir adelante.
—Estaré en Jefatura hasta las diez de la noche —repuso, malhumorado, el sargento—. Más tarde, mister Markham sabrá dónde encontrarme. Pero digo y declaro que estoy disgustado.
—Como todos nosotros —repuso Vance alegremente.
Markham telefoneó a Swacker[29] para ordenarle que cerrase el despacho y se retirase, y después los tres fuimos a cenar a Longue Vue. Allí, Vance se negó a discutir el caso, insistiendo en hablar de Arturo Toscanini, el nuevo director de la orquesta filarmónico-sinfónica.
—Philo, ¿quieres no decir más desatinos y explicarme tu hipótesis del caso Kyle? —dijo, de pronto, el irritable fiscal.
—No quiero —fue la réplica cortés de Vance—. Bar-le-duc y Gervasia…
En fin, estaba al caer la medianoche y aún no se había vuelto a mencionar la tragedia. Nos hallábamos en el departamento de Vance, tras un largo paseo en coche por el parque Van Cortland, y el motivo de nuestra subida al roof-garden era el ansia de respirar allí algo de aire, más o menos fresco, que pudiera correr per la calle Treinta y Ocho. Currie acababa de servirnos lo que llaman los vieneses un bowle o tisana, mezcla de frutas y champaña, y fumábamos, esperando a la luz de las estrellas estivales. Digo esperábamos, porque no me cabe duda de que cada uno aguardaba a que sucediese alguna cosa imprevista.
A pesar de su indiferencia aparente, tenía Vance los nervios en tensión, y así lo atestiguaba la vivacidad de sus mal reprimidos movimientos. A Markham le disgustaba la idea de volver a casa con las manos vacías, estando como estaba muy lejos de sentirse satisfecho del camino emprendido por la investigación, y como resultado de los pronósticos de Vance, confiaba en que algo vendría a sacarle del mar de confusiones en que estaba sumido, para colocarle en terreno firme donde poder actuar definitivamente.
Eran exactamente las doce y veinte cuando, al fin, sucedió lo que esperaba Vance. Hacía diez minutos que permanecíamos silenciosos, cuando Currie entró en la terraza llevando un aparato telefónico portátil.
—Perdón, señor… —comenzó a decir.
Pero antes que pudiera continuar, se levantó Vance y se aproximó a él.
—Trae acá, Currie —dijo—. Yo contestaré a la llamada.
Tomó el aparato y se apoyó en la puerta de cristales.
—Diga; ¿qué ha sucedido? —escuchó por espacio de treinta segundos, entornando los ojos, y luego repuso sencillamente—: Vamos al instante.
Y devolvió el aparato a Currie.
Estaba evidentemente perplejo, y por un instante permaneció sumido en sus pensamientos, con la cabeza baja.
—No es lo que esperaba —dijo, hablando consigo mismo—. No corresponde a la situación…; pero ¡sí!, ¡claro que sí! —añadió, como asaltado por súbita idea—. Es tal y conforme debe ser. Es lógico. Vamos, Markham. Telefonea a Heath que se reúna con nosotros en el Museo… y que no tarde.
Markham estaba ya en pie y le miraba, alarmado.
—¿Quién estaba al teléfono y qué ha sucedido? —preguntó.
—Tranquilízate, John. Era el doctor Bliss. Y, según su histórico relato, ha habido en la casa una tentativa de asesinato. Le he prometido nuestra visita.
Markham había arrancado ya el aparato telefónico de las manos de Currie y, frenéticamente, pedía el número de Heath.