(Viernes 13 de julio, a las 4:45 de la tarde)
Largo tiempo estuvo Vance sumido en ansioso silencio. Por fin levantó la vista y dijo, mirando a Hennessey:
—Suba usted al primer piso de modo que pueda vigilar todas las habitaciones, pues no quiero que se comuniquen entre sí mistress Bliss, Salveter y Hani.
Hennessey dirigió una mirada al sargento.
—Son órdenes —replicó este.
Y el detective salió con presteza.
Entonces se volvió Vance al fiscal.
—Quizá ese asno haya escrito la carta —comentó; e invadió su rostro una sombra de contrariedad—. Vamos a echar una ojeada al Museo.
—Oye, Philo —Markham se puso en pie—, ¿por qué te inquieta la posibilidad de que Salveter haya podido escribir esa majadería?
—No sé…, no estoy muy seguro —Vance se aproximó a la puerta; luego, de repente, giró sobre sus talones—. Pero tengo miedo…, ¡muchísimo miedo! Una carta así constituiría la mejor defensa del criminal…, si es que ha sido escrita. Por eso tenemos que dar con ella. Su desaparición puede dar origen a plausibles y variadas explicaciones, de las cuales, una, por lo menos, es diabólica. Pero vamos, registremos el Museo…, por si acaso ha sido escrita y dejada, como dice Salveter, en el cajón de la mesa.
Cruzó a buen paso el vestíbulo y abrió la puerta de acero.
—Si mientras estamos dentro regresara el doctor Bliss y Guilfoyle —advirtió a Snitkin, que apoyaba la espalda en la puerta de la calle—, acompáñelos a la sala y que aguarden allí.
Bajamos la escalera del Museo y Vance se dirigió en el acto junto a la mesita próxima al obelisco. Estudió el papel amarillo y probó el color de la tinta. Luego tiró del cajón y volcó su contenido sobre la mesa. Tras de una requisa que duró unos minutos, colocó ordenadamente todos los objetos y volvió el cajón a su sitio.
—No me agrada esto, Markham —dijo—. Me aliviaría de un gran peso si pudiera dar con la carta.
Paseó por el Museo, registrando aquellos lugares donde era posible que estuviera el papel, mas al llegar junto a la escalerilla de hierro, en el fondo, se recostó en ella mirando con desesperación a Markham.
—Cada vez tengo más miedo —confesó en voz baja—. ¡Si resultara triunfante el infame complot! —de pronto, nos dio la espalda y echó a correr escaleras arriba, llamándonos con una seña—. Aún queda una probabilidad de éxito…, una sola —dijo por encima del hombro—, ¿cómo no habré caído antes en ello?
Sin comprender, le seguimos todos al estudio.
—La carta debe de estar aquí —siguió diciendo, sin poder ocultar su ansiedad—. Y ello es lógico…, como todo en este caso, Markham.
Estaba agachado ya y examinaba el contenido desparramado de la papelera. Tras un momento de búsqueda escogió dos pedazos de papel amarillo, los miró con atención y vio que estaban cubiertos de pequeños signos verdes. Entonces los dejó a un lado y continuó su examen. Transcurrido un instante había reunido un montón de papeles iguales.
—Bueno, ya no quedan más —dijo por fin, alzándose del suelo.
Ordenó y unió luego entre sí los fragmentos mientras Markham, Heath y yo, en pie detrás de él, contemplábamos el espectáculo con ávidas miradas. Al cabo de diez minutos había reconstruido la carta. Entonces sacó un pliego de papel blanco de uno de los cajones y lo untó de gema. Pieza por pieza colocó la carta sobre el engomado pliego y al finalizar su tarea dijo, con un suspiro de satisfacción:
—He aquí, John, la carta que, según propia confesión de Salveter, estuvo escribiendo en el Museo entre nueve y media y diez de la mañana.
Vance señaló con el dedo uno de los grupos de signos.
—Este es el anket jeroglífico —nos explicó—. Y este —y varió el índice de posición— es el uas simbólico. El signo tem está aquí, casi al final.
—Bueno, ¿y qué? —Heath estaba francamente enojado y el tono empleado por él en esta ocasión distaba mucho de ser cortés—. No podemos detener a un caballerete sin otro motivo que el de haber escrito unos garabatos en un pedazo de papel.
—¡Por Dios, sargento! Usted está siempre pensando en encerrar a las gentes… No es humano; y eso es muy triste. ¿Por qué no trata de alabarlas ocasionalmente? —levanté la vista y me dejó sorprendido su gravedad—. El joven e impetuoso mister Salveter confiesa haber escrito tontamente una misiva a su Dulcinea, en el idioma de los Faraones; nos dice que ha depositado el billet doux[26] en el cajón de la mesa del Museo. Descubrimos que no está allí, sino en la papelera del estudio, rasgado en cien pedazos. ¿En qué se funda, pues, para considerar a este nuevo Pablo[27] como a un criminal?
—Yo no considero así a nadie —replicó violentamente Heath—, pero aquí se hace mucho ruido para nada. Deseo hacer algo.
Vance le contempló con expresión severa.
—También yo lo deseo…, por esta vez, sargento. Si tardamos mucho en hacer lo que sea, sucederá algo peor de lo que ya ha ocurrido. Pero hay que obrar inteligentemente…, no como desea el criminal que actuemos. Estamos cogidos en las mallas de una red hábilmente dispuesta; y a menos que midamos bien nuestros pasos, él quedará en libertad mientras continuamos nosotros debatiéndonos en ellas.
Markham frunció el ceño.
—Oye, Philo —dijo—, ¿crees que fue el criminal quien rompió y arrojó la carta en la papelera del doctor?
—¿Cabe dudarlo? —preguntó Vance a su vez.
—Mas ¿con qué objeto?
—Lo ignoro… aún, y por ello tengo miedo —Vance se volvió a mirar por la ventana—. Sé únicamente que la destrucción de la carta forma parte de su plan y que no podemos hacer nada mientras no poseamos pruebas claras y distintas de la intriga.
—Sin embargo —insistió Markham—, si la carta es acusadora, y por consiguiente un arma para el asesino, ¿por qué diablos la habrá roto?
Heath miró a uno y luego a otro.
—¿Y si la hubiese roto Salveter? —sugirió.
—En tal caso no hubiera confesado que la había escrito.
—Así, ¿crees que se contaba con que la descubriríamos? —preguntó Markham.
Vance desvió la mirada.
—No sé… —replicó—. Quizá sí… Sin embargo…, ¡no! Sólo había una posibilidad entre mil de que diéramos con ella. La persona que la depositó aquí, en la papelera, no podía saber, ni adivinar siquiera, que nos hablara de ella Salveter —cogió el papel y lo estudió un momento—. No cuesta mucho leerla, a poco que se conozcan los símbolos jeroglíficos —observó al fin—. Dice exactamente lo que ha manifestado Salveter —tiró la hoja sobre la mesa y añadió—: Hay algo diabólico tras de todo esto y cuanto más lo pienso más me convenzo de que no se ha intentado nuestro hallazgo de la carta. Por el contrario, me parece que «después de utilizarla» es cuando se ha tirado descuidadamente a la papelera.
—Mas ¿qué posibles propósitos…?
Vance le atajó, diciendo con gravedad:
—Si lo supiéramos, John, podríamos evitar otra tragedia.
—Así, ¿opinas que aún no hemos concluido este affaire? —inquirió lentamente.
—Me parece que no, porque impedimos el total desarrollo de la intriga poniendo al doctor en libertad. Y ahora, el criminal tiene que continuarla. Hasta aquí hemos asistido a los preliminares de este plan condenable… y sólo cuando toque a su término comprenderemos su monstruosidad.
Vance se dirigió a la puerta del vestíbulo, la abrió sin ruido, lo indispensable para asomar la cabeza por la abertura, y en seguida la volvió a cerrar.
—Hay que proceder con cautela —recomendó— para no caer en la trampa, en ninguna trampa de las preparadas por el asesino. Una de ellas era el arresto del doctor. Un solo paso en falso por nuestra parte y la intriga saldrá bien —se volvió a Heath—. Sargento, ¿quiere tener la bondad de traerme el bloc de papel amarillo y el tintero que hay sobre la mesa del Museo? —dijo—. Nosotros debemos borrar también nuestro rastro, porque se nos sigue tan de cerca como nosotros seguimos los pasos del criminal.
Sin decir esta boca es mía, salió Heath a desempeñar su comisión, y a poco regresaba con los objetos pedidos. Los tomó Vance y se sentó ante la mesa del doctor. Puso la carta de Salveter a la vista y comenzó a copiar fonogramas e ideogramas en un pliego de papel amarillo.
—Creo conveniente —explicó, mientras trabajaba— ocultar el hecho de haber sido descubierta esta misiva. Esa persona que la rompió y tiró a la papelera puede sospechar y buscar sus fragmentos. Es una precaución innecesaria quizá, pero todo es preferible a dar un resbalón. El enemigo posee una astucia infernal.
Cuando hubo concluido de transcribir una docena o poco más de signos, rompió el papel en pedazos de un tamaño aproximado a los de la carta original y los mezcló al contenido de la papelera. Entonces dobló la carta de Salveter y se la metió en el bolsillo.
—¿Le molestaría, sargento, volver con el papel y la tinta al Museo?
—Usted debió nacer para brujo, mister Vance —observó bondadosamente el sargento antes de salir.
—No veo luz —comentó Markham, triste y sombrío—; por el contrario, conforme avanzamos se torna el caso más confuso.
Vance asintió con un gesto.
—Sin embargo, no podemos hacer más que aguardar el desarrollo de los acontecimientos. Por ahora, hemos dado jaque al rey; pero el criminal puede hacer aún varias jugadas. Es como una de las combinaciones de ajedrez que tan famoso hicieron a Alekhine… Nosotros no sabíamos lo que pensaba cuando empezaba el ataque. Y podía echar mano de una combinación que despejara el tablero y nos dejara sin defensas.
En este momento reapareció Heath. Parecía intranquilo.
—Condenada habitación, ¡qué poco me gusta! —rezongó—. Hay demasiados cadáveres. ¿Para qué diantres desenterrarán tantas momias esos sabandijas científicos? Es algo morboso, ¿no se dice así?
—He aquí una crítica perfecta de los egiptólogos, sargento —replicó Vance con una sonrisa de simpatía—. En realidad, no es la egiptología una ciencia…, sino un estado patológico, una enfermedad cerebral: dementia scholastica. Una vez que dejamos penetrar en nuestro cuerpo al spirillum terrigenum, estamos perdidos y agobiados por una incurable enfermedad. Es chocante: si se desentierran cadáveres de seres que vivieron miles de años atrás, se es egiptólogo; pero si son cadáveres recientes, se es un Burke o un Harc, y la ley descarga todo su peso sobre nuestras cabezas.
Sonó un golpe en la puerta del vestíbulo y Snitkin nos enteró de que había llegado Guilfoyle con el doctor Bliss.
—Deseo hacerle una o dos preguntas —dijo Vance—. Creo, pues, Markham, que podemos salir del estudio y después nos marcharemos. Me muero por tomar una rebanada de pan con mermelada.
—¿Qué está diciendo? —inquirió Heath, con asombrado enojo—. ¿Apenas hemos comenzado la investigación y ya quiere largarse? ¿Qué idea es la suya?
—Hemos hecho más —le dijo con dulzura Philo Vance—; hemos procurado no caer en los lazos tendidos por el criminal, hemos trastornado sus cálculos y le hemos forzado a reconstruir sus trincheras. El caso se presenta ahora como un empate del juego de ajedrez. Sólo que, al volver a comenzar, el adversario tiene las piezas blancas, por suerte nuestra. Le toca mover a él primero y ha de ganar el juego. Nosotros, por el contrario, vamos al arrastre.
—Comienzo a entender lo que quieres decir, Vance.
Markham hizo un reflexivo gesto de afirmación.
—Nos hemos resistido a seguir su falso juego y ahora tendrá que volver a poner cebo en la trampa, ¿no es eso?
—Precisamente. Has hablado con la precisión y claridad de un abogado —replicó Philo, con forzada sonrisa; y luego, poniéndose serio otra vez, afirmó—: Sí, creo que pondrá cebo en la trampa antes de dar el paso decisivo, y espero que el nuevo cebo nos dé la solución del problema para permitir que proceda el sargento a su detención.
—A esto digo solamente —replicó en son de queja el aludido— que jamás me vi envuelto en un caso tan complicado como el presente. Y ahora vamos a merendar y a esperar que el criminal haga lo que la lechera de la fábula…