5. MERYT-AMEN

(Viernes 13 de julio, a las 12:45)

Llegado junto a la puerta llamó con los nudillos, y mientras aguardaba a que abrieran, echó mano al bolsillo y sacó de él la pitillera.

Nosotros le contemplábamos, desde abajo, en actitud expectante. Un gran terror iba apoderándose de mí y poniendo tensos todos los músculos de mi cuerpo. Hoy me sería difícil explicar la razón de tal sentimiento; mas en aquella ocasión helaba mi corazón un frío mortal. Las pruebas halladas acusaban, sin que cupiera dudar de ello, al insigne egiptólogo; sin embargo, Vance no parecía estar impresionado. Encendió con calma su Regie, y en cuanto hubo guardado el encendedor, volvió a llamar a la puerta, con mayor brío esta vez, Nadie contestó.

—Es curioso —le oí murmurar.

Entonces levantó el brazo, y con el puño crispado descargó sobre el metal tales golpes, que, retumbando, despertaron ecos en la gran sala del Museo.

Tras de unos segundos de silencio aterrador, oímos girar el pomo y la puerta se abrió, ¡por fin!, muy lentamente. En su umbral estaba un hombre alto, esbelto, como de unos cuarenta y cinco años. Vestía una bata azul de seda, tan larga que le llegaba a los tobillos, y su ralo cabello rubio aparecía en desorden, como si acabara de levantarse de la cama. Su aspecto era, en efecto, el de la persona que despierta súbitamente de un profundo sueño. Miraba de un modo vago, entornando los párpados, y se apoyaba pesadamente en el pomo de la puerta. Así y todo, oscilaba un poco mientras miraba a Vance con estúpida expresión.

Era un tipo original, como a primera vista se comprendía, por el rostro, largo y delgado, de tez áspera y curtida; la frente despejada, propia del sabio; la nariz era curva como el pico de un águila (rasgo este el más notable de su fisonomía); labios poco arqueados; barbilla cuadrada, casi cúbica, y mejillas hundidas. En conjunto, producía la impresión del ser físicamente enfermo que contrarresta los estragos de su enfermedad mediante una vitalidad puramente nerviosa.

Se quedó mirando a Vance sin comprender. Después, como el que se esfuerza por dominar los efectos de un anestésico, parpadeó varias veces y aspiró el aire con fuerza.

—¡Ah! —su voz era gruesa y un tanto estridente—. ¡Mister Vance! Ya hacía tiempo que no le veía —lanzó una ojeada al Museo y reparó entonces en el grupo, inmóvil al pie de la escalera—. No comprendo —observó, pasando lentamente la mano por el revuelto cabello—. Tengo la cabeza pesada…; seguramente he dormido…; perdone usted. ¿Quiénes son esos caballeros? ¡Ah!, reconozco a Scarlett y a Hani. Pero ¡qué calor hace aquí dentro!

—Doctor Bliss, ha sucedido un grave accidente —díjole Vance en voz baja—. ¿Quiere hacer el favor de bajar conmigo al Museo? Necesitamos su ayuda.

—¡Un accidente! —Bliss se irguió, y por vez primera desde que apareció en el umbral del estudio, vi abrirse sus ojos de par en par—. ¿Un grave accidente? ¿Qué ha ocurrido? ¿Han entrado ladrones?

—No han entrado ladrones, doctor.

Vance le sostuvo mientras bajaba nerviosamente la escalera de caracol.

Cuando pisó el suelo del salón, todos miramos instintivamente a sus pies. Pero si alguno de nosotros esperaba verle calzado con los zapatos de tenis, sufrió una decepción, porque en su lugar llevaba zapatillas azules, de cabritilla, adornadas con ribetes color naranja. Su pijama gris, de seda, mostrábase por la abertura en forma de V de su bata, y noté que tenía ancho cuello, pendiente del cual iba una corbata larga anudada con descuido.

De una ojeada hizo la requisa del grupo formado al pie de la escalera, y luego se volvió a Vance.

—¿Dice usted que no han entrado ladrones en casa? —inquirió con voz velada todavía—. Entonces, ¿en qué consiste el accidente?

—En algo muchísimo más serio, doctor —Vance no había soltado aún su brazo—. Mister Kyle ha muerto.

—¡Kyle, muerto! —el doctor abrió la boca y sus ojos expresaron un asombro desesperado—. Pero anoche hablé con él…, y hoy iba a venir aquí para hablar de la próxima expedición. ¡Muerto! Mi trabajo…, la labor de toda mi vida… concluye con él —se dejó caer en una de las sillas plegables de madera, de las cuales había esparcidas por el salón una docena, por lo menos, y su rostro expresó una resignación trágica—. ¡Qué terrible noticia!

Vance murmuró unas palabras de consuelo, interrumpiéndose por un salto del doctor. Su letargo había desaparecido y sus facciones acusaban dureza y resolución. Se encaró con nuestro amigo y preguntó, con acento de amenaza:

—¿Muerto? ¿Y de qué ha muerto?

—Ha sido asesinado.

Con un ademán, Vance le indicó el cuerpo de Kyle, ante el cual habíamos estado situados Heath, Markham y yo.

Bliss se acercó a él y estuvo mirándolo fijamente por espacio de un minuto; después posó la vista en la estatuilla de Sakhmet y en seguida en los lupinos rasgos de Anubis. Entonces giró en redondo y se encaró con Hani. Este dio un paso atrás, como si temiera alguna violencia de parte del doctor.

—¡Chacal! ¿Qué sabes tú acerca de esto? —exclamó, con acento venenoso, vibrante de odio apasionado—. Hace años que me espías; tomas el dinero que te doy y al propio tiempo las recompensas de tu estúpido Gobierno; predispones a mi mujer en contra mía; te interpones en mi camino; trataste de asesinar al indígena que señaló el lugar, frente a la tumba de Intef[13], donde se levantaron, en otro tiempo, dos obeliscos; estorbas mis planes; pero mi esposa te quiere, confía en ti, y por ello te conservo a mi lado. Y ahora que he descubierto la pirámide de Intef, que he penetrado en su antecámara, que voy a mostrar al mundo el fruto de mis desvelos, muere la única persona que puede asegurar el éxito de mis proyectos —los ojos de Bliss llameaban—. ¿Qué sabes tú del crimen, Anúpu-Hani? ¡Habla, perro despreciable, fellah!

Hani había retrocedido varios pasos, empequeñecido por las violentas frases del doctor. Con todo, no quiso rebajarse a él y, moroso y ceñudo, replicó:

—No sé nada. ¡Ha sido una venganza de Sakhmet! Ella ha matado al que pagó la devastación de la tumba de Intef.

—¡Sakhmet! —el desdén de Bliss era notable—. Un trozo de piedra, el specimen de una mitología híbrida. No estás ahora entre ignorantes magos y doctores, sino frente a seres humanos civilizados que desean conocer la verdad. ¿Quién mató a Kyle? ¡Dilo!

—Si no ha sido Sakhmet, lo ignoro, magnífico señor; pues he estado encerrado en mi habitación toda la mañana. Tú, handretak, estabas muy cerca de tu rico patrón cuando partió de este mundo para el Reino de las Sombras.

Dos rojas manchas de ira se pintaron en las mejillas tostadas del doctor. Llamearon sus ojos de modo desusado y sus manos agarraron espasmódicamente los pliegues de su bata. Temí que se lanzase a la garganta del egipcio, y también Vance debió de sentir igual temor, porque, aproximándose a él, le tocó el brazo con tranquilizador ademán.

—Comprendo perfectamente sus sentimientos —dijo, con voz suave—, pero su ira no nos ayuda a resolver el problema.

Bliss tornó a sentarse sin replicar, y Scarlett, que había asistido a esta escena con turbado asombro, acudió rápidamente al lado de Vance.

—El doctor está desconocido —observó—; no parece el mismo.

—Eso veo —repuso secamente Vance. Con todo, tenía el ceño fruncido y sometió al doctor a un examen detenido antes de preguntar—: Oiga, doctor, ¿a qué hora se quedó usted dormido en el estudio?

Bliss levantó los ojos. Su furor había desaparecido y miraba otra vez con soñolienta expresión.

—¿A qué hora? —repitió, como el que se esfuerza en coordinar sus pensamientos—. Veamos… Brush me entró el desayuno a las nueve; vertí el café en la taza unos instantes después, me lo bebí, en parte, si no todo, y… —clavando la vista en el espacio— es todo lo que recuerdo hasta…, hasta que oí golpear en la puerta. ¿Qué hora es, mister Vance?

—Más de las doce. Así, quedó usted dormido apenas hubo tomado el café. Scarlett me ha contado que trabajó anoche hasta muy tarde.

—Sí, eran cerca de las tres cuando me retiré a descansar. La razón de ello era tener lista la nota de gastos para cuando viniera Kyle. Y ahora —mirando con desesperación el cadáver de su bienhechor—, le hallo muerto, asesinado; no comprendo por qué, en absoluto.

—Tampoco nosotros lo comprendemos —replicó Philo Vance—; pero mister Markham, fiscal del distrito, y el sargento Heath han venido para investigar el hecho, y puede usted estar tranquilo, doctor, de que se hará justicia. Ahora mismo puede usted ayudarnos respondiendo a unas cuantas preguntas. ¿Se siente con fuerzas para ello?

—¡Ya lo creo! Únicamente —humedeció con la lengua sus labios resecos— estoy sediento. Si me dieran un sorbo de agua…

—¡Ah!, ya me parecía a mí que lo necesitaría. Y bien. ¿Sargento?…

Heath estaba ya a medio camino de la escalera. Desapareció por la puerta del Museo, y desde este le oímos dar órdenes a alguien que estaba del otro lado. De allí a poco reapareció con un vaso en la mano.

Bebió el doctor como si estuviera devorado por la sed, y en cuanto hubo dejado el vaso, le preguntó Vance:

—¿Cuándo terminó usted la nota para Kyle?

—Esta mañana, en el preciso momento en que me entraba Brush el desayuno. En realidad, la tuve lista anoche, tras una hora de trabajo. Sin embargo, esta mañana, a las ocho, bajé al estudio…

—¿Y dónde está ahora?

—Allí mismo, sobre la mesa escritorio, pues después de desayunar pensaba revisarla para someterla en seguida a la inspección de Kyle… Voy a buscarla.

Hizo ademán de levantarse, pero Vance se lo impidió.

—No es preciso, caballero. La tengo aquí. Ha sido hallada en la mano de Kyle.

Confundido, miró Bliss el papel que Vance le mostraba.

—¿En… la mano de Kyle? —balbució—. Pero…, pero…

—No se preocupe. Se explicará su presencia aquí cuando conozcamos mejor la situación. Eso sí, no cabe dudar de que fue sustraída del estudio mientras usted dormía.

—Quizá el propio Kyle…

—Es posible, pero no probable. Y, a propósito, ¿acostumbra usted a dejar abierta la puerta de acceso al estudio?

—Sí; jamás la cierro, porque no es necesario. Ni siquiera podría decirle dónde está la llave.

—En tal caso, cualquiera ha podido entrar en él, procedente del Museo, y coger la nota aprovechándose de su sueño.

—¡Mister Vance, en nombre del Cielo!…

—Claro que aún no podemos afirmarlo, porque nos encontramos en el período inicial de la investigación, pero usted es muy bueno, doctor, y me permitirá que le haga más preguntas. ¿Sabe, por casualidad, dónde está mister Salveter?

Bliss pareció ofenderse.

—¡Claro que lo sé! —repuso, apretando con fuerza las mandíbulas; parecióme que intentaba poner al sobrino de mister Kyle a cubierto de toda sospecha—. Como que le he enviado al Metropolitan Museum.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Cuándo?

—Esta mañana, a primera hora. Así se lo encargué anoche, pues deseaba que pidiera allá una serie duplicada de la reproducción del mobiliario descubierto recientemente en el sepulcro de Hotpe-heres, madre del Faraón Kheuj, de la cuarta dinastía.

—¿Kheuj? ¿Hotpe-heres? Se referirá usted a Hotep-heres y Khuju.

—Exacto. He empleado los nombres adoptados por Weigall en su Historia de los Faraones.

—¡Ah, sí, sí! Perdón. Recuerdo ahora que Weigall ha reformado muchos de los nombres egipcios aceptados hasta hoy. Sin embargo, si mi memoria no falla, creo haber oído decir que la expedición científica que exhumó la momia de Hotep-heres u Hotpe-heres fue costeada por la Universidad de Harvard y el Museo de Bellas Artes de Boston.

—Sí, pero yo sé que el doctor Lythgoe, antiguo amigo mío y conservador del departamento egipcio del Metropolitan Museum, puede proporcionarme el informe que deseo.

—Entendido.

Después de una pausa, Vance le preguntó:

—¿Habló usted hoy con mister Salveter?

—No. Desde las ocho he permanecido en el estudio y el muchacho no habrá juzgado oportuno venir a molestarme. El Museo se abre a las diez; así, es probable que haya salido de casa hacia las nueve y media.

—Lo mismo ha dicho Brush, mas entonces, ¿cómo no ha regresado todavía?

Bliss se encogió de hombros, y en seguida observó, como quien no da gran importancia al caso:

—Es probable que haya tenido que aguardar a Lythgoe. De todos modos, regresará en cuanto haya cumplido la misión, porque es un buen muchacho, un muchacho recto, con quien estamos encariñados en extremo mi esposa y yo. No sé si sabe usted que su intercesión hizo posible las excavaciones de la pirámide de Inter.

—Así me lo dijo Scarlett.

Vance pronunció la frase con la ligereza de una perfecta indiferencia, y lanzando al propio tiempo a Markham una mirada de advertencia; mirada que decía tan claramente como si lo expresara con palabras: «Déjame que le interrogue yo». Luego se reclinó en el respaldo y cruzó ambas manos por detrás de su cabeza.

—Oiga, doctor —continuó diciendo, con ligero bostezo—, puesto que hablamos de Intef, yo estaba presente, ¿sabe usted cuándo se apropió aquel escarabajo fascinador que se halló en la antecámara?…

La mano de Bliss hizo un movimiento como para tocar la corbata, y en seguida miró a Hani, que se había aproximado a la estatua de Tetishiret y permanecía vuelto de espaldas a nosotros, en una pose de absorta devoción. Vance hizo como que no se fijaba en los movimientos del doctor, y mirando con soñadora expresión por las ventanas, continuó diciendo:

—Un escarabajo interesantísimo… Scarlett dijo que lo había hecho usted montar en un alfiler de corbata. ¿Lo tiene usted a mano? Porque me gustaría verlo.

Otra vez la mano de Bliss hizo ademán de cogerse la corbata.

—Creo, mister Vance, que debe de estar arriba —observó—. Si llamásemos a Brush…

Scarlett se había acercado a él, y le interrumpió para decir oficiosamente:

—Anoche estaba en el estudio, doctor…, sobre la mesa.

—¡Es verdad! —Bliss ejercía ya un perfecto dominio sobre sí mismo—. Lo encontrará usted sobre mi mesa, prendido en la corbata que llevaba anoche.

Vance se puso en pie y detuvo a Scarlett con una mirada glacial.

—Gracias —dijo fríamente—, pero te llamaré cuando necesite tu ayuda, no antes —luego añadió, volviéndose a Bliss—: La verdad es, doctor, que trataba de saber si había llevado puesto el alfiler y si recordaba en qué circunstancias, porque no está en el estudio. Lo encontramos esta mañana junto al cadáver de mister Kyle.

—¡Aquí! ¡Mi escarabajo aquí! —Bliss se puso en pie de un salto y miró, aterrorizado, el cadáver—. ¡Imposible!

Vance se inclinó sobre el cadáver de Kyle y cogió el escarabajo.

—Imposible, no, señor —dijo, mostrando el alfiler al doctor—, aunque sí muy desconcertante. Es probable que haya sido robado del estudio con la nota de gastos.

—No comprendo cómo ha podido ser —observó lentamente Bliss en un ronco murmullo.

—Quizá se le cayó de la corbata —insinuó, agresivamente, Heath.

—¿Qué quiere usted decir? Yo no lo he llevado puesto hoy. Quedó en el estudio.

—¡Sargento! —Vance dirigió a Heath una severa mirada—. Calma y discreción.

Mister Vance —replicó el otro, sin abandonar su antagonismo—, estoy aquí para averiguar quién despachó a Kyle, y la persona que ha tenido ocasión para ello es el doctor Bliss. Junto al cadáver hemos encontrado un alfiler y una lista que le pertenecen. Además, esas huellas de pasos…

—Todo ello es cierto, sargento —interrumpió Vance—; pero el hecho de acusar al doctor no nos explicará tan extraordinaria situación.

Bliss se había encogido en la silla.

—¡Oh Dios mío! —gemía—. Ya comprendo a lo que tienden ustedes. ¡Creen que yo lo he matado! —dirigió a Vance una mirada suplicante—. Ya he dicho a usted que estuve durmiendo desde las nueve, que ni siquiera sabía que Kyle hubiese llegado. Es terrible, mister Vance; usted no puede creer, con seguridad no cree que…

Sonaron voces airadas a la entrada principal del Museo y todos miramos en aquella dirección. En lo alto de la escalera estaba Hennessey, abiertos los brazos y protestando en tono violento. En el umbral, una mujer joven le hacía frente…

—Esta es mi casa —decía, con voz aguda e iracunda—. ¿Cómo se atreve a impedir que entre aquí?

Instantáneamente, Scarlett corrió a su encuentro.

—¡Meryt! —exclamó.

—Es mi esposa —nos dijo Bliss—. ¿Por qué se le niega la entrada, mister Vance?

Antes que este pudiera responder, Heath había gritado:

—Hennessey, deja que pase la señora.

Mistress Bliss bajó apresuradamente la escalera y corrió al encuentro de su esposo.

—¿Qué es esto, Mindrum? ¿Qué ha sucedido?

Se dejó caer de hinojos y le echó los brazos al cuello. Entonces reparó en el cuerpo exánime de Kyle, y con un escalofrío desvió la vista.

Era mujer de extraordinaria belleza, y su edad parecióme de unos veintiséis o veintisiete años. Tenía los ojos oscuros, rasgados, sombreados por largas pestañas, y su piel era del color de la aceituna. El grosor de los labios y los pómulos prominentes, rasgos ambos que le daban un carácter decididamente oriental, demostraban la sangre egipcia que corría por sus venas. En conjunto, su persona evocaba el recuerdo de la reina Nefret-iti, aunque no había defecto en sus ojos de gacela. Llevaba una toca azul parecida por la forma al tocado de la propia Nefret-iti, y un traje castaño, de georgette, muy ceñido a su cuerpo. Su esbelta figura acusaba belleza y vigor, siguiendo en todo las líneas del ideal estético oriental mostrado por Ingres en su Baño turco.

No obstante su juventud, poseía un aire especial de madurez y de equilibrio; profundidad de espíritu; y así pude imaginar, sin dificultad, mientras la contemplaba arrodillada junto a su esposo, que sería capaz de sentir poderosas emociones e igualmente actuar con violencia[14].

Bliss le dio unas palmaditas en el hombro con afecto paternal; sus ojos, sin embargo, miraban abstraídos.

—Kyle ha muerto, querida —díjole con voz hueca—. Ha sido asesinado, y estos caballeros me acusan del crimen.

—¡A ti!

Mistress Bliss se puso instantáneamente en pie. Abrió mucho los ojos y por un momento quedóse mirando a su esposo, sin comprender. Luego, temblando de rabia, se volvió a nosotros, pero antes que pudiera hablar se le acercó Vance.

—El doctor no es exacto, mistress Bliss —dijo en voz baja y serena—. Nosotros no le acusamos. Meramente hemos procedido a investigar este caso trágico, y si es verdad que el alfiler del doctor se halló junto al cadáver de Kyle…

—Y eso, ¿qué? —Meryt-Amen estaba entonces singularmente tranquila—. Cualquiera pudo dejarle caer.

—Precisamente, señora —replicó Vance, con amable autoridad—, y por ello el objeto principal de nuestra investigación es averiguar quién ha sido el autor del hecho.

Los ojos de la mujer estaban semientornados, y se había puesto rígida, como transfigurada por una súbita y terrible idea.

—Sí, sí —afirmó con entrecortado acento—. Alguien ha puesto el escarabajo ahí…, alguien… —se apagó su voz y una nube de dolor ensombreció su rostro; pero, rehaciéndose prontamente, tomó aliento con profunda aspiración y miró resueltamente a los ojos de Vance—. Sea quien quiera, yo deseo que descubra al autor de tan horrible hecho —su expresión se afirmó y endureció—. Yo le ayudaré, ¿entiende?, ¡yo le ayudaré!

Vance la estudió breves instantes antes de contestar:

—Le creo, mistress Bliss, y le advierto que recurriré a usted, pero —inclinándose ligeramente— en este momento nada puede hacer; primero hay que llenar formulismos rutinarios, preliminares. En tanto, agradeceré que nos aguarde en la sala…, porque luego iré allá a hacerle unas preguntas. Hani la acompañará.

Durante esta pequeña escena había yo observado al egipcio con el rabillo del ojo. Cuando entró mistress Bliss en el Museo, apenas se había vuelto hacia ella, pero en cuanto se puso a hablar con Vance, se fue aproximando a ellos sin hacer ruido. Entonces estaba cruzado de brazos, detrás del cofre incrustado, con los ojos fijos en ella y en actitud de protectora devoción.

—Vamos, Meryt-Amen, te haré compañía hasta que estos effendis deseen consultarte. No hay que temer. Sakhmet se ha vengado justamente y está por encima del poder material de la ley occidental.

Vaciló la mujer. Luego, volviendo junto a Bliss, le besó en la frente y marchó en dirección a la escalera, seguida humildemente por Hani.