Capítulo II
Las campanas no repicarán a boda para Bingo.

Bingo me informó tres días más tarde que Rosie M. Banks era lo que necesitaba y, sin duda alguna, el alimento literario adecuado para las tropas. Al principio el viejo Little había protestado un poco ante el cambio de la dieta diaria, puesto que no era muy aficionado a las novelas y hasta aquel momento se había dedicado exclusivamente a las revistas mensuales más pesadas; pero Bingo, a pesar de su oposición, había terminado el primer capítulo de Todo por el amor antes de que se diera cuenta de lo que sucedía, y luego todo había marchado sobre ruedas. A la sazón, había leído ya Una roja, roja rosa de verano, Myttle, la atolondrada, Sólo una chica de fábrica y estaban a la mitad de La corte de lord Strathmorlick.

Bingo dijo todo eso con voz bastante ronca ante un huevo batido con jerez. El único inconveniente que la cosa presentaba, desde su punto de vista, era que la lectura perjudicaba sus viejas cuerdas vocales, las cuales empezaban a dar señales de rotura a causa de la tensión a que estaban sometidas. Había consultado sus síntomas en un diccionario médico y creía tener «laringitis clerical». Pero contra eso uno podía oponerle el hecho de que indudablemente había dado en el clavo, y también que, después de la lectura vespertina, se quedaba siempre a cenar, y, por lo que me dijo, las cenas preparadas por la cocinera del viejo Little había que probarlas para creerlas. Había lágrimas en los ojos del pobre muchacho al hablarme de la sopa. Supongo que para un individuo que durante semanas y semanas ha estado tragando almendrados y limonada, aquello debía de ser un manjar celestial.

El viejo Little no estaba en condiciones de participar en tales banquetes, pero Bingo dijo que se sentaba a la mesa ante su ración de papilla, y, mientras olía los platos, aludía a las entrées que devorara antaño y esbozaba proyectos de lo que comería en el futuro, cuando el médico lo hubiese vuelto a poner en forma; por consiguiente, supongo que, hasta cierto punto, él también debía pasarlo bien. Sea como fuere, las cosas parecían marchar de modo satisfactorio, y Bingo dijo que se le había ocurrido una idea que, a su parecer, remacharía la cosa. No me quiso decir de qué se trataba, pero aseguró que era un hallazgo.

—Estamos progresando, Jeeves —dije.

—Me satisface mucho, señor.

—Míster Little me ha dicho que cuando llegó a la escena culminante de Sólo una chica de fábrica, su tío lloró como un perrito al que han suministrado una paliza.

—¿De veras, señor?

—Cuando lord Claude coge a la muchacha entre sus brazos y le dice…

—Conozco ese párrafo, señor. Es sumamente emocionante.

—Creo que hemos dado en el clavo.

—Eso parece, señor.

—En verdad, esto parece convertirse en otro de sus éxitos. Lo he dicho siempre y lo repetiré: es usted un cerebro privilegiado. El resto de grandes pensadores de esta época pertenecen sencillamente a la masa que ve usted pasar.

—Muchísimas gracias, señor. Sólo hago lo posible para satisfacer a todo el mundo.

Una semana más tarde, Bingo llegó jadeante, con la noticia de que la gota de su tío había cesado de molestarle, y que al día siguiente reanudaría su antigua vida, dándole que hacer al cuchillo y al tenedor como antes.

—Y, a propósito —dijo Bingo—, quiere que mañana vayas a almorzar con él.

—¿Yo? ¿Por qué? ¡Si ni siquiera sabe que existo!

—Sí, lo sabe. Le he hablado de ti.

—¿Qué le has dicho?

—Varias cosas. Lo cierto es que desea conocerte. Y óyeme bien, muchacho… ¡tú irás! Creo que el almuerzo de mañana va a ser algo especial.

No sé por qué, pero ya entonces se me ocurrió que había algo condenadamente extraño —casi siniestro, si comprenden lo que quiero decir— en las maneras del joven Bingo. Tenía el aire de alguien que oculta algo.

—Aquí hay algo más de lo que se ve a primera vista —dije—. ¿Por qué ha de invitar tu tío a almorzar a un individuo que no ha visto en su vida?

—Mi querido Bertram, ¿no acabo de decirte que le hablé de ti, diciéndole que eras mi mejor amigo y que fuimos a la escuela juntos y otra serie de cosas por el estilo?

—Pero aun así…, ¿por qué tienes tanto interés en que vaya?

Bingo titubeó un momento.

—Bueno, ya te dije que se me ocurrió una gran idea. Y es la siguiente: quiero que sueltes la noticia. A mí me falta el valor para hacerlo.

—¿Qué? ¡Que me cuelguen si lo hago!

—¡Y dices ser amigo mío!

—Sí, lo soy, pero todo tiene su límite.

—Bertie —dijo Bingo en tono de reproche—. Una vez te salvé la vida.

—¿Cuándo?

—¿No lo hice? Bueno, debí de salvársela a otro. De todos modos, hemos pasado la infancia juntos y todo eso que se dice. No puedes abandonarme.

—Está bien —dije—. Pero cuando dices que te falta valor para hacer cualquier cosa en el mundo, te formas un juicio falso de ti mismo. Un individuo que…

—¡Adiós! —dijo el joven Bingo—. Mañana, a la una y media. Sé puntual.

He de confesar que cuanto más meditaba el asunto, menos me agradaba. Estaba muy bien por parte de Bingo decir que la perspectiva que se me presentaba era la de un magnífico almuerzo; pero ¿de qué le sirve a uno el mejor de los almuerzos si, durante la sopa, lo cogen de la oreja y lo echan a la calle? Sea como fuere, la palabra de un Wooster es sagrada y otras tonterías similares, de modo que al día siguiente, a la una y media, ascendía yo los peldaños del número 16 de Pounceby Gardens y pulsaba el timbre. Medio minuto más tarde me hallaba en el salón del primer piso estrechando la mano al hombre más gordo que había visto en mi vida.

El lema de la familia Little era evidentemente «variedad». El joven Bingo es alto y delgado y no ha tenido un gramo superfluo encima desde que nos encontramos por primera vez; pero su tío resultaba algo más que una compensación. La mano que estrechaba la mía la envolvía y rodeaba hasta tal punto que empecé a preguntarme si podría extraerla sin la ayuda de una máquina de excavar.

—Míster Wooster, le estoy muy agradecido… estoy orgulloso… me considero muy honrado.

Me pareció que el joven Bingo debía de haberme alabado con alguna intención desconocida.

—¡Oh, ah! —dije.

Retrocedió un poco sin soltarme la mano.

—¡Es usted muy joven para haber realizado tantas cosas!

No podía comprender el significado de sus palabras. La familia, en especial tía Agatha, que desde mi más tierna infancia no ha hecho más que regañarme continuamente, siempre ha insistido en que mi vida era estúpida e inútil y en que desde que gané en mi primera escuela el premio de recolección de flores silvestres durante las vacaciones veraniegas, no he hecho maldita la cosa para alcanzar los pináculos de la fama nacional. Me preguntaba si míster Little me había confundido con otra persona, cuando sonó el teléfono que estaba en el vestíbulo y entró la doncella para decir que me llamaban. Me precipité escalera abajo y me encontré con que era Bingo.

—¡Hola! —dijo el joven Bingo—. ¿De modo que ya estás ahí? ¡Eres un buen chico! Ya sabía que podría contar contigo. Oye, muchacho, ¿parece contento de verte mi tío?

—Está encantado. No puedo comprenderlo.

—Magnífico. Precisamente te he llamado para explicártelo. Verás, ya sé que no te importará, pero le dije que eras el autor de todos los libros que le leí.

—¿Qué?

—Sí, le dije que Rosie M. Banks era tu seudónimo y que, por lo general, no querías que nadie se enterase de ello porque eras un chico muy modesto y nada presuntuoso. Ahora te escuchará. Estará absolutamente pendiente de tus labios. Ha sido una idea brillante, ¿no? Dudo de que al mismo Jeeves se le hubiera podido ocurrir nada mejor. Bueno, duro y a la cabeza, muchacho, y ten firmemente presente el hecho de que necesito que me aumente la pensión. Me es del todo imposible casarme con lo que ahora me da. Si esta película ha de terminar con la lenta escena final del beso, lo indicado es por lo menos el doble. Bueno. ¡Adiós!

Siempre que recuerdo aquel almuerzo experimento una sensación de apenada nostalgia. Fue de esos almuerzos únicos en una vida y yo no estuve en condiciones de apreciarlo. Si me han de comprender ustedes les diré que mi subconsciente pudo ver que fue algo especial, pero la espantosa situación en que me había puesto Bingo me atolondró de tal manera que fui incapaz de captar realmente su profundo significado. En muchos momentos me hubiera sentado igual un plato de serrín.

El viejo Little atacó el tema de la literatura desde el primer momento.

—Mi sobrino le habrá informado probablemente de que no hace mucho efectué un detenido estudio de sus obras, ¿verdad?

—Sí. Me lo refirió. ¿Qué… qué le parecieron mis cosillas?

Me miró reverentemente.

—Míster Wooster, no me avergüenzo de confesar que al oír su lectura mis ojos estaban anegados en lágrimas. ¡Me asombra que un hombre tan joven como usted haya podido sondear con tanta seguridad las profundidades de la naturaleza humana; que haga pulsar con mano tan maestra las temblorosas cuerdas del corazón de su lector; que escriba novelas tan verídicas, tan humanas, tan emocionantes, tan vitales!

—No es más que pura habilidad —dije yo.

Entretanto, el sudor bañaba generosa y abundantemente mi frente. No sé cuándo he podido encontrarme más aturdido.

—¿Encuentra la habitación demasiado calurosa?

—No, no, de ninguna manera. Está muy bien.

—Entonces debe de ser la pimienta. Si mi cocinera tiene un defecto, cosa que no estoy dispuesto a admitir es que se le va un poco la mano con la pimienta en los platos que prepara. Y, a propósito, ¿le gusta cómo cocina?

Me sentí tan aliviado por haberme alejado del tema de mi producción literaria que emití mi aprobación con resonante voz de barítono.

—Me encanta oírlo, míster Wooster. Puede que me deje influir demasiado pero, a mi modo de ver, esta mujer es un genio.

—¡Exacto! —dije.

—Hace siete años que está a mi servicio y me consta que durante todo este tiempo nunca se ha hecho merecedora de la menor censura. Excepto una vez, en el invierno de 1917, en que un purista habría podido condenar cierta mahonesa, por faltarle suavidad. Pero en aquel entonces habíamos sufrido algunos ataques aéreos y sin duda la pobre mujer estaba trastornada. No hay nada perfecto en este mundo, míster Wooster, y yo también he tenido que llevar mi cruz. Durante siete años he vivido con la constante preocupación de que alguna persona malintencionada pudiera inducirla a abandonar mi servicio. Sé de buena tinta que le han hecho varias proposiciones, y lucrativas por cierto, para que trabajara en otros sitios. Puede usted imaginar mi desesperación cuando esta misma mañana estalló la bomba. ¡Me avisó de que se iba!

—¡Válgame Dios!

—Su consternación honra, si así puedo decirlo, el corazón del autor de Una roja, roja rosa de verano. Pero me es grato añadir que lo peor no ha acaecido. El asunto ha sido arreglado. Jane ya no me dejará.

—¡Caracoles!

—Caracoles, sí, aunque la expresión no me sea familiar. No recuerdo haberla encontrado en sus libros. Y, hablando de sus libros, permítame decirle que lo que me impresionó en ellos más aún que el patetismo conmovedor de la narración en sí, es su filosofía de la vida. Si hubiera más hombres como usted, míster Wooster, Londres no sería lo que es.

Esto era diametralmente opuesto a la filosofía de la vida de mi tía Agatha, puesto que ella siempre me habla dado a entender que es la presencia de individuos como yo lo que hace de Londres un sitio más o menos pestilente; pero lo pasé por alto.

—Déjeme decirle, míster Wooster, que aprecio su espléndido desafío a los decaídos fetiches de un sistema social completamente ciego. ¡Lo admiro! Usted es lo suficientemente grande para ver que la categoría social no la constituye más que el brillo de las guineas y que, según las magníficas palabras de lord Bletchmore en Sólo una chica de fábrica: «Por humilde que sea su origen, una mujer vale lo que la dama más refinada del mundo».

Di un respingo.

—¡Oiga! ¿Cree usted eso?

—Lo creo, míster Wooster. Me avergüenza decir que hubo un tiempo en que yo era como los demás hombres, un esclavo del necio convencionalismo que llamamos «diferencia de clases». Pero desde que he leído sus libros…

Habría debido esperarlo así. Una vez más Jeeves había logrado su propósito.

—¿Encuentra usted natural que un muchacho con lo que podríamos llamar cierta posición social, se case con una muchacha perteneciente a lo que podría describirse como la clase más baja?

—Puede estar usted seguro de que lo es, míster Wooster.

Aspiré profundamente y le espeté la buena nueva.

—El joven Bingo, su sobrino, quiere casarse con una camarera —dije.

—Eso le honra mucho —dijo el viejo Little.

—¿No tiene usted nada que objetar?

—Al contrario.

Volví a aspirar profundamente y desvié la conversación hacia el lado sórdido del asunto.

—Espero que no creerá usted que soy un entrometido —dije—, pero… ejem… bueno, ¿qué hay de la pasta?

—Temo no comprenderle a usted muy bien.

—Bueno, me refiero a la pensión de su sobrino. El dinero que usted tiene la bondad de pasarle. El muchacho tenía la esperanza de que considerara usted la posibilidad de aumentar un poco la cifra.

El viejo Little sacudió la cabeza con pesar.

—Me temo que eso no pueda ser. Un hombre de mi posición debe ahorrar todo lo posible, ¿entiende? Gustosamente continuaré dándole a mi sobrino la cantidad actual, pero no puedo pasar de ahí. No sería justo para con mi mujer.

—¿Qué? ¡Pero si no está usted casado!

—Aún no, pero me propongo tomar ese santo estado casi inmediatamente. La señora que tan bien guisó para mi durante años, me ha Hecho el honor de aceptar mi mano esta mañana. —Un frío resplandor de triunfo brilló en sus ojos—. Y ahora, ¡que intenten quitármela! —musitó en tono de desafío.

—El joven míster Little le ha telefoneado a usted varias veces esta tarde, señor —dijo Jeeves aquella noche, cuando llegué a casa.

—Ya me lo figuraba —dije.

Le había enviado al pobre Bingo, en cuanto terminé de comer, un bosquejo de la situación por un mensajero.

—Parecía estar bastante agitado.

—No me extraña, Jeeves —dije—. Y además temo ser portador de malas noticias para usted. El proyecto de leer aquellos libros al viejo Little ha actuado como un explosivo.

—¿No lo han ablandado?

—Sí. Y en eso estriba precisamente el inconveniente. Jeeves, siento decirle que su novia, miss Watson, ¿sabe?, la cocinera, ¿sabe?, bueno, pues, en pocas palabras: ha preferido la riqueza al trabajo honrado; supongo que ya me entiende usted.

—¿Señor?

—Ha obrado sin consideración hacia usted y se ha comprometido con el viejo míster Little.

—¿De veras, señor?

—Esto no parece afectarle mucho.

—Lo cierto es, señor, que había previsto semejante resultado.

Le miré.

—Entonces, ¿por qué diablos sugirió este plan?

—A decir verdad, señor, no me era desagradable la perspectiva de una ruptura de relaciones con miss Watson. En realidad, la deseaba extraordinariamente. Respeto mucho a miss Watson, pero hacía tiempo que me había dado cuenta de que no éramos el uno para el otro. Ahora, la otra joven con quien tengo relaciones…

—¡Válgame Dios, Jeeves! ¿Hay otra?

—Si, señor.

—¿Cuánto tiempo hace que dura eso?

—Unas semanas. Me atrajo muchísimo cuando la conocí en un baile benéfico en Camberwell.

—¡Atiza! No…

Jeeves inclinó la cabeza gravemente.

—Sí, señor. Por una extraña coincidencia se trata de la misma joven que el joven míster Little… He dejado sus cigarrillos sobre la mesita. Buenas noches, señor.