(Viernes 13 de julio, a las 11 de la mañana)
Por pura casualidad intervino Philo Vance en el proceso de El Escarabajo Sagrado, si bien no cabe dudar que John Markham, fiscal del distrito judicial de Nueva York, hubiera utilizado, tarde o temprano, sus servicios. Mas su fino espíritu analítico, su maravilloso olfato, tan inclinados ambos a captar las sutilezas de la psicología humana, quizá no le hubieran ayudado a resolver caso tan arduo como el del extraordinario asesinato que ríos ocupa, de no haber sido él la primera persona que pisó el lugar del suceso. Fueron las pruebas turbadoras que recogió allí las que le capacitaron después para descubrir al culpable, y la irrealidad misma de estas pruebas ayudóle a comprender la mentalidad del asesino y elucidar uno de los casos más complicados e increíbles que se han dado en la historia de la policía moderna.
Casi inmediatamente, y por el hecho de haberse realizado el asesinato en el museo particular de un conocido egiptólogo, así como por haberse encontrado un escarabajo azul junto al mutilado cuerpo de la víctima, el brutal y fantástico asesinato de Benjamín H. Kyle, viejo filántropo, mecenas insigne, fue conocido como El caso del escarabajo sagrado. Posteriormente, este sello, antiguo y valioso, portador del nombre de un Faraón de la primera dinastía (cuya momia, dicho sea de paso, aún no ha sido descubierta), constituyó la base sobre la que erigió Vance el edificio de sus pruebas. La Policía veía la cosa desde otro punto de vista. Para ella, el escarabajo era una prueba, sí, pero una prueba incidental que ponía más o menos de manifiesto a su poseedor; mas esta explicación especiosa y sencilla no convencía a Vance.
—No es cosa corriente —explicó el sargento Ernest Heath— que el asesino deje su tarjeta de visita en la pechera de la camisa de la víctima; por consiguiente, aun cuando el hallazgo del escarabajo de lapislázuli sea tan interesante desde el punto de vista psicológico como desde el testimonial, no por ello hemos de dejarnos llevar de un optimismo exagerado ni tampoco de la precipitación en nuestras conclusiones. Lo importante en el crimen seudomístico es saber por qué y cómo dejó el asesino un objeto arqueológico junto al difunto, y una vez quede explicado hecho tan sorprendente, se habrá descubierto también el móvil secreto del crimen.
Semejante sugestión había originado un gruñido despreciativo del jactancioso sargento Heath, llevándole a ridiculizar el escepticismo de Vance; pero pronto hubo de confesar (muy generosamente, por cierto) que el otro tenía razón. El crimen no se había perpetrado tan sencillamente como a primera vista parecía.
Ya hemos dicho que Vance se vio mezclado en él por pura casualidad y antes que se hubiese llamado a la Policía: un amigo descubrió el cadáver de mister Kyle e inmediatamente corrió a llevarle la terrible noticia.
Ocurrió esto un viernes, día 13 de julio, por la mañana. Vance acababa de almorzar en el roof-garden de su departamento de la calle Treinta y Ocho, y de vuelta a la biblioteca, preparábase a continuar la traducción de unos papiros egipcios, de Menandro, descubiertos en los primeros años del siglo, cuando Currie (mayordomo y ayuda de cámara, en una pieza) entró en la habitación anunciando con tono de discreta disculpa:
—mister Donald Scarlett, señor, acaba de llegar, muy excitado, y solicita le reciba usted urgentemente.
Vance separó la vista del trabajo para mirar a Currie con expresión de fastidio.
—Conque Scarlett, ¿eh? —replicó—. ¡Qué aburrimiento! ¿Para qué vendrá a verme cuando está excitado? ¡Tanto como me gusta la gente reposada!… En fin, ¿le has ofrecido un brandy y soda o una triple dosis de bromuro?
—Con permiso del señor, me permití la libertad de ponerle delante un vaso y una botella de Curvoisier, recordando que siente predilección por el coñac de Napoleón —explicó Currie.
—¡Ah!, ¿sí? Ciertamente. Muy bien, Currie —Vance encendió sin prisa un cigarrillo Regie y dio unas chupadas en silencio—. Bueno, Currie; cuando creas que sus nervios están del todo tranquilizados, acompáñale aquí —ordenó por fin.
Currie se inclinó y se fue.
—Es un inglés interesante este Scarlett —continuó Vance, a modo de comentario y dirigiéndose a mí, que había estado con él toda la mañana compulsando y corrigiendo notas—. Le recuerdas, ¿verdad, Van?…
Yo había hablado dos veces con él; pero debo confesar que le tenía olvidado, aunque entonces resurgió en mí con fuerza su recuerdo. Sé que fue condiscípulo de Vance, cuando este estudiaba en Oxford, y que dos años antes se le había encontrado durante su estancia en Egipto. En Oxford, Scarlett cursó arqueología y egiptología bajo la dirección del experto profesor H. Ll. Grifith. Luego, una vez graduado y con objeto de poder agregarse como técnico a cualquier expedición egiptológica que se organizase, dedicóse a la química y la fotografía. Era un inglés, acomodado, un amateur para quien la egiptología se había convertido en monomanía.
Cuando Vance visitó Alejandría, le halló trabajando en el laboratorio anexo al Museo de El Cairo, y allí ambos renovaron la antigua amistad. Poco después vino a América, y en la actualidad era socio de la Junta de Museos que dirigía el doctor Bliss, egiptólogo famoso que mantenía a sus expensas el Museo de Antigüedades Egipcias, en una vieja casa de la calle Veinte, al este de la ciudad, frente al Gramercy Park. Había visitado varias veces a Vance desde su llegada, y en una de ellas me le presentó mi amigo. Sin embargo, jamás, hasta aquel día, había venido sin ser invitado, y por ello trataba yo de comprender el porqué de tan inesperada aparición matinal, dado que en cuestiones de etiqueta y trato social poseía la minuciosidad extremada del inglés bien nacido.
También Vance, a despecho de su actitud indiferente, debía de estar interesado, porque dijo, pensativo y pronunciando lentamente las frases:
—Donald es chico listo y formal; ¿qué le impulsará a venir a hora tan intempestiva? ¿Por qué estará excitado? ¿Le habrá ocurrido algo a su erudito patrón? ¡Qué hombre ese, Van! Es asombroso… y uno de los primeros egiptólogos del mundo[1].
Durante el invierno pasado en Egipto, Vance se había interesado tantísimo por la labor del doctor Bliss (quien a la sazón trataba de localizar la tumba de Intef V, el Faraón que imperaba sobre el Alto Egipto durante la dominación de los hyksos), que se prestó a acompañarle en su viaje de exploración al Valle de los Reyes. Entonces fue cuando, atraída su atención por unos fragmentos de la obra de Menandro, se dedicó a traducirlos. Por cierto que el asesinato del Obispo vino a interrumpirle en su trabajo.
Interesado también en las variaciones cronológicas de los Imperios Antiguo y Medio, no precisamente desde un punto de vista estrictamente histórico, sino de evolución artística, indagó, ahondó en la materia, y sus investigaciones le llevaron a sustentar la teoría de Bliss y Weigall, con cuya cronología[2], basada en el papiro de Turín, estaba de acuerdo, contrariamente a la cronología más larga de Hall y Petric, que hacía retroceder en un período de 1460 años a la duodécima dinastía, y con ella, a toda la historia precedente egipcia. Una minuciosa inspección del conjunto de obras de arte pertenecientes a las eras pre y post invasión de los hyksos, le movieron a fijar en no menos de 300 años el período comprendido entre la duodécima y la decimoctava dinastía. Comparadas ciertas estatuas procedentes del reinado de Amen-em-hel III con otras del reinado de Thutmosis I, y salvando, con ello, la invasión de los hyksos con su bárbara civilización y su aniquilamiento de la cultura egipcia, llegó a la conclusión de que el mantenimiento de los principios imperantes durante la duodécima dinastía, así como su logro estético, no hubieran sido realizables de haber mediado entre ambas una laguna superior a los 300 años. De todo esto dedujo, pues, que, de ser el interregno mayor, más pronunciada hubiera sido también la decadencia artística de la dinastía decimoctava.
Estas investigaciones de Vance rondaban por mi cabeza en aquella calurosa mañana de julio, mientras aguardábamos, él y yo, a que Currie introdujese al visitante. ¡Cuántas semanas fastidiosas de trabajo taquimecanográfico para poner en limpio las notas de Philo evocaban en mi mente el anuncio de aquella visita! Quizá era un presentimiento de que podía relacionarse, de un modo u otro, con las pesquisas esteticoegiptológicas de Varice. Quizá entonces ordenaba yo inconscientemente los hechos acaecidos dos años antes para dar con el objeto de la anunciada visita de Scarlett y comprenderla mejor. Pero así y todo, no podía albergar la menor idea ni sospechar siquiera lo que iba a suceder. Era demasiado espantoso, demasiado extraordinario para una imaginación vulgar como la mía. Era algo que iba a arrastrarnos fuera de la rutina de nuestra vida cotidiana, para hundirnos en un ambiente infecto cargado de cosas espantosas e increíbles, a un tiempo, como inspiradas, al parecer, por la sobrenatural magia negra de la noche de un sábado, durante el aquelarre. En realidad, componía su trama la ciencia mística fantástica del antiguo Egipto, con su confusa mitología y su grotesco panteón de dioses totémicos.
Currie hizo retroceder la puerta corrediza para dejar paso al visitante, y Scarlett se lanzó materialmente a través de los cortinajes de la biblioteca. Una de dos: o el Curvoisier había aumentado su excitación o Currie no había captado del todo su estado nervioso.
—¡Kyle ha sido asesinado! —balbució, apoyándose en la mesa, frente a Vance, y mirándole con ojos dilatados.
—¡Hum! Es muy lamentable —Vance alargó su pitillera—. Toma un Regie. ¡Ah, mira!, al lado tienes una silla sumamente cómoda comprada por mí en Londres y que data de la época de Carlos… Pues, sí, es una pena eso de que asesinen a la gente, pero nosotros no podemos impedirlo. La raza humana está endiabladamente sedienta de sangre.
Su indiferencia produjo un efecto saludable en Scarlett, quien se dejó caer sin fuerzas en la silla y luego trató de encender con manos temblorosas un cigarrillo.
Aguardó Vance un instante, y después observó:
—Y a propósito, ¿cómo sabes que Kyle ha sido asesinado?
Sacudió a Scarlett un estremecimiento nervioso, antes de contestar:
—Porque lo he visto allí tendido…, con la cabeza bañada… ¡Horroroso espectáculo! De un modo involuntario sentí la impresión de que el visitante asumía súbitamente una actitud defensiva.
Vance se recostó lánguidamente en el respaldo de su sillón y juntó sus largas e inquietas manos.
—Bañada, ¿en qué?; tendido, ¿dónde? Vamos; haz un esfuerzo y habla coherentemente. ¿Cómo descubriste el cadáver?
Scarlett frunció el ceño y dio, con ahínco, repetidas chupadas a su cigarrillo. Era alto, esbelto; tenía unos cuarenta años. Su cabeza, más que nórdica, parecía alpina del tipo dinárico; su frente era ligeramente abombada y su barbilla corta y redonda. Su aspecto descubría al hombre estudioso, pero no al ratón de biblioteca, pues había vigor y rudeza en su cuerpo y su rostro aparecía curtido por una larga exposición al sol y al aire libre. Sus ojos profundos acusaban cierto fanatismo, expresión que acentuaba su testa calva. Con todo, su persona producía una impresión de honradez y rectitud que ponía de manifiesto su elemental condición británica.
—Tienes razón, Vance —concedió tras de una pausa, en que se esforzó por recuperar la calma, aunque sin conseguirlo del todo—. Vine a Nueva York en mayo, como sabes, acompañando al doctor Bliss en calidad de agregado técnico, y desde entonces he estado trabajando para él. Vivo en Irving Place, muy cerca del Museo, y esta mañana, poco después de las diez, me dirigí allí para clasificar unas fotografías que estoy revelando.
—Un momento: ¿es esa la hora en que vas al Museo diariamente?
Vance hizo esta pregunta en tono negligente.
—No. Precisamente llegué hoy algo tarde porque anoche estuvimos trabajando hasta una hora avanzada en la redacción de un informe monetario relacionado con la última expedición.
—Bien; ¿qué más?
—La puerta de la casa estaba abierta; entreabierta, mejor dicho, cosa que me extrañó, porque siempre tengo que llamar cuando llego. Con todo, no queriendo molestar a Brush…
—¿Brush?
—Sí; el mayordomo de Bliss. No queriendo molestarle empujé la puerta y penetré en el vestíbulo. A su derecha está la puerta de acero que da acceso al Museo. Rara vez está cerrada con llave; así, lo abrí, y en cuanto comencé a bajar la escalera, vi algo tendido en el ángulo opuesto de la sala. Al principio creí que se trataría de uno de los cajones que abrimos ayer, que contenía momias; no había mucha luz, pero cuando me habitué a ella, comprendí que se trataba de Kyle. Estaba contraído y tenía extendidos los brazos por encima de la cabeza. Aun entonces le creí desmayado solamente y bajé corriendo los escalones restantes, pero al acercarme…
Hizo una pausa, durante la cual, luego de sacar el pañuelo de uno de sus puños, se lo pasó por la calva.
—¡Por Dios, Vance! ¡Qué cuadro más espantoso! —continuó—. Había sido golpeado en la cabeza con una de las estatuas que llegaron ayer al Museo hasta aplastarle el cráneo como si fuese la cáscara de un huevo. La estatua ha quedado atravesada encima de él, y así continúa.
—¿Has tocado algo?
—¡No, por Dios! —Scarlett hablaba con horrorizado énfasis—. Me encontraba muy mal. Además, a la primera mirada pude ver que el pobre hombre estaba muerto.
Vance le estudiaba atentamente.
—¿Qué hiciste entonces?
—Llamé el doctor Bliss, cuyo estudio está al final de la escalerilla de caracol que hay al fondo de la sala.
—¿Y obtuviste respuesta?
—No. Nadie contestó a mi llamada. Luego…, la verdad, estaba tan asustado, que desagradándome la idea de ser descubierto allí, junto al cadáver, volví vacilando a la puerta de entrada. Pensaba de manera vaga en salir furtivamente de 1.a casa y no decir a nadie que hubiese estado en ella.
—¡Ah! —Vance se inclinó hasta delante para escoger, con cuidado, otro cigarrillo—. Y una vez en la calle te remordió la conciencia, ¿verdad?
—Precisamente. No me parecía bien dejar allí al pobre hombre y, sin embargo, no quisiera verme envuelto en el proceso. Subí por la Cuarta Avenida deliberando acerca de lo que me convenía o no hacer y tropezando con todo el mundo, cuando se me ocurrió pensar en ti. Sabía que conocías al doctor Bliss y que podrías aconsejarme, por tanto. Por otra parte, soy extranjero, recién llegado a la ciudad, y no sé cómo proceder en un caso semejante. Por todo ello, he venido a verte —se interrumpió bruscamente, para mirar con ansiosa expresión a Vance—. ¿Qué debo hacer?
Vance extendió sus largas piernas y contempló perezosamente el extremo ele su cigarrillo.
—El procedimiento a seguir en estas circunstancias —replicó, al fin— no es complicado y varía de acuerdo con su naturaleza. Por ejemplo, puede uno llamar a la Jefatura de Policía, sacar la cabeza por la ventana y pedir socorro, confiarse al policía regulador de tráfico, o simplemente hacer como que no se ha visto a la víctima y dejar que otro la descubra. Al final, todo se reduce a una sola cosa: que el asesino puede estar casi seguro de escapar sano y salvo. Con todo, variaremos, hoy, de proceder, telefoneando al Palacio de Justicia.
Se volvió al nacarado teléfono que tenía a su lado, sobre un taburete veneciano, y pidió comunicación. Transcurrido un instante, estaba al habla con el fiscal del distrito de Nueva York.
—Markham, viejo querido, ¿qué tal?… Vaya un tiempo infernal —su tono era demasiado indolente para ser sincero—. Oye: mister Benjamín Kyle debe hallarse ahora ante el Supremo Hacedor, mediante un procedimiento detestable, ya que está tendido en el suelo del Museo Bliss con el cráneo fracturado… ¿Si está muerto? Sí, al parecer… ¿Te interesa la noticia? Bien; así lo he creído. Voy a hacer unas pesquisas in situ criminis. ¡Chis, chis! No está el horno para bollos, no hay que ser tan endiabladamente formal…, y creo que será conveniente que me acompañes. Perfectamente, aquí te aguardo.
—Va a venir el fiscal del distrito —nos anunció—, y antes que la Policía llegue al lugar del crimen tendré tiempo, creo yo, de hacer una requisa.
Volvió a su lugar el receptor y tornó a reclinarse en el sillón, posando los soñolientos ojos en Scarlett.
—Conozco al doctor Bliss y a su gente, como decías —continuó, en otro tono—, y por eso el caso me atrae; encierra fascinadoras posibilidades y al propio tiempo puede llegar a ser entendido —por su actitud comprendí que pensaba, no sin cierto interés, en el nuevo problema planteado por el crimen—. Volviendo a nuestro asunto; quedamos en que hallaste entreabierta la puerta de la calle, ¿verdad? Más tarde, llamaste al doctor Bliss y nadie contestó, ¿no es así?
Scarlett afirmó sin replicar. Evidentemente, le había dejado perplejo la indiferencia con que Vance acogía su relato.
—¿Dónde estaban los criados? ¿Podían oírte?
—Me parece que no, porque ocupan la parte posterior de la casa…, abajo, en el sótano. La única persona situada al alcance de mi voz, era el doctor Bliss…, siempre y cuando estuviera en su estudio.
—Pudiste llamar al timbre de la puerta, gritar desde el vestíbulo —sugirió Vance.
Scarlett se movió inquieto en la silla.
—Así es —admitió—, pero estaba aturdido y además tenía miedo, ¡caramba!, de verme envuelto en un lío…
—Sí, claro, es natural. Prima facie, declaraciones y demás. Sospechosa situación, ¿eh? Sin embargo, no creo que tuvieras motivo para querer quitar de en medio a un viejo chiflado.
—¡Oh, no! —Scarlett palideció—. Máxime cuando sufragaba nuestros gastos. Sin su ayuda, las excavaciones y el propio Museo de Bliss se hubieran ido a paseo.
—Bliss me habló de su situación en Egipto. Esa casa en que está el museo pertenecía a Kyle, ¿verdad?
—Sí, ambas cosas, porque son dos; una, ocupada por el doctor Bliss y su familia y por el joven Salveter, sobrino de Kyle; otra, por el Museo. Hoy forman ambas un solo edificio, para lo cual fue suficiente abrir, entre ambas, dos puertas de comunicación y tapiar la de entrada de una de ellas.
—Y Kyle, ¿dónde vivía?
—En la de ladrillos rojos, contigua al Museo. Era dueño de un grupo de seis o siete casas contiguas en la misma calle.
Vance se puso en pie, meditabundo, y dio unos pasos en dirección a la ventana.
—¿Sabes cómo llegó a interesarse por la egiptología? Porque antes no entraba en sus aficiones. Preferentemente, sentía debilidad por los hospitales y por esos execrables retratos de la escuela inglesa, principalmente los de la escuela de Gainsborough. Fue uno de los pastores del Blue Boy, mas no lo consiguió, afortunadamente para él.
—Fue Salveter quien le obligó a que prestase su ayuda a Bliss, de quien era discípulo cuando este enseñaba egiptología en la Universidad de Harvard. Una vez graduado, comenzó a descarriarse, y su tío costeó la expedición para que el chico se ocupase en algo. ¡Quería mucho a su sobrino el viejo Kyle!
—Y Salveter, ¿ha continuado con Bliss desde entonces?
—Sí, hasta el extremo de habitar en su misma casa. No se ha movido de su lado desde la primera visita de ambos a Egipto; hace tres años, por otra parte, Bliss le nombró conservador ayudante del Museo, puesto que merece, en verdad, pues es un chico listo que vive y se alimenta de la egiptología.
Vance volvió junto a la mesa, y una vez allí llamó a Currie.
—Esa situación promete —observó con su lenta pronunciación—. Y a propósito: ¿qué otros miembros de la familia Bliss hay en la casa?
—Mistress Bliss, a quien ya conociste en El Cairo; una extraña muchacha semiegipcia y mucho más joven que su marido. Hani, el criado egipcio que mister Bliss o, mejor, que mistress Bliss trajo consigo en su viaje. Parece ser que Hani era un antiguo empleado del padre de Meryt.
—¿Meryt?
Scarlett pestañeó con cierta confusión.
—Quiero decir mistress Bliss —explicó—. Su nombre de soltera es Meryt-Amen, y en Egipto, al hablar de una dama, se usa siempre su nombre de pila.
—Comprendo —la sombra de una sonrisa contrajo las comisuras de los labios de Vance—. ¿Y qué posición ocupa en la casa este Hani? Veamos.
—Una posición tal vez un tanto anómala. Es un hombre raro, cristiano copio, que acompañó al viejo Abercrombie, padre de Meryt, en sus viajes de exploraciones y le ayudó a catalogar el Museo de El Cairo. A la muerte de Abercrombie se portó con Meryt como un padre. Esta primavera ha sido agregado a la expedición de Bliss en calidad de inspector de antigüedades del Gobierno egipcio, pues parece ser que no tiene rival en el arreglo de un Museo; y, además, es un experto en egiptología.
—¿Ocupa todavía ese cargo oficial?
—No lo sé, aunque no me extrañaría que ejerciese, por patriotismo, el oficio de espía. Estos coptos son incomprensibles.
—Y estas gentes, ¿completan el personal doméstico?
—No. También hay dos sirvientes americanos: Brush, el mayordomo, y Dingle, la cocinera.
En aquel momento, Currie entró en la habitación.
—Oye, Currie —dijo Vance—; en la vecindad acaba de ser asesinado un caballero de viso, y vamos a ver el cadáver. Saca mi traje gris oscuro, sin olvidar el Bangkok… Sí, corbata oscura, naturalmente… ¡Ah Currie, trae primero el amontillado!
—Sí, señor.
Currie recibió la noticia como si un crimen fuese cosa corriente en él, y salió.
—Scarlett, ¿supones alguna razón por la cual pudiera Kyle ser asesinado? —siguió diciendo Vance.
Scarlett replicó, encogiéndose de hombros:
—No cabe imaginarlo. Era un hombre generoso, amable y un poco vano también, pero extraordinariamente apreciable. Con todo, conozco apenas su vida privada. Podría tener enemigos.
—No es probable que estos, o este, le hubieran seguido al Museo para vengarse de él en sitio tan frecuentado y en el que a cada momento puede entrar alguien.
Scarlett se irguió súbitamente.
—¿Quieres decir que alguien de la casa?…
—¡Amigo mío!
En tal momento entró en la habitación Currie con el vino, y Vance llenó tres copas. Luego de apurarlas, marchó a vestirse, tras de excusarse por dejarnos solos. Todo el tiempo que permaneció ausente, que fue un cuarto de hora, estuvo Scarlett paseando arriba y abajo. Había tirado su cigarrillo y encendió en su lugar una vieja pipa que apestaba.
El regreso de Vance coincidió con el ronco sonido de la bocina de un auto. Abajo estaba Markham, aguardándonos.
Mientras nos dirigimos hacia la puerta, Vance inquirió a Scarlett:
—¿Tenía Kyle por costumbre visitar el Museo a las diez de la mañana?
—No, pero el doctor Bliss le había citado allí hoy para discutir con él los gastos de la última expedición y la posibilidad de continuar las excavaciones la temporada próxima.
—¿Sabías tú eso? —tornó Vance a preguntar, con indiferencia.
—Sí, porque anoche, mientras redactábamos el informe, el doctor le llamó por teléfono.
—Bien, bien —Vance salió al vestíbulo—. Así, todos ustedes sabían que Kyle estaría en el Museo hoy por la mañana.
Scarlett se detuvo, sobresaltado.
—Supongo que no irás a creer… —comenzó a decir.
—¿Quién oyó el recado?
Vance bajaba la escalera y Scarlett le seguía confundido y con los ojos bajos.
—Aguarda, déjame hacer memoria… Estaban Salveter, Hani y…
—No vaciles, te lo ruego.
—… mistress Bliss.
—Así…, todos los de la casa, excepto Brush y Dingle, ¿verdad?
—Eso es. Pero mira, Vance, la cita era para las once en punto, y el pobre viejo fue muerto antes de las diez y media.
—¡Esto es encantador! —murmuró Vance, por toda respuesta.