(Viernes 13 de julio, a las 2 de la tarde)
Con frecuencia, en momentos decisivos, yo había visto a Vance en completo desacuerdo con el parecer de Markham, y cualesquiera que fuesen sus sentimientos, había asumido siempre una actitud cínica e indiferente. Mas esta no denotaba, en aquellos instantes, ligereza ni travesura, sino gravedad y circunspección. Contraía su frente duro ceño, y sus fríos ojos grises miraban contrariados. Tenía los labios fuertemente apretados, y había hundido las manos en los bolsillos de su chaqueta. Yo esperaba que protestara enérgicamente en respuesta a la acción de Markham, pero permaneció callado, y entonces comprendí que se hallaba frente a uno de los problemas más arduos y espinosos que se le habían presentado en su vida.
De Bliss, sus ojos fueron a posarse en la espalda inmóvil de Hani, pero miraban sin ver, miraban hacia adentro, como buscando en su interior la manera de contrarrestar el paso dado contra el doctor.
Por el contrario, Heath permaneció contento. La orden de Markham había animado su rostro con una sonrisa de satisfacción, y sin moverse de su puesto junto a Bliss, llamó con voz estridente al detective:
—¡Eh, Hennessey! Di a Snitkin que telefonee al cuartelillo número ocho y que pida un coche. Luego busca a Emery y tráele aquí.
Desapareció Hennessey, y Heath, como gato en acecho, siguió vigilando a Bliss, por temer, sin duda, que apelase a la fuga. De no haber sido la situación tan trágica, me hubiera reído a carcajadas.
—No hay necesidad de volver a obtener sus huellas digitales —explicóle Markham—, ni tampoco de inscribirle en el registro. Lo mejor será llevarle directamente. Yo asumo la responsabilidad de este acto.
—Encantado de cumplir sus órdenes, señor fiscal —el sargento parecía en extremo complacido—. Más tarde tendré un rato de charla con el pequeño (se refería al doctor Bliss).
Este se había reanimado bastante, tras recibir el golpe. Estaba sentado, muy tieso, la cabeza echada ligeramente hacia atrás, los ojos clavados, con expresión de desafío, en el espacio. Su actitud ya no denotaba temor. Frente a lo inevitable, decidía, por lo visto, aceptar su destino con estoica intrepidez.
Scarlett, como paralizado por el miedo, con la boca entreabierta y caída la mandíbula inferior, clavó los ojos en su jefe con una especie de incrédulo horror.
De todos nosotros, era Hani el único que se mantenía imperturbable, y ni por casualidad se había vuelto una vez.
Aumentaba la perplejidad de Vance, que tenía inclinada la cabeza sobre el pecho. Movido por repentino impulso, giró en redondo, mientras yo le observaba, y tornó a acercarse al armario del extremo. Estuvo absorto un momento, reclinándose en el ínterin en la estatua de Anubis; pero pronto movió la cabeza en todos sentidos, inspeccionando varias partes del armario, así como su descorrida cortinilla.
Después volvió junto a Heath.
—Quisiera ver otra vez el zapato, sargento —dijo. Su voz sonaba tirante y apagada.
Sin abandonar su vigilancia, llevó Heath la mano al bolsillo y sacó de él el zapato. Lo examinó Vance con el monóculo ajustado, y cuando hubo concluido su indagación, lo volvió a su poseedor.
—A propósito —observó—. El doctor tiene más de un pie. ¿Dónde está el otro zapato?
—No lo sé ni me importa —saltó Heath—. Con este tenemos bastante. Es el derecho… el que dejó las huellas.
—Evidentemente. Sin embargo, me gustaría saber qué se hizo de su compañero.
—No se precipite; lo encontraremos más tarde, en la requisa que pienso hacer en la casa, tan pronto como haya dejado al doctor en lugar seguro.
—Eso es; la costumbre de siempre —murmuró Vance—. Primero se encierra al presunto autor del hecho, y se procede después a una requisa. ¡Es precioso!
A Markham le molestó el comentario.
—Me parece, Philo —observó con airada dignidad—, que en el caso presente obtuvimos algo definitivo con nuestras pesquisas. Por consiguiente, se puede considerar como prueba suplementaria cuanto se descubra después.
—¿De verdad? ¡Mira qué bien! —Vance sonreía, provocativo—. Observo que te dedicas a predecir el futuro. ¿Consultas en tus ratos de ocio la bola de cristal? Yo, no; con todo, sin ser clarividente, adivino el porvenir mejor que tú. Por ello te aseguro que la continuación de nuestras pesquisas no aportará ninguna prueba, sea o no suplementaria, contra el doctor Bliss. Tú mismo te asombrarás de su resultado.
Abandonó su tono de burla para insinuar, acercándose más al fiscal:
—John, te hallas en poder del criminal; sigues su juego. La persona que mató a Kyle planeó la cosa de modo que obraras como lo haces, y como te dije antes, con las pruebas absurdas de que dispones, jamás podrás acusarle del hecho.
—Pero sí llegar muy cerca. Sea como quiera, mi deber es obrar de este modo, y por esto echo sobre mí la responsabilidad de todo. Es más; creo, Philo, que te excedes en tus teorías.
Antes que Vance pudiera replicar, Hennessey y Emery entraron en el Museo.
—Aquí, muchachos —ordenó el sargento—; vigilad a este hombre. Cuando llegue el coche, llevadle detenido y aguardad a que yo llegue.
Markham se volvió a Scarlett.
—¿Quiere esperar en la sala? Mi intención es interrogar a todo el mundo, y creo que usted puede proporcionarnos algunos detalles. Que le acompañe Hani.
—Con gusto haré lo que pueda —replicó, aterrorizado, el inglés—; pero comete usted un error terrible…
—Eso es cuenta mía —interrumpió, fríamente, el fiscal—. Haga el favor de pasar a la sala.
Scarlett y Hani salieron andando lentamente.
Vance, al pie de la escalerilla de caracol, paseaba con reprimida ansiedad. La atmósfera del Museo parecía saturada de electricidad. Nadie hablaba. Heath examinaba con forzado interés la estatuilla de Sakhmet; Markham había caído en un estado particular de abstracción.
Sin embargo, el silencio duró sólo unos minutos. Lo rompió Snitkin, asomando la cabeza por la puerta y gritando:
—¡Aquí está el coche, sargento!
Bliss se puso en pie en el acto, y los dos detectives se colocaron, rápidos, a ambos lados de su persona. No habían dado unos pasos, cuando la voz de Vance restalló como un látigo:
—¡Alto! —se encaró con Markham—. Tú no puedes hacer esto. Esto es una farsa, y te portas como un asno.
No le había visto nunca tan acalorado, tan fuera de sí, y el propio Markham, cogido de sorpresa, se inmutó visiblemente.
—Dame diez minutos —continuó diciendo Vance en tono rápido— para buscar una cosa que quiero descubrir. Se trata de un experimento. Si este no te satisface, te doy permiso para que lleves a cabo tan imbécil arresto.
La cara del sargento enrojeció de cólera…
—Mire, mister Markham —protestó—: que hemos cogido el botín…
—Un minuto, sargento —replicó el fiscal, levantando la mano; evidentemente le había impresionado la gravedad poco usual de Vance—. Diez minutos son muy pocos para obrar un cambio importante en la cuestión. Y si mister Vance posee una prueba que desconocemos, será bueno que nos la muestre ahora —se volvió bruscamente a Philo—. ¿Qué es lo que te callas? ¿Tiene algo que ver con lo que encontraste en lo alto del armario y te guardaste en el bolsillo?
—Muchísimo —Vance había asumido de nuevo su actitud desenvuelta—. Muchas gracias por la prórroga que me concedes. Si te parece, esos dos esbirros pueden acompañar al doctor al vestíbulo y aguardar instrucciones.
Tras breve vacilación, Markham afirmó con un movimiento de cabeza, y Heath pasó la orden a Hennessey y Emery.
Cuando estuvimos solos, se volvió Vance en dirección de la escalerilla.
—¡Ante todo! —dijo alegremente— y con toda mi alma deseaba llevar a cabo un registro en el estudio del doctor. Albergo el presentimiento de que vamos a encontrar algo muy interesante.
Así diciendo, estaba ya en mitad de la escalera. Markham, el sargento y yo íbamos pisándole los talones.
El estudio era una habitación espaciosa, de unos veinte pies por lado. Tenía dos grandes ventanas en su parte posterior y, mirando al Mediodía, otra más pequeña, que caía sobre un patinillo. Junto a las paredes veíase una hilera de estanterías macizas llenas de libros, y en sus rincones, impresos a montones y cartapacios de cartón. Adosado a la pared junto a la puerta que se abría al vestíbulo, había un largo diván; entre las dos ventanas, una gran mesa escritorio de caoba y un sillón giratorio. En torno a ella, varias sillas, en hileras, atestiguaban la conferencia de la noche anterior.
Vance permaneció un momento parado junto a la puerta, mirando en torno. Sus ojos se posaron en las sillas como apreciando su posición, pero más especialmente en el sillón del doctor, que estaba a unos pasos de la mesa. De aquí pasó a examinar la maciza puerta del vestíbulo, descansando finalmente en la corrida cortina de la tercera ventana. Tras una pausa, se acercó a esta y levantó la persiana. La ventana estaba cerrada.
—¡Qué extraño! —murmuró—. Cerrada… con el calor que hace. Fíjate, Markham, hay otra ventana igual en la casa de enfrente, ¿ves?
—Bueno; ¿y qué? —replicó el irritable fiscal.
—¡Ah, no sé!… A menos que ocurriera aquí algo que el ocupante, u ocupantes, de la habitación deseara ocultar a las miradas del vecindario. Los árboles del cercado impiden, como ves, que pueda espiarse lo que sucede aquí dentro, y por esto no se han cerrado esas dos ventanas.
—¡Hum! Un tanto más a nuestro favor —observó el sargento—. El doctor cierra la ventana lateral y baja la persiana para que nadie le vea entrar y salir del Museo u ocultar el zapato.
—Sí, sargento; no razona usted mal; pero aún se puede operar con decimales en la presente ecuación. Por ejemplo, ¿por qué, una vez cometido el homicidio, el culpable doctor no abrió otra vez la ventana y levantó la persiana, siendo así que, no haciéndolo, dejaba una nueva prueba de su culpabilidad?
—Muy sencillo, mister Vance —replicó, testarudo, el sargento—; porque el que comete un crimen no piensa en todo.
—Sí; pero, precisamente en el caso que nos ocupa, sucede que el culpable ha pensado demasiado. Puede decirse que ha fracasado por precaución.
Vance se acercó a la mesa. A un lado se había dejado un cuello blando, del que pendía una larga corbata de color azul marino.
—Ved la corbata y el cuello de que se despojó anoche el doctor durante la conferencia. El alfiler iba prendido aquí… ¿Qué os parece? ¿Verdad que ha podido cogerlo todo aquel que quisiera?
—Repites lo que antes dijiste.
El acento de Markham dejaba traslucir sarcasmo y aburrimiento.
—¿Nos has traído aquí para enseñarnos la corbata? Pues para ese camino… Ya nos explicó Scarlett que estaba en el estudio; conque perdona, Philo, si te digo que no me asombra tu descubrimiento.
—Yo no te traje aquí para que vieras la corbata del doctor —replicó nuestro amigo con serena firmeza—. He mencionado la prenda en passant.
Con el pie apartó de su camino los papeles caídos de la papelera, observando al propio tiempo que así hacía:
—Me muero por saber dónde está el otro zapato, pues tengo el presentimiento de que su paradero puede resultar de interés.
—En la papelera no está —declaró Heath.
—¿Y por qué no está? ¿Ha pensado usted en ello, sargento? Porque es un detalle que merece considerarse.
—¡Qué sé yo! Quizá no esté manchado de sangre; por tanto, ¿para qué esconderlo?
—Pues me extraña, francamente, que el zapato inocente esté todavía más oculto que el zapato criminal —durante la discusión, Vance había registrado a conciencia la habitación, para ver si descubría el desaparecido zapato—. En fin, no está aquí, por lo que veo.
Por primera vez desde que abandonamos el Museo dio Markham muestras de interés.
—Comprendo adonde quieres ir a parar —admitió a disgusto—. Lo ocurrido es extraño. ¿Qué opinas tú de ello?
—Luego hablaremos. Lo esencial ahora es localizar el zapato. Sargento, si convence usted a Brush de que le acompañe a la habitación del doctor, hallará allí el perdido zapato, o mucho me equivoco, pues ya recordará que mister Bliss manifestó que llevaba puestos anoche, cuando se retiró, los zapatos de tenis, pero que esta mañana iba calzado con zapatillas.
—¡Hum!
Heath rechazaba con manifiesto desdén la suposición de Vance. Le dirigió una mirada penetrante, de cálculo; pero en seguida, variando de opinión, encogióse de hombros y corrió a la puerta del vestíbulo. Desde el estudio oímos cómo voceaba llamando al mayordomo por el hueco de la escalera de servicio.
—Si el sargento encuentra arriba el zapato —observó entonces Vance, dirigiéndose a Markham—, probará que el doctor no llevaba esta mañana los zapatos de tenis; pues sabemos que no volvió a su dormitorio después de bajar al estadio, antes de la hora del desayuno.
Markham parecía estar perplejo.
—Entonces, ¿quién sacó el zapato de la habitación? ¿Y por qué lo escondió en la papelera? ¿Cómo es que estaba manchado de sangre? Con toda seguridad, llevaba puesto el criminal el zapato que encontró Heath aquí.
—¡Oh, sí! No cabe dudarlo —Vance afirmó con un grave movimiento de cabeza—. Mi teoría es que únicamente calzaba un zapato; el otro lo dejó arriba.
—Semejante teoría carece de sentido común.
—Perdona, Markham, si creo, por el contrario, que tiene más sentido que las pruebas con que, tan confiado, cuentas para probar la culpabilidad del doctor —replicó, dulcemente, Philo.
Entonces entró Heath como un torbellino. Parecía avergonzado, pero le brillaban los ojos de excitación.
—Efectivamente, estaba a los pies de la cama —dijo, mostrando el zapato izquierdo de tenis—. ¿Cómo llegaría allí?
—Quizá —indicó, con suave acento, Vance— lo dejó anoche el doctor, como él mismo ha confesado.
—En tal caso, ¿cómo el otro ha venido a parar al estudio?
El sargento tenía un zapato en cada mano y contemplaba, azarado, ya al uno, ya al otro.
—Si supiésemos quién lo trajo aquí, reconoceríamos también al asesino de Kyle —replicó Vance, añadiendo en seguida—: Aunque con ello no íbamos a ganar nada por ahora.
Markham había estado mirando, ceñudo, al suelo. El episodio del zapato le desconcertaba visiblemente. Mas al oír la observación de Vance, levantó la cabeza con un gesto de impaciencia.
—De un grano de arena haces una montaña, Philo —aseguró, agresivo—. El caso sugiere un mundo de explicaciones, sencillas todas. La más plausible es, en mi opinión, la de que al bajar el doctor esta mañana llevaba consigo los zapatos de tenis para tenerlos a mano, y en su aturdimiento, o quizá accidentalmente, dejó caer uno o no pudo coger los dos a la vez, no descubriendo este hecho hasta que estuvo aquí…
—Y entonces se quitó una zapatilla, se calzó en su lugar el zapato de tenis, mató a Kyle, tornó a cambiarlo por la zapatilla que antes se quitó y lo escondió en la papelera.
Vance suspiró ostensiblemente.
—Posible…, sí. Todo es posible en este mundo ilógico; pero, realmente, Markham, no me adhiero a tu teoría conmovedora, según la cual el doctor colgó en lugar de los dos un solo zapato y no se dio cuenta de la diferencia. Para ello es demasiado ordenado, demasiado metódico y consciente del detalle.
—Supongamos entonces —insistió Markham— que llevaba calzado un pie con la zapatilla y otro con el zapato cuando bajó al estudio esta mañana. Ya Scarlett nos ha explicado que padece en extremo de dolor de los pies.
—Si la hipótesis es correcta, ¿por qué estaba aquí la zapatilla del pie izquierdo?; no creo que el doctor la llevase metida en el bolsillo…
—Quizá Brush…
Heath, que estuvo pendiente de la discusión todo tiempo, se dispuso entonces a entrar en acción.
—Pronto vamos a saberlo, mister Vance —anunció, y saliendo vivamente al vestíbulo, llamó al mayordomo.
Mas Brush no aportó una ayuda eficaz. Declaró que ni él ni los demás habitantes de la casa se habían acercado al estudio después de las ocho, hora en que Bliss estaba en él, con la sola excepción de su entrada para darle el desayuno. Se le preguntó qué clase de zapatos llevaba su amo, pero contestó que no se había fijado.
Cuando hubo partido. Vance se encogió de hombros.
—Bien; no hay que disgustarse ni tampoco preocuparse acerca de los zapatos de tenis, tan misteriosamente separados. El motivo principal que me ha impelido a traerte al estudio, John, es el de inspeccionar los residuos de desayuno del doctor.
Markham se sobresaltó a ojos vistas y se le contrajeron las pupilas.
—¡Cómo! ¿Crees que…? Confieso que, en un principio, también yo pensé en ello. Pero con el descubrimiento de tantas cosas…
Vance dio unos pasos hasta llegar al extremo de la mesa, sobre la que descansaba una bandeja de plata, conteniendo una tostada y una taza con su correspondiente platillo. La tostada estaba intacta; la taza, vacía. Sólo quedaba en su fondo un poso negro de lo que había sido café. Vance tomó la taza y la acercó a su nariz.
—Tiene un olor ligeramente acre —observó.
Entonces mojó la punta del índice en el líquido sobrante y se lo llevó a la boca.
—¡Sí! Es precisamente lo que creía. Es opio, opio en polvo, del que se usa comúnmente en Egipto.
Heath escudriñaba el fondo de la taza.
—Bueno; ¿y qué significa el hallazgo de opio en el café…, suponiendo que lo haya? —rezongó.
—¡Ah!, ¿quién sabe? —Vance encendió un cigarrillo con la mirada perdida en el espacio—. Por de pronto, nos explicaría la siesta del doctor y el estado de atontamiento en que se hallaba sumido cuando respondió a mi llamada. También puede indicar que se le ha narcotizado con determinado objeto. La verdad es, sargento, que el opio vertido en el café del doctor tiene significados diversos. De momento, no quisiera formular una opinión determinada, limitándome exclusivamente a llamar la atención de Markham sobre la droga. Confieso, sin embargo, que cuando tuve delante a Bliss y reparé en su estado, adiviné que hallaríamos opio en el estudio. Es más: dado mi conocimiento^ de la situación actual de Egipto, presumí que la opiata estaría en polvo…, opii pulvis. El opio da mucha sed; por consiguiente, no me extrañó en modo alguno que el doctor pidiese un vaso de agua —miró a Markham—. ¿Afecta este descubrimiento al legal status del doctor?
—Representa, por lo menos, una prueba favorable a su causa —respondió Markham, después de reflexionar un instante.
Era evidente que se hallaba en extremo perplejo. Pero, por otra parte, no olvidaba su creencia en la culpabilidad del doctor, y cuando habló de nuevo, era visible que buscaba argumentos que oponer al reciente descubrimiento de Philo.
—Me doy cuenta que antes de poder asegurar que es culpable, habrá que explicar la presencia de opio en su café. Mas aún no sabemos la cantidad que ha tomado ni cuándo la ha ingerido. Pudiera ser muy bien que se hubiera bebido el café después de cometido el crimen, ya que únicamente tenemos su palabra respecto a la hora en que lo hizo. No; pensándolo bien, no afectará esta prueba, con todo y ser muy importante, el resultado final de la cuestión, pues las pruebas en contrario son poderosas y no pueden equilibrarse con esta en su favor. Seguramente has comprendido ya, Vance, que la mera presencia de opio en esa taza no es una prueba irrecusable de que Bliss estuviera durmiendo desde las nueve hasta la hora en que llamaste a la puerta del estudio. ¡Ah, perfecto fiscal! —comentó Vance—. No negarás, sin embargo, que un buen abogado defensor podrá sembrar la duda en la mente, llamémosla así, del jurado, ¿eh?
—Es verdad —admitió, después de unos momentos de reflexión—. Mas no olvidemos que Bliss es la única persona que tuvo ocasión de matar a Kyle, puesto que, con excepción de Hani, todos los habitantes de la casa estaban en la calle. Y Hani me parece un fanático inofensivo, que cree aún en el poder sobrenatural de los dioses egipcios. A juzgar por lo que hasta ahora sabemos, Bliss es el único que estaba cerca de Kyle cuando este fue asesinado.
Vance estudió breves instante a Markham antes de replicar:
—Supón que el asesino no estaba en el Museo, que no había necesidad de que estuviera presente cuando Kyle fue muerto con la estatua de Sakhmet.
—¡Poco a poco! —Markham quitóse el cigarro de la boca—. ¿Qué quieres decir? ¿Cómo pudo ser blandida la estatua por una persona ausente? ¡No digas tonterías, hombre!
—Quizá las esté diciendo —Vance estaba serio y turbado—. Con todo, John, encontré en lo alto del armario algo que me inclina a pensar que el crimen fue planeado con astucia infernal. Como manifesté ya, deseo hacer una prueba, y una vez que haya terminado, el camino que emprendas habrá de basarse por entero en tus propias convicciones. Este crimen es terrible y encierra algo sutil. Por esto sus apariencias son engañosas, deliberadamente engañosas.
—¿Cuánto tiempo invertirás en tu operación?
Markham estaba visiblemente impresionado por el tono de Vance.
—Unos minutos solamente…
Heath trataba a la sazón de envolver la taza en una hoja de periódico que había cogido de la papelera.
—Para nuestro químico —explicó, mohíno—; no es que dude de su palabra, mister Vance, pero quiero que analice el café un perito.
—Está en su perfecto derecho, sargento.
En aquel momento, Vance descubrió sobre la mesa una bandejita de bronce que contenía varios lápices amarillos y una estilográfica. Inclinóse sobre ellos con indiferente expresión, los tomó, los miró y volvió a depositarlos en la bandeja. Como yo, Markham se dio cuenta de esta acción, pero se abstuvo de hacer comentario alguno.
—La prueba se verificará en el Museo —anunció Vance—, y para ella necesito disponer de dos almohadones.
Acercóse al diván y tomó de él dos grandes cojines, que se puso bajo el brazo. Después fue a la puertecilla de acero y la abrió, manteniéndola así hasta que pasamos Markham y yo.
Ambos bajamos la escalerilla, pisándonos Vance los talones.