7. LAS HUELLAS DACTILARES

(Viernes 13 de julio, a la 1:30 de la tarde)

Hani se nos reunió un momento después.

—Estoy a sus órdenes, effendis —anunció, mirándonos recelosamente a uno tras otro.

Vance había ya aproximado una silla a aquella otra sobre la que se subiera para inspeccionar la parte alta del armario y llamó con una seña al egipcio.

—Apreciamos como es debido su espíritu de cooperación, Hani —dijo en tono ligero—. ¿Será tan amable que se encarame a esa silla y señale exactamente el lugar donde colocó ayer la efigie de Sakhmet?

Como observaba atentamente a Hani, puedo jurar que frunció levemente el ceño, pero no vaciló en obedecer la orden de Vance. Por el contrario, se inclinó en un lento saludo y se acercó a la estantería.

—No ponga las manos en la moldura ni toque la cortinilla —le advirtió Vance.

Hani subió torpemente a una de las sillas a causa de su largo y flotante caftán y Vance se encaramó ligero en la otra. El egipcio recorrió con la vista la parte superior de los armarios y en seguida su índice huesudo señaló un lugar próximo al borde, que coincidía exactamente con el centro de la abertura dejada por la cortinilla.

—Aquí, effendi —dijo—. Si mira atentamente, verá cómo la base de la estatua removió el polvo.

—Así es —dijo Vance, aunque en actitud de concentración estudiaba el rostro de Hani—; pero mirando todavía más de cerca, se observan otras huellas en el polvo.

—El viento habrá entrado, quizá, por aquella ventana.

Vance murmuró:

Blasen ist nicht floten, ihr müsst die Finger bewegen, como decía Goethe figuradamente. Su explicación, Hani, es demasiado poética —señaló un punto al borde y añadió—: Es dudoso que su simoon (o si lo prefiere, llamémosle samounm[15]), haya podido arañar la arista de la base de Sakhmet. Quizá la dejó usted caer con una violencia innecesaria.

—Es posible, sí…, aunque no probable.

—Probable, no, si se considera el respeto supersticioso que ella le inspira —Vance descendió de su silla—. Sin embargo, cuando llegó Kyle esta mañana para examinar el tesoro recién llegado, estaba Sakhmet en el borde mismo de la estantería y en su centro.

Todos le miramos con curiosidad. Heath y Markham parecían estar sumamente interesados, y Scarlett, ceñudo e inmóvil, no apartaba los ojos de él. Incluso Bliss, quebrantado como estaba por la tragedia y desesperado, seguía el episodio con visible atención. Era evidente que Vance acababa de descubrir algo importante. Le conocía yo demasiado para no apreciar en lo que valía su actitud insistente, y por tanto, aguardé, presa de interior agitación, el momento en que quisiera participarnos su secreto.

Pero Markham voceó su impaciencia.

—¿Qué te reservas, Vance? —inquirió, irritado—. No es esta ocasión de callar y hacer dramas.

—Estoy ahondando en el caso especial que nos ocupa —replicó el otro con desenvoltura—. Soy un alma compleja, querido, y no poseo, ¡ay!, como tú, un carácter franco y sencillo. Soy enemigo acérrimo de lo vulgar y sencillo. ¿Qué quieres? Digo con el poeta de los Salmos: «Las cosas no son lo que parecen.»

Largo tiempo hacía que Markham había llegado a comprender la intención de esta evasiva cháchara utilizada ocasionalmente por Vance, y por esto no le dirigió más preguntas. Además, interrumpió la conversación un hecho que iba a complicar el ya siniestro aspecto de la escalera.

Hennessey había abierto la puerta de entrada y el capitán Dubois, acompañado del detective Bellamy, ambos peritos en huellas dactilares, bajaban, taconeando, la escalera.

—Siento haberle hecho esperar, sargento —dijo el primero, dando un apretón de manos a Heath—, pero he sufrido un accidente en Fulton Street —miró en torno—. ¿Cómo está, Markham? —dijo, tendiéndole la diestra—. ¡Ah! ¿Es mister Vance?

Dubois le saludó cortésmente, aunque sin entusiasmo. Creo que recordaba su pique con él en ocasión del caso criminal de la Canaria.

—No hay mucho trabajo para usted, capitán —interrumpió Heath—; con todo, deseo que examine esta estatua y vea si hay en ella huellas dactilares que podamos identificar fácilmente.

Dubois respondió con un gruñido (había adoptado una grave actitud profesional) y castañeteó los dedos, mirando, al propio tiempo, a su ayudante. Este había quedado de momento en segundo término, mas entonces avanzó, contoneándose, y abrió un saco de mano que traía consigo. Dubois levantó con tiento la estatua (operación para la que empleó las palmas de sus manos y un pañuelo) y la colocó en posición vertical sobre un pedestal y registró luego el maletín hasta hallar un pequeño fuelle con el que espolvoreó a Sakhmet, dejándola cubierta de un polvillo fino color de azafrán. A ligeros soplidos fue quitando el sobrante de polvo; entonces se arrodilló y con ayuda de una lupa sometió a una inspección todas sus partes.

Hani, que había estado observando la operación con el más vivo interés, fue adelantando, poco a poco, hasta mediar unos pasos de distancia entre él y los recién llegados. Clavaba los ojos en sus manipulaciones, y sus manos, pendientes a los costados, estaban fuertemente apretadas.

—No hallaréis la marca de mis dedos en esa estatua —anunció, en voz baja y agresiva— porque las he borrado…, ni tampoco os guiarán otras. La diosa de la venganza no necesita ayuda de manos humanas para realizar un acto de justicia: descarga su ira merced a un potente esfuerzo de su voluntad.

Heath clavó en él una mirada de supremo desprecio; Vance, por el contrario, se volvió a él con muestras de interés.

—¿Cómo sabe, Hani, que sus huellas dactilares no aparecerán sobre Sakhmet? —inquirió—. ¿No fue usted quien la puso sobre esa estantería?

—Sí, effendi. La puse ahí… con respetuoso cuidado, pero antes la había limpiado y pulido de pies a cabeza. Entonces la puse como Bliss effendi me ordenaba. Cuando estuvo colocada en su sitio vi que mis manos habían manchado la superficie de diorita y otra vez la froté con un paño de gamuza para que permaneciera pura y sin mancha mientras el espíritu de Sakhmet contemplaba con pesar el tesoro robado. Así, no quedaban en ella marcas ni señales cuando la dejé.

—Pues bien, amigo: ahora hay huellas sobre ella —declaró Dubois sin inmutarse; había cambiado la lupa por una poderosa lente y la enfocaba en los gruesos tobillos de Sakhmet—. Huellas muy claras. Creo que han sido impresas por alguien que ha querido levantar la estatua… cogiéndola así…, con una mano en cada pierna. ¡Dame la cámara, Bellamy!

La entrada de los peritos produjo escaso efecto sobre Bliss, pero cuando comenzó Hani a hablar salió de su letargo y concentró su atención en el egipcio. Más tarde, al anuncio hecho por Dubois de su hallazgo de las huellas digitales, miró la estatua con terrible atención. Entonces experimentó un cambio sorprendente. Pareció consumido por un terror indescriptible y, antes que Dubois acabara de hablar, se puso en pie de un salto y se quedó inmóvil, en actitud aterrorizada.

—¡Dios me valga! —exclamó; y el sonido de su voz provocó en mí un escalofrío—. ¡Esas huellas son las mías!

El efecto producido por su declaración fue tremendo. El mismo Vance pareció abandonar su calma; aproximándose a una mesa, aplastó su cigarrillo contra un cenicero, a pesar de haberlo encendido hacía poco.

Heath fue el primero en romper el angustioso silencio que sucedió a la exclamación del doctor.

—¡Con seguridad que son suyas! —afirmó con acento desagradable—. ¿De quién más podían ser?

—¡Alto ahí, sargento!

Vance se había recobrado ya de su emoción y se expresaba en tono indiferente.

—Esas huellas pueden ser engañosas; además, el descubrimiento de unas cuantas impresiones digitales sobre un arma mortífera no significa que su autor haya de ser necesariamente un criminal. Por esto importa asegurarnos primero de cómo fueron impresas y en qué circunstancias.

Se aproximó a Bliss, que se había quedado atontado, con la mirada fija en Sakhmet.

—Oiga, doctor —le preguntó—. ¿Cómo sabe que son suyas esas impresiones?

—¿Que cómo lo sé?

Bliss parecía haber envejecido diez años: sus pálidas mejillas, hundidas, daban a su fisonomía un aspecto cadavérico.

—Dios mío, pues… ¡porque yo las he dejado! Ello sucedió anoche, o mejor, esta madrugada, cuando me retiré a descansar. Cogí la estatua…, por los tobillos…, y exactamente donde dice el señor que están las impresiones de dos manos.

—¿Y cómo fue eso?

—Lo hice sin pensar; es más: había olvidado mi acción y no Ja hubiera recordado jamás, quizá, de no haberse mencionado ahora.

Bliss hablaba con ansiedad febril, como si adivinara que su vida dependía de ser creído o no.

—A las tres de la madrugada bajé al Museo, después de haber concluido mi trabajo, pues como había hablado a Kyle del arribo de nuevas antigüedades egipcias, deseaba asegurarme de que estas estaban en orden y buena disposición para su examen. De la impresión que le produjeran dependía el que siguiese prestando su ayuda financiera para nuevas expediciones, mister Vance; así, eché una ojeada al contenido de la última estantería y después corrí sobre él la cortinilla. En el momento de partir, noté que Sakhmet estaba mal colocada, pues se hallaba descentrada y además algo torcida. Entonces la cogí y la puse bien.

—Perdona, Vance, que os interrumpa —Scarlett había adelantado un paso—; pero puedo asegurar que el hecho es característico en el doctor Bliss. Tiene verdadera manía por el orden y no nos atrevemos jamás a dejar una cosa fuera de su sitio, porque constantemente nos critica y arregla lo que, según él, desarreglamos.

Vance afirmó con la cabeza.

—En ese caso, Scarlett, ¿crees que si un objeto se hubiera colocado algo torcido en su lugar hubiera sido inevitable que, al verlo el doctor Bliss, lo enderezase?

—Sí, creo que esta es la conclusión lógica del hecho.

—Muchas gracias.

Vance volvió a concentrar su atención en Bliss.

—Así, corrigió usted la posición de Sakhmet, cogiéndola por los tobillos, y se fue a dormir; ¿no es eso?

—Eso es, así. ¡Dios me salve! Apagué las luces y subí a mi cuarto, después de lo cual no he vuelto a poner los pies en el Museo hasta que llamó usted a la puerta del estudio.

A Heath no pareció satisfacerle la historia. Era evidente que no pensaba renunciar a sus sospechas acerca de la culpabilidad del doctor.

—Un punto débil de esta coartada —replicó, obstinado siempre— es la carencia de testigos.

Markham intervino entonces diplomáticamente.

—Creo, sargento —dijo—, que lo mejor será asegurarnos de la identidad de esas huellas y entonces sabremos de una vez si han sido o no dejadas por el doctor. ¿Qué le parece, capitán?

—Admirable.

Sin dilación, Dubois sacó del maletín un diminuto rodillo impregnado de tinta, una planchita de cristal y un bloc de papel.

—Como sólo se han puesto dos manos sobre la estatua, creo que será suficiente obtener la impresión de los pulgares —observó después.

Pasó el rodillo sobre la plancha y, acercándose a Bliss, le pidió que mostrara las manos.

—A ver —ordenó—, coloque los pulgares sobre la tinta apretando un poco, y luego sobre este papel.

Obedeció Bliss sin chistar, y una vez tomadas las huellas cogió Dubois la lupa y las sometió a un examen minucioso.

—Se parecen —afirmó—. Aquí veo líneas iguales a las de la estatua, mas de todos modos voy a comprobarlas.

Se arrodilló, permaneciendo en esta postura mientras comparaba las huellas dejadas sobre Sakhmet con las del papel que tenía en la mano.

Al fin dijo:

—No cabe dudar que se avienen en todo; y como no hay otras señales visibles en la estatua, deduzco que este caballero —y señaló desdeñosamente a Bliss— es la única persona que ha puesto en ella las manos.

—¡Magnífico! —aprobó Heath, sonriendo1—. Ahora voy a rogarle, capitán, que me entregue lo antes posible la fotografía, ampliada, de esas marcas, porque o mucho me equivoco o voy a necesitarla. Y esto es todo: muchas gracias. Váyase a comer.

—Sí; ya me hace falta.

Dubois entregó cámara y maletín a Bellamy y, sin hacer ruido, ambos salieron del Museo.

Heath fumaba un nuevo cigarro, del que tiraba con voluptuosidad, sin perder de vista a Vance.

—Bueno; este testimonio varía la situación, ¿no le parece, mister Vance? Porque no creo se haya tragado lo expuesto por el doctor. Usted es testigo —dirigiéndose a Markham— de que las huellas digitales dejadas sobre Sakhmet pertenecen a una sola persona, y si dichas huellas fueron impresas anoche, pertenecen evidentemente al pájaro que golpeó la cabeza de Kyle. Este fue golpeado con la parte superior de la estatua, cuyas piernas sostenía el que hizo la fechoría, sea quien quiera… Y ahora, mister Markham, pregunto yo: ¿Iba el criminal a borrar estas huellas, dejando en su lugar las del doctor? Indudablemente, no, pues aun queriendo, no hubiera podido hacerlo.

Antes que Markham pudiera replicar, dijo Vance con su tono incisivo:

—¿Cómo sabe que la estatua fue blandida por el asesino?

Heath le miró con asombro.

—¡Hombre! Supongo que no creerá usted lo que ha dicho ese yogui —dijo, señalando con el pulgar a Hani sin volver la vista— respecto a la dama de cabeza de león.

—No, sargento; lo sobrenatural no ha entrado aún en mi cabeza, ni creo tampoco que el malhechor borrase sus huellas y dejara las del doctor; pero afirmo, ¿sabe usted?, que hay una explicación para todas las frases contradictorias de este caso extraordinario.

—Quizá exista —Heath comprendía que podía ser tolerante y magnánime en aquella ocasión—, mas sostengo mi parecer respecto a las huellas digitales y las pruebas tangibles.

—Proceder muy peligroso, sargento —replicóle Vance con involuntaria gravedad—. En el caso presente dudo de que pueda, con las pruebas que posee, llegar siquiera a albergar la convicción de culpabilidad del doctor. Son demasiado obvias, demasiado simples. Suponen un embarras de richesses, o, dicho de otro modo: ninguna persona, en su sano juicio, cometería un crimen y dejaría de él tantas y tan tontas pruebas. Mister Markham opina lo mismo, ¿verdad?

—No sé —repuso el aludido, vacilando—; tienes razón en lo que dices, Philo, pero…

—¡Perdón, caballero! —Heath había recobrado de pronto su animación habitual—. Tengo que ver a Hennessey…; vuelvo en seguida.

Marchó con enérgica determinación hacia la puerta, y pronto desapareció de nuestra vista.

Bliss no había prestado interés a la discusión sostenida acerca de su posible culpabilidad. Se había hundido en su asiento y miraba resignadamente al suelo. Su persona respiraba una desesperación trágica. En cuanto hubo partido el sargento, alzó lentamente la vista y la posó en Vance.

—Su opinión está justificada por los hechos —observó—. Lo comprendo y le disculpo, porque todo me acusa, ¡todo! —aunque su acento era bajo e inexpresivo, descubría en él la amargura que le dominaba—. ¡Ah, si no me hubiera dormido, sabríamos lo que significa el hallazgo de mi escarabajo, de la nota de gastos, de las huellas digitales; pero es terrible!

Llevó las temblorosas manos a su rostro, y colocó ambos codos sobre las rodillas, inclinándose hacia adelante en actitud desesperada.

—Sí; es un caso terrible, doctor —replicó Vance, consolándole—, y precisamente en ello estriba nuestra esperanza de que se ponga en claro.

Otra vez paseó en dirección de los armarios, y allí permaneció sumido en distraída contemplación. Hani había vuelto a su ascética adoración de Tetishiret; y Scarlett, ceñudo y disgustado, recorría nerviosamente la silla de ceremonias y las vitrinas llenas de chawabtis. Markham se había quedado inmóvil, contemplando, embobado, el rayo de sol que entraba diagonalmente por las abiertas ventanas.

Hennessey entró, sin hacer ruido, por la puerta principal y ocupó su puesto en el rellano de la escalera. Reparé que llevaba la diestra metida en el bolsillo de la americana.

Entonces se abrió de par en par la puertecilla de metal del estudio, y apareció Heath en el umbral. Llevaba una mano a la espalda, oculta a nuestras miradas, mientras bajaba la escalera de caracol. Llegado a la planta baja, se dirigió en línea recta a Bliss y contempló sombríamente al hombre en cuya culpabilidad creía. De pronto mostró la mano… Esta sostenía un zapato de lona blanca de los que se usan para jugar al tenis.

—¿Es suyo, doctor?

Bliss miró el zapato entre asombrado y perplejo.

—Sí —replicó—; es mío.

—¡Y tan suyo!

El sargento se aproximó a Markham y le mostró la suela de goma. Yo estaba junto a él, y observé que la cruzaban pequeñas tiras en relieve; el tacón tenía un dibujo de circulitos huecos. Pero lo que provocó en mí un helado escalofrío de terror fue estar toda ella enrojecida de sangre coagulada.

Mister Markham, he hallado este zapato en el gabinete, envuelto en un periódico y escondido en el fondo de la papelera, bajo un montón de papeluchos —dijo Heath.

Transcurrieron unos segundos antes que el fiscal hablase. Sus ojos iban del zapato a Bliss, y de este al zapato; finalmente se posaron en Vance.

—Creo que este hallazgo ha inclinado el platillo de la balanza —su voz era resuelta—. No hay otra alternativa…

Bliss se puso en pie de un alto y corrió junto al sargento, con la mirada fija en el zapato.

—¿Qué hay? —exclamó—. ¿Qué tiene que ver este zapato con la muerte de Kyle? —en aquel instante vio la sangre que manchaba la suela, y quedó suspenso—. ¡Oh Dios mío! —gimió.

Vance le puso una mano en el hombro.

—El sargento Heath descubrió, no hace mucho, unas huellas que han sido dejadas por uno de sus zapatos de lona, doctor —le explicó.

—Pero ¿cómo puede ser? Anoche dejé esos zapatos en mi habitación y me puse las zapatillas para bajar hoy al estudio. Algo diabólico sucede en esta casa.

—Sí; algo diabólico, ¡infernal!; pero tranquilícese, doctor, que descubriré lo que es.

—Vance, lo siento mucho —interrumpió Markham con acento grave—. Sé que no crees en la culpabilidad del doctor, pero tengo que cumplir con mi deber.

Hizo una seña a Heath.

—Sargento, detenga al doctor Bliss. Yo le acuso de asesinato, cometido en la persona de Benjamín H. Kyle.