Debió de haber sido cerca de una semana después de la marcha de Claude y Eustace, cuando me tropecé con el joven Bingo Little en el salón de fumar del «Senior Liberal Club». Estaba repantigado en una butaca, con la boca abierta y una especie de expresión idiota en los ojos, mientras un individuo de barbas entrecanas, a cierta distancia mediana, le miraba con tanto desagrado que concluí que Bingo le había robado su asiento favorito. Eso es lo peor, cuando se está en un club extraño. Absolutamente sin querer, uno se encuentra atropellando constantemente los intereses establecidos de los socios más antiguos.
—¡Hola, carota! —dije.
—¿Qué tal, feo? —dijo el joven Bingo, y nos dispusimos a tomar un trago antes del almuerzo.
Una vez al año la junta de los «Zánganos» decide que el viejo club necesita un buen lavado y planchado, de modo que nos echan a la calle y nos alojan por unas semanas en alguna otra institución. Esta vez estábamos refugiados en el «Senior Liberal», y yo, personalmente, había encontrado la pensión bastante espantosa. Quiero decir que cuando uno se ha acostumbrado a un club donde todo es alegre y bullicioso y en el que, si uno quiere llamar la atención de un individuo, basta con echarle encima un pedazo de pan, queda algo desanimado al ir a un sitio donde el socio más joven tiene cerca de ochenta y siete años y donde no se considera educado hablar con nadie a menos que éste y uno hayan hecho juntos la guerra peninsular. Fue un alivio topar con Bingo. Empezamos a hablar en voz muy baja.
—Este club —le dije— es el colmo.
—Es de no creer —convino el joven Bingo—. Creo que el viejo que se halla cerca de la ventana está muerto desde hace tres días, pero no me gusta decirlo a nadie.
—¿Ya has almorzado aquí?
—No. ¿Por qué?
—Tienen camareras en vez de camareros.
—¡Dios mío! Creí que eso había terminado con el armisticio.
Bingo meditó un poco, arreglándose el nudo de la corbata, distraídamente.
—Oye… ¿muchachas bonitas? —prosiguió.
—No.
Pareció desilusionado, pero se recobró.
—Bueno, he oído decir que la cocina es la mejor de Londres.
—Eso dicen. ¿Vamos a entrar?
—Muy bien. Supongo —dijo el joven Bingo— que al final de la comida, o posiblemente al principio, la camarera dirá: «¿Los dos juntos, señor?» Contesta afirmativamente. Estoy sin blanca.
—¿Tu tío todavía no te ha perdonado?
—¡Todavía no, maldita sea!
Lamenté que la pelea aún continuara en pie. Resolví obsequiar bien al pobre diablo en la mesa y examiné la minuta con bastante atención cuando la muchacha se presentó con ella.
—¿Qué opinas de esto, Bingo? —dije finalmente—. ¿Unos huevos de avefría para empezar, un caldo, un poco de salmón frío, un poco de curry frío y un pedazo de tarta de grosella con nata y un bocado de queso para acabar?
No pretendo decir que esperaba que Bingo gritara de alegría, aun cuando había elegido sus platos favoritos, pero sí había esperado que dijera algo. Levanté la vista y vi que su atención estaba en otro lugar. Miraba a la camarera con el aspecto de un perro que acabara de recordar dónde está enterrado su hueso.
Era una muchacha bastante alta, de ojos castaños, dulces y llenos de vivacidad. Una hermosa figura y todo lo que se quiera. Manos bastante decentes, también. No recordaba haberla visto anteriormente, y he de decir que hacía aumentar no poco la categoría del lugar.
—¿Qué dices, muchacho? —inquirí, ansioso de dar el encargo y de entregarnos al manejo del cuchillo y el tenedor.
—¿Eh? —dijo el joven Bingo distraídamente.
Volví a recitar el programa.
—¡Oh, sí, espléndido! —dijo Bingo—. Lo que quieras, lo que quieras.
La muchacha se fue y él se volvió hacia mí con desorbitados ojos.
—¿No habías dicho que no eran guapas, Bertie? —dijo el joven Bingo.
—¡Oh, santo cielo! —dije—. No te habrás enamorado otra vez… y de una muchacha que acabas de ver, ¿verdad?
—Hay momentos, Bertie —dijo Bingo—, en que una mirada basta…, en que, pasando en medio de la muchedumbre, captamos la mirada de alguien, y algo parece murmurar…
Aquí llegaron los huevos de avefría y él suspendió sus observaciones para acometerlos con cierto vigor.
—Jeeves —dije aquella noche cuando volví a casa—, ¡atención!
—¿Señor?
—Estruje su viejo cerebro y esté al tanto. Míster Little nos visitará pronto en busca de simpatía y ayuda.
—¿Se halla míster Little en algún apuro, señor?
—Bueno, así se puede llamar. Está enamorado. Por quincuagésima vez. Le pregunto, Jeeves, de hombre a hombre, ¿ha visto usted en su vida algo semejante?
—Míster Little tiene, desde luego, un corazón ardiente, señor.
—¡Un corazón ardiente! Creo que tendría que llevar una camiseta de amianto. Bueno, prepárese, Jeeves.
—Muy bien, señor.
Y, claro está, no habían pasado diez días cuando el viejo asno se presentó vociferando en busca de voluntarios que dieran un paso adelante y fueran en ayuda del partido.
—Bertie —dijo—, si eres un amigo ha llegado el momento de demostrarlo.
—Continúa, vieja gárgola —contesté—. Somos todo oídos.
—¿Recuerdas haberme obsequiado con un almuerzo en el «Senior Liberal» hace unos días? Nos sirvió una…
—Me acuerdo. Una hembra alta y bonita.
Se estremeció un tanto.
—Desearía que no hablaras así de ella, ¡maldita sea! Es un ángel.
—Está bien. Sigue.
—La amo.
—Muy bien. Sigue.
—¡Por el amor de Dios, no me fastidies! Déjame que te lo cuente a mi manera. La amo, como estaba diciendo, y quiero que tú, Bertie, amigo, des un salto a casa de mi tío y hagas un poco de trabajo diplomático. Aquella renta mía ha de serme devuelta, y condenadamente pronto, además. Y ha de ser aumentada.
—Pero, oye —dije, distando mucho de afanarme—, ¿por qué no esperar un poco más?
—¿Esperar? ¿Qué sentido tiene esperar?
—Bueno, ya sabes lo que ocurre habitualmente cuando te enamoras. Algo marcha mal y te dejan plantado. Es mucho mejor acometer a tu tío cuando todo esté decidido y arreglado.
—Está ya decidido y arreglado. Ella me aceptó esta mañana.
—¡Dios mío! ¡Eso sí que es un trabajo rápido! ¡Aún no hace dos semanas que la conoces!
—No en esta vida, desde luego —dijo el joven Bingo—. Ella tiene una especie de idea de que debemos habernos encontrado en alguna existencia anterior. Cree que debo de haber sido un rey de Babilonia cuando ella era una esclava cristiana. No puedo decir que yo me acuerde de eso, pero quizá haya algo de cierto.
—¡Caramba! —dije—. ¿Verdaderamente hablan así las camareras?
—¿Cómo puedo yo saber cómo hablan las camareras?
—Bueno, creo que ya deberías saberlo. La primera vez que hablé con tu tío fue cuando me obligaste a pedirle que se decidiera a ayudarte a contraer matrimonio con aquella Mabel de la pastelería de Piccadilly.
Bingo dio un respingó, agitado. Una luz salvaje apareció en sus ojos. Y antes de darme cuenta de lo que hacía me había descargado un espantoso manotazo sobre el pantalón veraniego haciéndome brincar como un corderillo.
—¡Oye! —dije.
—Lo siento —dijo Bingo—. Estaba excitado. Me dejé llevar por el entusiasmo. Me has dado una idea, Bertie. —Aguardó hasta que hube acabado de hacerme masaje en la pierna y continuó sus observaciones—. ¿Puedes acordarte de aquella ocasión, Bertie? ¿Recuerdas el plan espantosamente astuto que ideé? ¿Decirle que eras la autora que escribía aquellos libros?
No era fácil que lo hubiera olvidado. El espantoso asunto seguía completamente vivo en mi memoria.
—Éste es el plan de ataque —dijo Bingo—. Verás. Que vuelva a relucir una vez más Rosie M. Banks.
—No es posible, mi joven amigo. Lo siento, pero de eso, ni hablar. No puedo volver a pasar por eso.
—¿Ni siquiera por mí?
—Ni siquiera por una docena como tú.
—Nunca pensé —dijo Bingo tristemente— oír estas palabras de Bertie Wooster.
—Bueno, ahora ya las has oído —dije—. Métetelo en la sesera.
—Bertie, fuimos juntos al colegio.
—No fue culpa mía.
—Hemos sido amigos durante quince años.
—Lo sé. Me hará falta el resto de mi vida para olvidarlo.
—Bertie, viejo amigo —dijo Bingo acercando su silla y poniéndose a amasar mi omoplato—. ¡Oye! ¡Sé razonable!
Y desde luego, ¡maldita sea!, al cabo de diez minutos me había dejado convencer por el muchacho. Siempre ocurre lo mismo. Cualquiera puede convencerme. Si yo estuviera en un monasterio trapense, lo primero que ocurriría es que cualquier individuo listo podría convencerme de hacer alguna idiotez, en contra de mi sano juicio, por medio del lenguaje de los sordomudos.
—Bueno, ¿qué quieres que haga? —pregunté, percatándome de que resultaba inútil luchar.
—Empieza por enviar al viejo un ejemplar con una dedicatoria halagüeña de tu último éxito. Esto le conmoverá enormemente. Luego le harás una visita y le expondrás el asunto.
—¿Cuál es mi última éxito?
—La mujer que lo afrontó todo —dijo el joven Bingo—. Lo he visto en todas partes. Los escaparates y quioscos están llenos. Por la ilustración de la sobrecubierta parece ser un libro que cualquiera estaría orgulloso de escribir. Por supuesto, querrá discutirlo contigo.
—¡Ah! —dije, animándome—. Eso echa a perder el proyecto. No sé de qué trata ese maldito libro.
—Tendrás que leerlo, naturalmente.
—¿Leerlo? No, oye…
—Bertie, fuimos al colegio juntos.
—¡Oh, muy bien! ¡Muy bien! —dije.
—Sabía que podía contar contigo. Tienes un corazón de oro. Jeeves —dijo el joven Bingo, al ver entrar a mi fiel servidor—, míster Wooster tiene un corazón de oro.
—Entiendo, señor —dijo Jeeves.
Exceptuando una lucha semanal con la Hoja Rosa y algún vistazo al registro hípico, no soy muy aficionado a la lectura, y mis sufrimientos al acometer La mujer (¡maldita sea!) que lo afrontó todo eran netamente espantosos. Pero logré acabarlo y dio la coincidencia de que terminé a tiempo, porque había apenas llegado al punto en que sus labios se encontraban en un largo y lento beso y todo estaba tranquilo, exceptuando el suave suspiro de la brisa entre los codesos, cuando un mensajero me trajo un billete del viejo Bittlesham invitándome a almorzar con él.
Encontré al viejo en un estado que sólo se puede describir con el adjetivo derretido. Tenía un ejemplar del libro cerca de la mesa y lo hojeaba entre plato y plato.
—Míster Wooster —dijo, mientras engullía un trozo de trucha—, quiero felicitarle. Quiero manifestarle mi agradecimiento. Se supera usted continuamente. He leído Todo por el amor, he leído Sólo una chica de fábrica; me sé Myttle la atolondrada de memoria. Pero ésta, ésta es su obra más valiente y ambiciosa. Destroza las fibras del corazón.
—¿Sí?
—¡Claro que sí! La he leído tres veces desde que usted tuvo la gran amabilidad de enviarme el ejemplar (quiero darle de nuevo las gracias por la exquisita dedicatoria), y creo poder decirle que soy un hombre mejor, más dulce y más profundo. Estoy lleno de caridad humana y bondad para con mis semejantes.
—No, ¿de veras?
—Claro, claro que lo estoy.
—¿Para con todos sus semejantes?
—Para con todos mis semejantes.
—¿Incluso el joven Bingo? —dije, tanteando el terreno.
—¿Mi sobrino? ¿Richard? —Pareció quedar un poco pensativo, pero mantuvo su opinión valientemente y no quiso retractarse—. Sí, incluso para con Richard. Bueno…, es decir…, quizá…, sí, incluso para con Richard.
—Está bien. Porque tengo la intención de hablarle de él. Está bastante apurado, ¿sabe?
—¿Se encuentra en algún apuro?
—Está sin blanca. Y le vendría muy bien la pasta que le pasaba cada trimestre, si consiente usted en aflojar de nuevo los cordones de la bolsa.
Rumió un poco y comió un pedazo de pintada fría antes de contestar. Jugueteó con el libro y éste quedó abierto en la página doscientos quince. No me acordaba de lo que había en la página doscientos quince, pero sin duda era algo tolerablemente vigoroso, porque cambió su expresión y me miró con los ojos húmedos, como si hubiera tomado demasiada mostaza con el último bocado de jamón.
—Muy bien, míster Wooster —dijo—. Después de leer esta noble obra suya, no puedo endurecer mi corazón. Richard tendrá su renta.
—¡Es usted colosal! —dije. Luego se me ocurrió que la expresión podía antojársele un poco personal para un individuo que pesaba ciento diez kilos—. Es usted una buena persona, quiero decir. Esto lo pondrá muy alegre. Quiere casarse, ¿sabe?
—No lo sabía. Y no estoy seguro de aprobarlo completamente. ¿Quién es la dama?
—Bueno, a decir verdad, es una camarera.
Saltó sobre la silla.
—¡No me lo diga, míster Wooster! Eso es notable. Esto es de lo más alentador. Nunca hubiera creído que el muchacho tuviera tanta tenacidad en sus propósitos. Es un rasgo excelente que no sospeché hasta ahora. Recuerdo claramente que cuando tuve la ocasión de conocerle a usted, hace casi dieciocho meses, Richard tenía deseos de casarse con esa misma camarera.
Tuve que destruirle la ilusión.
—Bueno, no se trata exactamente de la misma camarera. En realidad, es una camarera completamente distinta. Sin embargo, es una camarera, ¿sabe?
La luz del afecto paternal murió en los ojos del viejo.
—¡Hum! —exclamó dudosamente—. Había supuesto que Richard estaba ostentando la calidad de la constancia que es tan rara en el joven moderno. Yo… yo tengo que reflexionar sobre el asunto.
De modo que así se quedó y me fui y comuniqué a Bingo la situación.
—Eso de la renta está arreglado —dije—. La bendición del tío es un poco dudosa.
—¿No quiere que las campanas doblen a boda para mí?
—Le dejé meditándolo. Si fuese un corredor de apuestas me sentiría justificado a ofrecer cien a ocho en contra.
—No le hablarías debidamente. Hubiese tenido que saber que lo estropearías todo —dijo el joven Bingo. Lo cual, considerando todo lo que había hecho por él, me zahirió mucho más agudamente que el diente de una serpiente—. Es un fastidio —añadió Bingo—. Es un fastidio infernal. No puedo darte todos los detalles ahora, pero… sí, es fastidioso.
Se apoderó distraídamente de un puñado de mis habanos y se marchó.
No volví a verlo en tres días. A primera hora de la tarde del tercer día cayó en casa con una flor en el ojal y un aspecto en su faz que hacía pensar que alguien le hubiese propinado un golpe detrás de la oreja con una piel de anguila rellena.
—¡Hola, Bertie!
—¡Hola, viejo tonto! ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—¡Oh, aquí y allá! Tenemos un tiempo magnífico, ¿verdad?
—No está mal del todo.
—Veo que los intereses bancarios han caído nuevamente.
—No, ¿de veras?
—Malas noticias de la Baja Silesia, ¿no?
—¡Oh, maldita sea!
Paseó por la habitación charlando a intervalos. El muchacho parecía alelado.
—¡Ay, óyeme, Bertie! —dijo súbitamente, haciendo caer un jarrón que había cogido de la repisa de la chimenea, y con el que estaba jugueteando—. Ya sé qué es lo que quería decirte. Me he casado.