Capítulo X
La pasmosa vistosidad de un botones de ascensor.

El papel que George había escrito para Cyril ocupaba unas dos páginas del manuscrito; pero habría podido ser el Hamlet, por el modo como aquel pobre y despistado cabeza de chorlito se consumía hasta los huesos estudiándolo. Creo que le oí recitar su papel un centenar de veces durante el primer par de días. Parecía creer que el único sentimiento que despertaba en mí aquel asunto era el de una entusiasta admiración, y que podía contar con mi ayuda y simpatía. Así, entre intentar imaginar cómo tía Agatha tomaría el asunto y el ser despertado a altas horas de la noche para dar mi opinión sobre alguna nueva idea que Cyril había inventado, me estaba yo convirtiendo más o menos en una sombra. Entretanto, Jeeves se mantenía frío o alejado por culpa de los calcetines purpúreos. Son éstas las cosas que envejecen a un muchacho, ¿saben?, y que hacen que su juvenil joie de vivre se torne vacilante y temblorosa.

En medio de todo eso llegó la carta de tía Agatha. Necesitó unas seis páginas para hacer justicia a los sentimientos del padre de Cyril respecto a las intenciones que tenía de entrar en el teatro, y cerca de seis más para hacerme una especie de esbozo de lo que ella diría, pensaría y haría si yo no lo mantenía alejado de toda influencia dañina mientras estuviese en América. La carta llegó en el reparto de la tarde y me dejó con la firme convicción de que no era cosa que debía guardar para mí. Ni siquiera me entretuve en tocar el timbre: me precipité hacia la cocina, llamando a Jeeves, y caí en medio de una reunión de personas extrañas. Sentado a la mesa había un tipo de aspecto deprimido que hubiera podido ser ayuda de cámara o algo parecido, y un muchacho con un traje Norfolk. El ayuda de cámara estaba bebiendo un whisky con soda, y el muchacho se regalaba con confitura y pasteles.

—¡Oiga, Jeeves! —dije—. Siento interrumpir esta pequeña fiesta de confraternidad, pero…

Entonces la mirada del muchacho me hirió como una bala y me interrumpió en mi discurso. Tenía unos ojos fríos, viscosos y acusadores, de esos que le hacen correr a uno a ver si lleva la corbata torcida: y me miraba como si yo fuese una porquería que el gato hubiese traído después de pasear entre los cubos de basura del vecindario. Era un mozalbete gordito, con muchas pecas y mucha confitura en la cara.

—¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! —dije—. ¿Qué hay?

No parecía tener muchas cosas más que decir.

El chico me miró de un modo desagradable a través de la confitura. Tal vez me encontrara simpático a primera vista, pero la primera impresión que me dio fue que no me tenía una gran consideración y que no apostaba mucho a que yo mejoraría sensiblemente conociéndome más a fondo. Tuve la sensación de que le resultaba tan agradable como un conejo frío a la galesa.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó.

—¿Cómo me llamo? Oh, Wooster, ¿sabes?, o como quieras.

—¡Mi padre es más rico que usted!

Esto pareció ser todo, por lo que a mí se refería. El chico, habiendo dicho lo que tenía que decir, dedicó nuevamente su atención a la confitura. Yo me volví hacia Jeeves.

—Oiga, Jeeves, ¿puede disponer de un momento? Quisiera enseñarle algo.

—Muy bien, señor.

Volvimos al salón.

—¿Quién es su pequeño amigo, ese rayito de sol, Jeeves?

—¿El joven caballero, señor?

—Es un modo un tanto indeterminado de describirlo, pero entiendo lo que quiere usted decir.

—Espero no haberme tomado demasiada libertad al obsequiarlo, señor.

—En absoluto. Si esto constituye para usted una tarde divertida, continúe.

—Dio la casualidad de que encontré al joven caballero mientras paseaba con el ayuda de cámara de su padre, y como había intimado bastante con éste en Londres, me tomé la libertad de invitarles a los dos a venir aquí.

—Bueno, no se preocupe por eso, Jeeves. Lea esta carta.

La leyó de arriba abajo.

—¡Muy molesto, señor! —fue todo lo que dijo.

—¿Qué vamos a hacer?

—El tiempo dará la solución.

—Pero también es posible que no la dé, ¿verdad?

—Absolutamente cierto, señor.

Habíamos llegado hasta aquí, cuando sonó el timbre de la puerta. Jeeves salió a abrir, y Cyril se presentó lleno de buen humor y jovialidad.

—Oiga, Wooster, amigo —dijo—, necesito saber su opinión. Ya conoce usted el papel que me han dado. ¿Cómo he de vestirme para salir a escena? El primer acto se desarrolla en un hotel, hacia las tres de la tarde. ¿Qué cree usted que debo ponerme?

No me sentía dispuesto a sostener una discusión a propósito de prendas masculinas.

—Haría usted mejor consultando a Jeeves —dije.

—¡Ésta sí que es una idea excelente y nada prematura! ¿Dónde está?

—Supongo que habrá vuelto a la cocina.

—Tocaré el timbre, ¿verdad? Sí. ¿No?

—Muy bien.

Jeeves entró silenciosamente.

—Oiga, Jeeves —comenzó Cyril—. Sólo quiero intercambiar una sílaba o dos con usted. Se trata de… ¿Hola, quién es ése?

Entonces me percaté de que el mocito regordete había entrado en la habitación detrás de Jeeves. Se quedó cerca de la puerta contemplando a Cyril como si sus peores temores se hubieran realizado. Reinó un breve silencio. El niño permaneció inmóvil, bebiéndose materialmente a Cyril durante cerca de medio minuto; luego emitió su veredicto:

—¡Cara de pescado!

—¿Eh? ¿Qué? —exclamó Cyril.

El chico, que evidentemente había aprendido sobre las rodillas de su madre a decir la verdad, especificó un poco más su opinión.

—¡Tiene usted la cara igual que la de un pescado!

Hablaba como si Cyril más bien mereciera ser compadecido que censurado, cosa que, he de confesarlo, me pareció bastante decente y generosa por su parte. No me importa admitir que, cada vez que miraba la cara de Cyril, había experimentado la sensación de que si la tenía como la tenía, era por su culpa. Me di cuenta de que empezaba a simpatizar con aquel chiquillo. Por completo. Me agradaba su conversación.

Al parecer, Cyril necesitó un momento para comprender la cosa, y luego ustedes hubieran podido oír la sangre de los Bassington-Bassington que comenzaba a hervir.

—¡Bueno; que me emplumen! —dijo—. ¡Que me emplumen, si ya no lo estoy!

—Yo no quisiera tener una cara como ésta —continuó el chico con seriedad— aun cuando me dieran un millón de dólares. —Tras un momento de meditación se corrigió—: ¡Dos millones de dólares!

Yo no podría decir con exactitud lo que ocurrió entonces, pero los pocos minutos que siguieron fueron bastante excitantes. Supongo que Cyril debió de precipitarse sobre el niño. De todos modos, el aire pareció llenarse momentáneamente de brazos, piernas y otros miembros. Algo chocó contra el chaleco de Wooster a la altura exacta del tercer botón; me desplomé en el sofá y de momento perdí todo interés por las cosas de esta vida. Cuando me hube recobrado, vi que Jeeves y el niño se habían retirado ya y que Cyril estaba en el centro de la habitación, gruñendo un poco.

—¿Quién es esa bestezuela espantosa, Wooster?

—No lo sé. No lo había visto nunca hasta hoy.

—Le di un par de bofetadas tolerablemente sabrosas antes de que se fuera. Oiga, Wooster, ese chico dijo una cosa muy rara. Chilló algo a propósito de que Jeeves le había prometido un dólar si me llamaba… ejem… lo que dijo.

Eso me pareció muy improbable.

—¿Por qué tenía Jeeves que hacer eso?

—También a mí me pareció raro.

—¿Qué sentido tendría eso?

—Es lo que no logro entender.

—Quiero decir que a Jeeves no puede importarle la cara que tenga usted.

—¡No! —dijo Cyril.

Creo que me hablaba con cierta frialdad. No sé por qué.

—Bueno, me marcho. ¡Hasta la vista! —añadió.

—¡Adiós!

Aproximadamente una semana después de este extraño y breve episodio, George Caffyn me llamó y me preguntó si me gustaría ir a ver el ensayo general de su espectáculo. Parecía ser que Pregúntaselo a papá había de estrenarse fuera de la ciudad, en Schenectady, el lunes siguiente, y esto debía ser una especie de ensayo general del vestuario. Un ensayo preliminar para los trajes, explicó George, era lo mismo que un ensayo regular para los trajes, puesto que solía ser algo extraordinario y durar hasta las tantas; sin embargo, era más excitante porque no cronometraban la pieza y, por consiguiente, todas las personas que en tales ocasiones se dejan dominar por sus coléricas pasiones tenían carta blanca para las interrupciones, con el resultado de que todos pasaban un rato divertido.

El ensayo tenía que empezar a las ocho, de modo que llegué a las diez y cuarto para no tener que esperar demasiado antes de comenzar. El desfile de los trajes aún estaba en pleno apogeo. George se hallaba en el escenario hablando con un individuo en mangas de camisa y de tipo completamente redondo, con grandes gafas y una cúpula casi sin cabellos. Había visto a George una o dos veces en el club con aquel caballero, y sabía que era Blumenfield, el director. Saludé a George agitando una mano y me senté en una butaca, al final de la platea, para no estorbar cuando empezara la lucha. Luego George saltó del escenario y vino a reunirse conmigo, y a poco cayó el telón. El tipo que estaba al piano ejecutó un par de compases bien intencionados, y el telón se levantó nuevamente.

No recuerdo bien el argumento de Pregúntaselo a papá, pero sí sé que parecía desarrollarse muy bien sin mucha ayuda por parte de Cyril. Me quedé sorprendido al principio. Lo que quiero decir es que a fuerza de haber rumiado sobre Cyril y haberle oído en su papel y escuchado sus opiniones sobre lo que se debía y lo que no se debía hacer, supongo que se me había arraigado en la cabeza la impresión de que él era la espina dorsal del espectáculo y que el resto de la compañía no hacía sino entrar y llenar el vacío en los momentos en que no se hallara en escena. Llevaba ya cerca de media hora aguardando que hiciera su entrada, cuando súbitamente descubrí que había estado actuando desde el principio. Era, en realidad, el rufián de extraño aspecto que estaba apoyado contra una palmera, situada a un par de pies de distancia en la entrada izquierda, intentando mostrarse inteligente mientras la protagonista cantaba una canción en la que decía que el amor era algo que en este momento se me ha escapado de la memoria. Después del segundo refrán, Cyril se puso a bailar en compañía de una docena de otros pájaros igualmente extraños. Era un espectáculo penoso para alguien que tuviera presente la visión de tía Agatha buscando el hacha y el Bassington-Bassington padre poniéndose su más recio par de zapatos claveteados. ¡De veras!

La danza acababa de finalizar y Cyril y sus compañeros habían desaparecido entre bastidores, cuando una voz a mi derecha habló en la oscuridad:

—¡Papá!

El viejo Blumenfield dio unas palmadas, y el protagonista que estaba a punto de hacer brotar de su diafragma el verso siguiente, se calló. Escudriñé en las sombras. ¡Pues no era el pequeño compañero pecoso de Jeeves! Bajaba por el pasillo con las manos en los bolsillos como si el teatro le perteneciera. Un aire de respetuosa atención parecía llenar el edificio.

—Papá —dijo el muchachito—, ese número no vale un pepino.

El viejo Blumenfield le dirigió una mirada radiante por encima de los hombros.

—¿No te gusta, querido?

—Me da náuseas.

—Has acertado.

—Se necesita algo más dinámico. Algo con un poco de jazz.

—Tienes razón, hijo mío. Lo apuntaré. Muy bien. ¡Continúen!

Me volví hacia George, que estaba murmurando por lo bajo un tanto sobreexcitado.

—Diga, George, ¿quién diablos es ese muchacho?

El bueno de George emitió un prolongado gemido, como si las cosas se estuvieran poniendo pesadas.

—No sabía que estuviera aquí —dijo—. Es el hijo de Blumenfield. ¡Ahora vamos a pasar un mal rato!

—¿Siempre hace las cosas así?

—¡Siempre!

—Pero ¿por qué le hace caso el viejo Blumenfield?

—Nadie parece saberlo. Puede ser por puro amor paternal, o porque lo considera como una mascota. Supongo que piensa que el niño tiene exactamente la misma inteligencia que el hombre corriente, y que lo que hace impresión al pequeño gustará al gran público; mientras que, por el contrario, lo que no le gusta sería demasiado malo para cualquier persona. ¡El niño es una peste, una pesadilla, un tarro de veneno, y tendrían que estrangularlo!

El ensayo continuó. El héroe recitó su verso. Hubo una ligera explosión de ira entre el director de escena y una voz, llamada Bill, que venía de alguna parte de debajo del techo, siendo el tema de discusión saber dónde diablos estaba el foco azul de Bill en aquella coyuntura particular. Luego las cosas volvieron a continuar normalmente hasta que llegó el momento de la gran escena de Cyril.

Aún no estaba muy seguro del argumento, pero había llegado a tener la vaga idea de que Cyril era una especie de par inglés que había venido a América impulsado sin duda por las mejores razones. Hasta aquel momento sólo había tenido que pronunciar dos frases. Una era «¡Eh, oiga!», y la otra «¡Sí, por Júpiter!»; pero me pareció recordar, por haberle oído leer su papel, que pronto tendría que prodigarse un poco más. Me repantigué en mi butaca y esperé su aparición.

Apareció unos cinco minutos más tarde. Las cosas, entretanto, se habían tornado un poco tumultuosas. La voz y el director de escena habían efectuado otra de sus exhibiciones de afecto paternal; esta vez se trataba de saber por qué el foco azul de Bill no funcionaba o algo por el estilo. Y, en cuanto acabó esto, hubo un momento desagradable porque había caído un tiesto de flores desde el alféizar de la ventana que por poco mató al héroe. La atmósfera estaba, por consiguiente, más o menos tensa cuando Cyril, que había estado aguardando en el fondo del escenario, voló hasta el centro y ocupó su sitio para la parte más sustanciosa de su actuación. La protagonista estaba diciendo algo —no recuerdo qué— y todo el coro encabezado por Cyril había comenzado a colocarse a su alrededor de aquel modo bullicioso con que suelen hacerlo estos muchachos cuando llega su turno.

La primera frase de Cyril era: «¡Eh, oiga! ¿Sabe? ¡Realmente no debe decir eso!» Y me pareció que lo había sacado de la laringe con buen estilo y je ne sais quoi. Pero ¡por Júpiter!, antes de que la protagonista hubiera tenido tiempo para dar la réplica, nuestro pequeño amigo pecoso se había levantado para formular una protesta.

—¡Papá!

—¿Sí, querido?

—¡Ése no vale un pepino!

—¿Quién, querido?

—Ése que tiene cara de pez.

—¡Pero si todos tienen la cara de pez, querido!

El niño pareció ver la exactitud de esta objeción y puntualizó más:

—¡El feo!

—¿Qué feo? ¿Aquél? —dijo el viejo Blumenfield, señalando a Cyril.

—¡Sí! ¡Es un asco!

—Eso es lo que pensaba yo.

—¡Es pésimo!

—Has acertado, hijo mío. Lo había notado desde hace rato.

Cyril había quedado atontado mientras tenían lugar estas breves observaciones. Se precipitó entonces hacia las candilejas. Incluso desde donde me hallaba sentado podía ver que estas duras palabras habían asestado un golpe terrible al orgullo de la familia Bassington-Bassington. Comenzó a ponerse colorado en las orejas, luego en la nariz y luego en las mejillas, hasta que un cuarto de minuto después se pareció extraordinariamente a una explosión en una fábrica de conservas de tomate a la hora de la puesta del sol.

—¿Qué diablos pretende usted?

—¿Qué diablos pretende usted? —gritó el viejo Blumenfield—. ¡No vocifere contra mí desde las candilejas!

—¡Tengo unas ganas terribles de bajar y darle su merecido a esta bestezuela!

—¿Qué?

—¡Unas ganas terribles!

El viejo Blumenfield se hinchó como un neumático lleno de aire. Se volvió más redondo que nunca.

—Escuche, señor…, ni siquiera sé su maldito nombre…

—Mi nombre es Bassington-Bassington, y los Bassington-Bassington…, quiero decir que los Bassington-Bassington no están acostumbrados…

El viejo Blumenfield le dijo en breves palabras casi todo lo que pensaba de los Bassington-Bassington y de aquello a que no estaban acostumbrados. La totalidad de la compañía se reunió para gozar de sus observaciones. Se les veía a todos asomando por los bastidores y surgiendo de detrás de los árboles.

—¡Debe usted trabajar bien para mi padre! —dijo la robusta criatura moviendo la cabeza con severidad en dirección a Cyril.

—¡No necesito para nada tus descaradas observaciones! —dijo Cyril, gruñendo un poco.

—¿Qué es eso? —ladró el viejo Blumenfield—. ¿No ha comprendido usted que este muchacho es mi hijo?

—Sí, lo he comprendido —dijo Cyril—. ¡Y ambos tienen todas mis simpatías!

—¡Queda usted despedido! —bramó el viejo Blumenfield, hinchándose aún más—. ¡Fuera de mi teatro!

Alrededor de las diez y media de la mañana siguiente, poco después de haber acabado de lubricarme con una calmante taza de té, Jeeves se infiltró en mi dormitorio y dijo que Cyril estaba aguardándome en el salón.

—¿Qué aspecto tiene, Jeeves?

—¿Señor?

—¿Qué aspecto presenta el señor Bassington-Bassington?

—No soy yo quien, señor, para criticar las peculiaridades faciales de sus amigos.

—No quiero decir eso. ¿Parece nervioso o algo así?

—Perceptiblemente, no, señor. Su aspecto es sereno.

—¡Sí que es raro!

—¿Señor?

—Nada. ¿Quiere hacerle pasar?

Confieso que había esperado hallar en Cyril unas cuantas huellas más de la batalla de la noche anterior. Esperaba ver un poco de alma rendida y ganglios temblorosos, si comprenden lo que quiero decir. Cyril parecía bastante normal, e incluso bastante alegre.

—¡Hola, Wooster, muchacho!

—Hola.

—Vengo a despedirme.

—¿Despedirse?

—Sí. Me marcho a Washington dentro de una hora. —Se sentó sobre la cama—. ¿Sabe, Wooster? —continuó—, lo he pensado bien y realmente no me parece justo hacerle a mi padre la trastada de meterme en el teatro. ¿Qué opina usted?

—Ya entiendo lo que quiere decir.

—Mi padre me mandó aquí para ampliar el espíritu y otras zarandajas, ¿sabe?, y pienso que sería un golpe para el pobre viejo si lo engañara y en vez de eso entrase en el teatro. No sé si usted me entiende, pero lo que quiero decir es que se trata de una especie de caso de conciencia.

—¿Puede abandonar el espectáculo sin trastornarlo todo?

—¡Oh, eso ya está arreglado! Se lo expliqué todo al viejo Blumenfield y él comprendió muy bien mi situación. Desde luego, siente perderme (dijo que no veía el modo de sustituirme y todo lo demás) pero, al fin y al cabo, incluso si le molesta un poco, creo tener razón en dimitir, ¿Verdad?

—¡Oh, del todo!

—Pensé que estaría usted de acuerdo conmigo. Bueno, tengo que irme. Estoy encantadísimo de haberle conocido y todas esas tonterías que se dicen. Adiós.

—Adiós.

Efectuó su salida después de haber soltado todos aquellos embustes con la clara, azulada y candida mirada de una tierna criatura. Llamé a Jeeves. Desde la noche anterior estaba haciendo trabajar mi vieja sesera y se había hecho en ella mucha luz.

—¡Jeeves!

—¿Señor?

—¿Incitó usted a aquel niño de cara de flan a ensañarse con míster Bassington-Bassington?

—¿Señor?

—Ya sabe usted lo que quiero decir. ¿Le dijo usted que consiguiera hacer despedir a míster Bassington-Bassington de la compañía?

—No me hubiera permitido tal libertad, señor. —Empezó a prepararme la ropa—. Es posible que el joven Blumenfield haya comprendido a través de unas casuales observaciones mías que no consideraba que el teatro fuera un ambiente adecuado para míster Bassington-Bassington.

—Oiga, Jeeves, es usted una perfecta maravilla, ¿sabe?

—Intento dar satisfacción al señor.

—Y yo lo estoy sumamente agradecido, si comprende lo que quiero decir. Tía Agatha habría tenido dieciséis o diecisiete ataques si usted no lo hubiera desviado de sus proyectos.

—Supongo que habría habido algún disgustillo, señor. Creo que producirá un efecto agradable.

Por raro que parezca, ya había acabado de desayunar y de salir y de llegar al ascensor cuando recordé lo que pensaba hacer para recompensar a Jeeves por su proceder realmente deportivo en el asunto del idiota de Cyril. Me hería profundamente tener que hacerlo, pero había decidido acatar su modo de ser, y dejar que los calcetines purpúreos desapareciesen de mi vida. Después de todo, hay momentos en que un hombre debe sacrificarse. Estuve a punto de volver y notificarle la buena nueva, pero como ya llegaba al ascensor, pensé dejarlo para más tarde.

El negro encargado del ascensor me miró, mientras entraba, con muda devoción silenciosa.

—Quisiera darle las gracias, «señó» —dijo—, por su amabilidad.

—¿Eh? ¿Qué?

—El «señó» Jeeves me dio esos calcetines «coloraos» como «usté» se lo mandó. Muchísimas gracias, «señó».

Bajé la mirada. El tipo era una llama de púrpura desde los tobillos hacia el sur. No sé si en mi vida he visto nada tan llamativo.

—¡Oh! ¡No hay de qué! ¡Encantado! ¡Me alegro de que le gusten! —dije—. Bueno, quiero decir ¿y qué?