(Viernes 13 de julio, a las 4:15 de la tarde)
Markham se puso en pie, irritado, y marchó comedor adelante, para volver en seguida al lado nuestro. Como siempre, en momentos de perplejidad, cruzaba las manos a la espalda e inclinaba hacia adelante la cabeza.
—¡Siempre estás invocando a tu mamá! —gruñó, al llegar frente a Vance—. ¿Es que no tienes padre?
Vance abrió los ojos y sonrió suavemente.
—Sé lo que estás pensando ahora —dijo, y no obstante lo ligero de su acento, había verdadera simpatía en sus palabras—. Nadie obra como debiera en este raro caso. Es como si todo el mundo conspirase para complicar las cosas y para confundirnos, ¿eh?
—¡Justamente! Por otra parte, hay algo de verdad en lo expuesto por el sargento. ¿Por qué Bliss…?
—¡John! —exclamó Vance, interrumpiéndole—. No abusemos de las teorías, no nos atormentemos tanto ni hagamos tantas preguntas innecesarias. La solución del problema está al caer y ella nos lo explicará todo. Por eso creo yo que debemos buscarla.
—¡Naturalmente! —Heath se expresó con manifiesto sarcasmo—. Ahora mismo voy a levantar todas las alfombras de la casa y a clavar alfileres en el relleno de los muebles.
Pero Markham castañeteó los dedos con impaciencia y el sargento calló.
—Ea, descendamos a ras de tierra —observó, mirando a Vance con sagacidad vengativa—. Tú tienes una idea bien definida; y tus marrullerías no me convencerán de lo contrario. Qué opinas que debemos hacer ahora…, ¿interrogar a Salveter?
—Precisamente —Vance dobló la cabeza con involuntaria seriedad—. Ese muchacho encaja perfectamente en el cuadro; y su presencia en el tapis está indicada ahora, como dicen los médicos en términos profesionales.
Markham hizo una seña a Heath, que se puso en pie al instante, se acercó a la puerta del salón y voceó por el hueco de la escalera:
—¡Hennessey!… Baja con el caballero ese. Tenemos que hablarle.
Un momento después Salveter era conducido a la habitación. Sus ojos relampagueaban y, agresivo, se plantó delante de Vance, al tiempo que introducía ambas manos en los bolsillos del pantalón con violento ademán.
—Bueno, aquí estoy —dijo iracundo—. ¿Ha preparado ya las esposas?
Vance bostezó largamente antes de inspeccionar al recién llegado, con expresión de aburrimiento.
—No sea tan… enérgico, mister Salveter —observó perezosamente—. Este caso deprimente nos desgasta y no podemos soportar tanta energía, tanto vigor. Siéntese y tenga calma. El sargento Heath posee unas esposas nuevecitas. ¿Le gustaría que se las probara?
—Quizá —replicó Salveter, mirando a Vance, como si conjeturase algo—. ¿Qué le ha dicho usted a Meryt, digo a mistress Bliss?
—Le he dado a fumar uno de mis Regies —repuso Vance con indiferencia—. Es entendida en la materia… ¿Quiere usted uno? Aún me quedan dos.
—Gracias. Yo fumo Deities.
—¡Ah! Y ¿les pone usted opio? —la pregunta fue hecha con mucha dulzura.
—¿Opio?
—Sí, del griego pion. A saber: ómicron, pi, iota, ómicron, nu. Me refiero al zumo obtenido mediante cortes en la cápsula de la papaver somniferum.
—¡No! —Salveter tomó asiento de repente y desvió la mirada—. ¿Cuál es la idea que encubren sus palabras?
—La de que abunda el opio en la casa.
—¡Ah! —el joven levantó prudentemente la vista—. ¿Lo sabía?
Vance escogió uno de los cigarrillos que le quedaban.
—¿No se encargan del botiquín usted y Scarlett?
El joven se sobrecogió y permaneció silencioso un momento.
—¿Le ha contado esto Meryt-Amen? —preguntó al fin.
—¿Es cierto?
—Hasta cierto punto, sí. El doctor…
—Volvamos al opio; decíamos…
—… que siempre lo hay en el gabinete del segundo piso; casi una caja entera.
—¿Lo llevó usted a su habitación últimamente?
—Yo…, no…, sí…
—¡Un millón de gracias! ¿Tendré que escoger la respuesta?
—¿Quién dijo que hubiera opio en mi dormitorio? —Salveter bajó la cabeza.
Vance repuso:
—No se preocupe por ello. Ahora ya no lo hay… Oiga, mister Salveter: ¿volvió usted esta mañana al comedor después de salir de él acompañando a mistress Bliss?
—¡No! Es decir —corrigió—, no lo recuerdo.
Vance se irguió bruscamente y se colocó ante él en amenazadora actitud.
—No pretenda adivinar lo que nos ha dicho mistress Bliss. Si se niega a responder a mis preguntas será usted detenido y ¡que Dios le ampare! Estamos aquí para saber la verdad y queremos respuestas sinceras. ¿Volvió usted al comedor?
—No, no volví.
—Vaya, ¡gracias a Dios! —Vance suspiró y tomó a sentarse—. Y ahora, mister Salveter, perdone la intromisión, pero ¿está usted enamorado de mistress Bliss?
—¡Me niego a responder!
—¡Bueno! Pero si el doctor fuese a reunirse con sus antepasados, ¿lo sentiría usted mucho?
Salveter apretó los labios y no dijo nada.
Vance le contemplaba reflexivamente.
—Tengo entendido —dijo, con acento amistoso— que mister Kyle deja a usted en su testamento una considerable fortuna. Si el doctor le pidiera que continuase sufragando los trabajos de excavación en Egipto, ¿lo haría usted?
—Y aunque no me lo pidiera también —una fanática luz brilló en los ojos de Salveter—. Es decir —agregó, cambiando de idea, como resultado de un secreto razonamiento—, siempre que Meryt-Amen estuviera conforme. No quisiera oponerme a sus deseos.
—¡Ah! —Vance había encendido su cigarrillo y fumaba, como en sueños—. ¿Y cree usted que ella se opondrá?
Salveter sacudió la cabeza.
—No —dijo—; creo que hará lo que quiera el doctor.
—¡Mujer obediente!
Salveter se irguió, enérgico.
—Y la más leal, la más recta…
—Sí, sí —Vance lanzó una bocanada de humo—. Prescinda de más adjetivos. Sin embargo, tengo entendido que no está precisamente encantada con su elección de compañero para toda la vida.
—¡Aunque así fuera, no lo demostraría!
Salveter replicó airadamente.
Vance aprobó con indiferente ademán.
—¿Qué piensa usted de Hani? —preguntó luego.
—Es una bestia… con una buena alma. Adora a mistress Bliss —de pronto pareció petrificado y abrió desmesuradamente los ojos—. ¡Dios mío, mister Vance! ¿Cree usted…? —se interrumpió, horrorizado; pero se recobró al punto—. Veo adonde quiere ir a parar, mas…, mas… ¡Estos egipcios modernos y degenerados! Son todos iguales; todos unos perros sin sentido del bien ni del mal, supersticiosos… y leales también. Imagine…
—Sí, todos imaginamos —Vance no parecía impresionado aparentemente, por la salida de Salveter—. Pero como dice usted muy bien es muy adicto a mistress Bliss, y por ella haría cualquier cosa, ¿verdad?; incluso arriesgar la vida, si creía que peligraba su felicidad. Alguien pudo aleccionarle, naturalmente.
Una dura expresión animó los ojos de Salveter.
—Sigue usted una pista falsa. Nadie aleccionó a Hani. Es capaz de obrar por sí mismo.
—¿Y de procurar que se sospeche de otro? —Vance le miró de hito en hito—. La idea de colocar el alfiler junto al cadáver es demasiado sutil para haber germinado en el cerebro de un fellah.
—¡Bah! —replicó, desdeñoso, Salveter—. No los conoce usted como yo. La raza nórdica iba aún en mantillas cuando la egipcia urdía ya complicadas intrigas.
—¡Hum! ¡Mala antropología! —murmuró nuestro amigo—. Veo que piensa usted en la tonta historia de Herodoto, respecto a la tesorería del rey Rampsinitus. Personalmente, creo que los sacerdotes tomaron el pelo al padre de la Historia; mas…, a propósito, mister Salveter, ¿sabe usted si además del doctor usa alguien aquí lápices de la marca Koh-i-noor?
—Ni siquiera sabía que los usara el doctor.
El joven sacudió la ceniza de su cigarro sobre la alfombra, y luego la pisó.
—¿Vio usted esta mañana al doctor Bliss?
—No. Estaba trabajando en su despacho, según me dijo Brush, cuando baje a desayunar.
—¿Antes de desempeñar su comisión en el Metropolitan, entró en el Museo?
Salveter parpadeó.
—¡Sí! —dijo bruscamente—. Todas las mañanas, después de desayunar, entro en el Museo; es mi costumbre. Me gusta comprobar que todo va bien, que no ha sucedido nada durante la noche. Soy conservador ayudante, y aparte de la responsabilidad inherente al cargo, me intereso muchísimo por el Museo. Es mi deber vigilarlo.
Vance dio muestras de comprensión.
—¿A qué hora entró hoy en el Museo?
Salveter vacilaba. Por fin se irguió y contestó, con una mirada de desafío:
—Salí de casa poco después de las nueve. Al llegar a la Quinta Avenida, se me ocurrió de pronto que no había hecho mi visita de inspección al Museo, y por una razón que me callo, me disgustó la omisión. No puedo explicarle la razón de mi disgusto; pero… lo sentía. Quizá a causa de la expedición que había llegado ayer. El caso fue que volví atrás, abrí la puerta con la llave que llevo siempre conmigo y entré en el Museo.
—¿Sobre las nueve y media?
—Eso es.
—¿Y nadie le vio entrar?
—Me parece que no. Por lo menos, yo no vi a nadie.
Vance le contempló con aire lánguido.
—Acabe su cuento; si no tiene ganas, lo terminaré yo mismo.
—No es preciso —Salveter arrojó su cigarro en una bandejita cloisonée que había sobre la mesa y resueltamente se colocó en el borde de la silla—. Le contaré todo cuanto sea preciso, y en caso de que no esté satisfecho, puede ordenar mi detención, y luego ¡irse al diantre!
Vance suspiró, al tiempo que dejaba caer hacia atrás la cabeza.
—¡Qué energía! —comentó—. Mas ¿para qué ser mal educado? Bueno, usted vio a su tío antes de abandonar el Museo para encaminarse al gran mausoleo de la Avenida, ¿no es eso?
—¡Sí…, le vi! —relampaguearon los ojos del joven e irguió la cabeza—. Ahora, deduzca lo que quiera.
—¡Hum! No pienso molestarme; me fatigaría demasiado —Vance no le miraba; sus ojos, entornados, descansaban en una antigua araña de cristal que se balanceaba casi encima de la mesita del centro—. Puesto que vio a su tío, lo menos debió de permanecer en el Museo media hora.
—Eso es —Markham veía que Salveter no acababa de comprender la actitud indiferente de Philo—. Me intereso por un papiro que encontramos el invierno pasado, en Egipto, y traté de descifrar unos jeroglíficos que atrajeron mi atención. Pero hay un anket, uas y un tema imposibles de traducir.
Vance frunció el ceño; luego arqueó las cejas.
—Anket, uas, tema —dijo, repitiendo lentamente las palabras—. El anket, ¿va acompañado o no de un determinativo?
Salveter tardó en responder.
—De la cola del animal, determinativa.
—Y el uas, ¿se halla indicado por una ese sibilante o aspirada?
Otra vez vaciló el joven, mirando intranquilo a Vance.
—Sibilante. El tema lleva doble mayal.
—Pero no la narria[24] ideográfica, ¿eh? Bueno, esto es interesantísimo. Y durante la lingüística operación, ¿llegó su tío?
—Sí. Cuando abrió la puerta estaba yo sentado ante la mesita que hay junto al obelisco. Le oí decir algo a Brush y le recibí en pie. Por cierto, que estaba muy oscuro y no me vio hasta pisar el Museo.
—¿Y entonces?
—Comprendí que deseaba inspeccionar los nuevos tesoros y me fui corriendo.
—¿Se fijó si estaba su tío de buen humor al entrar en el Museo?
—Como de costumbre… Quizá algo enfurruñado. Jamás se levantaba contento, pero ello nada significa.
—¿Dejó usted el Museo inmediatamente después de saludarle?
—En el acto. No me había dado cuenta del tiempo transcurrido en el examen del papiro, y por eso me di prisa en partir. Además, no quería molestarle, pues sabía que venía a tratar de un asunto importante con el doctor Bliss.
—Y en veinte minutos —musitó—, o sea entre diez y diez y veinte, hora en que llegó Scarlett al Museo, fue asesinado su tío.
Salveter se estremeció.
—Así parece —balbució—; pero ¡nada tengo que ver con ello! He dicho la verdad; créame o no me crea.
—No sea mal educado —amonestóle Vance, con voz queda—. Ni le creo ni le dejo de creer, ¿entiende? Pero quizá pierdo el tiempo.
—Pues ¡piérdalo y fastídiese!
Vance se puso en pie, permitiendo que vagara por sus labios una fría sonrisa, más terrible que cualquier expresión de ira.
—No me gusta su lenguaje, mister Salveter —observó lentamente.
—¡Ah! ¿No?
El joven saltó de la silla en que estaba sentado y se lanzó sobre Vance, apretando los puños. Sin embargo, este retrocedió con la agilidad de un gato y le cogió por la muñeca. Hizo un rápido movimiento hacia la derecha y el brazo de Salveter se torció en dirección al omóplato. Entonces cayó de rodillas, lanzando un involuntario grito de dolor. Esto trajo a mi memoria cómo Vance había salvado a Markham de un ataque efectuado en su mismo despacho, al fiscalizar el caso Benson. Heath y Hennessey dieron un paso adelante, mas con su mano Vance les hizo seña de que no se movieran.
—Yo me basto para dominar a este impetuoso joven —dijo, levantando a Salveter del suelo y empujándolo hacia su asiento—, al que acabo de dar una lección de buenos modales amablemente. Y ahora sea cortés y responda a mis preguntas o me obligará a detenerle, así como a mistress Bliss, por unirse para asesinar a mister Kyle.
Salveter estaba subyugado. Miró sorprendido a su antagonista y, de pronto, el significado de las palabras de Vance penetró en su aturdido cerebro.
—¡Mistress Bliss no tiene nada que ver con eso! —afirmó, en tono animado, y, sin embargo, respetuoso—. Si confesando el crimen la pusiera a cubierto de toda sospecha, lo haría sin vacilar.
—No hay necesidad de tal heroísmo —Vance había tomado asiento y fumaba otra vez tranquilamente—. Y ahora díganos por qué cuando entró en el Museo esta mañana y supo allí la muerte de su tío no mencionó el hecho de haberle visto a las diez.
—Porque… estaba trastornado…, confundido —tartamudeó el joven—, y tenía miedo. Quizá me impulsó el instinto de conservación. No sé; realmente no podría explicarlo. Debí decírselo a usted, pero…, pero…
Vance acabó por él:
—… Pero no quiso comprometerse en un crimen del que es inocente. Es muy natural. Creyó que haría bien en aguardar antes de descubrir si le había visto alguien… Oiga, mister Salveter, ¿no comprende que le hubiera favorecido confesar que estuvo con su tío a las diez?
Salveter se había tornado sombrío, y antes que pudiera replicar, continuó diciendo Vance:
—Dejando aparte tales consideraciones, ¿quiere decirnos exactamente lo que hizo en el Museo entre nueve y media y diez de la mañana?
—Lo he dicho ya —Salveter se había turbado—. Comparaba un papiro descubierto recientemente por el doctor en Tebas, y perteneciente a la decimoctava dinastía, con la traducción, hecha por Luckenbill, de los anales contenidos en el prisma hexagonal de Senacherib[25], con objeto de determinar los valores.
—Nos está contando un cuento, mister Salveter —dijo Vance, interrumpiéndole, con voz reposada—. Incurre, además, en un anacronismo, porque el prisma de Senacherib data de unos mil años después y está escrito en caracteres babilónicos cuneiformes. Díganos: ¿qué hacía esta mañana en el Museo? —repitió.
Salveter hizo ademán de alzarse de la silla, pero en seguida tornó a dejarse caer.
—Escribía una carta —dijo con voz débil.
—¿A quién?
—Prefiero no decirlo.
—Naturalmente —la sombra de una sonrisa entreabrió los labios de Vance—. Y ¿en qué idioma estaba escrita?
El muchacho sufrió un cambio repentino. Palideció y se le crisparon las manos, que habían estado descansando sobre sus rodillas.
—¿En qué idioma? —repitió roncamente—. ¿Por qué lo pregunta? ¿En qué idioma cree usted que se escribe una carta? ¿En bantú, sánscrito, o valón o hindú?
—No —la mirada de Vance fue a posarse lentamente en Salveter—. Ni tampoco en arameo, agao, suailí o sumerio. Pero sí se me ocurrió hace un instante que pedía haber escrito una epístola en jeroglíficos egipcios.
Los ojos del joven se dilataron.
—¡En nombre del cielo! —exclamó—. ¿Para qué iba yo a hacer semejante cosa?
—¿Para qué? ¡Ah, sí! ¿Para qué? —Vance exhaló hondo suspiro—. Sin embargo, usted escribía en egipcio.
—¿Yo? ¿Qué le mueve a imaginarlo?
—Pues, muy sencillo —Vance se quitó el cigarro de la boca e hizo un ligero ademán suplicante—. Incluso adivino a quién iba dirigida: o mucho me equivoco o su destinatario era mistress Bliss —otra vez sonrió pensativo—. Usted mencionó tres palabras del imaginario papiro en que ciertas formas determinadas no han podido traducirse todavía a satisfacción. Estas palabras son: anket, uas, tema. Mas como todavía quedan muchas otras sin traducir, me pregunté por qué habría usted escogido estas y no otras, y asimismo por qué mencionaría los valores fonéticos de tres palabras equívocas, siendo así que poseen formas más familiares. Que un solo papiro encerrase precisamente las tres era una absurda coincidencia…, y entonces recapacité respecto a su verdadero significado, tomando por modelo sus formas conocidas. Sin un determinativo que le acompañe, anket significa «el que vive»; uas, sin ese sibilante, «felicidad» o «buena suerte». En la duda, la traduce Erman, mediante el vocablo alemán: glück, y al lado le pone un signo de interrogación. Ignoro lo que quiere decir tema con doble mayal; y, en cambio, estoy familiarizado con el tema acompañado de una narria ideográfica, cuyo significado es: «ser incluido» o «finalizado», ¿entiende?
Salveter le miraba fascinado.
—¡Dios mío! —murmuró por toda respuesta.
—Y de todo esto deduje —siguió diciendo Vance— que usted había escrito las tres palabras en su forma conocida, mencionando la desconocida por lo mismo que se ignora su significado. Ellas concordaban perfectamente en la situación, y puesto que tenía los tres términos principales de la carta, a saber: «el que vive», «felicidad» o «buena suerte» y «finalizar» o «concluir», comprenderá, mister Salveter, que no me ha sido difícil reconstruirla.
Vance hizo una pausa, como para disponer las frases, y después acabó:
—Usted compuso un comunicado que decía sobre poco más o menos que «el que vive (anket) era un obstáculo para su “felicidad” o “buena suerte” (uas), y, por consiguiente, que su deseo era “acabar” (tem) o poner un fin a tal situación.» ¿Digo o no digo bien?
Salveter seguía mirándole con una especie de admirado asombro.
—Voy a serle sincero —dijo, por fin—. Eso es exactamente lo que escribí. Meryt-Amen conoce el lenguaje empleado durante el Imperio Medio mejor que yo. Y por eso me sugirió hace tiempo la idea de que, a modo de ejercicio, le escribiera a lo menos una vez por semana en el idioma de sus antepasados. Hace años que vengo haciéndolo y ella me corrige y aconseja siempre, pues es tan entendida en la materia como cualquier escriba de los que adornan las antiguas tumbas. Al volver esta mañana al Museo, caí repentinamente en la cuenta de que el Metropolitan no se abre hasta las diez, y un impulso súbito me hizo sentarme a escribir la carta.
—Impulso desgraciado —observó, suspirando, Vance—. Porque esta carta sugiere la idea de que usted intentaba apelar a recursos extremos,
—¡Lo sé! —replicó Salveter, conteniendo el aliento—. Y por esto he mentido. Pero, mister Vance, se trata de una carta inocente de veras. Sé que hacía una tontería; no lo tomaba seriamente. De verdad era una lección de composición gramatical…, no un comunicado.
—¿Y dónde se encuentra ahora esa carta?
—En el cajón de la mesa del Museo. Cuando tío Ben entró no la tenía concluida y la guardé allí.
—¿Había escrito ya los signos anket, uas y tema?
Salveter contestó con esfuerzo:
—¡Sí! Las conocidas formas de los tres jeroglíficos estaban en ella. Y después, cuando por primera vez me preguntó usted lo que había estado haciendo en el Museo, inventé el cuento del papiro…
—… Y mencionó los supuestos valores fonéticos de las tres palabras que había escrito en sus formas conocidas, ¿verdad?
—¡Sí, señor! Es muy cierto.
—Agradecemos muchísimo su impulso de honradez —Vance se expresó en un tono glacial—. Y ahora, ¿tendrá la bondad de traerme la epístola incompleta? Pues no sólo ardo en deseos de verla, sino que además quiero descifrarla.
Salveter se puso en pie de un salto y corrió al Museo. Unos minutos después regresaba, aturdido y con muestras de decaimiento.
—¡No está allí! —anunció—. ¡Ha desaparecido!
—¿De veras? Qué mala suerte…
Vance estuvo pensando un momento sin variar de postura (estaba reclinado en un sillón), y de repente se puso en pie de un salto.
—¡No está allí! ¡Ha desaparecido! —murmuró—. Me desagrada la situación, Markham…, no me gusta nada. ¿Por qué habrá desaparecido la carta? ¿Por qué? ¿Por qué?
Giró en redondo y se encaró con Salveter.
—¿En qué papel escribió usted esa misiva indiscreta? —preguntó, conteniendo su excitación.
—Sobre un bloc de papel amarillo que, por regla general, hay encima de la mesa.
—¿Y la tinta? ¿Escribió usted con pluma o lápiz?
—Con una pluma y tinta verde, de la cual está provisto siempre el Museo.
Vance alzó la mano en un movimiento de impaciencia.
—Basta —ordenó—. Suba a su habitación y permanezca allí.
—Pero, mister Vance…, me preocupa el incidente. ¿Dónde cree usted que puede estar la carta?
—¿Y yo qué sé…, si es que la ha escrito? No soy adivino —Vance estaba turbadísimo, aunque procuraba ocultarlo—. Habría obrado mejor no dejándola de su mano.
—Es que jamás se me hubiera ocurrido pensar…
—Bien lo veo —Vance le examinó con una mirada penetrante—. Mas no es esta ocasión para reflexionar. Vaya a sus habitaciones… y ya hablaremos. No haga más preguntas… ¡Obedezca!