Había prometido al joven Bingo que nos encontraríamos al día siguiente para decirle lo que pensaba de su infernal Charlotte, y deambulaba tranquilamente St. James Street arriba, intentando pensar cómo diablos podía explicarle, sin herir sus sentimientos, que la consideraba una de las cosas más repulsivas de la tierra, cuando salieron del Devonshire Club el viejo Bittlesham y Bingo en persona. Alargué el paso y los alcancé.
—¡Hola! —dije.
El resultado de este sencillo saludo fue algo que se parecía a un choque. El viejo Bittlesham tembló de pies a cabeza como un flan sacudido. Sus ojos se desorbitaron y su cara adquirió un tono verdoso.
—¡Míster Wooster! —Pareció recobrarse un poco, como si yo no fuera lo peor que hubiera podido sucederle—. Me ha causado un fuerte sobresalto.
—¡Oh, lo siento!
—Mi tío —dijo el joven Bingo con voz sorda y apagada— no está muy en sus cabales esta mañana. Ha recibido una carta llena de amenazas.
—Empiezo a temer por mi vida —dijo el viejo Bittlesham.
—¿Una carta llena de amenazas?
—Escrita —dijo el viejo Bittlesham— por una mano inculta y redactada en términos de indudable hostilidad. Míster Wooster, ¿recuerda usted a un hombre barbudo y siniestro que me asaltó con palabras poco moderadas en Hyde Park el pasado domingo?
Me sobresalté y eché una mirada al joven Bingo. Lo único que expresaba su rostro era una grave y amable preocupación.
—¡Oh… si! —dije—. Un hombre barbudo. Un tío con barbas.
—¿Podría usted identificarlo, si fuese necesario?
—Bueno, yo… hmm… ¿Qué quiere decir?
—El hecho es, Bertie —dijo Bingo—, que pensamos que ese hombre barbudo está detrás de todo ese asunto. Casualmente pasaba yo anoche, ya tarde, por la Pounceby Gardens, donde vive tío Mortimer, y al encontrarme delante de su casa vi a un individuo bajar rápidamente los peldaños de un modo furtivo. Probablemente acababa de echar la carta en el buzón de la puerta. Me percaté de que tenía barba. Sin embargo, no pensé más en el asunto hasta esta mañana cuando tío Mortimer me enseñó la carta que había recibido y me habló del tipo del parque. Voy a efectuar unas investigaciones.
—Hay que informar a la policía —dijo lord Bittlesham.
—No —dijo el joven Bingo, con firmeza—, aún no. Me estorbaría. No te preocupes, tío; creo poder seguir la pista de ese hombre. Déjame a mí. Ahora te pongo en un taxi y me quedaré discutiendo el asunto con Bertie.
—Eres un buen muchacho, Richard —dijo el viejo Bittlesham.
Lo metimos en el primer taxi que encontramos y nos fuimos. Me volví y miré fijamente al joven Bingo.
—¿Fuiste tú quien envió esa carta? —pregunté.
—¡Ya lo creo! ¡Deberías haberla visto, Bertie! Una de las mejores cartas conminatorias que he escrito en mi vida.
—Pero ¿qué sentido tiene todo eso?
—Bertie, hijo mío —dijo Bingo, cogiéndome seriamente de la manga—. Me ha impulsado una razón excelente. La posteridad podrá decir cuanto quiera de mí, pero jamás podrá decir una cosa: no tengo una sólida cabeza de hombre de negocios. ¡Mira eso!
Agitó un pedazo de papel ante mis ojos.
—¡Atiza!
Era un cheque, un verdadero cheque de cincuenta machacantes, firmado por Bittlesham y a la orden de R. Little.
—¿Para qué te ha dado eso?
—Para gastos —dijo Bingo, volviéndoselo a meter en el bolsillo—. No supondrás que una investigación así se pueda efectuar sin gasto alguno, ¿verdad? Ahora voy al banco y con eso les daré la sorpresa padre. Luego iré a ver a mi corredor y apostaré la suma entera por Brisa del Océano. Lo que uno necesita en situaciones de esta índole, Bertie, es tacto. Si hubiera ido a ver a mi tío para pedirle cincuenta machacantes, ¿los habría obtenido? ¡No! Pero con tacto… ¡Oh! A propósito, ¿qué opinas de Charlotte?
—Bueno… hmm…
El joven Bingo me acarició afectuosamente la manga.
—Lo sé, amigo, lo sé. No intentes buscar palabras. Te ha dejado estupefacto, ¿verdad? Te ha dejado sin palabras, ¿no? ¡Dímelo a mí! Es el efecto que produce a todo el mundo. Bueno, aquí te dejo, muchacho. ¡Ah! Antes de separarnos… ¡Butt! ¿Qué te parece Butt? El peor disparate de la naturaleza, ¿no crees?
—He de decir que he visto, almas más alegres.
—Creo que lo hemos derrotado, Bertie. Charlotte irá esta tarde conmigo al parque zoológico. Sola. Y luego iremos al cine. Eso parece el principio del fin, ¿verdad? Bueno, hasta otra, amigo de mi juventud. Si no tienes nada que hacer esta mañana, podrías pasearte por Bond Street y escoger el regalo de bodas.
Después de esto perdí de vista a Bingo. Un par de veces dejé, en el club, recado de que me llamara por teléfono, pero no lo hizo. Me figuré que estaría demasiado ocupado para contestar. Los Hijos del Amanecer Rojo también desaparecieron de mi vida, si bien Jeeves me dijo haber encontrado al camarada Butt una noche y haber charlado un ratito con él. Me comunicó que Butt estaba más sombrío que nunca. En la competición por la corpulenta Charlotte, Butt había, aparentemente, perdido mucho terreno.
—Míster Little parece haberlo eclipsado por completo, señor —dijo Jeeves.
—¡Malas noticias, Jeeves, malas noticias!
—Sí, señor.
—Supongo que la conclusión, Jeeves, es que cuando el joven Bingo se quita realmente la americana y se lanza de cabeza, no hay poder divino o humano que le impida hacer cualquier estupidez.
—Eso parece, señor —dijo Jeeves.
Luego llegó el Goodwood y yo desenterré mi mejor traje y me fui a ver la carrera.
Nunca sé, cuando relato una historia, si tengo que limitarme a los meros hechos o bien he de entrar en pormenores y describir la atmósfera y otras cosas semejantes. Quiero decir que muchos, sin duda, adornarían esta narración con una larga descripción del Goodwood, haciendo resaltar el cielo azul, la ondulante perspectiva, la alegre masa de los rateros y la no menos alegre masa de sus víctimas…, en una palabra, lo que ustedes gusten. Pero creo que más vale dejarlo correr. Incluso queriendo dar detalles de la reunión, no creo que tendría el valor de hacerlo. La cosa es demasiado reciente. El dolor aún no ha podido desaparecer. Lo que sucedió, ¿saben?, fue que Brisa del Océano (¡maldita sea!) hizo un papel muy poco lucido en la carrera. Créanme, muy poco lucido.
Estos son los momentos que ponen a prueba las almas de los hombres. Nunca es agradable que lo atrapen a uno cuando el favorito resulta una calamidad, y en el caso de este condenado animal, uno había llegado a considerar la carrera corrió una pura formalidad, una especie de extraña ceremonia antigua que se debía presenciar forzosamente antes de acercarse al corredor de apuestas y cobrar. Había salido del hipódromo para intentar olvidar, cuando me topé con el viejo Bittlesham, que estaba tan trastornado y colorado, y tenía los ojos tan desorbitados, que yo alargué sencillamente mi mano y estreché la suya en silencio.
—¡Yo también! —dije—. Yo también. ¿Cuánto perdió usted?
Lord Bittlesham pareció asombrarse.
—¿Perdí?
—Con Brisa del Océano.
—No aposté por Brisa del Océano.
—¿Cómo? ¡El favorito para la copa es suyo, y no lo ha respaldado usted!
—Nunca apuesto en las carreras. Es contrario a mis principios. Me han dicho que el animal no consiguió ganar la competición.
—¡Que no consiguió ganar! Hombre, estaba tan lejos que casi llegó el primero en la carrera siguiente.
—¡Cuernos!
—Esa es la expresión justa —asentí. Luego me extrañó su aspecto—. Pero si usted no ha perdido nada en la carrera —dije—, ¿por qué está tan fuera de sí?
—¡Ese individuo está aquí!
—¿Qué individuo?
—El hombre de las barbas.
Ustedes comprenderán cuán profundamente había penetrado el hierro en mi alma, cuando les diga que aquella fue la primera vez que dediqué un pensamiento al joven Bingo. Repentinamente me acordé de que él me había dicho que iría a Goodwood.
—Está echando un inflamatorio discurso, en este mismísimo momento, dirigido especialmente contra mí. ¡Venga! Está en ese grupo. —Me arrastró consigo y usando científicamente de su peso; se abrió paso hasta la primera fila—. ¡Mire! ¡Escuche!
No cabía duda de que el joven Bingo estaba diciendo cosas muy fuertes. Inspirado por el dolor de haber colocado su pequeña fortuna a favor de un rocín que ni siquiera había llegado entre los seis primeros, atacaba sin contemplaciones la negrura de corazón de los plutocráticos propietarios que habían permitido creer a un público confiado que un caballo era una centella, cuando no podía trotar una docena de metros sin cruzar las patas y pararse a descansar. Luego procedió a esbozar un cuadro en extremo conmovedor: el de la ruina del hogar de un trabajador, debida a la deshonestidad de los propietarios de caballos. Nos hizo ver al trabajador, lleno de optimismo y buena fe, creyendo cada palabra que leía en los periódicos referente a la forma de Brisa del Océano; privando de la comida a su mujer y a sus hijos para poder apostar por el noble bruto; no bebiendo cerveza para poder añadir un chelín más; vaciando la hucha de su hijito con una aguja de sombrero la víspera de la carrera; y finalmente sumiéndose en la ruina más absoluta. Fue extremadamente impresionante. Pude ver al viejo Rowbotham haciendo con la cabeza suaves señales de aprobación, mientras el pobre Butt miraba al orador con mal disimulados celos. El auditorio estaba pendiente de sus labios.
—Pero ¿qué le importa a lord Bittlesham —gritó Bingo— si el pobre trabajador pierde los ahorros tan duramente adquiridos? Os digo, amigos y camaradas, que podéis hablar, que podéis discutir, que podéis aclamar, y que podéis presentar proposiciones, pero lo que vosotros necesitáis es acción. ¡Acción! ¡El mundo no será un lugar apropiado en donde puedan vivir los hombres honrados, hasta que la sangre de lord Bittlesham y de sus semejantes no afluya por los arroyos de Park Lane!
Del populacho, que supongo había apostado en su mayoría por el maldito jamelgo, y lo sentía profundamente, se levantaron rugidos de aprobación. El viejo Bittlesham pegó un salto en dirección a un corpulento y triste policía que contemplaba la escena, y pareció instarle a que interviniera. El policía se atusó el bigote y sonrió suavemente, pero esto fue todo lo que parecía dispuesto a hacer; y el viejo Bittlesham volvió hasta donde yo me hallaba, resoplando con furia.
—¡Es monstruoso! Ese hombre amenaza positivamente mi seguridad personal, y el policía se niega a intervenir. Dijo que no eran más que palabras. ¡Palabras! ¡Es monstruoso!
—¡De acuerdo! —dije, pero no puedo afirmar que esto le animara mucho.
El camarada Butt habla ocupado ahora el centro del estrado. Su voz resonaba como una trompeta del día del Juicio y se podía oír cada una de sus palabras, pero en realidad no parecía tener éxito. Supongo que esto se debía a que era demasiado impersonal, si ésta es la palabra adecuada. Después del discurso de Bingo el auditorio estaba en unas condiciones de espíritu que requerían algo mucho más mordaz que unas meras observaciones generales a propósito de la causa. Empezaban a bombardear con sarcasmos al pobre desgraciado, cuando éste se detuvo en medio de una frase, y observé que estaba mirando fijamente al viejo Bittlesham.
La muchedumbre pensó que tenía la garganta seca.
—Tómese una pastilla —sugirió alguien.
El camarada Butt se recobró con un sobresalto, e incluso desde donde me hallaba pude ver que un resplandor malvado brillaba en sus ojos.
—¡Ah! —gritó—. Podéis burlaros, camaradas; podéis mofaros y sonreír con desprecio, y podéis ponerme en ridículo; pero dejadme deciros que el movimiento se extiende cada día más. Sí, incluso se va extendiendo entre las llamadas clases superiores. Puede que me creáis cuando os diga que aquí, en este mismísimo lugar, tenemos en nuestro pequeño grupo a uno de nuestros más ardientes colaboradores, el sobrino del mismo lord Bittlesham cuyo nombre silbabais hace un momento.
Y antes de que el pobre Bingo se enterase de lo que pasaba, Butt alargó una mano y le agarró la barba. Ésta se desprendió completamente y, por bueno que hubiera sido el discurso de Bingo, no fue absolutamente nada comparado con el efecto que produjo esta simple acción. Oí que el viejo Bittlesham emitía un corto y sofocado grito de asombro; luego, cualquier observación que hubiera podido hacer fue ahogada por unos aplausos atronadores.
He de decir que en esta crisis el joven Bingo obró con mucha decisión y entereza. Agarrar al camarada Butt por el cuello e intentar estrangularlo fue trabajo de un momento. Pero antes de que pudiese obtener cualquier resultado, el triste policía, animándose como por arte de magia, se lanzó a la carga y, un minuto después, se estaba abriendo paso entre la muchedumbre con Bingo en la mano derecha y el camarada Butt en la izquierda.
—Déjeme pasar, señor, por favor —dijo cortésmente cuando llegó frente al viejo Bittlesham, que obstruía el camino.
—¿Eh? —dijo el viejo Bittlesham, aún atontado.
Al oír su voz, el joven Bingo levantó rápidamente la vista desde la sombra que proyectaba la mano derecha del policía y, al hacerlo, pareció aflojarse como un balón deshinchado de golpe. Se dobló como un lirio marchito, y luego continuó su camino arrastrando los pies. Tenía el aire de un hombre que hubiera sido apaleado.
A veces, cuando Jeeves me trae el té matutino, después de haberlo dejado en la mesita de noche se desliza silenciosamente fuera de la habitación y me deja tomarlo a solas; otras veces se queda respetuosamente en medio de la alfombra, y entonces sé que quiere decirme una palabra o dos. Al día siguiente de haber vuelto de Goodwood, yacía yo de espaldas, mirando fijamente al techo, cuando me di cuenta de que él se hallaba todavía en mi presencia.
—¡Ah, hola! —dije—. ¿Qué ocurre, Jeeves?
—Míster Little ha venido a primera hora, señor.
—¡Oh, por Júpiter! ¿Le contó lo ocurrido?
—Sí, señor. Por eso quería ver al señor. Se propone retirarse al campo y quedarse allí una temporada.
—Realmente sensato.
—Esta fue también mi opinión, señor. Sin embargo, tenía que vencer una pequeña dificultad financiera. Me tomé la libertad de prestarle diez libras en su nombre para cubrir los gastos corrientes. Espero que mereceré su aprobación, señor.
—¡Oh, desde luego! Coja un billete de diez libras de la cómoda.
—Perfectamente, señor.
—Jeeves —dije.
—¿Señor?
—Lo que me intriga es cómo diablos ocurrió la cosa. Quiero decir, ¿cómo llegó a enterarse Butt de su verdadera personalidad?
Jeeves tosió.
—En esto, señor, temo que se me pueda reprochar algo.
—¿A usted? ¿Cómo?
—Me temo que, inadvertidamente, pueda haber revelado la identidad de míster Little a míster Butt cuando tuve aquella conversación con él.
Me incorporé en el lecho.
—¿Qué?
—En efecto, ahora que pienso en aquel incidente, señor, recuerdo claramente haber dicho que el trabajo de míster Little para la causa me parecía merecer realmente el agradecimiento del público. Lamento haber sido el motivo de un momentáneo enfriamiento entre míster Little y Su Señoría. Y temo que el asunto presente además otro aspecto. También soy responsable de la rotura de relaciones entre míster Little y la joven dama que vino a tomar el té.
Me incorporé de nuevo. Es una cosa extraña, pero el aspecto ventajoso del asunto se me habla escapado por entero hasta aquel momento.
—¿Quiere decir que todo ha terminado?
—Completamente, señor. Comprendí, por las palabras de míster Little, que sus esperanzas en esa dirección pueden ser consideradas ahora definitivamente extinguidas. Si no hubiese otro obstáculo, el padre de la señorita, me informó míster Little, le considera un espía y un impostor.
—¡Bueno, me deja pasmado!
—Parece ser que inadvertidamente han causado muchos disgustos, señor.
—Jeeves! —dije.
—¿Señor?
—¿Cuánto dinero hay en la cómoda?
—Además del billete de diez libras que usted me mandó coger, señor, hay dos billetes de cinco libras, tres de una libra, uno de diez chelines, dos medias coronas, un florín, cuatro chelines, una moneda de seis peniques y un medio penique, señor.
—Quédeselo todo —dije—. Se lo ha ganado usted.