(Viernes 13 de julio, a las 2:45 de la tarde)
Markham volvió a tomar asiento. Estaba demasiado mohíno para resentirse por la bondadosa ironía de Vance. El asesinato de Kyle, que tan simple pareciera en un principio, se complicaba cada vez más.
—Sí —dijo Heath—; el lápiz no tiene importancia determinada. Pero la cuestión se complica, como decía mister Vance. Nadie que posea algo de sentido común, y máxime si es culpable, amontona pruebas que le perjudiquen. Respecto a la cuestión del café, ¿qué decido, jefe?
Markham frunció los labios.
—Hombre, ahora pensaba en ella. Me parece conveniente averiguar en seguida quién ha sido la persona que pudo narcotizar a Bliss. ¿Qué opinas tú, Philo?
—Que has tenido una idea genial. Es esencial conocer el autor del hecho, porque no cabe dudar que es la misma persona que hizo emprender a Kyle su largo viaje. La clave está justamente en tal hecho.
Markham se incorporó con decidido ademán.
—Sargento, que venga el mayordomo —dijo—, y para que no le vean los que están en la sala, que pase por el estudio.
Heath se puso en pie de un salto, y subió la escalera espiral de tres en tres escalones. Un minuto o dos después reaparecía empujando a Brush delante de él.
El pobre hombre estaba asustadísimo; tenía la cara muy pálida y apretaba instintivamente los puños. Se nos acercó tambaleándose, pero saludó con la debida corrección, aguardando, muy erguido, nuestras órdenes, según es costumbre en todo sirviente bien educado.
—Tranquilícese y tome asiento, Brush —Vance se ocupaba a la sazón en encender un cigarrillo—. Está muy trastornado, y se comprende, porque la situación es exasperante. Con todo, si tratara de estarse quieto, nos ayudaría mejor… ¡Vamos, basta de movimiento!
—Sí, señor —el hombre estaba sentado al borde del asiento y se cogía fuertemente las rodillas con las manos—. Muy bien, señor. Pero estoy trastornadísimo. Hace quince años que sirvo a caballeros, y jamás me había…
—Comprendo su apuro, y me inspira simpatía —interrumpió Vance, sonriéndole con agrado—. Pero a veces ocurren desgracias como la presente, y la ocasión puede ser aprovechada por usted para ampliar el campo de sus actividades. Volviendo a nuestro desgraciado asunto: lo cierto es, Brush, que usted puede ayudarnos a descubrir la verdad.
—Así lo espero, señor.
La actitud indiferente de Vance había conseguido calmarle perceptiblemente.
—Entonces cuéntenos cómo se arregla en la casa la cuestión del desayuno —con el consentimiento tácito de Markham había asumido Vance el papel de interrogador—. ¿Dónde se sirve el café?
—En una habitación de la planta baja, decorada a estilo egipcio, por orden de la señora. Arriba, en el gran comedor del primer piso, se sirven la comida y la cena.
—¡Ah! ¿Y desayuna a un tiempo toda la familia?
—Sí, señor. Llamo a todo el mundo a las ocho, y a las ocho y media sirvo el desayuno.
—¿Y quién comparece a horas tan intempestivas?
—El doctor, la señora, mister Salveter… y mister Hani.
Vance arqueó ligeramente las cejas.
—¿Come Hani con ellos?
—No, señor —Brush estaba perplejo—. No he entendido bien su situación en la casa…, ¿comprende? Es tratado por mister Bliss como un sirviente, y no obstante llama a la señora por su nombre de pila. Come en una alcoba, fuera de la cocina, porque no quiere hacerlo conmigo y Dingle.
—¿Desayuna mister Salveter con los Bliss?
—Muy a menudo, especialmente cuando tiene algo que hacer en el Museo.
—¿Vino esta mañana?
—Sí, señor.
—Entonces, puesto que Hani estuvo metido parte de ella en su habitación, y el doctor Bliss en su estudio, desayunarían juntos la señora y mister Salveter, ¿verdad?
—Justamente, señor. La señora bajó al comedor un poco antes de la media, y mister Salveter algo después. Camino del estudio, el doctor me había encargado que no le esperaran, porque tenía que hacer.
—¿Quién informó a usted de la indisposición de Hani?
—Mister Salveter. Según él, mister Hani le había pedido que me dijera que no bajaría a desayunar. No le extrañe esto, señor, pues sus habitaciones respectivas están en el tercer piso, una frente a otra, y he observado que mister Hani siempre deja abierta la puerta de la suya, sobre todo por la noche.
—Bien, Brush, su mente es muy clara —aprobó Vance—. Según esto, a las ocho y media de la mañana la posición de los habitantes de la casa era la siguiente: la señora y mister Salveter estaban en la planta baja, desayunando; Hani, en su habitación del tercer piso, y el doctor Bliss, en el estudio; mister Salveter, en su casa probablemente. ¿Dónde estaba Dingle?, y ¿usted?
—Dingle en la cocina y yo sirviendo, es decir, en el comedor y en la cocina.
—¿No había nadie más en la casa?
El mayordomo pareció sorprenderse.
—No, señor. No podía haber nadie más —repuso.
—Usted estaba abajo —insistió Vance—. ¿Cómo sabe entonces que no entró alguien por la puerta principal?
—Porque estaba cerrada con llave.
—¿Está seguro?
—Completamente seguro, señor. Una de mis obligaciones es cerrarla, cada noche, antes de irme a acostar, y hoy nadie llamó al timbre o abrió la puerta antes de las nueve.
—Muy bien —Vance fumó unos minutos en silencio. Se había recostado en el respaldo de su silla y tenía los ojos entornados—. A propósito, Brush, ¿dónde y cómo se preparó hoy el café?
—¿El café? —el mayordomo dio un respingo, pero recobrándose al instante de su sorpresa, respondió—: Verá, el doctor siente verdadero delirio por el café, y más especialmente por el egipcio, el cual compra en un tostadero del país, que hay en la Novena Avenida. Es negro, húmedo, y al tostarse se quema. Su sabor es parecido al del café francés. ¿Ha probado usted este último?
Vance hizo una mueca expresiva.
—Por desgracia mía —replicó suspirando—. Es un brebaje imposible y se comprende que los franceses lo mezclen con una buena cantidad de leche. Volviendo a nuestro asunto: ¿toma usted también café egipcio, Brush?
La pregunta pareció desconcertarle un poco; con todo, replicó:
—No, señor. Me gusta poco, con perdón, y por eso la señora nos dio permiso, me refiero también a Dingle, para que preparásemos el nuestro como antes se hacía.
—¡Ah! Según eso, el café del doctor no se prepara como antaño.
—No quise decir esto precisamente; pero es verdad que no se hace para él del modo acostumbrado.
—¿Cómo entonces? Se ha discutido tanto la manera de hacerlo bien, tiene tantos adeptos, que si un día estallara la guerra civil entre los partidarios de la ebullición y la no ebullición, de las mangas y de los coladores, no me extrañaría… ¡Qué bobada!… Como si importase…; por ejemplo, el té… Pero prosiga. Sepamos la opinión que se ha formado el doctor respecto al asunto.
Markham había comenzado un zapateado irritante, y Heath daba muestras de impaciencia, pero la locuacidad irreflexiva de Vance produjo el efecto deseado, o sea: fue calmando la nerviosidad de Brush y al propio tiempo distrajo su atención del objeto directo del interrogatorio.
—Bueno, pues hacemos el café en una cafetera filtradora, grande como un samovar[18].
—Aguarde, ¿dónde la colocan ustedes?
—Siempre en un ángulo de la mesa del comedor. Para mantener caliente el café una vez que ha…, ha…
—¿Pasado?
—Justo. Encendemos un infernillo de alcohol y se lo ponemos debajo. La cafetera consta de dos secciones encajadas una dentro de la otra, como las cafeteras francesas. En la primera sección y sobre su fondo agujereado, se coloca un filtro de papel, sobre este el café molido por Dingle diariamente y luego el platillo o distribuidor del agua, como le llama el doctor. Una vez encajado, se vierte sobre él el agua hirviendo y esta cae, gota a gota, en la segunda sección. El café, ya hecho, sale por un pequeño grifo de la cafetera.
—De modo que si se levanta la primera sección, ¿se encuentra uno con el líquido?
A Brush le sorprendió visiblemente la pregunta.
—Claro que sí —repuso—, pero no hay necesidad habiendo el grifo.
—Ya, ya. Comprendo perfectamente el proceso seguido por el café. Por eso estaba pensando lo fácil que habría sido manipular en él antes de darse salida por el grifo.
—¿Manipular en el café? No comprendo.
—¡Bah! No tiene importancia —Vance expresó una perfecta indiferencia—. Volviendo al desayuno de hoy, dijo usted que los únicos que bajaron a tomarlo fueron Salveter y la señora. ¿Cuánto tiempo estuvo usted en el comedor?
—¡Oh!, poquísimo tiempo, señor. La señora lo sirve siempre; así que en cuanto le hube llevado, me retiré a la cocina.
—¿Desayunó mister Hani?
—La señora me mandó que le llevase una taza de café.
—¿Qué hora sería?
—Quizá las nueve y cuarto, señor.
—Y, naturalmente, ¿usted iría a llevárselo?
—Sí, señor. Cuando me llamó la señora estaba preparado ya.
—¿Y el doctor?
—La señora indicó que debía llevarle al estudio el café y una tostada; de lo contrario, no me hubiera atrevido a molestarle.
—¿Cuándo hizo mistress Bliss tal indicación?
—En el preciso momento de salir del comedor, en compañía de mister Salveter.
—O sea a las nueve, ¿no es así?
—Sí, señor; quizá unos minutos antes.
—¿Salieron los dos juntos?
—No podría decirlo. La señora me había llamado para ordenar que sirviera el desayuno al doctor. Cuando volví al comedor para tomar el café, ella y mister Salveter lo habían abandonado ya.
—¿Lo preparó ella misma?
—No, señor. Fui yo.
—¿A qué hora?
—La tostada tardó en hacerse, señor; por consiguiente, vertí el café en la taza unos cinco minutos después de haber subido ella al primer piso.
—Permaneciendo todo este tiempo en la cocina, naturalmente.
—Así es…, con excepción de una salida al vestíbulo para telefonear, como de ordinario, a nuestros proveedores.
Vance salió del aparente estado de apatía en que estaba sumido y apagó el cigarro.
—Así, el comedor quedó vacío todo el tiempo que medió entre la marcha de la señora y mister Salveter y la entrada de usted para tomar el café, o sea cinco minutos.
—Sí, señor; cinco minutos.
—Bien; concentre toda su atención en ellos. ¿Durante su transcurso, oyó usted algún ruido en el comedor?
Brush miró atentamente a Vance, esforzándose por obedecer.
—No presté mucha atención, señor —repuso al cabo—, ya que tuve que acudir al teléfono; pero de todos modos, no creo haber oído el más leve rumor. Por otra parte, ¿quién iba a haber en el comedor a aquellas horas?
—La señora…, quizá mister Salveter, podían haber vuelto por cualquier motivo.
—Es posible, señor —admitió Brush, con acento de duda.
—Además, ¿no podía haber bajado Hani?
—Repare que no estaba bueno. Yo mismo le subí el café.
—Así lo dijo antes. Oiga, Brush: ¿y estaba en la cama cuando le llevó usted el brebaje?
—Estaba echado… sobre el sofá.
—¿Vestido?
—Con aquella túnica a rayas que lleva para estar por casa.
Por espacio de unos minutos Vance estuvo callado. Por fin, volviéndose a mirar a Markham, observó:
—La situación no es… cristalina que digamos, pues el samovar ha estado expuesto, a lo que parece. Observa que mistress Bliss y Salveter estuvieron solos en el comedor durante el desayuno, y que una vez terminado, pudieron, una y otro, bien quedarse atrás, bien volver a entrar en el comedor. También a Hani se le ofreció ocasión de bajar a él apenas hubieron subido los otros dos al primer piso…, y en fin, que todos los habitantes de la casa han podido andar en el café antes que fuera servido al doctor.
—Así parece —Markham pareció reflexionar un momento, y por fin él mismo dirigió la palabra al mayordomo—: ¿Notó algo extraño en el café, cuando lo vertía en la taza? —preguntóle.
—No, señor —Brush procuró en vano ocultar su asombro—. Parecía normal, señor.
—¿Con el mismo color y consistencia?
—No he visto en él nada malo —replicó Brush. Volvía a tener miedo y una palidez mortal iba cubriéndole el rostro—. Quizá estuviera algo cargado —añadió, nerviosamente—; pero así lo toma el doctor.
Vance se puso en pie con un bostezo.
—Quisiera echar un vistazo al comedor y la cafetera. Quizá convendría observarles un poco para sacar algo de provecho —dijo.
Markham accedió sin dificultad a su petición.
—Pero —agregó Philo— será mejor que pasemos por el estudio, y así no despertaremos la curiosidad de los ocupantes de la sala.
Brush nos precedió en silencio. Estaba muy blanco, y como subía el primero la escalera de caracol observé que se agarraba al pasamanos. ¿Quién le comprendía? A veces parecía estar enteramente al margen de los trágicos sucesos pasados; otras, por el contrario, producía la impresión, clara y distinta, de que estaba turbando su reposo un secreto o sospecha torturadora.
Con excepción de un pasillo pequeño, el comedor ocupaba todo el frente de la casa; su profundidad no era muy grande, sin embargo. Las ventanas de la fachada tenían cristales opacos, y ante estos se habían puesto, además, pesadas cortinas. Su mobiliario era exótico y estaba decorado a estilo egipcio. Larga y estrecha mesa esculpida y pintada conforme al gusto decadente del Imperio Nuevo (semejante al mobiliario barroco hallado en la tumba de Tut-ank-Amón) veíase en su centro. En uno de sus extremos estaba el samovar de cobre bruñido de dos pies de alto y elevado sobre el tablero mediante tres patas muy abiertas. La lamparilla de alcohol se hallaba debajo.
Prestóle Vance escasa atención, y el hecho me chocó por lo raro. En cambio, pareció interesarse por la disposición de las demás habitaciones. Metió la cabeza en la despensa situada entre el comedor y la cocina y estuvo un momento parado en la entrada, contemplando el estrecho pasillo que conducía desde la escalera de servicio a la parte anterior de la casa.
—Es cosa fácil venir al comedor sin ser visto —observó—. ¡Ah!, veo que la puerta de la cocina está detrás de la escalera.
—Así es, señor. Precisamente, señor.
Una nota de ansiedad caracterizaba la voz de Brush, pero Vance no pareció reparar en ello.
—Dijo usted que le llevó al doctor su café cinco minutos después de haber subido la señora y mister Salveter al primer piso. ¿Qué hizo después, Brush?
—Me ocupé en limpiar el salón, señor.
—¡Ah! ¡Sí! También nos lo ha dicho —Vance seguía con el dedo el dibujo esculpido de una de las sillas—. Y si no me equivoco manifestó que mistress Bliss salió de casa poco después de las nueve. ¿La vio marchar?
—Sí, señor. Se acercó a la puerta de la sala y me dijo que iba de compras, que si el doctor preguntaba por ella, se lo participara.
—¿Está seguro de que salió?
Brush abrió mucho los ojos.
—Completamente seguro —recalcó con énfasis—, porque le abrí la puerta y vi cómo se dirigía a la Cuarta Avenida.
—¿Y mister Salveter?
—Bajó quince o veinte minutos después y también se fue.
—¿Qué le dijo?
—Sólo esto: «Estaré de regreso a la hora de comer.»
Vance dio un profundo suspiro y miró su reloj.
—¡La hora de comer! ¡Caramba! Estoy verdaderamente hambriento —dijo, dirigiendo una lastimera mirada a Markham—. Son cerca de las tres y hasta ahora no he echado al estómago más que muffins[19] y té. Oye, ¿es que hay que morirse de hambre?
—Caballeros, puedo servir a ustedes… —comenzó a decir Brush, pero fue interrumpido por Vance.
—¡Excelente idea! Té y tostadas serán suficientes. Pero antes me gustaría hablar con Dingle.
Brush saludó y fue a la cocina. Un momento después reaparecía acompañado de una mujer corpulenta, plácida de rostro, que representaba unos cincuenta años.
—Esta es Dingle, señor —dijo—, a quien me tomé la libertad de enterar de la muerte de mister Kyle.
Dingle nos miró estólida y aguardó sin inmutarse a que se la interrogara, las manos puestas en las amplias caderas.
—Buenas tardes, Dingle —Vance tomó asiento al borde de la mesa—. Como Brush ha dicho, ha ocurrido aquí, hoy, un serio accidente.
—¿Sí? —la mujer movió la cabeza como quien está al cabo de la calle—. Quizá sea cierto, pero ¡no me derribará usted con una pluma[20]! Me sorprende que no haya ocurrido antes, viviendo mister Scarlett, mientras se encierra el doctor, noche y día, con sus momias; pero francamente no creía que pudiera suceder nada malo a mister Kyle. ¡Con lo amable y generoso que era!
—¿Pues a quién si no a él, Dingle?
La mujer apretó resueltamente los labios.
—Callo… Es cosa que no me incumbe. Pero aquí pasan cosas contrarias a la Naturaleza —dijo moviendo otra vez la cabeza con el mismo aire suficiente—; por eso digo a mi sobrina, linda muchacha que desea casarse con un cincuentón…
—Supongo que sabrá aconsejarla bien —observó Vance, interrumpiéndola—, pero prefiero conocer su opinión respecto a la familia Bliss.
—Ya la conoce.
La mujer adoptó un aire decidido, y era indudable que ni halagos ni amenazas la obligarían a salir de su reserva.
—Bueno, bueno —Vance no quiso darle importancia—. Ahora quisiera saber aún otra cosa que no la comprometerá. ¿Oyó ruido en esta habitación después de haber salido de ella esta mañana la señora y mister Salveter, o sea durante el tiempo empleado por usted en preparar la tostada para el doctor?
—Quizá sí, quizá no —replicó la cocinera tras de pensarlo un rato—. En realidad no me fijé, y además: ¿quién podía haber?
—No lo sé —Vance sonrió amistosamente—, y por eso trato de averiguarlo.
—¡Ya! —Dingle miró a la cafetera—. Siendo así y puesto que me lo pregunta —replicó con una malevolencia difícil de comprender, a la sazón—, sepa que me pareció oír la caída de café en una taza.
—¿Quién supuso usted que podía ser?
—Creí que era Brush. Mas en aquel momento salió del vestíbulo y me preguntó si ya estaba lista la tostada, y así comprendí que no había sido él.
—¿Quién creyó entonces que podía haber sido?
—No creí nada.
Vance le hizo un saludo brusco y se volvió a Brush.
—¿Quiere servirnos ahora el té?
—Sí, señor.
Partió en dirección de la cocina llevándose por delante a Dingle, pero fue detenido por Markham.
—Tráigame un receptáculo cualquiera, Brush —le ordenó—, pues deseo llevarme lo que quede de café en el samovar.
—¡No ha quedado nada! —replicó agresivamente Dingle—. Porque yo misma lo vacié y limpié a las diez.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó Vance con un suspiro—. Pero no te apures, John. Creo que de haber analizado el café hubieras estado más lejos que antes de la verdad.
Y tras esta observación enigmática, encendió lentamente un Regie, inspeccionando al propio tiempo las estilizadas figuras de la pared.