Me había encontrado ya con sir Roderick, naturalmente, pero sólo en presencia de Honoria; y hay algo en Honoria que hace que casi todos los que uno encuentra en la misma habitación parezcan, por comparación, triviales y de poca estatura. Nunca me había percatado, hasta aquel momento, de lo extraordinariamente formidable que era aquel viejo pájaro. Tenía un par de cejas como breñales que daban a sus ojos una mirada penetrante, mirada que un individuo no hubiera deseado afrontar por nada del mundo con el estómago vacío. Era bastante alto y corpulento, y tenía una cabeza enorme, con muy poco pelo, que se parecía extraordinariamente a la cúpula de la catedral de San Pablo. Supongo que usaría sombrero del número nueve o algo así. Eso demuestra lo repulsivo que resulta dejar que el cerebro se desarrolle demasiado.
—¡Qué tal! ¡Qué tal! ¡Qué tal! —dije con fingida cordialidad, y luego tuve la repentina sensación de que aquello era precisamente lo que me habían advertido que no hiciera.
Es condenadamente difícil poner las cosas en marcha de un modo conveniente en ocasiones semejantes. ¡Un individuo que vive en un piso de Londres encuentra tantas dificultades! Quiero decir que si yo hubiera sido el joven terrateniente que recibe a su invitado en el campo, habría podido decir: «¡Bienvenido a Meadowsweet Hall!», o algo tan sencillo como eso. Parece tonto decir: «Bienvenido al número 6 A, Crichton Mansions, Berkeley Street, W».
—Temo haber llegado con un poco de retraso —dijo mientras nos sentábamos—. Fui retenido en el club por lord Alastair Hungerford, hijo del duque de Ramfurline. Me comunicó que el duque había vuelto a presentar los síntomas que tanta preocupación han causado ya en la familia. No me fue posible separarme de él inmediatamente. He aquí la razón de mi falta de puntualidad, que espero no le habrá molestado.
—De ninguna manera. ¿De modo que el duque está mal de la azotea?
—La expresión que usted emplea no es precisamente la que yo hubiera usado hablando del cabeza de la quizá más noble familia de Inglaterra, pero no cabe duda de que la excitación cerebral, como usted sugiere, existe en no pequeño grado. —Suspiró lo mejor que pudo, ya que tenía un pedazo de chuleta en la boca—. Mi profesión es muy fatigosa, muy fatigosa.
—Debe serlo.
—A veces estoy desanimado por lo que veo en torno a mí. —Se detuvo de repente y pareció endurecerse—. ¿Tiene usted gato, míster Wooster?
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Gato? No, no tengo ninguno.
—Estoy seguro de haber tenido la clara impresión de haber oído maullar un gato en este comedor o muy cerca de donde estamos sentados.
—Probablemente ha sido un taxi o algo parecido en la calle.
—Temo no comprenderle.
—Quiero decir que los taxis producen sonidos discordantes, ¿sabe? En cierto sentido, como los gatos.
—Nunca había reparado en la semejanza —dijo, un tanto fríamente.
—Tome un poco de zumo de limón —dije.
La conversación parecía hacerse algo difícil.
—Gracias. Medio vaso, por favor —el infernal brebaje pareció animarle, pues continuó en un tono ligeramente más amistoso—. Los gatos me desagradan de un modo particular. Pero volviendo a lo que decía… ¡Oh, sí! A veces estoy positivamente consternado por lo que veo a mi alrededor. No se trata sólo de los casos que están bajo mi cuidado profesional, por muy penosos que sean muchos de ellos. Se trata de lo que veo mientras atravieso Londres. Algunas veces me parece que el mundo entero está mentalmente desequilibrado. Esta misma mañana, por ejemplo, ocurrió un incidente singularísimo y en extremo lamentable mientras iba de mi casa al club. Como hace un día clemente, había encargado al chofer que descapotara mi pequeño landó, y estaba arrellanado en el asiento, gozando del sol, cuando fuimos detenidos en nuestra carrera por uno de esos atascos inevitables en el tráfico congestionado de Londres.
Supongo que había dejado vagar un poco mi espíritu, porque cuando se detuvo y bebió un sorbo de zumo de limón, experimenté la sensación de estar escuchando una conferencia y de que se esperaba que yo dijera algo.
—¡Cierto, cierto! —dije.
—¿Cómo?
—Nada, nada. Decía usted…
—Los vehículos que venían en dirección contraria también se habían detenido, pero al cabo de un momento los dejaron continuar. Me hallaba sumido en mis meditaciones cuando, repentinamente, sucedió una cosa extraordinaria. ¡El sombrero me fue arrancado bruscamente de la cabeza! Y al mirar hacia atrás lo vi agitado con una especie de fervoroso triunfo en el interior de un taxi que desaparecía en un hueco de la circulación y se perdía de vista.
No reí, pero oí claramente cómo un par de mis costillas flotantes se separaban de sus amarras bajo la tensión.
—Eso puede haber significado prácticamente una broma —dije—. ¿Verdad?
La sugerencia pareció no ser del agrado del viejo.
—Le aseguro —dijo— que soy capaz de apreciar una chanza, pero confieso que estoy muy lejos de admitir una broma de este calibre. La acción fue, no cabe ninguna duda, propia de un sujeto mentalmente desequilibrado. Las lesiones mentales pueden expresarse en formas muy distintas. El duque de Ramfurline, al que tuve ocasión de aludir hace poco, está bajo la impresión (esto se lo digo en un plan estrictamente confidencial) de que es un canario; y su crisis de hoy, que tanto conturba a lord Alastair, fue debida al hecho de que un lacayo descuidado olvidó llevarle su terrón de azúcar matinal. Son comunes los casos, por ejemplo, de hombres que asaltan a las mujeres y les cortan mechones de cabello. Me inclino a suponer que mi asaltante padece una variante de esta manía. Sólo puedo esperar que lo pongan en observación antes de que… Míster Wooster, ¡aquí cerca hay un gato! No está en la calle! El maullido parece venir de la habitación contigua.
Esta vez tuve que admitir que no cabía ninguna duda. Se oyó un distinto rumor de maullidos procedentes de la habitación de al lado. Llamé a Jeeves, el cual entró y se quedó esperando con aire de respetuosa devoción.
—¿Señor?
—Jeeves —dije—. ¡Hay gatos! ¿Qué sucede? ¿Hay algún gato en el piso?
—Sólo los tres de su dormitorio, señor.
—¡Gatos en su dormitorio! —oí musitar a sir Roderick con voz ahogada, y sus ojos parecieron taladrarme.
—¿Qué quiere decir? —exclamé—. ¿Sólo los tres de mi dormitorio?
—El negro, el moteado y el de color limón, señor.
—¿Qué diablos?…
Di la vuelta a la mesa en dirección a la puerta. Desgraciadamente, sir Roderick había decidido avanzar en la misma dirección, y el resultado fue que chocamos ante el umbral con bastante fuerza y juntos retrocedimos tambaleándonos hasta el vestíbulo. Se libró vivamente de mi abrazo y agarró un paraguas del perchero.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Atrás, joven! ¡Voy armado!
Me pareció que había llegado el momento de buscar una reconciliación.
—Deploro mucho haber chocado con usted —dije—. Daría todo el oro del mundo para que esto no hubiera sucedido. Sólo intentaba ver lo que ocurría.
Pareció calmarse un tanto y bajó el paraguas, pero en aquel momento comenzó en el dormitorio una algarabía espantosa. Daba la impresión de que todos los gatos de Londres, ayudados por los delegados de los suburbios más alejados, se hubieran reunido para arreglar sus diferencias de una vez por todas. Era una especie de orquesta gatuna, copiosamente aumentada.
—Este ruido es insoportable —aulló sir Roderick—. Ni siquiera puedo oírme a mí mismo.
—Supongo, señor —dijo Jeeves respetuosamente—, que los animales se han puesto algo alegres al descubrir el pescado debajo de la cama de míster Wooster.
El viejo se bamboleó.
—¡Pescado! ¿He oído bien?
—¿Señor?
—¿Dijo usted que hay pescado debajo de la cama de míster Wooster?
—Sí, señor.
Sir Roderick emitió un prolongado gemido y buscó su sombrero y su bastón.
—¿No se irá a marchar usted? —pregunté.
—¡Míster Wooster, me marcho! Prefiero pasar mi tiempo libre con una compañía menos excéntrica.
—Pero, oiga, tengo que ir con usted. Estoy seguro de que puedo explicárselo todo. Jeeves, mi sombrero.
Jeeves se aproximó. Cogí el sombrero que me tendía y me lo puse.
—¡Santo cielo!
¡Fue un golpe brutal! Me dio la sensación de que aquel condenado chisme me cubría toda la cara. Ya en el momento de ponérmelo tuve la impresión de que era un tanto ancho; y en cuanto lo hube soltado, descansó sobre mis orejas como una especie de matacandelas.
—¡Oiga! ¡Éste no es mi sombrero!
—¡Es mi sombrero! —dijo sir Roderick, con la voz más fría y desagradable que he oído en mi vida—. Es el sombrero que me robaron esta mañana cuando estaba en mi coche.
—Pero…
Supongo que Napoleón o alguien semejante hubiera sabido dominar aquella situación, pero yo la encontré superior a mis fuerzas. Permanecí allí torciendo los ojos en forma de coma, mientras el viejo me arrebataba el sombrero y se volvía hacia Jeeves.
—Oiga usted —dijo—, me agradaría que me acompañara unos cuantos metros por la calle. Quiero hacerle unas preguntas.
—Muy bien, señor.
—¡Ah, pero, oiga…! —comencé, pero él me dejó plantado.
Salió, seguido de Jeeves. Y en aquel momento el ruido en el dormitorio comenzó de nuevo más estruendoso que nunca.
Estaba hasta la coronilla de aquel asunto. Me refiero a los gatos en mi dormitorio… ¿Un poco fuerte, verdad? No sabía cómo diablos habían entrado, pero estaba resuelto a no permitir que se quedaran merendando allí ni un minuto más. Abrí la puerta de un tirón. Ante mis ojos se ofreció la repentina visión de cerca de ciento quince gatos de todos los tamaños y colores peleando en el centro de la estancia; luego me pasaron rápidamente por delante y salieron disparados por la puerta de entrada. Cuanto quedó de aquel tumulto fue la cabeza de un gigantesco pescado que yacía sobre la alfombra y me miraba con cierta severidad, como si estuviera pidiendo explicaciones por escrito con las correspondientes excusas.
Había un no sé qué en la expresión del pescado que me dejó absolutamente helado; me retiré, pues, de puntillas y cerré la puerta. Y, mientras lo hacía, tropecé contra alguien.
—¡Oh, lo siento! —dijo una voz.
Me volví en redondo. Era el muchacho de faz rosada, lord no sé cuántos, el individuo que había encontrado con Claude y Eustace.
—Oiga —dijo en tono de disculpa—, siento muchísimo molestarle a usted, pero ¿no eran mis gatos los que vi bajar la escalera hace un momento?
—Salieron de mi dormitorio.
—¡Entonces eran mis gatos! —dijo tristemente—. ¡Oh, maldita sea!
—¿Fue usted quien puso los gatos en mi dormitorio?
—Su criado, como quiera que se llame, fue quien lo hizo. Dijo amablemente que podía dejarlos allí hasta la hora del tren. Precisamente venía a buscarlos. ¡Y ahora se han ido! Bueno, supongo que ya no tiene remedio. De todos modos, cogeré el pescado y el sombrero.
Aquel muchacho me estaba empezando a resultar antipático.
—¿También es suyo el asqueroso pescado que estaba allí?
—No, era de Eustace. Y el sombrero era de Claude.
Me desplomé en una silla.
—Oiga, ¿puede explicarme todo eso? —pregunté.
El muchacho me miró con apacible sorpresa.
—¿Cómo, no estaba usted enterado? ¡Vaya! —Se sonrojó profundamente—. Bueno, si usted no estaba enterado de nada, no me extraña que la cosa le parezca rara.
—Rara es la palabra justa.
—Era para los Buscadores, ¿sabe?
—¿Los Buscadores?
—Es un club selecto de Oxford, en el que anhelamos ingresar sus primos y yo. Es menester robar algo para ser elegidos, ¿sabe? Una especie de recuerdo, ¿sabe? Un casco de policía o la aldaba de una puerta o algo así, ¿sabe? Se adorna la sala con las cosas el día del banquete anual, y todo el mundo echa discursos y cosas semejantes. ¡Muy divertido! Bueno, quisimos hacer un esfuerzo especial y hacer las cosas en grande, ¿comprende?, de modo que nos vinimos a Londres para ver si aquí lográbamos birlar algo que se saliera de lo ordinario. Y desde el primer momento tuvimos una suerte asombrosa. Su primo Claude consiguió coger un sombrero de copa muy decente de un coche que pasaba, su primo Eustace se apropió de un estupendo salmón o algo así en Harrods, y yo escamoteé tres gatos excelentes a primera hora. Estábamos la mar de satisfechos, se lo aseguro. Pero la dificultad estriba en encontrar un lugar donde dejar las cosas hasta la hora de nuestro tren. ¡Uno se pone tan en evidencia, ¿sabe?, andando por Londres con un pescado y tres gatos! Entonces Eustace se acordó de usted, y nos vinimos todos aquí en un taxi. Usted estaba fuera, pero su criado dijo que todo marcharía bien. Cuando le encontramos a usted, llevaba tanta prisa que nos faltó tiempo para contárselo todo. Bueno, me llevaré el sombrero, si a usted no le importa.
—Ha volado.
—¿Que ha volado?
—Dio la coincidencia de que el individuo a quien se lo birlaron era el señor que estaba almorzando aquí. Se lo llevó.
—¡Oh, qué pena! El pobre Claude quedará trastornado. Bueno, ¿qué hay del espléndido salmón?
—¿Le gustaría ver los restos?
Pareció quedar muy abatido al ver lo que quedaba del pescado.
—Dudo de que la junta directiva quiera aceptar eso —dijo tristemente—. No ha quedado mucho, ¿verdad?
—Los gatos se comieron lo demás.
Suspiró profundamente.
—Ni gato, ni pescado, ni sombrero. Nos tomamos todas aquellas molestias para nada. ¡Eso sí que es duro! Y para postre… Oiga, me molesta extraordinariamente pedírselo, pero ¿podría usted prestarme diez libras?
—¿Diez libras? ¿Para qué?
—Bueno, el hecho es que tengo que pagar la fianza de Claude y Eustace. Los han detenido.
—¡Detenido!
—Sí. En la excitación de haber logrado el sombrero y el salmón, ¿sabe?, añadido al hecho de que hicimos un almuerzo bastante alegre, quisieron superarse a sí mismos, ¡pobres chicos!, e intentaron robar un pequeño camión. Fue una tontería, desde luego, porque no veo cómo lo hubieran podido llevar a Oxford para enseñárselo a la junta. Pero era imposible discutir con ellos, y cuando el chofer empezó a protestar, hubo un poco de jaleo, y Claude y Eustace están ahora languideciendo en la comisaría de Wine Street, hasta que yo vaya a pagar la fianza para sacarlos. De modo que si quisiera usted prestarme diez libras… Oh, gracias, es de una gran bondad por su parte. Hubiera sido injusto dejarlos allí, ¿verdad? Quiero decir que los dos son realmente buenos chicos, ¿sabe? En la universidad todo el mundo los quiere. Son en extremo populares.
—De eso no me cabe la menor duda —dije.
Cuando Jeeves volvió, yo lo estaba esperando sobre el felpudo. Quería hablar con él.
—¿Y bien? —pregunté.
—Sir Roderick me hizo una serie de preguntas, señor, respecto a sus costumbres y a su modo de vivir, a las cuales contesté con mucha circunspección.
—Eso me tiene sin cuidado. Lo que quiero saber es por qué no le explicó todo el asunto desde el primer momento. Una palabra suya lo hubiera puesto todo en claro.
—Sí, señor.
—Ahora se ha ido pensando que estoy chiflado.
—No me sorprendería, señor, que esta idea le hubiese, en efecto, entrado en la cabeza.
Estaba a punto de empezar a hablar, cuando sonó el timbre del teléfono. Jeeves fue al aparato.
—No, señora, míster Wooster no está en casa. No, señora, no sé cuándo volverá. No, señora, no dejó ningún recado. Sí, señora, se lo comunicaré. —Colgó el auricular—. Era mistress Gregson, señor.
¡Tía Agatha! Lo había estado esperando. Desde que el almuerzo saltara en el aire como un cohete, su sombra se había cernido sobre mi cabeza.
—¿Lo sabe ya?
—Supongo que sir Roderick ha estado hablando con ella por teléfono, señor, y…
—No tocarán a boda las campanas para mí, ¿verdad?
Jeeves tosió.
—Mistress Gregson no me hizo confidencia alguna, señor, pero me resulta fácil suponer que ha ocurrido algo semejante. Parecía muy agitada.
Es una cosa rara, pero yo había estado tan ocupado con el viejo, los gatos, el pescado, el sombrero y el muchacho de faz rosada y todo lo demás, que el lado alegre del caso no se me apareció hasta aquel momento. ¡Por Júpiter, fue como si me quitaran un peso de encima! Solté un alarido, de puro alivio.
—¡Jeeves! —dije—. ¡Creo que fue usted quien lo montó todo!
—¿Señor?
—Creo que usted dominó la situación desde el primer momento.
—Verá el señor; Spenser, el mayordomo de mistress Gregson, tal vez inadvertidamente, llegó a oír algo de la conversación cuando el señor almorzaba con ella, y me comunicó algunos detalles; y confieso que, aunque quizá sea una libertad el decirlo, alimenté la esperanza de que ocurriera algo que impidiera la unión. Dudo que la joven dama fuera del todo conveniente para el señor.
—Y ella le hubiera despedido antes de que usted se diera cuenta, cinco minutos después de la ceremonia.
—Sí, señor. Spenser me informó que ella había expresado una opinión parecida. Mistress Gregson desea que vaya usted a verla inmediatamente, señor.
—¿Eso quiere, eh? ¿Qué me aconseja usted, Jeeves?
—Creo que un viaje al extranjero podría resultar divertido, señor.
Sacudí la cabeza.
—Me seguiría…
—No, si el señor se marchase lejos. Hay excelentes buques que salen cada miércoles y cada sábado para Nueva York.
—Jeeves —dije—, lleva usted la razón, como siempre. Reserve los pasajes.