(Viernes 13 de julio, a las 12:15)
Scarlett había estado observando atentamente a Vance, y en su cara redonda y bronceada se pintaba una expresión de horrorizado asombro.
—Tienes razón, Vance, mucho lo temo —aprobó, con un movimiento de cabeza—. El doctor Bliss encontró, hace dos años, ese escarabajo en la antecámara de la tumba de Intef. No hizo mención de su hallazgo a las autoridades egipcias, y a su regreso a América lo hizo montar en un alfiler de corbata. Su presencia aquí no significa, sin embargo…
—¡Oh, no! —Vance dirigió a Scarlett una firme mirada—. Recuerdo bien el episodio de Bibán-el-Mulúk y casi fui particeps criminis, pero como hay otros escarabajos de la Intef, así como un sello cilíndrico, en el Museo británico, volví la cara y dejé hacer. Esta es, pues, la primera vez que veo el escarabajo de cerca.
Heath había echado a andar en dirección a la escalera principal, y ya junto a ella gritó a uno de los hombres que estaban allí:
—¡Eli, tú, Emery! ¡Coge a ese caballerete de Bliss y tráemele aquí!
—Oiga, sargento —Vance echó a correr detrás de él y le cogió por un brazo—. No sea tan precipitado. Calma, calma. Este no es el momento oportuno de detener a Bliss. Cuando le necesitemos, bastará con llamar a aquella puerta…; él se halla, con toda seguridad, en el estudio y no puede escapar. Mas antes de esto hay que hacer un reconocimiento preliminar.
Heath vacilaba. Por fin, haciendo una mueca:
—Bueno, Emery, sal al patio y que nadie escape por allí; Hennessey vigilará el vestíbulo. Si alguien trata de salir de casa le cogéis y le traéis aquí. ¿Entendido?
Los dos detectives partieron con paso silencioso que me pareció de mal agüero.
—¿Tiene usted alguna pista, mister Vance? —preguntó, esperanzado, el sargento a nuestro amigo—. Por más que de todos modos este crimen no parece complicado. Kyle recibe un golpe en la cabeza, junto a él encontramos un alfiler propiedad del doctor Bliss, y… la cosa es clara, ¿verdad?
—Demasiado clara, sargento —Vance volvía tranquilamente y contemplaba el cadáver—. Ahí está el problema.
De repente aproximóse a la estatua de Anubis, se inclinó y recogió del suelo un papel doblado que hasta entonces había permanecido semioculto bajo una de las extendidas manos de Kyle. Desdoblándolo con cuidado lo expuso a la luz. Era un pliego de papel comercial cubierto de números.
—Estaría sin duda en poder de Kyle cuando este pasó de este mundo al otro —observó—. ¿Lo conoces, Scarlett?
Este adelantó ávidamente un paso, y con mano temblorosa tomó el papel.
—¡Dios mío! —exclamó—. Es la nota de gastos que estuvimos haciendo anoche. El doctor Bliss hizo la comprobación.
—¡Ah! ¡Ah! —Heath sonreía con maligna satisfacción—. Esto quiere decir que aquí, nuestro difunto amigo, ha estado hablando con Bliss hoy por la mañana, y si no, ¿cómo tiene el papel?
Scarlett arrugó la frente.
—Así parece —tuvo que conceder—. La nota no estaba concluida cuando nos retiramos anoche a descansar, y el doctor nos comunicó su intención de terminarla a fin de que estuviera lista para hoy antes de la llegada de Kyle. Pero sería injusto…, Vance, no es razonable…
—Scarlett, no seas bobo —dijo Vance interrumpiéndole con esta advertencia—. Si el doctor Bliss hubiera blandido la estatua de Sakhmet, ¿hubiera dejado aquí una nota que le acusara? Sería injusto suponerle culpable, como dices muy bien.
—Injusto, ¿eh? —terció Heath—. Aquí está el escarabajo, ahí la nota. ¿Qué más desea usted, mister Vance?
—Muchísimo más. El hombre que comete un crimen no siembra materialmente de pruebas tan directas el lugar del hecho. Sería una chiquillada.
Heath resopló.
—Pánico y no chiquillada lo llamo yo. Se asustó, y con las prisas se le cayeron esas pruebas.
Los ojos de Vance descansaban en la puertecilla de metal del estudio.
—Y, a propósito, Scarlett —preguntó—. ¿Cuándo viste por última vez el escarabajo?
—Anoche —Scarlett paseaba, inquieto, arriba y abajo—. Hacía mucho calor en el estudio y vi cómo el doctor se quitaba cuello y corbata. En esta estaba prendido el alfiler.
—¡Ah! —la mirada de Vance no se apartaba de la puertecilla—. Y así permaneció durante la conferencia, ¿verdad? Y todos estaban presentes: Hani, mistress Bliss, Salveter y tú.
—Eso es.
—¿De modo que todos pudisteis verlo… y cogerlo?
—Hombre…, sí, claro…
Vance meditó un instante.
—Sin embargo, esta nota…, ¡es curioso! Me gustaría saber cómo ha llegado a manos de Kyle. Dijiste que estaba a medio concluir cuando se levantó la sesión, ¿verdad?
—¡Oh, no! —Scarlett vacilaba en responder—. Todos le entregamos las cantidades en papel doblado, y el doctor dijo que las sumaría para poder presentar hoy la lista a mister Kyle. Luego telefoneó a este, en nuestra presencia, y le envió una cita para las once.
—¿Y no dijo más?
—En sustancia, no. Creo recordar, sin embargo, que mencionó la expedición que llegó ayer.
—¿De veras? ¡Hombre, es interesante! ¿Y qué dijo acerca de esa expedición?
—Entonces no presté mucha atención, pero me parece que explicó cómo los cajones habían sido desembalados y deseaba que se inspeccionara su contenido…, porque estábamos en duda acerca de si Kyle subvencionaría o no otra expedición científica, ¿sabes? El Gobierno egipcio se ha mostrado muy exigente, reservándose lo mejor de los objetos hallados para el Museo de El Cairo. A Kyle no le agradaba el hecho, y como ya había gastado mucho en la empresa, se inclinaba a la retirada. Kudos para él, no, ¿entiende? En realidad, esta actitud de Kyle es la que ha originado nuestra reunión de anoche, pues Bliss quería mostrarle la nota de gastos de las primeras excavaciones y convencerle de que debía sufragar la continuación de las obras.
—¡El viejo se negó —concluyó Heath—, y el doctor, excitado, le rompió el bautismo con esa estatua negra!
—¿Insiste en tomar las cosas así, sargento? No suelen ser tan sencillas.
—Pues yo digo, mister Vance, que tampoco son tan complicadas como usted supone.
Acababan de salir de boca del sargento tales palabras cuando, en silencio, se abrió la puerta del Museo y apareció en la escalera un hombre vestido según la moda egipcia; su tez era oscura y su edad mediana. Nos contempló un momento con escudriñadora serenidad y luego, lentamente, con estudiados movimientos, descendió al salón.
—Buenos días, mister Scarlett —dijo en voz baja y monótona; y añadió, mirando al muerto—: Observo que la tragedia ha visitado esta casa.
—Sí, Hani —afirmó Scarlett en tono condescendiente—. Mister Kyle ha sido asesinado, y estos caballeros —y nos presentó con leve ademán— han venido a investigar el crimen, haciendo las gestiones necesarias.
Hani saludó gravemente. Era de estatura mediana, esbelto, y su persona producía la impresión del que está perpetuamente sumido en una abstracción desdeñosa. Acerado rayo de animosidad racial retratábase en sus ojos colocados, muy juntos, en la cara. Esta era relativamente corta (Hani era de tipo dolicocéfalo), y su nariz recta tenía el típico extremo redondeado del egipcio copto. Sus ojos eran castaños, lo mismo que su piel, y sus cejas, muy pobladas. Llevaba barbita corta, gris, y sus labios eran gruesos y sensuales. Tocaba su cabeza con un fez de fieltro oscuro con borla de seda azul. Sobre sus hombros llevaba largo caftán de algodón a rayas blancas y rojas que llegaba a sus tobillos, ocultando casi los pies calzados con babuchas de tafilete amarillo.
Estuvo mirando a Kyle por espacio de un minuto seguido y sin dar muestras de repulsión o disgusto. Luego levantó la cabeza y miró a Anubis. Una singular expresión de devoción pintóse en su semblante, y en seguida esta expresión fue reemplazada por una leve sonrisa sardónica. Transcurrido un momento, hizo un ademán vago con su mano izquierda y se volvió, lentamente, hacia nosotros; pero sus ojos no nos miraban. Estaban fijos en un punto distante, más allá de las ventanas de la fachada.
—No hay necesidad de una investigación, effendis —dijo en tono sepulcral—. Es el juicio de Sakhmet. En el transcurso de varias generaciones las sagradas tumbas han sido violadas por los occidentales buscadores de tesoros, pero los dioses del antiguo Egipto son poderosos y protegen a sus fieles. Ellos han sido pacientes y los violadores han llegado muy lejos; por consiguiente, ya era hora de que estallara su vengativo furor. Y ha estallado. La tumba de Intef-o será salvada de su vandalismo. Sakhmet ha pronunciado su fallo hoy como lo pronunció en otro tiempo, cuando para proteger a Ra, su padre, su traición, asesinó a los rebeldes de Henenensu[10].
Hizo una pausa y exhaló un hondo suspiro.
—Pero Anubis jamás guiará al palacio de Osiris al sacrílego giaur, por más devotamente que él le suplique.
Las palabras y actitud de Hani eran impresionantes, y mientras hablaba recordé, con disgusto, la reciente tragedia de un conocido explorador y las leyendas singulares de antiguos hechizos que circularon para explicar su muerte sobrenatural[11].
—¡Hum! Explicación poco científica —la voz cínica y lenta de Vance me volvió rápidamente a la realidad—. Yo discutiría seriamente la capacidad de ese trozo de negra roca para realizar un crimen…, siempre y cuando no haya sido blandida por manos humanas. Si quiere hacer uso de tal palabrería, Hani, le agradeceré muchísimo que la reserve para la intimidad de su dormitorio, porque es enojosa.
El egipcio le favoreció con una mirada de odio.
—Tratándose del espíritu, el Occidente tiene mucho que aprender del Oriente —pronunció, como un oráculo.
—Quizá —Vance sonreía con indulgente expresión—. Pero el alma es hoy día muy discutida, y el Occidente, al que tanto desprecia, se inclina del lado práctico. Olvide, pues, la metempsicosis y responda a unas preguntas que el señor fiscal desea hacerle.
Hani se inclinó en señal de aquiescencia, y Markham, quitándose el cigarro de la boca, fijó en él una mirada severa.
—¿Dónde ha pasado toda la mañana? —inquirió.
—Arriba, en mi cuarto. No me sentía bien.
—¿Oyó ruido aquí, en el Museo?
—Ningún sonido que de aquí procediera hubiese podido llegar a mis oídos.
—¿Vio entrar o salir de la casa a alguien?
—No, señor. Mi dormitorio está situado en la parte posterior del edificio y no me he movido de él hasta ahora.
Vance preguntó:
—¿Y por qué le ha abandonado?
—Porque tenía que hacer en el Museo —replicó hoscamente Hani.
—Tengo entendido que anoche oyó usted cómo el doctor Bliss citaba a mister Kyle para hoy, a las once —Vance observaba a Hani con mirada penetrante—. ¿Pensaba ahora interrumpir su conferencia?
—La había olvidado —esta respuesta no salió espontáneamente de los labios del egipcio—. Si hubiese encontrado conferenciando al doctor y a mister Kyle, habría vuelto a mi habitación.
—Naturalmente —el tono de Vance acusaba ligero sarcasmo—. ¿Su nombre?
—Hani.
—¿Y qué más?
El egipcio vaciló, pero sólo por espacio de un segundo. Luego contestó:
—Anúpu-Hani[12].
Vance arqueó las cejas y una sonrisa irónica crispó las comisuras de sus labios.
—Anúpu —repitió—. Es casual. Anúpu quiere decir Anubis, en lengua egipcia, ¿no? Así podríamos identificar a usted con aquel desagradable caballero del rincón, el de la cabeza de chacal.
Hani apretó los gruesos labios y no respondió.
—Bien; no importa. Pero, a propósito: fue usted, ¿verdad?, quien colocó la estatuilla de Sakhmet sobre el armario del extremo.
—Sí, señor; Sakhmet fue desembalada ayer.
—Y ¿corrió después la cortinilla?
—Sí…, effendi. Bliss lo ordenó, porque los objetos que contiene el armario estaban en desorden y no había tiempo de arreglarlos.
Vance se volvió a mirar, reflexivamente, a Scarlett.
—¿Es esto lo que comunicó anoche el doctor a Kyle, mientras le hablaba por teléfono?
—Hombre, ya te conté todo cuanto sé del caso —replicó Scarlett, extrañado y a un tiempo perplejo ante la curiosidad persistente demostrada por Vance respecto a aquel detalle—. Le dio una cita para hoy a las once en punto, agregando que para esa hora tendría dispuesta la nota de gastos.
—Y ¿qué le dijo de la nueva expedición?
—Nada más sino que deseaba que mister Kyle viera los objetos recién llegados.
—¿Detalló dónde se encontraban?
—Sí. Recuerdo haberle oído decir que habían sido colocados en el último armario, en el de la cortinilla corrida.
Vance aprobó, con un gesto de satisfacción, incomprensible entonces para mí.
—Bueno, esto explica la anticipada visita de Kyle al Museo. Venía a inspeccionar el…, ¿cómo diré?…, ¿lote?
Nuevamente dirigió la palabra a Hani sonriéndole, al propio tiempo, de un modo atrayente.
—Usted y cuantos con usted asistían a la reunión de anoche oyeron la conferencia telefónica, según tengo entendido. ¿No es así?
—Sí, señor; todos la oímos.
El egipcio contestaba a la fuerza y observé que estudiaba subrepticiamente a Vance.
—Así, cualquiera que conociese a Kyle íntimamente, podía estar seguro de que vendría temprano al Museo… ¿Verdad, Scarlett?
Este se movió, intranquilo, y miró la efigie serena de Chefrén.
—Hombre…, interpretado así…, claro. Pero lo cierto es que fue el doctor quien sugirió a Kyle la idea de que viniera temprano a examinar su tesoro.
Estas ramificaciones del interrogatorio comenzaban a irritar al sargento.
—Perdón, mister Vance —observó, con mal disimulado enojo—. ¿Defiende usted la causa de ese doctor Bliss? ¡Tan cierto como que no soy la reina de Saba es que está trabajando con todas sus fuerzas para prepararle una coartada!
—Lo seguro es que no es usted Salomón. Antes de actuar, debemos pesar minuciosamente todas las probabilidades en pro y en contra —replicó Vance.
—¡Al infierno con ellas! —Heath perdía, evidentemente, los estribos—. Que traigan al caballerete ese del alfiler y ¡concluyamos de una vez! Cuando veo pruebas patentes de culpabilidad, sé distinguirlas de las que no lo son.
—No lo dudo; mas, aun bien definidas, cabe interpretarlas de modo distinto.
En aquel momento, Snitkin abrió la puerta ruidosamente, y el doctor Doremus, primer forense del distrito, descendió, ligero, la escalera. Era un individuo nervioso, delgado, cuyo rostro cubierto de cicatrices y prematuramente envejecido, mostraba una expresión a la vez avinagrada y jocosa.
—Buenos días, caballeros —fue el saludo que nos dirigió airosamente.
Cambió un apretón de manos con Heath y Markham, y adoptó una actitud belicosa al distinguir a Vance, al que favoreció con exagerada mirada de enojo.
—¡Hum! —exclamó, ladeando su sombrero de paja—. Encuentro a usted dondequiera que se ha perpetrado un crimen, señor mío —compulsó su reloj de pulsera—. ¡Demontre, es hora de comer! —su mirada inquieta requisó el salón, viniendo a posarse finalmente en una de las cajas de las momias—. Este sitio no es sano. ¿Dónde está el cadáver, sargento?
Heath había estado inmóvil ante la postrada figura de Kyle. Echóse a un lado y replicó, señalándola:
—Aquí está, doctor.
Doremus le examinó sin inmutarse.
—Está muerto —sentenció; y guiñó un ojo a Heath.
—¿De veras?
—Así parece…, aunque no puede afirmarse, una vez conocidos los experimentos de Carrel. De todos modos, me atendré a mi fallo —agregó, riendo; arrodillóse y tocó una de las manos de Kyle; luego movió una de sus piernas—. No hace más que dos horas…, quizá menos, que ha fallecido.
Heath sacó un gran pañuelo de uno de sus bolsillos, y con mucho cuidado levantó la negra estatua de Sakhmet.
—Así no dejarán huellas mis dedos… ¿Hay señales de lucha, doctor?
Doremus varió el cadáver de posición e hizo un cuidadoso examen de su rostro, manos y ropa.
—No veo ninguna. Recibió el golpe por detrás, según parece, y cayó hacia delante, con los brazos extendidos. No se ha movido desde que dio en el suelo.
—¿Por casualidad, estaría muerto cuando recibió el golpe? —preguntó Vance.
—No —Doremus se puso en pie—. Ha derramado sangre en exceso.
—Así, ¿es un simple caso de violencia?
—Así parece —el doctor se irritaba—. La autopsia aclarará este detalle.
—¿Podremos tener, inmediatamente, el acta de defunción? —inquirió entonces Markham.
—En cuanto el sargento haga llegar el cadáver al depósito.
—Estará allí tan pronto haya terminado usted de comer, doctor —afirmó Heath—. Ya tengo pedido el furgón.
—Si es así, me voy corriendo.
Doremus volvió a tender su mano a Heath y a Markham, saludó amistosamente a Vance y salió a buen paso del Museo.
Ye había estado reparando en Heath, que miraba fijamente el charco de sangre desde el instante en que puso a un lado la estatua de Sakhmet. Tan pronto como hubo partido el doctor, el sargento se arrodilló en el suelo y pareció sumamente interesado por lo que allí veía. Tomó la lámpara que Vance le había devuelto y concentró su luz en el borde del charco y en el punto mismo en que yo había notado la mancha exterior. Transcurrido un momento, se alejó un poco y tornó a enfocar la lámpara sobre una señal, poco marcada, que ensuciaba el suelo de madera.
Una vez más varió de postura, marchando, entonces, hacia la escalera de caracol. Allí escapósele un gruñido de satisfacción y, levantándose, describió un amplio círculo que volvía al punto de partida. Tornó a arrodillarse y paseó la lámpara sobre los primeros escalones. Al llegar al tercero, el rayo de luz se detuvo y el sargento adelantó la cara en actitud de intensa concentración.
Lentamente su rostro se tornó sonriente; luego, Heath irguióse y con expresión de triunfo fue al encuentro de Vance.
—Ahora, mister Vance, tengo el caso metido en un saco —anunció.
—Comprendo —replicó este—. Ha hallado usted las huellas del asesino.
—¡Precisamente! Como dije antes…
—No sea tan positivista, sargento —Vance tenía el rostro sombrío—. La explicación más obvia es, a menudo, la errónea.
—¿Sí? —Heath se volvió a Scarlett—. Oiga, mister Scarlett, deseo hacerle una pregunta y le ruego que me responda con franqueza —Scarlett se puso muy serio, pero el sargento hizo caso omiso de su resentimiento—. ¿Qué zapatos lleva el doctor Bliss para andar por casa?
Scarlett vaciló y miró suplicante a Vance.
—Di al sargento lo que sepas —aconsejó Vance—. No es ocasión para mostrarte reservado. Confía en mí; no se trata de que seas desleal. La verdad es lo único que importa saber.
Scarlett tosió nerviosamente.
—Zapatos de tenis con suela de goma. Desde su primer viaje a Egipto no ha usado otros, porque tiene los pies delicados y le duelen siempre. Lo único que le alivia es llevar zapatillas de lona blanca con suela de goma.
—Lo creo —Heath volvió junto al cuerpo de Kyle—. Venga acá un momento, mister Vance; tengo algo que enseñarle.
Vance obedeció.
—Mire esa huella de un pie —prosiguió diciendo Heath, mientras señalaba la mancha del borde del charco de sangre donde había descansado la cabeza de Kyle—. No se ve hasta que no se está cerca de ella; mas una vez que se le ha descubierto, fíjese en que es la huella de un zapato de goma que tuviera un enrejado en la suela y agujeros en el tacón.
Vance se inclinó y examinó la huella sangrienta.
—Tiene usted razón, sargento —dijo, poniéndose muy serio.
—Y ahora, mire —añadió el otro, indicándole las dos manchas que había en el camino de la escalera.
Vance hizo seña de que las veía.
—Sí —confesó—; probablemente han sido dejadas por el criminal.
—Y aún hay más.
Heath marchó hacia la escalera y, ya junto a ella, enfocó su lámpara sobre el tercer escalón.
Vance afirmó su monóculo y lo examinó de cerca. Luego se irguió y permaneció un momento en actitud pensativa, descansando la barbilla en la palma de la mano derecha.
—Y bien, mister Vance, ¿le parece suficiente testimonio?
Markham, que se había acercado también al pie de la escalera, le puso una mano en el hombro.
Vance levantó la vista.
—¡Claro, así! Mas semejante claridad, ¿qué demuestra? Un hombre de la mentalidad de Bliss no asesina brutalmente a un hombre a quien consta que ha dado una cita, y abandona, junto a él, una nota y un alfiler de corbata comprometedores, que nadie sino él mismo podía haber abandonado en el lugar del crimen. Y por si estas pruebas no son suficientes, deja huellas sangrientas, huellas notables por su sello personal, huellas que van desde el cadáver a su estudio. ¿Esto es razonable?
—Quizá no lo sea —concedió Markham—. Sin embargo, los hechos hablan. Y lo único que ahora puede hacerse es confrontar al doctor Bliss con ellos.
—Creo que tienes razón —como impelidos por irresistible impulso, los ojos de Vance fueron otra vez a posarse en la puertecilla de acceso—. Sí; llegó la hora de poner al doctor Bliss sobre el tapete, pero… no me gusta este asunto, Markham. Hay algo en él que no marcha de acuerdo. En fin, el propio doctor aclarará, quizá, nuestras dudas. Dejad que le llame; le conozco hace muchos años…
Dio media vuelta y subió Ja escalera, cuidando de no pisar la huella reveladora descubierta por el sargento Heath.