Capítulo XVIII
El fin corona la obra.

Le miré con asombro. Aquella flor en el ojal… Aquel aspecto alelado… Sí, manifestaba todos los síntomas; y, sin embargo, la cosa parecía increíble. El hecho es, supongo, que habla visto tantos asuntos amorosos del joven Bingo empezar con gran brío y acabar en agua de borrajas, que no podía creer que efectivamente esta vez hubiese llegado a puerto.

—¡Casado!

—Sí. Esta mañana, en Holburn. Vengo del almuerzo de bodas.

Me enderecé sobre la silla. Alerta. El hombre de negocios. Me parecía que este asunto necesitaba ser estudiado en todos sus aspectos.

—Puntualicemos —dije—. ¿Estás realmente casado?

—Sí.

—¿Con la misma muchacha de quien estabas enamorado anteayer?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya sabes cómo eres. Dime, ¿qué te hizo cometer ese acto temerario?

—Me gustaría que no hablaras de esa manera. Me casé con ella porque la amo, ¡maldita sea! Es la mejor mujercita del mundo.

—Esto está muy bien, y condenadamente estimable, por supuesto, pero ¿has pensado en lo que va a decir tu tío? La última vez que le vi no estaba precisamente en disposición de tirar confeti.

—Bertie —dijo Bingo—, seré franco contigo. La mujercita me puso de espaldas contra la pared, si comprendes lo que quiero decir. Le dije lo que pensaba mi tío a este respecto y ella me contestó que tendríamos que separarnos a menos que yo la quisiera lo suficiente para afrontar la ira del viejo y casarme con ella en el acto, de modo que no tuve otra alternativa. Compré una flor y me lancé.

—¿Y qué te propones hacer ahora?

—Oh, lo tengo todo planeado. Después que tú hayas visto a mi tío y comunicado la noticia…

—¿Qué?

—Después que tú…

—¿No querrás decir que vas a meterme en este embrollo?

Me miró como Lillian Gish al salir de un desmayo.

—¿Es Bertie Wooster el que habla? —dijo, afligido.

—¡Ya lo creo que lo es!

—Bertie, mi viejo amigo —dijo Bingo, dándome suaves golpecitos sobre los hombros—. Piénsalo bien. Fuimos al colegio…

—¡Oh, bueno!

—¡Eres un buen chico! Sabía que podía contar contigo. Ella está esperando abajo, en el vestíbulo. Vamos a llevárnosla en seguida a Pounceby Gardens.

Sólo había visto a la novia en traje de camarera, y esperaba que el día de su boda se hubiera ataviado con algo bastante vistoso. El primer rayo de esperanza que me iluminó desde el comienzo de este negro asunto fue ver que en vez de vestir terciopelo y usar un perfume violento y llevar un sombrero con flores, iba ataviada con condenado buen gusto. Todo sobrio, nada chillón. Por lo que a su aspecto se refiere, podía haber salido directamente de Berkeley Square.

—Éste es mi viejo amigo Bertie Wooster, querida —dijo Bingo—. Fuimos al colegio juntos, ¿no es así, Bertie?

—Así es —dije—. ¿Cómo está usted? Creo que nos… hmm… encontramos el otro día en el almuerzo, ¿verdad?

—Oh, sí, ¿qué tal?

—Mi tío bebe los vientos por Bertie —explicó Bingo—, de modo que va a venir con nosotros para poner las cosas en marcha y preparar el terreno. ¡Eh, taxi!

No hablamos mucho durante el trayecto. Había una especie de tensión. Me alegré mucho cuando el coche se detuvo delante del «wigwam» del viejo Bittlesham y nos apeamos todos. Dejé a Bingo y a su mujer en el vestíbulo mientras yo subía al salón y el mayordomo iba a desenterrar al gran jefe.

Mientras estaba paseando de arriba abajo por la sala, esperando que compareciera, vi repentinamente aquel condenado libro, La mujer que lo afrontó todo, sobre una de las mesitas. Estaba abierto en la página doscientos quince y un fragmento fuertemente subrayado en lápiz atrajo mi atención. Y tan pronto como lo leí vi que era lo que necesitaba y que me ayudaría en mi cometido.

El fragmento rezaba así:

—¿Qué puede oponerse —los ojos de Millicent brillaban mientras afrontaba al duro anciano—, qué puede oponerse a un amor puro y devorador? Ni reinos ni poderes, mi lord, ni todas las débiles prohibiciones de padres y guardianes. Amo a su hijo, lord Windermere, y nada puede separarnos. Desde el principio de los tiempos este amor nuestro estaba decretado, y ¿quién es usted para osar luchar contra los decretos del destino!

El conde la miró de un modo penetrante por debajo de sus cejas hirsutas como breñales.

—¡Hum! —dijo.

Antes de haber tenido tiempo de refrescar mi memoria respecto a la respuesta de Millicent a esta observación, la puerta se abrió y el viejo Bittlesham entró. Parecía encantado de verme, como siempre.

—¡Mi querido míster Wooster! ¡Esto es un placer inesperado! Sírvase tomar asiento. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Bueno, el hecho es que de momento vengo más o menos en calidad de alegre embajador. Represento al joven Bingo, ¿sabe?

Su amabilidad se enfrió un poco, pero no me paró los pies, de modo que continué.

—Siempre he sido de la opinión —dije— que es condenadamente difícil para alguien oponerse a lo que se puede llamar amor puro y devorador. Quiero decir: ¿es posible? Lo dudo.

Mis ojos no estaban exactamente brillantes mientras miraba al anciano, pero en compensación hacía bailotear mis cejas.

—Hablamos de este asunto durante nuestro último encuentro, míster Wooster. Y, en aquella ocasión…

—Sí. Pero desde entonces, por decirlo así, los acontecimientos se han desarrollado. En realidad —dije, ciñéndome a la cuestión—, esta mañana Bingo fue y saltó del muelle.

—¡Santo cielo! —Se puso en pie de un salto, con la boca abierta—. ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Qué muelle?

—Estaba hablando metafóricamente —expliqué—, si ésta es la palabra adecuada. Quiero decir que se ha casado.

—¡Casado!

—Absolutamente enganchado. Espero que no se enojará usted por eso, ¿verdad? Tiene sangre joven, ¿sabe? Dos corazones que se aman, y todo lo demás.

Jadeó de un modo bastante agitado.

—Estoy en extremo conturbado por sus noticias. Yo… yo considero que he sido… ejem… desafiado. Sí, desafiado.

—Pero ¿quién es usted para osar luchar contra los decretos del destino? —dije, echando una mirada al libro del apuntador con el rabillo del ojo.

—¿Eh?

—Ese amor suyo estaba decretado, ¿entiende?, desde que empezó el tiempo, ¿sabe?

He de admitir que si él hubiese dicho «¡Hum!» en este punto, me habría hecho pasar un mal rato. Afortunadamente, no se le ocurrió. Hubo un silencio, durante el cual pareció rumiar un poco; luego su mirada cayó sobre el libro y entonces dio un respingo.

—¡Vaya, bendita sea mi alma, míster Wooster! Ha estado usted citando.

—Más o menos.

—Sus palabras me parecieron familiares. —Su aspecto cambió y soltó una especie de risa bulliciosa—. ¡Cierto, cierto! Usted conoce mi punto flaco.

Cogió el libro y se sumió en él durante largo rato. Empecé a pensar que había olvidado que me encontraba allí. Al poco, sin embargo, lo volvió a dejar y se frotó los ojos.

—¡Ah, bien! —dijo.

Froté los pies contra el suelo y esperé lo mejor.

—¡Ah, bien! —dijo de nuevo—. No debo parecerme a lord Windermere, ¿verdad, míster Wooster? Dígame, ¿sacó usted a aquel altivo señor de algún modelo real?

—¡Oh, no, en absoluto! Pensé sencillamente en él y lo coloqué ahí, ¿sabe?

—¡Genial! —murmuró el viejo Bittlesham—. ¡Genial! Bien, míster Wooster, usted me ha vencido. ¿Quién, como dice usted, soy yo para luchar contra los decretos del destino? Escribiré a Richard esta noche y le informaré de mi consentimiento a su matrimonio.

—Usted puede comunicarle la buena nueva en persona —dije—. Está aguardando abajo, con su mujer. Bajaré y les diré que suban. Adiós y muchas gracias. Bingo quedará muy alentado.

Me precipité escaleras abajo. Bingo y señora estaban sentados en dos sillas como unos pacientes en la antesala de un dentista.

—¿Y bien? —preguntó Bingo ansiosamente.

—Todo está arreglado, salvo los apretones de mano —contesté, pegándole un manotazo en la espalda—. Láncense a la carga y traben amistad. Adiós, amigos, ya saben dónde encontrarme en caso de necesidad. Mil felicidades y todas las demás tonterías.

Y me escabullí, no deseando que me dieran las gracias.

En este mundo no se pueden hacer previsiones. Si alguna vez había experimentado la satisfacción del deber cumplido, fue cuando volví a mi piso y posé los pies sobre el guardafuegos y empecé a sorber la taza de té que Jeeves me había traído. Si bien estaba acostumbrado a ver derrumbarse muchos caballos al final de la carrera y no llegar a parte alguna, no podía ver ninguna causa de alarma en este asunto del joven Bingo. Todo lo que tenía que hacer cuando lo dejé en Pounceby Gardens, era subir con su esposa y recoger la bendición de su tío. Tan convencido de ello estaba yo, que cuando cerca de media hora más tarde él vino galopando a mi salita, todo lo que pensaba era que quería darme las gracias con acento conmovido, y decirme lo bien que me había portado. Me limité a sonreírle benévolamente cuando entró y estaba a punto de ofrecerle un cigarrillo cuando me percaté de que parecía fastidiado por algo. En realidad, parecía como si algo sólido le hubiese dado en el plexo solar.

—¡Mi querido amigo! —dije—. ¿Qué ocurre?

Bingo pegó unos cuantos brincos por la habitación.

—Estaré tranquilo —dijo, volcando una mesita—. ¡Tranquilo, maldita sea! —Volcó una silla.

—¿Ha pasado algo malo?

Bingo emitió uno de aquellos gritos huecos y tristes.

—Sólo todas las condenadas cosas que hubieran podido salir mal. ¿Qué crees que ocurrió cuando tú nos dejaste? ¿Sabes aquel vil libro que insististe en enviar a mi tío?

No es así como yo habría expuesto el asunto, pero vi que el pobre estaba fastidiado por alguna razón, de modo que no le corregí.

—¿La mujer que lo afrontó todo? —dije—. Resultó condenadamente útil. Gracias a que cité algunos de sus párrafos, logré convencerle.

—Bueno, no resultó útil cuando entramos en la habitación. Estaba sobre la mesa y después de haber empezado a charlar un poco y cuando ya todo marchaba bien, mi mujer lo vio. «¡Oh! ¿Ha leído usted eso, lord Bittlesham?», dijo. «Tres veces, ya», contestó mi tío. «¡Estoy tan contenta!», dijo mi mujer. «¿Es usted también una admiradora de Rosie M. Banks?», preguntó el viejo, radiante. «¡Yo soy Rosie M. Banks!», dijo mi mujercita.

—¡Anda! No, ¿de veras?

—Sí.

—Pero ¿cómo puede ser ella, ella? Quiero decir, ¡maldita sea!, estaba sirviendo la comida en el «Senior Liberal Club».

Bingo coceó contra el sofá de mal humor.

—Ella se colocó allí para buscar material para un libro que escribe titulado Mervyn Keen, hombre de clubs.

—Podía habértelo dicho.

—Produjo tal efecto en ella percatarse de que la amaba por sí misma, a pesar de su humilde situación, que conservó el secreto. Albergaba la intención de revelármelo más tarde.

—Bueno, ¿qué ocurrió después?

—Hubo una escena en extremo penosa. El viejo casi tuvo un ataque de apoplejía. La trató de impostora. Ambos empezaron a hablar al mismo tiempo a voz en cuello, y la cosa acabó yendo mi mujercita a ver a sus editoras para obtener las pruebas con que sacarle al viejo disculpas escritas. Lo que va a ocurrir ahora no lo sé. Aparte el hecho de que mi tío quedará tan loco como una gallina mojada cuando se entere de que ha sido engañado, habrá muchos disgustos cuando mi mujercita descubra que hemos empleado el truco de Rosie M. Banks para que yo contrajera matrimonio con otra persona. ¿Entiendes? Una de las cosas que la impulsó hacia mí fue el hecho de que nunca me había enamorado anteriormente.

—¿Le dijiste eso?

—Sí.

—¡Atiza!

—Bueno, no lo había estado… no había estado realmente enamorado. Hay toda la diferencia del mundo entre… Bueno, poco importa. ¿Qué voy a hacer? Éste es el problema.

—No lo sé.

—Gracias —dijo Bingo—. Eso es una valiosa ayuda.

A la mañana siguiente me llamó por teléfono, poco después de haber yo introducido en mi buche el tocino y los huevos. El único momento del día, en una palabra, en que un muchacho quiere meditar sobre la vida absolutamente sin ser molestado.

—¡Bertie!

—Hola.

—Las cosas van de mal en peor.

—¿Qué sucede ahora?

—Mi tío acaba de comprobar las pruebas de la mujercita y admite su reclamación. Acabo de hablar cinco intensos minutos por teléfono con él. Dice que tú y yo le hemos engañado, y tan furioso estaba que apenas podía hablar. Sin embargo, me dio a entender claramente que he vuelto de nuevo a perder mi renta.

—Lo lamento.

—No pierdas el tiempo teniéndome lástima —dijo el joven Bingo hoscamente—. Irá a verte hoy para pedirte una explicación personal.

—¡Caramba!

—Y mi mujercita también irá a verte para pedirte una explicación personal.

—¡Dios me valga!

—Contemplaré tu futura carrera con un interés considerable —dijo el joven Bingo.

Llamé a Jeeves.

—¡Jeeves!

—¿Señor?

—Estoy en un brete.

—¿De veras, señor?

Le expliqué el asunto.

—¿Qué aconsejaría usted?

—Creo que en su lugar aceptaría inmediatamente la invitación de míster Pitt-Waley. Recordará, señor, que le invitó a cazar con él en Norfolk esta semana.

—¡En efecto! ¡Por Júpiter, usted siempre tiene razón! Espéreme en la estación con mis cosas a la hora del primer tren de la tarde. Iré a esconderme en el club durante el resto de la mañana.

—¿Necesitará usted mi compañía en esta visita, señor?

—¿Quiere usted venir?

—Si puedo sugerirlo, señor, creo que sería más conveniente que me quedara aquí y que me mantuviera en contacto con míster Little. Podría, posiblemente, encontrar un método para apaciguar los distintos bandos, señor.

—Muy bien. Si lo consigue, es usted una maravilla.

No me divertí mucho en Norfolk. Llovió casi siempre, y cuando no, yo estaba tan nervioso que no me fue posible cazar ninguna pieza. Al terminar la semana, no pude aguantarlo más. Era demasiado absurdo, quiero decir, estar abandonado a muchas millas de distancia en el campo, simplemente porque el tío y la mujer del joven Bingo querían cambiar impresiones conmigo. Decidí regresar y ejecutar la fuerte y varonil acción de permanecer escondido en mi piso y decirle a Jeeves que informara a todos los que llamaran que yo no estaba en casa.

Envié a Jeeves un telegrama diciendo que llegaría y me dirigí directamente a casa de Bingo en cuanto aterricé en Londres. Quería enterarme de la situación general de los asuntos. Pero, aparentemente, estaba fuera. Oprimí un par de veces el timbre sin que nada ocurriera, y estaba a punto de irme cuando oí el sonido de unos pasos en el interior, y se abrió la puerta. No fue uno de los más alegres momentos de mi carrera cuando me hallé de narices con la esférica faz de lord Bittlesham.

—¡Oh… hum… hola! —dije. Y hubo una ligera pausa.

No sabía con exactitud qué haría el viejo si por mala suerte volvíamos a vernos, pero tenía una especie de idea general de que se pondría bastante colorado y empezaría casi en seguida a cantarme las cuarenta. Me pareció algo extraño, por tanto, el hecho de que se limitara a sonreírse débilmente. Fue una especie de sonrisa helada. Sus ojos parecieron desorbitarse y se tragó la saliva una o dos veces.

—Hum… —dijo.

Aguardé a que continuara, pero aparentemente no tenía nada más que decir.

—¿Está Bingo? —pregunté, después de una pausa un tanto embarazosa.

Él meneó la cabeza y sonrió nuevamente. Y luego, de repente, cuando la conversación empezaba a apagarse de nuevo, que me cuelguen si no dio una especie de pesado brinco hacia atrás y cerró la puerta.

No podía comprenderlo. Pero puesto que la entrevista, tal como había sido, parecía ya terminada, pensé que convendría más que me fuera. Estaba bajando la escalera cuando encontré al joven Bingo que subía los peldaños de tres en tres.

—¡Hola, Bertie! —dijo—. ¿De dónde sales? Te creía fuera de la ciudad.

—Acabo de volver. Vine a verte para saber cómo marchaban las cosas.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, todo aquel asunto, ya sabes.

—Oh, ¿aquello? —dijo el joven alegremente—. Eso se arregló hace días. La paloma de la paz revolotea por todas partes. Todo salió a pedir de boca. Jeeves lo arregló todo. Es una maravilla ese hombre. Bertie, siempre lo he dicho. Puso las cosas en su lugar en medio minuto, con una de sus brillantes ideas.

—¡Estupendo!

—Sabía que te alegrarías de ello.

—Te felicito.

—Gracias.

—¿Qué hizo Jeeves? A mí mismo me resultaba imposible encontrar una solución a ese condenado asunto.

—Oh, tomó las cosas en sus manos y las allanó en un segundo. Mi tío y mi mujercita son ahora grandes amigos. Se pasan horas enteras hablando de literatura y otras cosas por el estilo. Siempre viene a charlar con ella.

Eso me hizo recordar algo.

—Está ahí dentro ahora —dije—. Oye, Bingo, ¿qué tal está tu tío estos días?

—Bien, como siempre. ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, ¿no se habrá resentido un poco por la tensión de las cosas, verdad? Me pareció observar algo extraño en sus modales, hace un momento.

—¿Por qué? ¿Lo has visto?

—Abrió cuando llamé y luego, después de mirarme un poco me cerró la puerta en las narices. Me asombró, ¿sabes? Quiero decir, lo habría comprendido si me hubiera amonestado y demás, pero ¡maldita sea!, el hombre parecía absolutamente asustado.

El joven Bingo soltó una sonora carcajada.

—¡Oh, no te preocupes! —dijo—. Olvidé hablarte de ello. Albergaba la intención de escribirte, pero lo aplacé. Piensa que tú estás loco.

—El… ¿qué?

—Si. Eso fue idea de Jeeves, ¿sabes? Solucionó espléndidamente todo el problema. Sugirió que yo dijera a mi tío que había obrado en perfecta buena fe al presentarte como Rosie M. Banks; que había oído de tus labios repetidas veces que tú lo eras y que no veía ninguna razón por la que no tuvieras que serlo. La idea era que tú padecías alucinaciones y, por lo general, estabas un tanto chalado. Y luego cogimos a sir Roderick Glossop (¿te acuerdas?, el viejo cuyo hijo echaste al estanque aquel día en Ditteredge Hall) y él acudió con su cuento de cómo vino a almorzar contigo y encontró tu dormitorio lleno de gatos y pescados, y cómo tú habías robado su sombrero mientras te cruzabas con su coche en un taxi y todo lo demás, ¿sabes? Esto dio la última mano a la cosa. Siempre digo y siempre diré que sólo has de confiar en Jeeves, y el destino nunca te herirá.

Puedo aguantar mucho, pero todo tiene un límite.

—Bueno, de todas las condenadas osadías que jamás…

Bingo me miró pasmado.

—¿No te habrás molestado? —dijo.

—¡Molestado! ¿Sabiendo que medio Londres está bajo la impresión de que estoy chiflado? ¡Maldito sea todo!…

—Bertie —dijo Bingo—, me asombras y me hieres. Si hubiese imaginado que pondrías objeciones para hacer un buen servicio a un chico que ha sido amigo tuyo durante quince años…

—Sí, pero oye…

—¿Has olvidado —dijo el joven Bingo— que fuimos al colegio juntos?

Regresé a mi piso, maldiciendo a todos los diablos. De una cosa estaba completamente seguro: que había llegado el momento de que Jeeves y yo nos separáramos. Un excelente ayuda de cámara, por supuesto; no lo hay mejor en Londres, pero no permitiría que esa idea me debilitara. Entré en el piso como un viento del este… y allí estaba sobre la mesita una caja de cigarrillos, y sobre la mesa grande los semanarios ilustrados, y en el suelo mis zapatillas y cada condenada cosa tan condenadamente a punto, que empecé a calmarme al cabo de dos segundos. Era como uno de aquellos momentos, en un drama, en que el protagonista, a punto de cometer un crimen, oye repentinamente los dulces y emocionantes acentos de la vieja melodía que habla aprendido en el regazo de su madre. Ablandado, quiero decir. Ésa es la palabra que busco. Me ablandé.

Y luego, he aquí que apareció en el umbral de la puerta el bueno de Jeeves, detrás de una bandeja llena de los ingredientes necesarios; y había algo en el solo aspecto de aquel hombre…

Sin embargo, endurecí mi corazón e hice un intento.

—Acabo de encontrar a míster Little, Jeeves —dije.

—¿De veras, señor?

—El… hum… él me dijo que usted había estado ayudándolo.

—Hice lo que pude, señor. Y me alegra decir que las cosas parecen seguir llanamente ahora, señor. ¿Whisky, señor?

—Gracias. Hum… Jeeves.

—¿Señor?

—Otra vez…

—¿Señor?

—Oh, nada… No todo el sifón, Jeeves.

—Muy bien, señor.

Se dirigió hacia la puerta.

—¡Oh, Jeeves!

—¿Señor?

—Desearía… Pienso… Quiero decir… ¡Oh, nada!

—Muy bien, señor. Los cigarrillos están a su alcance, señor. La cena estará servida a las ocho menos cuarto en punto, a menos que el señor desee cenar fuera.

—No, cenaré en casa.

—Sí, señor.

—Jeeves!

—¿Señor?

—¡Oh, nada! —dije.

—Muy bien, señor —dijo Jeeves.