Si hay algo que me agrada, es la vida tranquila. No soy de aquellos individuos que se sienten inquietos y deprimidos si constantemente no les ocurre algo. La vida nunca puede ser bastante plácida para mí. Denme comidas regulares, un buen espectáculo con música decente de cuando en cuando, uno o dos amigos con quienes pasar el tiempo, y no pido más.
Fue por esto que el choque, cuando sucedió, fue un choque particularmente desagradable. Quiero decir que había vuelto de Roville con la sensación de que en adelante no podía suceder nada que me causara trastorno. Supuse que tía Agatha necesitaría por lo menos un año para reponerse del asunto Hemmingway y aparte de tía Agatha no hay nadie que haga realmente nada para molestarme. Me parecía que el cielo era azul, por decirlo así, sin nube alguna a la vista.
Poco imaginaba yo… Bueno, esto es lo que ocurrió, y yo les pregunto si no era suficiente para fastidiar a cualquiera.
Una vez al año Jeeves se toma un par de semanas de vacaciones y se va a orillas del mar o a otra parte para restaurar sus tejidos celulares. Y por cierto, las cosas no marchan bien para mí mientras él está fuera. Pero hay que soportarlo y yo lo soporto; y confieso que Jeeves suele encontrar un tipo bastante conveniente para cuidarme durante su ausencia.
Pues bien, había llegado este momento, y Jeeves se hallaba en la cocina dando al sustituto algunos consejos acerca de sus obligaciones. Precisamente necesitaba un sello o algo por el estilo y bajé por el pasillo a decírselo. El asno había dejado abierta la puerta de la cocina y no había dado yo dos pasos cuando su voz llegó claramente a mis tímpanos.
—Encontrará en míster Wooster —estaba diciendo al sustituto— un caballero agradable y amable, pero no inteligente. No posee un adarme de inteligencia. Mentalmente es despreciable…, enteramente despreciable.
¡Bueno, eso era el colmo!
Supongo que, según todas las reglas, hubiese tenido que precipitarme en la cocina y reprenderle con voz firmemente decidida. Pero dudo que sea humanamente posible reprender a Jeeves. Personalmente, ni siquiera lo intenté. Me limité a pedir el sombrero y el bastón, y me fui. Pero el recuerdo me quemaba, como comprenderán ustedes. Nosotros, los Wooster, no olvidamos fácilmente. Si lo hacemos, son cosas como las citas, los cumpleaños, echar una carta al correo y cosas similares, pero de ninguna manera un insulto tan categórico como el que acababa de oír. Me estaba entregando a los fuegos del infierno.
Aún estaba rumiando cuando entré en el bar de Buch para tomar un tónico de efectos rápidos. Necesitaba un tónico especial, en aquel momento, porque iba a almorzar con tía Agatha. Es una prueba espantosamente dura, créanlo o no, aun cuando suponía que después de lo acaecido en Roville ella se encontraría en un estado de ánimo bastante dócil y amable. Acababa de tomar un tónico de efectos rápidos y otro de efectos más lentos y me sentía todo lo feliz que podía ser dadas las circunstancias, cuando una voz sorda me llamó desde el noroeste y, volviéndome, vi al joven Bingo sentado en un rincón, regalándose con un buen pedazo de pan y una porción de queso.
—¡Hola, hola, hola! —dije—. Hacía siglos que no te veía. No has estado por aquí últimamente, ¿verdad?
—No. He estado fuera, en el campo.
—¿Cómo? —exclamé, porque el odio de Bingo por el campo era bien conocido—. ¿Dónde?
—En Hampshire, en un lugar llamado Ditteredge.
—¿De veras? Conozco a unas personas que tienen su casa allí. Los Glossop. ¿Los conoces?
—Allí es donde resido —dijo el joven Bingo—. Soy profesor del pequeño Glossop.
—¿Por qué? —dije.
No me era posible imaginar al joven Bingo haciendo de profesor. Aunque, por cierto, había obtenido un diploma en Oxford y supongo que siempre es posible enredar a determinadas personas durante cierto tiempo.
—¿Por qué? ¡Por dinero, naturalmente! «Una triste calamidad» llegó deshecha en la segunda carrera de Haydock Park —dijo Bingo, con alguna amargura—, y yo había apostado por ella toda la pensión del mes. No me atreví a pedirle a mi tío que me adelantara algo, de modo que fui a una agencia de colocaciones. Ya llevo tres semanas allí.
—No conozco al pequeño Glossop.
—¡Ni lo intentes! —me advirtió Bingo brevemente.
—La única persona de la familia que conozco a fondo es la muchacha.
Apenas había dicho estas palabras, cuando un cambio extraordinario se produjo en el rostro del joven Bingo. Los ojos le salieron de las órbitas, sus mejillas tornáronse coloradas, y la nuez le saltó como una de esas bolitas de caucho sobre el surtidor de una barraca de tiro al blanco.
—¡Oh, Bertie! —dijo con voz ahogada.
Miré al pobrecillo ansiosamente. No era un místerio que siempre se enamorara de alguien, pero no me parecía posible que hubiese podido enamorarse de Honoria Glossop. Para mí la chica era, ni más ni menos, un bote de veneno. Era una de esas condenadas chicas altas, cerebrales, enérgicas y dinámicas de las que se ven tantas en nuestros días. Había estado en Girton, donde, además de ensanchar su cerebro hasta el grado más espantoso, practicó todos los deportes y desarrolló el físico como una campeona de lucha libre del peso medio. No estoy seguro de que no boxeara por la Universidad mientras estuvo allí. El efecto que producía sobre mí cuando la veía me impulsaba a meterme en la bodega y quedarme quieto allí hasta que las sirenas anunciaran el cese de la alarma.
Sin embargo, he aquí al joven Bingo evidentemente loco por ella. No era posible equivocarse. El brillo del amor estaba en sus ojos.
—¡La adoro, Bertie! ¡Adoro hasta el polvo que pisa! —continuó el enfermo con voz alta y penetrante.
Habían entrado Fred Thompson y un par de muchachos más, y McGarry, el tipo del mostrador, estaba escuchando con los oídos bien alerta. Mas no hay reticencia alguna en Bingo. Siempre me recuerda al héroe de las comedias musicales que se sitúa en medio del escenario, agrupa a los muchachos del coro a su alrededor y les cuenta sus amores a grito pelado.
—¿Se lo has dicho?
—No, no me atreví. Pero nos paseamos juntos por el jardín la mayoría de las tardes y a veces me parece que hay un resplandor en sus ojos.
—Conozco esa mirada. Es como la de un sargento mayor.
—¡Nada de eso! Es como la de una tierna diosa.
—Aguarda medio segundo —dije—. ¿Estás seguro de que hablamos de la misma chica? Aquella a que me refiero se llama Honoria. Quizá hay alguna hermana menor o algo así que yo no conozco.
—Su nombre es Honoria —voceó Bingo reverentemente.
—¿Y ella te impresiona como una tierna diosa?
—Sí.
—¡Que Dios te bendiga! —dije.
—Es hermosa como las noches sin nubes y los cielos estrellados; cuanto haya de más hermoso en las tinieblas y la luz se encuentra en su aspecto y en sus ojos. Otro poco de pan y queso —dijo al muchacho del mostrador.
—Preservas las fuerzas —observé.
—Esto es mi almuerzo. He de ir a buscar a Oswald a la estación de Waterloo a la una quince, para tomar el tren. Lo traje a la ciudad para ir al dentista.
—¿Oswald? ¿Es el joven?
—Sí. Es repulsivo en el grado máximo.
—¡Repulsivo! Eso me recuerda que he de almorzar con mi tía Agatha. He de irme pitando o llegaré con retraso.
No había vuelto a ver a tía Agatha desde el asunto de las perlas, y si bien preveía que no sería una gran diversión roer un hueso en su compañía, confieso que tenía la certidumbre de que habría un tópico que ella no tocaría: el tema de mi futuro matrimonial. Quiero decir que cuando una mujer ha cometido un disparate como el que tía Agatha cometiera en Roville, uno piensa, naturalmente, que una decente vergüenza le impedirá volver pronto a las andadas.
Pero las mujeres son más fuertes que yo. Es decir, en lo que a los nervios se refiere. Ustedes difícilmente lo creerán, pero soltó su perorata durante el primer plato. Cuando acababan de servir el pescado, palabra de caballero. Habíamos cambiado apenas dos palabras sobre el tiempo, cuando ella comenzó sin rubor alguno.
—Bertie —dijo—, he estado pensando nuevamente en ti y en lo necesario que es que te cases. Admito por completo haberme equivocado terriblemente con respecto a la horrible e hipócrita muchacha de Roville, pero esta vez no hay peligro de equivocación. Por fortuna he encontrado a la verdadera esposa para ti, una muchacha que conocí recientemente, pero cuya familia está por encima de toda sospecha. También tiene mucho dinero, aunque eso poco importe en tu caso. Lo más importante es que es fuerte, llena de confianza en sí misma y sensata, y equilibrará las deficiencias y debilidades de tu carácter. Te conoce y aunque, naturalmente, desaprueba muchas de tus características, no te tiene antipatía. Lo sé porque la he sondeado, prudentemente, desde luego, y estoy segura de que bastará con que des los primeros pasos…
—¿Quién es?
Hubiera podido preguntárselo mucho antes, pero con la sorpresa se me había atragantado un trocito de pan y aún estaba congestionado e intentando restablecer el paso del aire a través de mi gaznate.
—Honoria, la hija de sir Roderick Glossop.
—¡No, no! —grité, palideciendo bajo mi piel atezada.
—No seas necio, Bertie. Es exactamente la mujer que te conviene.
—Sí, pero escucha…
—Ella te moldeará.
—Pero si yo no quiero que me moldeen.
Tía Agatha me echó una de esas miradas que solía lanzarme cuando yo era chiquillo y me atrapaba junto al armario de las confituras.
—¡Bertie! Espero que no te pondrás pesado.
—Bueno, pero quiero decir…
—Lady Glossop ha tenido la amabilidad de invitarte a Ditteredge Hall unos días. Le he dicho que estarás encantado de ir allí mañana.
—Lo siento, pero para mañana tengo un compromiso sumamente importante.
—¿Qué compromiso?
—Pues…
—No tienes ningún compromiso. Y aunque lo tuvieras, puedes aplazarlo. Me enojaría seriamente si no fueras a Ditteredge Hall mañana.
—¡Oh, está bien! —dije.
Menos de dos minutos después de haberme separado de tía Agatha, el viejo espíritu luchador de los Wooster se afirmó de nuevo. Por espantoso que fuera el peligro que aparecía ante mí, me sentía poseído por un extraño alborozo. Era un callejón sin salida, mas por muy difícil que resultara la situación creí que sería en extremo agradable saldar cuentas con Jeeves resolviendo el mal paso sin que él me ayudara en lo más mínimo. Normalmente, desde luego, lo habría consultado y confiado en él para resolver la dificultad; pero después de cuanto le había oído decir en la cocina, que me emplumaran si iba a rebajarme. Cuando volví a casa le hablé con alegre despreocupación.
—Jeeves —dije—, me hallo en una pequeña dificultad.
—Siento oírselo decir, señor.
—Sí, en un buen embrollo. En realidad, casi podría decirse que estoy al borde del precipicio y que he de afrontar un destino fatal.
—Si puedo serle de alguna ayuda, señor…
—¡Oh, no! No, no. Muchísimas gracias, pero no. No quisiera molestarle. No dudo de que seré capaz de arreglármelas yo solo.
—Muy bien, señor.
Y eso fue todo. He de decir que me hubiera agradado un poco más de curiosidad por parte de Jeeves, pero él es así. Si digo que oculta sus emociones, ya me comprenderán ustedes.
Honoria estaba ausente cuando llegué a Ditteredge a la mañana siguiente. Su madre me informó que estaba pasando unos días en casa de una familia llamada Braythwayt que vivía en las cercanías, y que regresaría al día siguiente, trayendo consigo a la hija de la casa que les haría una visita. Dijo que encontraría a Oswald en el parque, y tal es el amor de una madre que habló como si eso fuese una alabanza del parque y un incentivo para visitarlo.
El parque de Ditteredge está bastante bien. Un par de terrazas, un poco de césped con un cetro, un bosquecillo de arbustos y finalmente un pequeño pero agradable estanque con una fuente de piedra que lo atraviesa. Inmediatamente después de haber dado la vuelta al bosquecillo, vi al joven Bingo apoyado en el puente, fumando un cigarrillo. Sentado sobre una piedra y pescando, hallábase un muchachito que supuse era Oswald, la «Peste Viviente».
Bingo se mostró a la vez sorprendido y encantado de verme, y me presentó al muchacho. Si este último estuvo también encantado y sorprendido, lo disimuló como un diplomático. Sólo me miró, levantó ligeramente las cejas y continuó pescando. Era uno de esos arrogantes mozalbetes que dan la sensación de que uno fue a un mal colegio y va mal vestido.
—Éste es Oswald —dijo Bingo.
—¡Qué niño tan encantador! —repliqué—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —dijo el chiquillo.
—Bonito lugar éste.
—Muy bonito —dijo el chiquillo.
—¿Te diviertes pescando?
—Mucho —dijo el chiquillo.
El joven Bingo me llevó aparte para hablarme.
—¿No te da, a veces, dolor de cabeza el flujo incesante de la charla del pequeño Oswald? —pregunté.
Bingo suspiró.
—Es un trabajo duro.
—Quererle.
—¿Lo quieres? —pregunté, sorprendido. Nunca hubiera pensado que esto fuera posible.
—Lo intento —dijo el joven Bingo— por amor a ella. Volverá mañana, Bertie.
—Eso he oído.
—Vuelve mi amor, mi sola…
—Sí, sí, de acuerdo —dije—. Pero volviendo al joven Oswald, ¿tienes que pasarte el día con él? ¿Cómo consigues aguantarlo?
—No me molesta mucho. Cuando no trabajamos, pasa el tiempo sentado sobre ese puente, intentando coger peces.
—¿Por qué no le echas abajo?
—¿Echarlo abajo?
—Me parece que es lo más oportuno que podrías hacer —dije, mirando la espalda del jovencito con manifiesta antipatía—. Lo despabilaría un poco y despertaría su interés por las cosas.
—Tu proposición me atrae —dijo con pensativa tristeza—, pero temo que sea irrealizable. Ella nunca me lo perdonaría, ¿comprendes? Adora al bestia ese.
—¡Caramba! —grité—. ¡Ya lo tengo!
No sé si conocen ustedes aquella sensación que se experimenta al tener una inspiración; algo que le produce a uno un estremecimiento a lo largo de la espina dorsal, desde el cuello flojo, como se lleva ahora, hasta las mismas suelas de los zapatos. Jeeves, supongo, debe de experimentarla con harta frecuencia, pero no es cosa que a mí me suceda a menudo. Pero a la sazón toda la Naturaleza parecía gritarme: «¡Has dado en el clavo!», y agarré al joven Bingo por el brazo de un modo que a él debió de producirle el efecto de haber sido mordido por un caballo. Sus finamente modeladas facciones se contrajeron con angustia y me preguntó a qué demonios pensaba que estaba jugando.
—Bingo —dije—, ¿qué hubiera hecho Jeeves?
—¿Qué quieres decir con «qué hubiera hecho Jeeves»?
—Quiero decir: ¿qué hubiese aconsejado él en un caso como el tuyo? Es decir, tu deseo de provocar la admiración de Honoria Glossop y todo lo demás. Pues, hazme caso, muchacho, te habría dicho que te pusieras detrás de aquel arbusto; me hubiese obligado a atraer a Honoria sobre el puente con algún pretexto; luego, en el momento preciso, me habría dicho que le diera al chiquillo un suave empujoncito en la espalda, haciéndole caer al agua, y tú te hubieras echado de cabeza a salvarlo. ¿Qué opinas?
—¿Has pensado tú solo todo esto, Bertie? —dijo el joven Bingo con voz ahogada.
—Sí. Jeeves no es el único que tiene ideas.
—¡Es absolutamente maravilloso!
—No es más que una sugerencia.
—La única objeción que puedo hacer es que sería muy molesto para ti. Quiero decir, suponte que el chico se vuelve en redondo y dice que tú lo has empujado; esto te haría muy antipático a los ojos de ella.
—No me importa correr este riesgo.
—Bertie, eso es ser noble —dijo Bingo, conmovido.
—No, no.
Estrechó mi mano en silencio y luego se rió entre dientes, emitiendo un sonido parecido al de la última gota de agua que sale por la cañería de desagüe de una bañera.
—¿Qué pasa ahora?
—Sólo estaba pensando —dijo el joven Bingo— en el terrible remojón que se llevará Oswald. ¡Oh, qué día tan feliz!