12. LA CAJITA DE OPIO

(Viernes 13 de julio, a las 3:15 de la tarde)

Pocos minutos después nos sirvió Brush el té.

—Es té de Oolong, señor —explicó orgullosamente a Vance—. Las tostadas no están untadas con mantequilla, porque me ha parecido que así serían más de su gusto.

—Posee una intuición poco común, Brush —replicó Vance en un tono convencido—. ¿Se ha servido algo a la señora y mister Salveter?

—Sí, señor. Les serví el té hace poco y no han querido tomar nada más.

—¿Y el doctor Bliss?

—No me ha llamado aún, señor. Pero no me extraña, porque más de una vez se ha quedado sin comer.

Diez minutos después Vance le hizo venir de la cocina.

—¿Quiere llamar a Hani?

El mayordomo parpadeó.

—Sí, señor.

Saludó muy ceremoniosamente y se alejó.

—Convendría aclarar en seguida uno o dos puntos oscuros —explicó entonces a Markham—, y Hani puede ayudarnos. De este caso lo menos diabólico es el asesinato de Kyle. Por eso cuento, sin fundamento, si quieres, con las revelaciones que puedan hacernos Salveter y mistress Bliss…, y me preparo, como ves, acumulando pruebas.

En aquel momento sonaron en el vestíbulo pasos quedos, acompasados, y Hani apareció en el umbral de la puerta. Estaba tranquilo y tan abstraído como de costumbre, y su rostro impasible no dio muestras de sorpresa al encontrarnos instalados en el comedor.

—Entre y siéntese, Hani.

La invitación de Vance fue hecha en tono amable.

El egipcio se nos aproximó lentamente, pero no tomó asiento.

—Prefiero estar en pie, effendi —replicó.

—Naturalmente, es más cómodo en momentos como el presente —comentó Vance.

Hani asintió con una leve inclinación de cabeza. Su actitud típicamente oriental era magnífica.

Mister Scarlett nos ha comunicado —comenzó a decir Vance sin levantar hasta él la mirada— que mister Kyle asegura el porvenir de mistress Bliss mediante testamento y asimismo que ha sabido por usted tal detalle.

Hani respondió tranquilamente.

—Es natural ¿verdad?, que se preocupase por el futuro de su ahijada.

—¿Le manifestó haberlo hecho así?

—Sí. Confiaba en mí, porque sabía que amaba a Meryt-Amen como a una hija.

—¿Cuándo le habló de ello?

—En Egipto, hace tiempo.

—Fuera de usted, ¿quién más conocía el hecho?

—Creo que todos. Mister Kyle me habló de ello delante de effendi Bliss y, naturalmente, yo se lo comuniqué a Meryt.

—¿Lo sabe mister Salveter?

—Yo mismo se lo he dicho —descubrí algo raro en el acento de Hani, incomprensible para mí—. Como también a mister Scarlett.

Vance levantó la vista, estudió de una manera impersonal al egipcio, y dijo:

—¿Sabe por casualidad si también mister Salveter ha sido objeto de la solicitud de su tío?

—No lo afirmaré —los ojos de Hani descansaban, soñadores, en la pared opuesta—, pero por ciertas palabras que le oí deduzco que también heredará el muchacho.

—¿Le agrada Salveter, Hani?

Vance levantó la tapa del samovar y escudriñó su fondo.

—Tengo motivos para creer que es un joven admirable.

—¡Oh, muchísimo! —Vance sonrió—. Y por su edad mucho más adecuado para mistress Bliss que el propio doctor.

Hani parpadeó y, si no me engaño, tuvo un ligero sobresalto. Pero no pasó de una reacción momentánea. Se cruzó lentamente de brazos y asumió la actitud de una esfinge.

—Así, como mister Kyle ha muerto, ambos serán ricos.

Vance se expresó con indiferencia y sin mirar el lugar ocupado por el egipcio. Después de una pausa volvió a preguntar:

—¿Qué será de las excavaciones del doctor?

—Se darán por acabadas, effendi —a pesar de su acento monótono, había una triunfal satisfacción en las palabras de Hani—. ¿Para qué devastar el lugar sagrado donde reposan nuestros nobles faraones?

—¡Hum!, no sé. No creo que merezca atención el arte exhumado. El único verdadero de la antigüedad es el chino; y el griego el que impera en la moderna estética, pero no es esta ocasión de discutir el instinto creador. Volviendo a las pesquisas del doctor: ¿será posible que mistress Bliss continúe su obra?

Se nubló la cara de Hani.

—Es posible —contestó—. Meryt-Amen es una esposa leal… Además, ¿quién puede saber de lo que es capaz una mujer?

—Las personas poco versadas en psicología femenina, naturalmente que no —Vance había asumido un acento ligero y petulante—. En fin: suponiendo que se negara a sufragar la continuación de las obras, mister Salveter, con su proverbial entusiasmo por la egiptología, podía ser inducido a representar el papel de ángel tutelar del doctor.

—Si con ello ofendía a Meryt-Amen… —comenzaba a decir Hani, pero se interrumpió bruscamente.

Vance no pareció notarlo.

—Usted tratará de convencerla de que no debe apoyar la obra de su esposo —insinuó.

—¡Oh, no, effendi! No albergo tal presunción. Ella sabe lo que quiere y dictará su decisión, sea esta la que fuere, su fidelidad por el doctor.

—¡Ah!, y dígame, Hani, ¿a quién beneficia más la muerte de mister Kyle, en su opinión?

—Al Ka de Intef [21].

Vance le dirigió una mirada exasperante.

—¡Ah! ¡Sí, naturalmente! —murmuró.

Hani continuó con arrobamiento:

—Y por esto el espíritu de Sakhmet volvió al Museo y anonadó al violador…

—Puso la nota en su mano —interrumpió Vance—, el alfiler a su lado y trazó las huellas que conducían al estudio. No tiene mucha conciencia Nuestra Señora de la Venganza, ya que procura que castiguen a un inocente del crimen cometido por ella —estudió atentamente al egipcio por entre los entornados párpados; luego se inclinó sobre la mesa. Su voz fue severa y vibrante al hablar de nuevo—. ¡Usted trata de escudar a alguien, Hani! ¿Quién es?

Hani exhaló un suspiro profundo al mismo tiempo que se le dilataban las pupilas.

—He manifestado todo lo que sabía, effendi —su voz era apenas perceptible—. Creo que Sakhmet…

—¡Mentira! —exclamó Vance, tornando a atajarle.

—Jawah ul ul ahmag sakut [22].

Brillaron solapadamente los ojos de Hani y me pareció que disimulaba una sonrisa de desdén. Pero Vance no se desconcertó y entonces comprendí que a pesar de las evasivas del egipcio sabía lo que deseaba. Hubo una pausa, durante la cual estuvo dando golpecitos en la cafetera y después dijo:

—Bien: dejémonos de mitología y vamos a lo que importa. Me han dicho que esta mañana, por conducto de Brush, la señora le envió a usted una taza de café. ¿Es eso cierto?

Hani respondió con un movimiento de cabeza.

—A propósito: ¿de qué naturaleza era el mal que padecía?

—Desde que llegué al país —contestó el hombre—, padezco de indigestiones. Esta mañana, al despertar…

Le interrumpió Vance, murmurando con expresión de simpatía:

—Vaya, sí que es molesto. ¡Cuánto lo siento! ¿Y una taza de café era suficiente para sus necesidades?

A Hani le molestó la pregunta, pero no lo demostró en su respuesta.

—Sí, effendi. No tenía gana.

Vance pareció sorprenderse.

—¿No? Pues yo creía que había bajado al comedor por una segunda taza de café…

Una cautelosa expresión tornó a aparecer en el semblante del egipcio y vaciló visiblemente antes de contestar:

—¿Una segunda taza? No sé de qué me habla.

—Bueno, importa poco. Lo cierto es, de todos modos, que esta mañana estuvo alguien aquí sirviéndose una taza de café y que esta persona está complicada en el asesinato de mister Kyle.

—¿Cómo es eso, effendi?

Por vez primera Hani pareció estar angustiado.

Pero Vance no contestó a su pregunta. Estaba inclinado sobre la mesa, examinando atentamente el entallado, y continuó como si tal cosa:

—Dingle explicó que le pareció oír ruido aquí después de salir Salveter y mistress Bliss de desayunarse, y entonces se me ocurrió que quizá fuera usted —aclaró, sondeándole con mirada penetrante—. También es posible, claro está, que volviera mistress Bliss a tomar una segunda taza de café, o quizá Salveter…

—¡Fui yo! —dijo Hani con acento enfático y solemne—. Yo, que bajé al comedor casi inmediatamente después de haberle abandonado Meryt-Amen. Allí me serví una taza de café y volví en el acto a mi habitación. Mentí, hace un momento, porque ya le había dicho en el Museo que no me había movido de ella en toda la mañana. Su poca importancia hizo que me olvidara del hecho.

—Bueno, esto lo explica todo —afirmó Vance sonriendo—. Y ahora, puesto que ha recordado ya su peregrinación en busca de café: ¿tendrá la bondad de manifestar quién es el que posee opio en polvo en la casa?

Observaba yo a Hani esperando que la pregunta de Philo originase en él muestras de terror, pero sólo una profunda sorpresa alteró los rasgos de su impasible fisonomía y antes que hablara transcurrió un minuto largo.

—Por fin comprendo por qué me ha preguntado usted lo del café —observó al cabo—; pero le advierto que se engaña miserablemente.

—¡Caramba!

Vance reprimió un bostezo.

Effendi Bliss no ha dormido esta mañana —siguió diciendo el egipcio; y a pesar del monótono acento empleado, aparecía bajo sus palabras como una interna corriente de odio.

—¿Y quién ha dicho tal cosa, Hani?

—Su interés por el café, su pregunta respecto al opio.

—¿Entonces…?

—No tengo nada más que comunicarle.

—El opio —dijo Vance— se ha hallado en el fondo de la taza del doctor.

Hani se sorprendió visiblemente por tal noticia.

—¿De veras, effendi? ¡Es incomprensible!

—¿Por qué? —Vance adelantó unos pasos y se le plantó delante, mirándole de hito en hito—. ¿Qué sabe usted del crimen?

El egipcio volvió a asumir su aire habitual de abstracción.

—No sé nada —replicó sin expresión.

Vance hizo un gesto de resignación impaciente.

—Por lo menos, sabrá de quién es el opio, ¿verdad?

—Sí. Forma parte del botiquín que llevamos siempre en nuestros viajes de exploración a Egipto, y effendi Bliss es el que se encarga de él.

Vance aguardaba.

—Arriba, en el vestíbulo del primer piso, hay un gran gabinete —siguió diciendo Hani—, en el que se guardan todos los medicamentos de la casa.

—¿Y está cerrada con llave la puerta de ese gabinete?

—Me parece que no.

—¿Quiere hacerme el favor de subir y asegurarse de que el opio está aún allí?

Hani saludó y partió sin hacer ruido.

—Oye, Vance —Markham había dejado su asiento y paseaba intranquilo—, ¿de qué puede servirnos saber si el opio está o no en el gabinete? Además, desconfío de Hani.

—Sus palabras han sido reveladoras —replicó Vance—. Deja que le maneje a mi modo; tiene ideas muy interesantes. En cuanto al opio, albergo el presentimiento de que habrá desaparecido del botiquín…

—Pues no entiendo por qué ha de necesitar toda la caja la persona que ha sustraído el derramado en el café del doctor —observó Markham—. Es como si con ello pretendiera conducirnos directamente a su lado.

—No es esto precisamente —Vance habló en tono grave—, pero lo cierto es que trata de hacernos sospechar de otra persona. Esto es una mera suposición mía; sin embargo, confieso que quedaré chasqueado si Hani encuentra la caja en su sitio.

Heath echaba fuego por los ojos.

—Me parece —dijo en son de queja— que lo mejor hubiera sido ir «uno de nosotros» a buscar la caja de opio. Hay que desconfiar de lo que dice ese rumí.

—En cambio, se puede confiar en sus reacciones, sargento. Aparte de que tengo mis razones para enviarle solo arriba.

Otra vez sonaron los pasos de Hani en el vestíbulo. Vance se situó junto a la ventana y a través de los entornados párpados miró ansiosamente en dirección de la puerta del comedor.

El egipcio entró en él con resignado aire de mártir. En una mano traía una cajita circular de hojalata provista de una etiqueta de papel blanco. La depositó solemnemente sobre la mesa y miró con soñolientos ojos a Vance.

—Aquí está el opio, effendi —anunció.

—¿Dónde lo ha encontrado?

Hani bajó la vista. Vacilaba. Por fin dijo:

—No estaba en el gabinete. Su lugar en la repisa donde por regla general se guarda, estaba vacío. Entonces recordé…

—¡Buena memoria! —musitó Vance en tono de mofa—. Recordó que hace tiempo cogió usted mismo el opio…, porque… no podía dormir…, o algo por el estilo.

—Precisamente. El effendi lo comprende todo. Una noche, tras varias horas de insomnio, me levanté de la cama y fui a buscarlo. Después de usarlo lo guardé en el cajón de la mesilla de noche y…

—… se olvidó de volverlo a llevar al gabinete —concluyó Vance—. Espero que habrá curado su insomnio, Hani —y en seguida agregó cambiando de tono y con irónica sonrisa—: Es usted un embustero, Hani, mas no le culpo…

—Dije la verdad.

—Se non é vero, é ben trovato.

—No comprendo el italiano.

—Citaba una frase de Bruno —replicó nuestro amigo mirando reflexivamente a Hani—. O lo que es igual: usted ha mentido, pero su embuste está bien urdido.

—Gracias, effendi.

Vance suspiró moviendo al mismo tiempo la cabeza con simulado enojo. Luego dijo:

—No le ha llevado mucho tiempo la búsqueda del opio, de lo que deduzco que lo halló en seguida…, porque tenía idea de dónde podía estar.

—Como he manifestado…

—No sea testarudo, ¡carape! Comienza a aburrirme —se puso en pie con aspecto amenazador y se adelantó hacia el egipcio. Sus ojos brillaban con frío destello y tenía el cuerpo rígido—. ¿Dónde ha encontrado esa caja?

Hani retrocedió, dejando caer los brazos.

—¿Dónde ha encontrado el opio?

—Ya lo he explicado, effendi.

A pesar de su obstinación, el tono empleado por Hani no era convincente.

—¡Sí! Lo ha explicado…, pero no ha dicho la verdad. El opio no estaba en su habitación, aunque algo le impulsa a desear que lo creamos… ¡Un motivo! ¿Cuál? Creo adivinarlo. Ha mentido porque el opio estaba…

¡Effendi! No prosiga… Usted se engaña.

—No será usted el que lo consiga, Hani.

Pocas veces había visto a Vance tan serio.

—¡Borrico, más que borrico! ¿No comprende que sé dónde estaba? ¿Cree que si no hubiese estado seguro le hubiera enviado por él? Y usted me ha puesto sobre la pista…, usted mismo, con sus rodeos —Vance sonreía ahora—. Pero la causa verdadera de mi orden ha sido el deseo de asegurarme de hasta qué punto está usted complicado en la intriga.

—¿Y lo ha averiguado?

El terror se mezclaba a la resignación en la pregunta de Hani.

—Sí, ¡oh, sí! —Vance replicó con una mirada casual—. Su espíritu no es sutil; usted mismo se embrolla. Como el avestruz entierra la cabeza en la arena apenas se da cuenta del peligro, como se creyó, erróneamente, así usted ha metido la cabeza… en una caja de opio.

Effendi Vance es un erudito, y mi comprensión, inferior a la suya.

—¡Es usted pesadísimo, Hani! ¡Haga el favor de retirarse! —exclamó Philo volviéndole la espalda; y pasó al otro lado de la habitación.

En aquel momento, rasgaron el aire voces airadas procedentes del fondo del pasillo. Se hicieron cada vez más fuertes y de pronto apareció Snitkin en la entrada del comedor, trayendo fuertemente agarrado por un brazo al doctor Bliss, que protestaba, voluble. Estaba vestido de calle y con el sombrero puesto. Tenía el rostro blanco y en los ojos una mirada de bestia acorralada.

—¿Qué significa esto? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular—. Quería salir a tomar un poco de aire y este hombre me ha arrastrado aquí.

Snitkin miró a Markham.

—El sargento me ordenó que no dejase salir a nadie de la casa y este caballerete trataba de escapar —explicó—. ¿Qué hago de él?

Vance observó, dirigiéndose también al fiscal:

—No hay motivo para que no pueda salir el doctor a tomar el fresco, ya que hasta más tarde no pensábamos conferenciar con él.

—¡Excelente idea! —convino entonces Heath—. De todos modos, manda aquí demasiada gente.

Markham hizo seña a Snitkin de que podía soltar a Bliss.

—Permita que dé un paseo, amigo. Y usted, doctor, vuelva dentro de media hora. Queremos interrogarle de nuevo.

—Sólo voy al parque; así estaré de regreso antes de la hora fijada —Bliss estaba nervioso y aturrullado—. Estoy sofocado, siento inusitada pesadez y me zumban los oídos.

—Además le devora una sed espantosa, ¿verdad?

El doctor miró sorprendido a Vance.

—En efecto. Lo menos llevo bebido un galón de agua desde que dejé el Museo —repuso—. ¿Tendré un ataque de paludismo?

—Espero que no, doctor. Más adelante recobrará usted su estado normal.

A punto de salir de la habitación titubeó Bliss un instante y en seguida se volvió a preguntar.

—¿Hay novedad?

—Sí, por cierto, bastantes novedades —repuso Vance—, pero hablaremos de esto más tarde.

Frunció el ceño el doctor y abrió la boca para hacer, con seguridad, otra pregunta; sin embargo, cambió rápidamente de idea, saludó y se fue, seguido por el poco amable Snitkin.