La sensación que experimenté cuando tía Agatha me atrapó en mi cubil aquella mañana y volcó sobre mí la mala noticia, fue de que mi suerte había acabado. Por regla general, ¿entienden?, no me meten en las peleas familiares. En las ocasiones en que una tía llama a otra como mastodontes que braman a través de los pantanos prehistóricos, y la carta de tío James a propósito del extraño proceder de la prima Mabel recorre todo el círculo familiar («Por favor, léela atentamente y luego dásela a Jane»), el clan tiene tendencia a ignorarme. Es una de las ventajas que tengo por ser soltero y, según mis parientes más próximos y queridos, un soltero medio chiflado. «De nada sirve intentar que Bertie se tome el más mínimo interés», es más o menos el lema, y he de decir que estoy enteramente de acuerdo. Una vida tranquila es lo que más me agrada. Y fue por eso por lo que sentí que la maldición había caído sobre mí, cuando tía Agatha aterrizó en mi salita de estar mientras yo estaba fumando plácidamente un cigarrillo y empezó a hablarme de Claude y Eustace.
—¡Gracias a Dios! —dijo tía Agatha—. Finalmente se han tomado unas medidas oportunas respecto a Claude y Eustace.
—¿Medidas? —pregunté, sin saber de qué se trataba.
—Se embarcan el viernes para África del Sur. Míster Van Alstyne, un amigo de la pobre Emily, les ha proporcionado una colocación en su firma de Johannesburgo, y esperamos que se establecerán allí y prosperarán.
No comprendía absolutamente nada.
—¿El viernes? ¿Quieres decir pasado mañana?
—Sí.
—¿Para África del Sur?
—Sí. Saldrán en el Edinburgh Castle.
—Pero ¿a santo de qué? Quiero decir, ¿no están a mitad del curso en Oxford?
Tía Agatha me miró fríamente.
—¿Quieres decirme positivamente, Bertie, que tomas tan poco interés en los asuntos de tus parientes más cercanos que no te habías enterado de que Claude y Eustace fueron expulsados de Oxford hace ya más de dos semanas?
—¡No! ¿De veras?
—Eres un caso perdido. Habría creído que incluso tú…
—¿Por qué fueron expulsados?
—Rociaron con limonada al segundo decano de su colegio… No veo nada divertido en ese ultraje, Bertie.
—No, no, desde luego que no —me apresuré a decir—. No estaba riendo. Me sofocaba. Algo se me atragantó en el gaznate, ¿sabes?
—¡Pobre Emily! —continuó tía Agatha—. Como es una de esas madres que miman y echan a perder a sus hijos, quería retener a los muchachos en Londres. Sugirió la posibilidad de que ingresaran en el ejército. Pero yo me mantuve firme. Las colonias son el único lugar que conviene a unos muchachos salvajes como Eustace y Claude. De modo que saldrán el viernes. Han estado durante las dos últimas semanas con tu tío Clive en Worcestershire. Pasarán la noche de mañana en Londres y tomarán el tren que enlaza con el buque el viernes por la mañana.
—Un poco arriesgado, ¿no crees? Quiero decir, ¿no serán capaces de cometer alguna locura mañana por la noche, si los dejan solos en Londres?
—No estarán solos. Estarán bajo tu custodia.
—¡La mía!
—Sí. Quiero que los alojes en tu piso y los vigiles para que no pierdan el tren por la mañana.
—¡Ah, eso sí que no!
—¡Bertie!
—Bueno, quiero decir que los dos son muchachos divertidos, pero no sé… Son bastante cabezas locas, ¿sabes?… Siempre me alegra verlos, naturalmente, pero cuando se trata de darles alojamiento…
—Bertie, si eres tan egoísta que ni siquiera puedes exponerte a esta insignificante molestia por amor de…
—Oh, bueno —dije—. Bueno.
De nada servía discutir, desde luego. Tía Agatha siempre me da la sensación de que tengo gelatina donde tendría que hallarse mi espina dorsal. Es una mujer llena de energía. Estoy dispuesto a creer que la reina Isabel debió de ser un poco como ella. Cuando me tiene bajo el dominio de sus ojos brillantes y me dice: «¡Manos a la obra, muchacho!» o algo semejante, lo hago sin discusiones.
Cuando se hubo marchado, llamé a Jeeves para comunicarle la noticia.
—Oiga, Jeeves —dije—, el señorito Claude y el señorito Eustace pasarán la noche de mañana aquí.
—Muy bien, señor.
—Me alegro de que le parezca bien. A mí la perspectiva me parece negra y deprimente. ¡Ya sabe usted lo que son esos dos chicos!
—Son dos jóvenes de mucho carácter, señor.
—Dos calamidades, Jeeves. Dos innegables calamidades. ¡Es un poco fuerte!
—¿Desea algo más el señor?
Al oír esas palabras me puse algo tieso, lo reconozco. Nosotros, los Wooster, nos helamos endiabladamente cuando buscamos simpatías y encontramos fría reserva. Desde luego, sabía lo que pasaba. Durante los dos últimos días había reinado cierta frialdad en casa a propósito de un par de botines de fantasía que yo desenterré mientras exploraba las tiendas de Burlington Arcade. Algún condenado, sin duda el mismo que inventó aquellas petacas de colores, había tenido recientemente la original idea de lanzar una serie de botines del mismo sistema. Quiero decir que en lugar de los habituales botines grises y blancos, uno puede comprarlos ahora de los colores de su regimiento o de su escuela. Y, créanme, se hubiera necesitado alguien de una fibra más fuerte que la mía para resistir al par de botines estilo Eton que me sonreían desde el escaparate. Y ya me hallaba en la tienda iniciando las negociaciones antes de que se me ocurriera que Jeeves podía desaprobarme. Y he de decir que él había tomado la cosa con bastante dureza. Lo cierto es que Jeeves, si bien en muchos sentidos es el mejor ayuda de cámara de Londres, es demasiado conservador. Tiene la piel pegada a los huesos, si comprenden lo que quiero decir, y es enemigo del progreso.
—Nada más, Jeeves —dije con tranquila dignidad.
—Muy bien, señor.
Echó una glacial mirada sobre los botines y se largó. ¡El muy condenado!
No he visto en mi vida cosa más jovial y alegre que los gemelos, cuando aparecieron a la noche siguiente en mi viejo piso mientras me estaba vistiendo para la cena. Sólo les llevo a Claude y a Eustace media docena de años, pero de un modo extraño siempre me hacen experimentar la sensación de que soy un venerable anciano que espera su final de un momento a otro. Casi antes de que me diera cuenta de su presencia, habían ocupado los mejores asientos, habían robado un par de mis cigarrillos especiales, se habían escanciado un whisky con soda cada uno, y hablan comenzado a charlar con la alegría y la despreocupación de dos pájaros que hubiesen colmado la ambición de sus vidas, en vez de haber fracasado espantosamente y hallarse sentenciados al destierro.
—¡Hola, Bertie, chico! —dijo Claude—. Muy amable por tu parte al alojarnos.
—¡Oh, no! —dije—. Sólo desearía que os quedarais mucho tiempo.
—¿Has oído eso, Eustace? Desea que nos quedemos mucho tiempo.
—Supongo que dará la impresión de mucho tiempo —dijo Eustace, filosóficamente.
—¿Sabes la noticia, Bertie? Me refiero a nuestro pequeño disgusto.
—¡Oh, sí! Tía Agatha me lo contó todo.
—Abandonamos nuestro país en beneficio de nuestro país.
—Y que no haya lamentaciones en el muelle —dijo Claude— cuando yo zarpe. ¿Qué te dijo tía Agatha?
—Dijo que rociasteis con limonada al segundo decano.
—Daría cualquier cosa —dijo Claude, fastidiado— para que la gente diera una versión justa de las cosas. No fue el segundo decano. Fue el repetidor superior.
—Y no se trataba de limonada —dijo Eustace—, sino de sifón. Dio la coincidencia de que el querido viejo se hallaba bajo nuestra ventana mientras yo me asomaba con un sifón en la mano. Miró hacia arriba y… bueno, habría sido desperdiciar una ocasión única en la vida si no se lo hubiese disparado en el globo del ojo.
—Sencillamente desperdiciarla —convino Claude.
—Nunca habría podido volver a ocurrir —dijo Eustace.
—Cien posibilidades contra una —dijo Claude.
—Veamos ahora —dijo Eustace—, ¿qué te propones hacer, Bertie, para distraer esta noche a tus gentiles invitados?
—Tenía intención de cenar en casa —dije—. Jeeves está preparando la cena.
—¿Y luego?
—Bueno, pensé que podríamos charlar de esto y de lo de más allá, y luego se me ocurrió que os gustaría acostaros temprano ya que el tren sale a las diez o cosa así, ¿verdad?
Los gemelos se miraron con una expresión de piedad.
—Bertie —dijo Eustace—, tienes un programa casi justo, pero no por entero. Veo los acontecimientos de esta noche así: vamos al Ciro después de cenar. Es nuestra última noche, ¿verdad? Bueno, eso nos tendrá ocupados hasta las dos y media o las tres.
—Después de lo cual, sin duda —dijo Claude—, Dios proveerá.
—Pero yo creía que deseabais una buena noche de reposo.
—¡Una buena noche de reposo! —dijo Eustace—. Mi querido muchacho, no supondrás ni por un momento que llevamos la intención de acostarnos esta noche, ¿verdad?
Supongo que el hecho estriba en que ya no soy el hombre que fui. Quiero decir que estas vigilias nocturnas no parecen fascinarme como ocurría hace unos años. Aún recuerdo la época en que estaba en Oxford, cuando un baile en el Covent Garden hasta las seis de la madrugada, con desayuno en el Hammans y probablemente un combate de lucha libre con algunos vendedores de frutas para terminar, me parecía ser lo que el médico ordenaba. Pero actualmente las dos de la madrugada son mi límite, y a las dos, los gemelos estaban comenzando a ponerse a tono y a encontrarse a sus anchas.
Por lo que puedo recordar, salimos del Ciro con una pandilla de individuos que no recordaba haber visto nunca, y debían de ser las nueve de la mañana cuando volvimos al piso. Momento en que, he de admitirlo, por lo que a mí se refiere, mi primitiva y despreocupada lozanía comenzaba a marchitarse un poco. En efecto, me quedaba sólo la fuerza suficiente para decir adiós a los gemelos, desearles un viaje agradable y una feliz y bien lograda carrera en África del Sur, y acostarme. Lo último que recuerdo fue la voz de los muchachos cantando como alondras bajo la ducha fría e interrumpiéndose de cuando en cuando para gritar a Jeeves que se diera prisa con los huevos con tocino.
Debía de ser cerca de la una cuando me desperté. Me sentía más o menos como algo que la Comisión de Alimentos Puros hubiese desechado, pero había un pensamiento grato que me animaba, y era que los gemelos ya estarían acodados sobre la barandilla del barco echando su última mirada a la querida madre patria. Lo cual hizo que el golpe fuera mayor cuando la puerta se abrió y apareció Claude.
—¡Hola, Bertie! —dijo—. ¿Has descabezado un buen sueño reparador? ¿Qué opinas de un buen almuerzo?
Había tenido tantas y tan retorcidas pesadillas desde que me durmiera, que durante medio minuto pensé que esto era simplemente otra de ellas y la peor de todas. Fue sólo cuando Claude se sentó al pie de la cama cuando me di cuenta de que se trataba de la dura realidad.
—¡Por todos los santos! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? —farfullé.
Claude me miró con aire de reproche.
—No es ése el tono que más me agrada oír en un anfitrión, Bertie —dijo severamente—. Oye, anoche dijiste que deseabas que me quedara mucho tiempo. Tu sueño se ha realizado. ¡Me quedo!
—¿Pero por qué no estás camino de África del Sur?
—Eso —dijo Claude— es un punto que te gustaría que te fuera explicado, supongo. Sucede lo siguiente. ¿Recuerdas a la muchacha que anoche me presentaste en el Ciro?
—¿Qué muchacha?
—Sólo había una —dijo Claude fríamente—. Sólo una que importaba, quiero decir. Su nombre es Marion Wardour. Bailé mucho con ella, ¿no te acuerdas?
Empecé a recordar de una manera bastante nebulosa. Marión Wardour había sido amiga mía durante cierto tiempo. Una muchacha muy buena. Actualmente trabaja en el espectáculo del Apolo. Me acordé ahora de que la había encontrado la noche anterior en el Ciro y que los gemelos habían insistido en serle presentados.
—Somos dos almas gemelas, Bertie —dijo Claude—. Lo averigüé muy pronto anoche, y cuando más pienso en el asunto más convencido estoy de ello. Ocurre así de vez en cuando, ¿sabes? Dos corazones que laten al unísono, quiero decir, y todo lo demás. De modo que, en resumidas cuentas, le di a Eustace el esquinazo en la estación de Waterloo y volví aquí. La idea de ir a África del Sur y dejar en Inglaterra a una muchacha como ésa no me atrae en absoluto. Soy totalmente partidario del Imperio y de prestar ayuda a las colonias, pero no puedo hacerlo. Después de todo —dijo Claude razonablemente—, África del Sur ha podido desarrollarse muy bien sin mí hasta ahora; ¿por qué, pues, no puede continuar así?
—Pero ¿qué pasará con Van Alstyne o como se llame? Estará esperando tu llegada.
—Ya se contentará con Eustace. Esto lo satisfará. Es un muchacho muy sólido, Eustace. Probablemente acabará volviéndose magnate de alguna cosa. Seguiré su futuro progreso con considerable interés. Y ahora tienes que disculparme un momento, Bertie. Quiero ir a buscar a Jeeves y pedirle que me sirva uno de sus preparados restauradores. Por alguna razón que no puedo explicarme, esta mañana tengo un ligero dolor de cabeza.
Y, créanme o no, la puerta acababa de cerrarse tras él, cuando Eustace apareció a su vez, con tan radiante expresión de cara, que me puse enfermo sólo de verla.
—¡Oh, mi tía! —dije.
—¡Buena faena, Bertie, buena faena! —dijo Eustace—. Lo siento por el pobre Claude, pero no cabía otra alternativa. Eludí su vigilancia en Waterloo y me escabullí en un taxi. Supongo que el pobre infeliz se estará preguntando adonde diablos habré ido a parar. Pero era inevitable. Si esperabas seriamente que me largara a África del Sur, no hubieras tenido que presentarme anoche a miss Wardour. Quiero contártelo todo, Bertie. No soy un hombre —dijo Eustace, sentándose sobre la cama— que se enamore de cada muchacha que ve. Supongo que «fuerte y silencioso» sería la mejor descripción que se podría hacer de mí, pero cuando encuentro alguien que me es afín, no pierdo el tiempo. Yo…
—¡Cielos! ¿También tú estás enamorado de Marion Wardour?
—¿También? ¿Qué quieres decir con «también»?
Iba a contarle lo de Claude, cuando éste entró en persona con el aspecto de un gigante renovado. No cabe duda de que los preparados de Jeeves producen resultados inmediatos en todo lo que no sea una momia egipcia. Es algo que pone en ellos, la salsa de Worcester o algo semejante. Claude revivía como una flor recién llegada, pero casi tuvo una recaída cuando vio a su hermano que lo miraba por encima del respaldo de la cama.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —inquirió.
—¿Qué diablos estás haciendo tú aquí? —dijo Eustace.
—¿Has vuelto para imponer tu vil compañía a miss Wardour?
—¿Es por lo que volviste?
Discutieron el asunto un rato más.
—Bueno —dijo Claude finalmente—, supongo que no hay otro remedio. Si estás aquí, estás aquí. Que venza el mejor.
—Sí, pero ¡maldita sea! —pude decir en ese momento—. ¿Qué ideas tenéis en la sesera? ¿Dónde pensáis alojaros si os quedáis en Londres?
—¡Vaya, pues aquí! —dijo Eustace, sorprendido.
—¿Dónde, si no? —dijo Claude, arqueando las cejas.
—¿Tendrás inconveniente en alojarnos, Bertie? —preguntó Eustace.
—No sería digno de un caballero como tú —dijo Claude.
—Pero… vosotros, estúpidos zoquetes, suponed que tía Agatha se entera de que os escondo, cuando tendríais que estar en África del Sur. ¿Cómo voy a salir de ese lío?
—¿Cómo va a salir de ese lío? —preguntó Claude a Eustace.
—Supongo que se las podrá componer de un modo u otro —dijo Eustace a Claude.
—Desde luego —dijo Claude, completamente animado—. El podrá componérselas.
—¡Claro que sí! —dijo Eustace—. ¡Un hombre de recursos como Bertie! ¡Naturalmente que sí!
—Y ahora —dijo Claude, cambiando de argumento—, ¿qué opinas del almuerzo que discutíamos hace un momento, Bertie? Este brebaje que el buen Jeeves acaba de darme, me ha despertado lo que puedes llamar un formidable apetito. Algo así como seis chuletas y un budín espeso serían lo más adecuado, creo yo.
Supongo que cada cual, en el mundo, tiene períodos negros en su vida que no puede recordar sin que se le nuble la vista y sin estremecerse silenciosamente. Algunos individuos, a juzgar por las novelas que se leen hoy en día, los tienen prácticamente uno tras otro, pero gracias a que gozo de unos ingresos personales bastante considerables y de una perfecta digestión, he de decir que no es muy frecuente que yo vea a mi propia existencia trocarse en un neumático desinflado. Por esto procuro pensar lo menos posible en aquel período particular. Porque los días que siguieron a la inesperada resurrección de los condenados gemelos fueron tan absolutamente lúgubres que los pobres nervios me empezaron a salir del cuerpo a una distancia de un pie y a curvarse por los extremos. Un continuo temblor, créanme. Supongo que el hecho es que nosotros, los Wooster, somos tan espantosamente honrados y francos y todo lo demás, y nos causa desazón tener que engañar a la gente.
La tranquilidad duró unas veinticuatro horas; luego tía Agatha apareció para charlar conmigo. Unos veinte minutos antes habría encontrado a los gemelos que se atracaban alegremente con un par de lonjas de tocino y un huevo. Se hundió en una silla y pude ver que no se encontraba en el risueño estado de espíritu que le era habitual.
—Bertie —dijo—. No estoy tranquila.
Tampoco yo lo estaba. No sabía cuánto tiempo pensaba quedarse, ni cuándo volverían los gemelos.
—Me pregunto —dijo ella— si habré adoptado una actitud demasiado dura con Claude y Eustace.
—No se preocupe.
—¿Qué quieres decir?
—Yo… ejem… quiero decir que no sería propio de usted mostrarse dura con cualquiera, tía Agatha.
Y no resultó mal del todo. Mis palabras, pronunciadas tan espontáneamente, gustaron a la vieja parienta y me miró con un poco menos de odio que de costumbre.
—Es amable por tu parte decir eso, Bertie. Pero lo que yo pensaba es: ¿están seguros?
—¿Están qué?
Parecía muy raro usar tal expresión hablando de los gemelos, puesto que son casi tan inocuos como una pareja de jóvenes y traviesas tarántulas.
—¿Crees que todo les va bien?
—¿Qué quiere decir?
Tía Agatha me miró casi con inquietud.
—¿Nunca se te ha ocurrido, Bertie —dijo—, que tu tío George pueda ser médium?
Me hacía el efecto de que estuviera cambiando de conversación.
—¿Médium?
—¿Crees posible que él pueda ver cosas que no son visibles al ojo normal?
Lo creía condenadamente posible, si no probable. No sé si alguna vez se han topado ustedes con mi tío George. Es un tío la mar de jovial que se pasa la vida yendo de un club a otro para tomar un par de copas con otros tíos la mar de joviales. Cuando aparece en el horizonte, los camareros se ponen rígidos y el barman juguetea con su sacacorchos. Fue mi tío George quien descubrió que el alcohol es un alimento, mucho antes que la escuela moderna de medicina.
—Tu tío George cenó conmigo anoche, y estaba muy turbado. Asegura que mientras iba del Devonshire Club al Boodle, vio repentinamente el fantasma de Eustace.
—¿El qué de Eustace?
—El fantasma. El espíritu. Era tan evidente que por un instante pensó que era el mismo Eustace. La figura se desvaneció a la vuelta de una esquina, y cuando tu tío George llegó allí no se veía nada. Fue todo muy extraño y perturbador. Produjo un marcado efecto sobre el pobre George. Durante toda la cena no tocó más que el agua de cebada, y sus modales fueron los de un hombre en extremo trastornado. ¿Crees que esos pobres muchachos están a salvo, Bertie? ¿No habrán sufrido algún horrible accidente?
Se me hizo la boca agua al pensar en ello, pero dije que no, que no pensaba que hubiesen sufrido ningún horrible accidente. Pensé que Eustace era un horrible accidente, y que Claude era casi lo mismo, mas no lo dije. Y al poco ella se largó, aún perturbada.
Cuando los gemelos volvieron a casa les expuse la situación sin andarme con rodeos. Por divertido que fuese asustar a tío George, no tenían que vagabundear por la ciudad.
—Pero, hombre de Dios —dijo Claude—, sé razonable. No podemos admitir trabas en nuestros movimientos.
—Ni hablar de ello —dijo Eustace.
—Toda la esencia de la cosa, si me comprendes —dijo Claude—, radica en tener libertad para mariposear aquí y allá.
—Exacto —dijo Eustace—. Ora aquí, ora allá.
—Pero ¡maldita sea!…
—¡Bertie! —dijo Eustace en tono de reproche—. ¡Que hay niños!
—Desde luego, en cierto modo entiendo tu punto de vista —dijo Claude—. Supongo que la solución del problema será comprar un par de disfraces.
—¡Mi querido muchacho! —dijo Eustace, mirándole con admiración—. Es la idea más brillante que se ha registrado jamás. Seguramente la has plagiado, ¿verdad?
—Bueno, fue Bertie quien me la metió en la cabeza.
—¿Yo?
—El otro día me hablaste de Bingo Little y de la barba que se compró cuando no quiso que su tío lo reconociera.
—Si pensáis que voy a soportar que unas excrecencias como vosotros dos entren y salgan de mi piso con barbas…
—Tienes un poco de razón —asintió Eustace—. Lo haremos con patillas, pues.
—Y narices postizas —dijo Claude.
—Y narices postizas, eso es. Ya lo ves, Bertie, te hemos quitado un peso de encima. No queremos ser una molestia para ti mientras dure nuestra pequeña visita.
Y cuando fui a buscar a Jeeves para que me consolara un poco, todo lo que se dignó decirme fue algo a propósito de la sangre joven. Ninguna simpatía.
—Bien, Jeeves —dije—, iré a dar un paseo por el parque. Haga el favor de prepararme los botines modelo Eton.
—Muy bien, señor.
Un par de días más tarde Marión Wardour se presentó a la hora del té. Miró prudentemente en torno suyo antes de tomar asiento.
—¿Tus primos no están en casa, Bertie? —preguntó.
—No, gracias a Dios.
—Entonces te diré dónde se hallan. Están en mi salón, mirándose ferozmente desde los ángulos opuestos, y esperando que yo entre. Bertie, esto tiene que acabar.
—Los ves muy a menudo, ¿verdad?
Jeeves entró con el té, pero la pobre muchacha estaba tan apurada que ni siquiera esperó a que se largara para continuar con sus quejas. Presentaba un aspecto absolutamente mohíno, la pobrecilla.
—No puedo dar un paso sin tropezar con uno de ellos o con los dos —dijo—. Por lo general, con los dos. Han adquirido la costumbre de visitarme juntos, y se limitan a sentarse ceñudamente y a intentar, cada uno de ellos, que el otro pierda la paciencia. Eso me reduce a una sombra.
—Lo sé —dije con simpatía—. Lo sé.
—Bueno, ¿qué debo hacer?
—No tengo la menor idea. ¿No podrías ordenar a tu doncella que dijera que no estás en casa?
Ella se estremeció ligeramente.
—Lo intenté una vez. Ellos se quedaron en la escalera y yo no pude salir en toda la tarde. Y tenía una serie de compromisos particularmente importantes. Me gustaría que pudieras persuadirles de que se fueran a África del Sur, donde parece que los necesitan.
—Debes de haberles producido una impresión condenadamente fuerte.
—¡Ya lo creo! Ahora han empezado a hacerme regalos. O por lo menos Claude. Anoche insistió en que aceptara esta pitillera. Vino al teatro y no quiso irse hasta que se la acepté. He de decir que no es mala.
No lo era. Era un chisme francamente lujoso, de oro con un diamante engarzado en el centro. Y lo curioso era que tenía la idea de haber visto anteriormente una pitillera muy parecida en alguna parte. ¿Cómo diablos había sido capaz Claude de desenterrar el dinero para comprarla? Esto era más de lo que yo podía imaginar.
El día siguiente fue miércoles, y como el objeto de su devoción debía actuar en función de tarde, los muchachos estuvieron, por decirlo así, francos de servicio. Claude había ido con sus patillas al Hurst Park y Eustace y yo estábamos en el piso charlando. Por lo menos, él hablaba y yo estaba esperando que se marchase.
—El amor de una mujer buena, Bertie —andaba diciendo—, debe de ser una cosa maravillosa. A veces… ¡Dios mío! ¿Qué es eso?
La puerta de entrada se habla abierto y desde el vestíbulo llegaba el sonido de la voz de tía Agatha preguntando si yo estaba en casa. Tía Agatha tiene una de esas voces altas y penetrantes, pero aquélla fue la primera vez que me alegré de ello. Quedaban escasamente dos segundos para despejar el camino, pero a Eustace le resultaron suficientes para esconderse debajo del sofá. Su último zapato acababa de desaparecer cuando ella entró.
Presentaba un aspecto preocupado. Me parecía a la sazón que todo el mundo lo presentaba.
—Bertie —dijo—, ¿cuáles son tus planes inmediatos?
—¿Qué quieres decir? Esta noche voy a cenar con…
—No, no quiero decir esta noche. ¿Estarás ocupado en los próximos días? Naturalmente, no lo estarás —continuó, sin aguardar mi contestación—. Pero de eso hablaremos más tarde. Lo que he venido a decirte ahora es que deseo que vayas con tu pobre tío George a Harrogate unas semanas. Cuanto más pronto puedas marcharte, mejor será.
Eso me pareció tan inconcebible que emití un aullido de protesta. Tío George está muy bien, pero no puedo con él. Intentaba decírselo cuando ella me impuso silencio.
—Si no eres un hombre que careces enteramente de corazón, Bertie, harás lo que te pido. Tu tío George ha sufrido una fuerte conmoción.
—¿Cómo, otra?
—Piensa que sólo un absoluto reposo y una cuidadosa asistencia médica pueden hacer volver su sistema nervioso a su estado normal. Parece que años atrás sacó cierto provecho de las aguas del Harrogate, y ahora quiere ir allí. Opinamos que no debe estar solo, de modo que deseo que lo acompañes.
—¡Pero, tía!
—¡Bertie!
Hubo una pausa en la conversación.
—¿Qué conmoción ha sufrido? —pregunté.
—Entre nosotros —dijo tía Agatha, bajando la voz de un modo impresionante—, me inclino a creer que todo el asunto es el resultado de una imaginación sobreexcitada. Perteneces a la familia, Bertie, y puedo hablar libremente contigo. Sabes tan bien como yo que durante muchos años tu pobre tío George no ha sido un… es decir, ha… desarrollado la costumbre de… ¿cómo lo diría?
—¿De agarrarla de vez en cuando?
—¿Perdona?
—¿De coger alguna que otra cogorza?
—No me agrada en absoluto tu modo de hablar, pero he de confesar que quizá no ha sido todo lo moderado que fuera de desear. Tiene los nervios a flor de piel y… Bueno, el hecho es que ha sufrido una conmoción.
—Sí, pero ¿qué conmoción?
—Eso es lo que resulta tan difícil inducirle a explicar con alguna precisión. Con todas sus cualidades, tu tío George tiene tendencia a volverse incoherente cuando está fuertemente turbado. Por lo que pude comprender, parece haber sido víctima de un robo.
—¡De un robo!
—Dice que un extraño hombre con patillas y una nariz peculiar entró en su piso de Jermyn Street durante su ausencia y le robó unas cuantas cosas. Dice que al regresar encontró al hombre en su salita de estar. Al verlo se precipitó inmediatamente hacia la puerta y desapareció.
—¿Tío George?
—No, el hombre. Y, según tu tío George, había robado una valiosa pitillera. Pero yo me inclino a pensar que todo es producto de su imaginación. No ha sido el mismo desde el día en que creyó ver a Eustace por la calle. De modo que me gustaría, Bertie, que estuvieras preparado para ir con él a Harrogate el sábado, todo lo más tarde.
Se marchó y Eustace salió arrastrándose de debajo del sofá. El muchacho estaba muy emocionado, y yo también, a decir verdad. La idea de unas semanas con tío George en Harrogate parecía ponerlo todo negro.
—¿De modo que allí fue de dónde sacó aquella pitillera el condenado? —dijo Eustace amargamente—. ¡Qué jugarreta tan sucia! ¡Tendría que estar en la cárcel!
Y con una elocuencia que me sorprendió a mí mismo, le eché un buen sermón durante quizá diez minutos sobre el tema de su deber para con la familia y otras cosas por el estilo. Apelé a su sentido de la decencia. Hice un fuerte elogio del África del Sur. Dije todo lo que se me ocurrió, y muchas cosas dos veces. Pero todo lo que el desgraciado hizo fue balbucir a propósito de la bajeza de su condenado hermano al darle la puñalada por la espalda con el asunto de la pitillera. Parecía pensar que Claude, al hacer el gentil obsequio, le había tomado una considerable delantera; y hubo una escena penosa cuando éste volvió de Hurst Park. Pude oírles hablar hasta una hora avanzada de la noche, mucho después de haberme yo metido en cama. No he conocido a nadie que duerma menos.
Después de esto, las cosas se volvieron un poco más tensas en el piso, puesto que Claude y Eustace no estaban en buenas relaciones entre sí. Yo soy de la opinión de que en casa debe reinar cierta armonía, y era deprimente tener que vivir con dos individuos que no querían admitir la existencia del otro.
Era de suponer que la cosa no podría continuar así por mucho tiempo y, ¡por Júpiter!, que no continuó. Pero si alguien me hubiese visto el día antes y me hubiese dicho lo que pasaría, yo me habría limitado a sonreír débilmente. Quiero decir que me había acostumbrado tanto a pensar que nada que no fuera una explosión de dinamita lograría desalojar a esos dos pollos de mi casa que, cuando Claude se me acercó el viernes por la mañana y me comunicó la noticia, apenas logré creer lo que oía.
—Bertie —dijo—, lo he pensado bien.
—¿El qué? —pregunté.
—Todo el asunto. Eso de quedarme en Londres cuando debiera estar en África del Sur. No es decente —dijo Claude—. No es justo. Y en pocas palabras, Bertie, me marcho mañana.
Tuve un fuerte sobresalto.
—¿De veras? —farfullé.
—Sí. Si no te molesta —dijo Claude—, envía a Jeeves a comprar un billete para mí. Me temo que tendré que pedirte el dinero para el pasaje, muchacho. ¿No te importa?
—¡Que si me importa! —dije, asiendo su mano con fervor.
—Todo marcha bien, pues. ¡Ah!, oye, no dirás una palabra a Eustace de todo esto, ¿verdad?
—Pero ¿no se va él también?
Claude se estremeció.
—No, a Dios gracias. La idea de estar enjaulado a bordo de un barco con ese tipo me produce náuseas. No, ni una palabra a Eustace. Oye, supongo que es posible obtener un camarote en un corto plazo, ¿no es así?
—¡Ya lo creo que sí! —dije. Antes que perder esta oportunidad hubiera comprado el condenado buque.
—Jeeves —dije, precipitándome en la cocina—, vaya con la máxima celeridad a las oficinas de la Unión-Castle y reserve un camarote en el barco de mañana para el señorito Claude. Nos deja, Jeeves.
—Sí, señor.
—El señorito Claude no quiere que se diga una palabra de esto al señorito Eustace.
—No, señor. El señorito Eustace me pidió lo mismo cuando me encargó que le reservara un camarote en el buque de mañana.
Le miré boquiabierto:
—¿Se marcha también?
—Sí, señor.
—¡Qué curioso!
—Sí, señor.
Si las circunstancias hubieran sido distintas de como eran, en este punto me habría mostrado muy efusivo con Jeeves. Habría brincado a su alrededor y me habría entregado a ruidosas manifestaciones y muchas cosas más. Pero aquellos botines formaban todavía una barrera, y lamento decir que yo me había aprovechado de la ocasión para ser un poco duro con él. Quiero decir que él había sido tan condenadamente terco y poco simpático, aun cuando sabía perfectamente que su joven amo estaba metido en un brete y que era su deber apoyarlo, que no pude menos de observar que este feliz desenlace se había logrado sin ninguna ayuda por su parte.
—Y eso es todo, Jeeves —dije—. El episodio ha concluido. Sabía que las cosas se arreglarían por sí solas si se daba tiempo al tiempo y si uno no se dejaba agobiar por ellas. Muchos tipos, en mi lugar, se hubieran dejado agobiar por ellas, Jeeves.
—Sí, señor.
—Quiero decir que habrían echado a correr pidiendo ayuda y consejos y todo lo demás a la gente.
—Es muy posible, señor.
—Pero yo no, Jeeves
—No, señor.
Lo dejé cavilando.
Ni siquiera la idea de tener que ir a Harrogate con tío George podía deprimirme aquel sábado, cuando miré a mi alrededor, en el piso, y me di cuenta de que Claude y Eustace no se hallaban en él. Habían salido cautelosamente y por separado inmediatamente después de desayunar; Eustace para coger el tren de enlace en Waterloo, Claude para ir al garaje donde guardaba mi coche. No quise correr el riesgo de que los dos se encontraran en Waterloo y cambiaran de parecer, de modo que sugerí a Claude que quizá le resultara más agradable ir a Southampton por carretera.
Estaba tumbado sobre el sofá mirando tranquilamente las moscas en el techo y convenciéndome de lo maravilloso que es este mundo, cuando Jeeves entró con una carta.
—Un mensajero ha traído esto, señor.
Abrí el sobre y lo primero que cayó de él fue un billete de cinco libras.
—¡Caramba! —dije—. ¿Qué diantre es esto?
La carta estaba garrapateada en lápiz y era muy corta:
Querido Bertie: Hazme el favor de entregar el billete adjunto a tu criado y decirle que desearía poderle dar algo más. Me ha salvado la vida. Éste es el primer día feliz que he tenido desde hace una semana.
Tuya,
M. W.
Jeeves estaba en pie, sosteniendo el billete de cinco libras que había caído al suelo.
—Puede quedárselo —dije—. Parece estarle destinado.
—¿Señor?
—Digo que el billete de cinco libras es para usted, aparentemente. Miss Wardour se lo envía.
—Esto es muy amable por su parte, señor.
—¿Por qué diablos le está mandando billetes de cinco libras? Dice que usted le salvó la vida.
—Ella sobreestima mis servicios, señor.
—Pero ¿cuáles fueron sus servicios, maldita sea?
—Se trata del asunto del señorito Claude y del señorito Eustace, señor. Esperaba que miss Wardour no se referiría a ello pues no quería que usted pensara que me había tomado ciertas libertades.
—¿Qué quiere decir?
—Dio la coincidencia de que yo me hallaba en la habitación mientras miss Wardour se quejaba amargamente de cómo el señorito Claude y el señorito Eustace le imponían su compañía. Creía que en estas circunstancias se me podría disculpar que sugiriera una pequeña treta para permitirle evitar sus atenciones.
—¡Bondad divina! ¿No querrá decir que es usted el causante de su marcha?
Esto me hacía experimentar la sensación de un pobre borrico. Quiero decir que después de haberle hablado de aquella manera a propósito de que lo había conseguido todo sin su ayuda, no me parecía muy lucida mi posición.
—Se me ocurrió que si miss Wardour informaba al señorito Claude y al señorito Eustace por separado que tenía el propósito de marchar al África del Sur para cumplir un contrato teatral, se podría obtener el resultado apetecido. Parece ser que mis suposiciones fueron justas, señor. Los jóvenes se lo tragaron, si es que puedo emplear esta expresión.
—Jeeves —dije—. Nosotros, los Wooster, podemos cometer equivocaciones, pero nunca somos demasiado orgullosos para no confesarlo. Usted es de lo que no hay.
—Muchísimas gracias, señor.
—Ah, pero oiga. —Un pensamiento espantoso me atravesó la mente—. Cuando estén en el barco y se den cuenta de que ella no está allí, ¿no volverán?
—Previne esta posibilidad, señor. Por consejo mío, miss Wardour comunicó a los jóvenes que se proponía viajar por tierra firme hasta Madeira y coger allí el barco.
—¿Y dónde hacen escala después de Madeira?
—En ninguna parte, señor.
Por un momento me quedé anonadado, dejando que la cosa penetrara en mi cerebro. Aún me parecía existir una última grieta.
—La lástima es —dije— que en un barco tan grande podrán evitar encontrarse. Quiero decir que me hubiera gustado saber que Claude gozaría mucho con la compañía de Eustace, y viceversa.
—Creo que será así, señor. Obtuve un camarote de lujo con dos camas. El señorito Claude ocupará una de ellas y el señorito Eustace la otra.
Suspiré excitado. Parecía una condenada lástima que en tal estado de cosas tuviese que marchar a Harrogate con mi tío George.
—¿Ya ha empezado usted a preparar las maletas, Jeeves? —pregunté.
—¿Las maletas, señor?
—Para ir a Harrogate. He de trasladarme allí hoy con sir George.
—Desde luego, señor. Olvidé decírselo. Sir George telefoneó esta mañana mientras usted aún dormía y dijo que había cambiado de planes. No tiene intención de ir a Harrogate.
—¡Ah, qué maravilla!
—Pensé que podía agradarle, señor.
—¿Qué le hizo cambiar de planes? ¿Lo dijo?
—No, señor. Pero tengo entendido, por su ayuda de cámara, Stevens, que se siente mucho mejor y no necesita, por ahora, una cura de reposo. Me tomé la libertad de dar a Stevens la receta de aquel preparado mío que siempre obtuvo la aprobación de usted. Stevens me dice que sir George le comunicó esta mañana que se siente como un hombre nuevo.
Bueno, sólo quedaba una cosa por hacer, y la hice. No digo que no me doliera, pero no había otra alternativa.
—Jeeves —dije—, aquellos botines…
—¿Sí, señor?
—¿Realmente le desagradan a usted?
—Intensamente, señor.
—¿No cree que el tiempo pueda inducirle a cambiar de opinión?
—No, señor.
—Muy bien, pues. Muy bien. No diga nada más. Puede usted quemarlos.
—Muchísimas gracias, señor. Ya lo hice. Antes de preparar el desayuno de esta mañana. Un gris discreto le conviene mucho más, señor. Gracias, señor.