(Viernes 13 de julio, a las 3:45 de la tarde)
Después de la partida del doctor fue Hani el primero en romper el silencio.
—¿Desea que me retire, señor? —preguntó a Vance con un respeto que me pareció exagerado.
—Sí, sí.
Vance parecía distraído, inquieto, y comprendí que algo le preocupaba mientras permanecía junto a la mesa con las manos en los bolsillos del pantalón.
Hani saludó marchando en dirección al vestíbulo.
—No se deje engañar por las apariencias, effendi —dijo solemnemente, volviéndose al llegar junto a la puerta—. No comprendo del todo cuanto ha sucedido hoy en esta casa; mas no olvide…
—Bueno, bueno —Vance hizo un ademán de despedida—, no olvidaré que su nombre es Anúpu.
El egipcio le dirigió una sombría mirada y salió.
En tanto, Markham impacientábase cada vez más.
—En ese caso todas las cosas pierden en el acto importancia —observó en son de queja—. Cualquier habitante de la casa ha podido verter la droga en el café del doctor… Así, tan enterados estamos ahora como en el momento de entrar en el comedor. A propósito: ¿dónde crees tú, Philo, que halló Hani la cajita de opio?
—Toma, pues en el dormitorio de Salveter. Es evidente.
—¿Sí? No lo creo yo así. ¿Para qué dejarla en él?
—Salveter no la dejó. ¿No te he dicho ya que aquí hay un cerebro pensante, un Deus ex machina que se ocupa de todo? Sólo que su intriga es demasiado hábil y además un genio tutelar nos ayuda a desenredarla.
Markham le miró ceñudo y perplejo.
—¿Crees, Philo, que fue Hani quien bajó al comedor después de haber salido de él Salveter y mistress Bliss?
—Es posible. O por lo menos parece más probable que fuera él que no Salveter o mistress Bliss.
—Mas la puerta de la calle estaba abierta —insinuó Markham—. ¿No podría ser que entrara alguien de fuera?
—Opinas, quizá, que antes de acogotar a su víctima el asesino estuvo aquí en busca de un estimulante —buscó la puerta y, antes que Markham pudiera contestar, agregó—: Ea, interroguemos ahora a los que aguardan en la sala, pues vamos a necesitar muchos datos, ¡oh, muchísimos más!, de los que ya tenemos.
Nos guio escaleras arriba, y cuando pisábamos la mullida alfombra del vestíbulo superior llegó a nuestros oídos el sonido de una voz fuerte y airada.
Era mistress Bliss quien así se expresaba y sorprendí las dos últimas palabras de una frase:
—… debió esperar.
A la que Salveter replicaba, con áspero y ronco acento:
—¡Meryt! ¡Está usted loca!
Tosió entonces Vance y todo quedó en silencio.
Sin embargo, antes de entrar en el comedor, Hennessey hizo una seña a Heath desde el frente del vestíbulo; el sargento pasó delante de la puerta y todos le seguimos, presintiendo una revelación sensacional.
—¿Sabe usted…? —le comunicó Hennessey en voz baja apenas llegamos a su lado—, el pájaro ese, Scarlett, a quien usted me ordenó que dejara marchar, no se ha ido en seguida, sino que a punto ya de salir, volvióse de pronto y subió corriendo la escalera. De momento mi intención fue correr tras él y detenerle, pero como usted ya había terminado con él, desistí de mi idea. Bajó al cabo de dos minutos y salió sin decir palabra. Ahora creo que quizá debí seguirlo arriba.
—No; obró usted acertadamente —dijo Vance antes que pudiera replicar el sargento—. No había por qué impedir que subiera; probablemente iría a despedirse del doctor.
Hennessey pareció aliviado de un gran peso y miró al sargento como esperando también su aprobación, pero Heath dejó oír sólo un gruñido desdeñoso.
—Y, a propósito, Hennessey —continuó Vance—, al subir la escalera el egipcio por vez primera, ¿fue directamente al piso de arriba o sobre la marcha se detuvo en el comedor?
—Entró en él y estuvo hablando con la señora.
—¿Oyó algo de lo que dijeron?
—No; porque hablaban en un idioma extranjero.
Vance se volvió a mirar a Markham y le dijo muy quedo:
—Por eso mandé arriba solo a Hani; presentía que aprovecharía la ocasión de comunicarse con mistress Bliss.
—Perfectamente, Hennessey —aprobó Vance; cogió a Markham por un brazo y retrocedimos para entrar en el salón—. Creo que ahora podemos interrogar a mistress Bliss.
La dama nos recibió en pie.
Había estado sentada junto a una de las ventanas y Salveter apoyaba la espalda en la puerta oscilante que conducía al comedor. Evidentemente ambos habían adoptado esta posición al oírnos venir, pues estaban más cerca uno de otro cuando llegamos al vestíbulo.
—Lamento tener que molestarla, mistress Bliss —comenzó a decir cortésmente Vance—, pero es necesario someterla ahora a un breve interrogatorio.
Ella aguardó sin hacer el más leve movimiento ni variar de expresión y me pareció observar que nuestra intromisión la enojaba.
Salveter se desconcertó, disgustado.
—Oiga: ¿no podría…? —comenzó a decir.
Pero Vance le atajó con un ¡no! severo y noté que a Markham le sorprendía su actitud.
—¡Hennessey! —llamó después, y casi simultáneamente apareció el detective en la puerta—. Acompañe a este caballero a su habitación y cuide que no hable con nadie hasta que le enviemos a buscar.
Y con una mirada de súplica dirigida a mistress Bliss, abandonó Salveter la habitación, llevando al lado al detective.
—Tome asiento, señora —Vance se aproximó a la joven, y después que se hubo sentado, él mismo se instaló en una silla frente a ella—. Voy a dirigirle unas preguntas de índole delicada; mas si verdaderamente desea ver preso al asesino de mister Kyle, no le molestará contestar francamente a ellas, antes al contrario, ¿no es cierto?
—El asesino de mister Kyle es un ser despreciable e indigno —repuso mistress Bliss, con voz dura—, y gustosa me ofrezco a ayudarlos en cuanto pueda para descubrirle.
No miraba a Vance, sino que concentraba su mirada en una enorme sortija de cornalina color de miel que llevaba en el índice de la mano derecha.
Vance arqueó ligeramente las cejas.
—Entonces, ¿cree que obramos bien poniendo en libertad a su marido?
No pude comprender el designio de Vance al hacer semejante pregunta; y la respuesta de mistress Bliss aumentó mi confusión. Levantando poco a poco la cabeza, nos miró, a uno tras otro, y por fin dijo:
—El doctor es hombre paciente. Mucha gente le ha juzgado mal y no estoy segura de que el mismo Hani le sea siempre fiel, pero no es tonto. A veces, incluso es demasiado listo. No le acuso del crimen…, ni tampoco acuso a nadie, ya que en ocasiones puede ser la expresión más alta del valor; sin embargo, si hubiera matado a Kyle, no hubiera dejado pruebas tan evidentes de su culpa —aquí tornó a mirarse las manos, cruzadas ahora sobre el regazo—. Es más: en caso de decidirse a asesinar a alguien, no hubiera sido a mister Kyle. Hay otras personas a quienes desearía, con más motivo, quitar de en medio.
—Por ejemplo, ¿a Hani?
—Quizá.
—¿O a mister Salveter?
—A cualquiera antes que a mister Kyle —repuso la mujer, con una perceptible modulación de voz.
—Quizá le impulsó la ira a cometer el crimen —Vance hablaba como quien discute una cuestión puramente académica—. Si mister Kyle se negaba a continuar sufragando los gastos de las excavaciones…
—No conoce usted a mi esposo. Tiene un carácter igual e incapaz de apasionamiento. Jamás hace un movimiento sin haberlo pensado mucho antes.
—Mente de sabio —murmuró Vance—. Sí, así lo he creído siempre —sacó su pitillera—: ¿Le molesta el humo?
—¿Le molesta a usted?
Vance se puso en pie y alargó el estuche.
—¡Ah, Regies! —ella escogió un cigarrillo—. Es usted afortunado, mister Vance. Ya no quedaban en Turquía cuando encargué, por última vez, una partida.
—Entonces soy doblemente afortunado ofreciéndole uno —Vance ayudó a encender el cigarrillo a mistress Bliss, y luego volvió a sentarse—. ¿A quién cree usted que beneficia más la muerte de Kyle? —preguntó en un tono indiferente, al parecer, si bien contemplándola atentamente.
—No sé.
Evidentemente mistress Bliss estaba en guardia.
—Pero —continuó diciendo Vance— alguien se beneficiará con esa muerte o, de lo contrario, no se hubiera cometido el asesinato.
—La Policía se encargará de averiguar este detalle. Yo no puedo ayudarle.
—Quizá lo averigüe yo, pero deseo que usted lo corrobore —aunque cortés, el tono de Vance fue harto significativo—. Considerando fríamente el asunto, puede verse en seguida que el súbito fallecimiento de mister Kyle acaba con la llamada profanación de la tumba de los antepasados de Hani, y por consiguiente, con los pesares de Egipto. También enriquecen a usted y a mister Salveter.
Yo esperaba que mistress Bliss acogiera con enojo tal insinuación, pero ella limitóse a mirar a Vance con fría sonrisa, replicando desapasionadamente:
—Sí; creo que existe un testamento nombrándonos sus principales herederos.
—De ello nos informó mister Scarlett —repuso Philo—. Es un hecho perfectamente comprensible. Y ¿empleará usted su herencia en perpetuar los trabajos egiptológicos del doctor?
—Sí, por cierto —dijo ella, con énfasis inconfundible—. Si me pidiera ayuda, suyo sería el dinero. Que haga él lo que desee… Especialmente ahora —añadió.
El rostro de Vance había ido adoptando una expresión fría y dura; tras de una rápida ojeada a la dama, bajó los ojos y contempló su cigarrillo.
En este momento se puso en pie Markham.
—Mistress Bliss —preguntó, con una acometividad innecesaria a mi entender—, ¿quién puede tener una razón para desear que cargue su esposo con este crimen?
Ella desvió la mirada, pero sólo un instante.
—No lo sé. ¿De veras se ha tratado de hacer eso? —contestó.
—Usted misma lo sugirió, señora, cuando le llamamos la atención sobre el alfiler de corbata. Entonces afirmó que alguien lo había colocado junto al cuerpo de mister Kyle.
—¿Y qué? —exclamó ella súbitamente, desafiándole—. Un instinto natural me ordena defender a mi esposo.
—¿Contra quién?
—Contra usted y la Policía.
—¿Lamenta usted ahora ese instinto? —Markham hizo bruscamente esta pregunta.
—¡No!
La mujer se irguió y miró furtivamente hacia la puerta.
Vance lo notó y dijo quejosamente:
—Es uno de los detectives que vigilan en el vestíbulo. Mister Salveter está en su boudoir… y no puede oírla.
Rápidamente, Meryt se tapó la cara con las manos, y sacudió su cuerpo un escalofrío.
—Me tortura usted —declaró, con un gemido.
—Y usted me mira por entre los dedos —repuso Vance, con suave sonrisa.
Ella se puso en pie y le dirigió una mirada feroz.
—Por Dios, no vaya a decirme: «¿Cómo se atreve?…» Es una frase muy gastada. Vamos, siéntese otra vez. Tengo entendido que Hani la enteró, en su idioma, que se suponía que el doctor había ingerido opio en el café del desayuno. ¿Qué más le ha dicho?
—Nada más.
Meryt volvió a ocupar su silla; parecía agotada.
—¿Sabía usted dónde se guardaba el opio?
—No estaba enterada de ello —replicó con indiferencia—. Pero no me sorprende.
—¿Lo sabía mister Salveter?
—Con toda seguridad. El y mister Scarlett son los que se cuidan del botiquín.
Vance le favoreció con una mirada rápida.
—Hani no quiere confesarlo; sin embargo, estoy seguro de que la cajita de opio ha sido encontrada en la habitación de mister Salveter.
—¿Sí?
No pude dejar de pensar que ella esperaba la noticia. No era una sorpresa para ella, ciertamente.
—Por otra parte —continuó Vance—, pudo ser hallada por Hani en la habitación de usted.
—¡Imposible! —exclamó, en un arrebato de cólera; pero, tropezando con la tranquila mirada de Vance, cedió pronto—. Es decir, no veo cómo puede ser posible —acabó débilmente.
—Quizá me equivoque —murmuró nuestro amigo—; pero dígame, mistress Bliss, esta mañana, después de salir del comedor con mister Salveter, ¿volvió usted a él con objeto de tomar otra taza de café?
—Yo…, yo… ¡Sí! ¿Es eso algún crimen?
—¿Encontró allí a Hani?
Tras breve vacilación, mistress Bliss repuso:
—No; estaba en su habitación…, enfermo, y allí le hice llevar el desayuno.
Heath gruñó, disgustado:
—¡Cuántas cosas nuevas estamos descubriendo!
—Muchísimas, sargento —convino amablemente Vance—, y todas gracias a la valiosa cooperación de la señora —volviéndose en seguida a ella, preguntó con suavidad—: ¿Sabe usted quién mató a mister Kyle, naturalmente?
—Sí, ¡lo sé!
Estas palabras fueron dichas impulsivamente y con acento airado.
—¿Y también por qué le mataron?
—También.
Súbito cambio se había operado en ella. Parecía poseída por una mezcla singular de temor y arrojo; y la trágica amargura de su actitud me dejó aturdido.
Heath ahogó una interjección.
—Díganos quién fue —saltó, blandiendo el cigarro ante las propias narices de mistress Bliss—, o la hago detener por encubridora del crimen.
—¡Poco a poco, sargento! —Vance se había levantado, y con un ademán conciliador posaba la diestra en el hombro de Heath—. No hay que precipitarse. Encarcelar a la señora sería contraproducente, aparte de que puede ser falsa su pista.
Markham intervino entonces para preguntar a Meryt:
—¿Basa usted su opinión en razones concretas? ¿Posee usted pruebas determinadas de lo que afirma?
—No poseo pruebas materiales del crimen —repuso ella, muy quedo—; pero…, pero… —le faltó la voz y abatió la cabeza.
—Tengo entendido que salió usted de casa a las nueve en punto de la mañana.
La voz tranquila de Vance pareció animarla.
—Sí…, casi en seguida de desayunar.
—¿Fue de compras?
—En la Cuarta Avenida tomé un taxi y ordené al chófer que me llevase a los Almacenes Altman. No encontrando allí lo que buscaba, tomé el Bute. Visité la Casa Wanamaker; de esta pasé a la de lord Taylor; de allí a la de Saks, y finalmente entré en una tienda modesta de la Avenida Madison.
—El recorrido usual —suspiró Vance—. Y ¿no compró usted nada, naturalmente?
—Encargué un sombrero en la Avenida Madison.
—¡Muy interesante! —Vance cogió al vuelo una mirada del fiscal y respondió a ello con significativa inclinación de cabeza—. Bien; basta por ahora, mistress Bliss. Tenga la bondad de pasar a su habitación y aguardar allí.
La mujer se llevó un diminuto pañuelo a los ojos y salió en silencio.
Cuando hubo partido, se acercó Vance a la ventana y miró a la calle. Estaba, según pude ver, hondamente turbado por la entrevista. Abrió la ventana y los ruidos zumbadores de una tarde de verano llenaron la habitación. Permaneció callado unos minutos y ni Heath ni Markham interrumpieron su meditación. Por fin, se volvió, y sin mirarnos observó con apagado acento:
—En esta casa hay un exceso de corrientes contrarias, de razones opuestas, de objetos que alcanzar, de complicaciones sentimentales. Contra casi todos estos casos podría entablarse una causa digna de aplauso.
—Pero ¿a quién puede beneficiar la complicación de Bliss en el crimen? —preguntó Markham.
—¡Oh!, por lo visto a todos los habitantes de esta casa. Por ejemplo: a Hani le desagrada su amo y a cada paletada de arena que extrae de la tumba de Intef se retuerce de agonía moral; Salveter está enamorado de mistress Bliss y, naturalmente, el esposo de esta es un obstáculo para su pasión. En cuanto a la dama, no quisiera juzgar mal, pero me inclino a creer que corresponde al afecto del joven; por consiguiente, la eliminación del doctor no la arrastrará a irreparables extremos.
Mientras Vance hablaba, apareció Emery a la entrada del comedor.
—Le llaman al teléfono, sargento —anunció—. Está abajo.
Heath salió apresuradamente y le vimos marchar vestíbulo abajo. Cuando regresó, al cabo de unos minutos, se deshacía en sonrisas, y una vez se tambaleó, conforme avanzaba al encuentro de Vance.
—Bueno —dijo, con los pulgares en las bocamangas del chaleco—. Su buen amigo Bliss ha intentado escapar. Guilfoyle[23], a quien telefoneé que siguiera al doctor, tropezó con él en el momento preciso de salir de casa para dar su vuelta por el parque. Pero no fue allá, mister Vance, sino a la Cuarta Avenida, y de allí al Banco Mercantil, que hay en la calle Veintinueve. Había pasado la hora del cobro, pero el gerente es amigo del doctor, y por ello no le ocasionó molestias sacar dinero.
—¿Dinero?
—¡Vaya! Sacó todo lo que tenía en el Banco en billetes de veinte, cincuenta y cien dólares, y después tomó un taxi. Entonces Guilfoyle tomó otro y le siguió a la parte alta de la ciudad. Bliss se apeó delante de la Estación Central y corrió a una taquilla. «¿A qué hora sale el primer tren para Montreal?», preguntó. «A las cuatro cuarenta y cinco», contestó el empleado. «Entonces venga un billete.» Eran las cuatro en punto y el doctor aguardó a la puerta de la estación. Guilfoyle se llegó a él y le dijo: «Conque de excursión al Canadá, ¿eh?» El doctor puso mala cara y se negó a contestar. «Pues bien —siguió diciendo Guilfoyle—: me parece que hoy no se mueve usted de aquí.» Le cogió por un brazo y le condujo junto al teléfono público. Ahora está en camino con su inocente amigo —el sargento se columpiaba sobre un pie y luego sobre el otro—. ¿Qué le parece?
Philo le contempló gravemente.
—¿Va usted a considerar el hecho como una prueba más de culpabilidad del doctor? —inquirió, moviendo desalentado la cabeza—. ¿Será posible que exagere la importancia de una fuga, que no deja de ser una chiquillada? ¿No podría ser efecto de un pánico muy natural en hombre tan poco práctico como el doctor?
—Precisamente —Heath se rio de un modo desagradable—. Pero todos los pillos, ladrones y asesinos sienten pánico igual, y como él, tratan de escapar. Vea usted cómo esa acción no demuestra la inocencia del doctor, sino todo lo contrario.
—Sin embargo, sargento, el asesino que accidentalmente deja pruebas comprometedoras de su crimen y que concluye fugándose estúpidamente, carece de lo que se llama inteligencia despierta. Y le aseguro que el doctor no es imbécil ni lunático.
—Palabras, palabras, mister Vance —dijo obstinadamente el sargento—. El pájaro ese cometió un par de equivocaciones, y al ver que iba a ser cogido, trató de salir de la nación. Y aquí estoy para decir a usted…
—¡Ay mi madre, mi querida y preciosa madre! —Vance se dejó caer en un sillón y su cabeza chocó pesadamente con el macassar de encaje que cubría el respaldo.