6. CUATRO HORAS DE AUSENCIA

(Viernes 13 de julio, a la 1:15 de la tarde)

Los ojos de Scarlett la siguieron con inquieta expresión de simpatía.

—¡Pobre muchacha! —comentó, suspirando—. Estaba encariñadísima con Kyle, pues había sido gran amigo y compañero de su padre; tanto es así, que cuando Abercrombie murió, él le manifestó un interés paternal. Este crimen es un golpe terrible para ella.

—Se comprende, pero Hani la consolará. Y a propósito, doctor: parece enteramente devoto de mistress Bliss.

—¿Eh?, ¿qué? —Bliss alzó la cabeza esforzándose por concentrar su atención—. ¡Ah, sí! Habla usted de Hani. Es como un perro fiel para mi esposa, a quien ha educado. No me perdona que la haya elegido por mujer —agregó, sonriendo tristemente, y tornó a caer en un estado de caviloso decaimiento.

A Heath se le había apagado el cigarrillo y lo mascaba, rencoroso.

Estaba en pie, junto al difunto, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, mirando con animosidad al doctor.

—Bueno, ¿para qué gastar tanta saliva? —masculló—. Oiga, jefe: ¿todavía no dispone de pruebas suficientes para el sumario?

Markham estaba perplejo. Su instinto le ordenaba la detención de Bliss; su fe en Vance se lo impedía. Sabía que a Philo no le satisfacía la situación y comprendía, por su actitud, que muchas cosas relacionadas con la muerte de Kyle no se mostraban aún en su superficie. Además, quizá en su interior dudaba también de la autenticidad de los hechos que acusaban al egiptólogo.

Iba a contestar a Heath, cuando fue interrumpido por Hennessey, que asomó la cabeza por el hueco de la puerta, chillando:

—¡Eh, sargento! Aquí están los del Cuerpo de Sanidad.

—Ya era hora, caramba.

Heath seguía, por lo visto, de mal talante. Se volvió y preguntó a Markham:

—¿Pueden llevar el cadáver o hay algo que lo impida?

Markham miró a Vance y este afirmó con un movimiento de cabeza. Entonces repuso:

—No, sargento. Cuanto antes llegue al depósito, antes conoceremos el resultado de la autopsia.

—Bien.

Heath hizo bocina de sus manos y gritó a Hennessey:

—¡Que entren!

Dos muchachos bajaron, llevando consigo una camilla de lona, plegable. Evidentemente, poseían la cínica indiferencia característica de los estudiantes de Medicina de segundo año, porque sin decir palabra ni tampoco dar muestras de sensibilidad, desplegaron su armazón y tendieron en ella el cadáver de Kyle.

—Hagan el favor de avisar al doctor Doremus en cuanto lleguen al depósito —rogóles Markham.

Pero ellos le contestaron con una desdeñosa mirada de tolerancia y partieron con su pesada carga, trazando el del extremo posterior de la camilla, conforme cruzaba el salón, un alegre paso de danza.

—Simpáticos, cariñosos muchachos —observó Vance con una sonrisa—. Y pensar que dentro de unos años practicarán la laparotomía… Gott beschüze uns!

Con el levantamiento del cadáver de Kyle alzóse el fúnebre velo que se cernía, poco antes, sobre el Museo, a pesar de quedar todavía el charco de sangre y la estatuilla de Sakhmet como pruebas fehacientes de la tragedia.

—¿Adónde iremos ahora? —inquirió entonces Heath con acento de disgusto y resignación.

Markham se impacientaba. Llamó a Vance con una seña, llevóle a un lado y le habló en voz baja. No pude oír lo que se decían, pero observé que Vance se expresaba gravemente por espacio de unos minutos, escuchándole Markham, entre tanto, con suma atención, que concluyó con un encogimiento de hombros.

—Perfectamente —aprobó, mientras volvían los dos a nuestro lado—; pero si no llegas pronto a una conclusión actuaré.

—¡Oh mamma mía! ¡Acción, siempre acción, un derroche de pirotecnia! Dese prisa…, avive el paso…, sea eficiente… Eso es la justicia: ¿por qué, pregunto yo, ha de imitar constantemente al derviche inquieto? El cerebro humano, ¿no ha de llenar ciertas funciones antes de actuar sobre la voluntad?

Así diciendo, Vance inició un paseo lento por delante de los armarios, con los ojos clavados en el suelo. Nosotros le contemplábamos, inmóviles, e incluso el doctor Bliss pareció animarse mientras le miraba con curiosa expresión de esperanza.

—Ninguna prueba de las descubiertas hasta ahora es verdadera, Markham —decía Vance—. Esto es incomprensible. Es como la cifra de un criptograma: dice una cosa y significa otra. Por eso te dije antes que toda explicación aparentemente obvia del caso sería precisamente la más errónea. Con todo, la clave ha de estar en alguna parte…, no sé dónde, pero sí estoy seguro de que la tenemos delante y no la vemos.

Estaba hondamente perplejo y disgustado y andaba de aquí para allá con aquella callada y secreta viveza que desde largo tiempo atrás había yo aprendido a conocer.

De pronto se paró delante del charco de sangre, inclinándose sobre él. Estuvo examinándolo un momento, tras lo cual elevó la mirada a la altura de los armarios. Recorrió lentamente la semidescorrida cortinilla hasta llegar al filete de madera del borde, sobre la varilla. Tornó a examinar el charco y tuve la impresión de que medía distancias para determinar la relación exacta que guardaban entre sí sangre, armario, cortinilla y moldura.

A poco, se irguió, acercándose a la cortinilla, dándonos la espalda.

—Vaya, sí que es interesante —murmuró—. Me parece…

Se volvió a nosotros, sacó una silla plegable de madera, y la colocó frente al armario, en el lugar exacto donde había descansado la cabeza de Kyle. Entonces se subió a ella y estuvo inspeccionando largo rato la parte superior del armario.

—¡Extraordinario! ¡Palabra de honor!

Encajóse el monóculo; su mano palpó la tabla que servía de techo al estante superior y cogió algo que estaba muy próximo al lugar donde Hani manifestó que había colocado la efigie de Sakhmet. Ninguno de nosotros pudo ver lo que era, porque lo deslizó en el acto en el bolsillo de su americana. Entonces descendió de su atalaya y vino al encuentro de Markham, rebosante de sombría satisfacción.

—Este crimen presenta curiosas posibilidades —observó.

Pero antes que pudiera explicar el enigma que encerraban sus palabras, Hennessey apareció de nuevo en lo alto de la escalera y anunció a voz en cuello:

—Aquí está un tal Salveter que desea ver al doctor Bliss.

—¡Ah, bien! —por algún motivo secreto Vance pareció en extremo complacido—. Vamos a dejarle entrar, ¿eh, sargento?

—¡Ya lo creo! —Heath manifestó su aburrimiento con una sonrisa forzada—. Hennessey, acompaña al caballero. Cuanta más gente venga, más nos reiremos. Pero ¿qué es esto? ¿Un congreso?

Salveter se nos acercó con aire alarmado e inquisitivo. Saludó a Scarlett con un frío ademán apenas esbozado, y al hacerlo distinguió a Vance.

—¿Cómo está usted? —dijo, sorprendido por la presencia de nuestro amigo—. Desde el viaje a Egipto no había vuelto a verle. ¿Qué significa esta agitación, este movimiento? ¿Hemos sido asaltados?

Esta broma parecía forzada.

Salveter era un individuo de aspecto serio y formal, pero agresivo; representaba unos treinta años. Tenía el cabello rizoso; los ojos… grises, rasgados; nariz corta y boca pequeña, de labios finos. Su estatura, mediana, acusaba un vigor poco común. (Quizá había sido atleta en sus tiempos de estudiante.) Vestía un traje de paño de dos colores que evidentemente no era de su medida, y llevaba ladeada la corbata. A primera vista, su persona respiraba una franqueza ingenua, pero desmentía esta primera impresión un no sé qué, algo que no pude analizar entonces, que aconsejaba proceder con cautela para no chocar con su obstinación.

Mientras dirigía la palabra a Vance recorría con intensa mirada de curiosidad el Museo como en busca de algo que echase de menos.

Vance le había estado observando, y cuando acabó de hablar, tras una ligera pausa, contestó, en un tono que me extrañó por estar innecesariamente desprovisto de simpatía:

—No se trata de un salto, mister Salveter, sino de la Policía, El hecho es que su tío ha muerto…, ha sido asesinado.

—¡El tío Ben!

A Salveter le anonadó la noticia, mas fue cosa de un instante. Casi en el acto se marcó en su frente un pliegue de cólera.

—Así…, ¡eso es! —bajó la cabeza y miró de soslayo al doctor—. Usted le había dado una cita para hoy por la mañana. ¿Cuándo… y cómo… acaeció el hecho?

Vance replicó por el doctor:

—Su tío, mister Salveter, recibió un golpe en la cabeza con esa estatuita que ve usted ahí. Esto debió de suceder a las diez, sobre poco más o menos. Mister Scarlett halló su cuerpo tendido a los pies de Anubis y vino a decírmelo. A mi vez enteré del crimen al señor fiscal…, a quien tengo el honor de presentarle: mister Markham…, el sargento Heath, del Departamento de Policía.

Salveter apenas los miró.

—¡Ha sido una atrocidad! —observó, con los dientes apretados,

—Una atrocidad…, ¡sí! —Bliss alzó la cabeza y sus ojos desalentados buscaron los de Salveter—. Una tropelía que concluye con nuestros trabajos de excavación, muchacho.

—¡Maldito lo que me importan ahora! Lo que con toda el alma deseo es echar el guante al perro ese que cometió el crimen —giró agresivamente sobre sus talones y se encaró con Markham—. Óigame: ¿qué puedo hacer para ayudarle? —inquirió, con los labios contraídos.

Parecía una bestia feroz pronta a saltar.

—Gasta usted un exceso de energía, mister Salveter —dijo Vance con su acento perezoso, sentándose indolentemente—. Comprendo sus sentimientos en la hora presente, pero si la agresividad es virtud en algunas ocasiones, no lo es en este momento. Oiga, salga a la calle, dése un par de vueltas y luego vuelva. Me complacería sostener con usted una conversación cortés, mas para ello es preciso que recupere la calma y el dominio de sí mismo.

Vance opuso a la feroz mirada de Salveter una fría languidez y los dos hombres cruzaron sus miradas por espacio de treinta segundos bien contados. Mas yo he visto a muchos tratando de sacar a Vance de sus casillas sin conseguirlo. Su voluntad y firmeza de carácter son enormes y no deseo a nadie la tarea de imponérsele.

Finalmente, Salveter alzó los anchos hombros. Una leve sonrisa distendió sus labios y dijo, manso como un cordero:

—Bueno, hágase cuenta que he regresado del paseo. Desembuche.

Vance dio una larga chupada al cigarrillo y dejó vagar su mirada por el gran friso de Pen-ta-Weret.

—¿A qué hora salió usted de casa esta mañana, mister Salveter?

—A las nueve y media.

Salveter había perdido la anterior rigidez y tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Su antagonismo había desaparecido, y aunque miraba a Vance con atención, no había animosidad ni tirantez en su actitud.

—¿Dejó por casualidad la puerta abierta o entornada?

—¡No! ¿Con qué objeto iba a dejarla así?

—Eso es lo que no sé —Vance le ofreció una sonrisa conciliadora—. Pero no se preocupe; la pregunta es de un interés relativo. Mister Scarlett encontró la puerta abierta cuando llegó, entre diez y diez y media.

—Pues yo no la dejé así. ¿Qué más quiere saber?

—Tengo entendido que ha ido usted al Metropolitan Museum.

—Sí, para pedir unas reproducciones de los muebles hallados en la sepultura de Hotpe-heres.

—¿Las trae ahí?

—Sí, señor.

Vance consultó su reloj:

—Es la una y veinticinco, lo cual quiere decir que ha estado ausente cuatro horas, sobre poco más o menos… ¿Dio por casualidad un par de vueltas antes de volver?

Salveter miró airado al rostro impasible de Vance.

—No, señor —no podría determinar si Salveter había acabado por ejercer un gran dominio sobre sí mismo o si era que comenzaba a tener miedo—. A la ida tomé un autobús, y un taxi al regreso.

—Es decir, una hora. Entonces las tres horas restantes fueron empleadas en el desempeño de su comisión, ¿no es así?

Otra vez sonrió forzadamente Salveter.

—Verá usted: al entrar en el Museo pasé por la sala de la derecha y allí atrajo mi atención la tumba de Perneb. Precisamente he sabido hace poco que se había aumentado la colección de objetos extraídos de la cámara sepulcral, y como Perneb perteneció a la quinta dinastía…

—Sí, sí…, y Khuju, descendiente de Hetep-heres, a la dinastía anterior. Bueno: le interesó el contenido de la sala. Es muy natural…, y ¿cuánto tiempo estuvo usted husmeando las antigüedades?

Salveter iba entrando en aprensión.

—Oiga, mister Vance —replicó—, no sé qué es lo que trata de averiguar con tantas preguntas. Considerando, sin embargo, que investiga la causa de la muerte del tío Ben y que puedo ayudarle respondiendo a ellas…, prosigo. Por espacio de una hora estuve examinando los estantes de la sala, pues me interesaban. Además, no tenía prisa en volver porque sabía que el doctor Bliss celebraba una entrevista con el tío Ben; por tanto, estimé que sería suficiente regresar a la hora del lunch.

—Esa hora ha pasado —observó Vance.

—Bueno, ¿y qué? Mister Lythgoe tardó hoy en llegar al Museo y tuve que aguardar otra hora, en su despacho, enfriándome los pies. Luego me hizo telefonear al doctor Reisner, director del Museo de Bellas Artes de Boston, operación en la que invertiría, quizá, treinta minutos. Conque… dígame si estar de vuelta ahora no es ir de prisa.

—Verdaderamente. Sé lo que son esas cosas: muy enojosas, por cierto.

Aparentemente, Vance creía a pies juntillas la historia. Se puso en pie y sacó del bolsillo un librito de notas, palpándose al propio tiempo el chaleco, como buscando con qué escribir.

—Perdón, mister Salveter: ¿quiere dejarme un lápiz? Parece ser que he perdido el mío.

El detalle me interesó en el acto, porque sé que Vance jamás ha usado un lápiz para escribir teniendo como tiene una estilográfica de oro que lleva pendiente de la cadena del reloj.

—Con muchísimo gusto.

Salveter se echó la mano al bolsillo y le tendió un gran lápiz amarillo de forma hexagonal.

Tomólo Vance e hizo varias anotaciones. Luego, a punto de devolver el lápiz, se detuvo a mitad de su acción para mirar la marca.

—¡Ah!, un Mogol número uno. Son excelentes, ¿verdad?, estos Faber cuatrocientos ochenta y dos, ¿los emplea usted siempre?

—No uso otros. Son económicos y escriben bien; además no se rompen.

—Un millón de gracias —Vance devolvió el lápiz y guardó el librito—. Y ahora, mister Salveter, haga el favor de aguardarnos en la sala, pues volveremos a interrogarle. A propósito, mistress Bliss está allí —añadió con indiferencia.

Salveter bajó ostensiblemente los párpados y, de soslayo, dirigió a Vance una rápida mirada.

—¿Ah, sí? Gracias. Allí le aguardo —se aproximó a Bliss y le dijo—: Lamento extraordinariamente lo ocurrido y comprendo lo que significa para usted.

Iba a añadir algo, pero se contuvo y, obstinado siempre, tomó la dirección de la entrada al Museo.

—¡Oiga, mister Salveter! Sea buen muchacho y diga a Hani que deseo verle, haga el favor.

El joven hizo un gesto de asentimiento y, sin mirar atrás, cruzó el umbral de la gran puerta de acero.